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Authors: Caleb Carr

Tags: #Intriga, Policíaco, Suspense

El ángel de la oscuridad (56 page)

BOOK: El ángel de la oscuridad
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— Es evidente— repuso la señorita Howard siguiendo el hilo de los pensamientos del doctor— que el señor Linares quiere advertirnos de que está pendiente de todos nuestros movimientos.

El señor Moore asintió con la cabeza.

— Parece querer decirnos que no hará nada mientras no nos acerquemos a su esposa o tratemos de encontrar a su hija. Pero si cruzamos ese límite…

— ¿Ese es el significado de las señas que hizo el filipino a Stevie?— se preguntó el doctor—. ¿Que podemos hacer lo que nos plazca con Libby Hatch siempre y cuando dejemos en paz a la familia Linares?

— Es muy posible— respondió el señor Moore encogiéndose de hombros.

— Entonces ¿por qué no lo dice directamente?— preguntó el doctor con creciente frustración—. ¿Por qué envía todos estos mensajes crípticos a través de un misterioso intermediario?

Yo negué con la cabeza.

— No creo que las señas significaran eso.

— ¿Qué si no, Stevie?

— No sé— respondí mientras me esforzaba por encontrar una respuesta—. Pero la expresión de la cara del Niño… Ya sé que yo en ese momento estaba aterrorizado, pero tengo la impresión de que no pretendía amenazarme ni hacerme una advertencia. Más bien me pareció que quería algo.

— ¿El aborigen?— dijo el doctor mientras nos aproximábamos a la casa de Picton—. ¿Qué iba a querer ese hombrecillo de nosotros?

— Ya he dicho que no lo sé— bajé la voz hasta convertirla en un susurro, pues ya formábamos en fila india para entrar con sigilo en la casa—, pero algo me dice que lo averiguaremos muy pronto.

35

El resto de nuestro plan superó nuestras previsiones más optimistas. Cuando regresamos a casa de Picton, el señor Moore insertó la bala en un agujero de una de las tablas del carromato de los Hatch, y a la mañana siguiente nos despertaron los gritos desaforados de Lucius. Se había levantado temprano para inspeccionar las piezas, con la esperanza de que alguno de nosotros hubiera pasado algo por alto, y estaba convencido de que había sido así. Tras introducir sus pinzas en el orificio, Lucius anunció que dentro había un objeto de metal blando, y mientras los demás nos vestíamos y desayunábamos, él y Marcus comenzaron a cortar la madera. Fue un momento emocionante para los dos hermanos y el señor Picton, en tanto que los demás fingimos estar con los nervios de punta. Pero hasta el día de hoy no sabría decir si nuestra representación resultó convincente.

Cuando la paciente tarea de los sargentos detectives separó las últimas astillas de madera para revelar una bala grande, inconfundible y casi intacta, se oyó un coro de alborozados gritos. Marcus llevó el proyectil hasta la mesa de juego del salón y la dejó sobre la superficie de felpa verde para que los demás la viéramos. Yo había visto muchas balas en mis tiempos de correrías, pero nunca había tenido ocasión de estudiar una con tanta minuciosidad como hice esa vez con la lupa. Procuraba detectar las marcas de identificación que Marcus y Lucius habían mencionado el día anterior y, en efecto, estaban muy claras. Al menos los dientes y acanaladuras, pues los defectos producidos por el cañón del Peacemaker tendríamos que descubrirlos comparando las balas. Y eso es lo que íbamos a hacer a continuación en el jardín trasero, después de disparar a las pacas de algodón.

Con la habilidad de un experto, Lucius disparó los tres proyectiles que había encontrado en el cargador usando las pacas de algodón como blanco. Uno de los cartuchos acusó el efecto del tiempo y se negó a salir, pero los otros detonaron admirablemente. Corrimos a registrar los fardos y en menos de veinte minutos encontramos las balas. Marcus y Lucius nos aseguraron que estaban en buen estado, de modo que había llegado el momento de hacer la comparación, aunque nos advirtieron que la tarea podía llevar horas. Regresamos a la casa, donde Marcus había preparado el microscopio sobre la mesa de juego. Convencidos de que las balas coincidirían, comenzamos a planificar lo que tendríamos que hacer durante los días siguientes para conseguir que el jurado de acusación presentara cargos.

En circunstancias normales, no habría resultado difícil conseguirlo, puesto que el jurado de acusación obedecía a pies juntillas al fiscal del distrito, pero todos sabíamos que en este caso las circunstancias eran especiales y no jugaban a nuestro favor, lo que nos exigía un trabajo de investigación previa más meticuloso de lo habitual. Esto significaba que Picton tendría que pasar varios días en su despacho para estudiar la información sobre el caso y reunir el mayor número posible de precedentes, además de decidir a qué testigos (peritos, presenciales y otros) debía llamar a declarar. Entretanto, Marcus y el señor Moore regresarían a Nueva York para cumplir con una serie de trámites imprescindibles. En primer lugar, tendrían que notificar oficialmente a Libby Hatch que sería investigada por el jurado de acusación, por si quería acogerse a su derecho de testificar. (Picton nombraría provisionalmente a Marcus agente de justicia, a fin de acreditarlo para entregar la notificación.) En segundo lugar, Marcus y el señor Moore tratarían de localizar al reverendo Clayton Parker, un testigo crucial, cuya última dirección en Nueva York el señor Moore solicitaría esa misma tarde en la iglesia presbiteriana. Por último, si Libby Hatch decidía no presentarse a declarar ante el jurado de acusación (tal como preveíamos), el detective y el periodista tendrían que quedarse en Nueva York y vigilarla sin que los Hudson Dusters les arrancaran el pellejo.

El lunes, Lucius y Cyrus regresarían a casa de los Hatch y la pondrían patas arriba en busca de pruebas adicionales. La señorita Howard y yo investigaríamos a fondo el misterioso pasado de Libby para lo cual haríamos otra visita a Louisa Wright, nos trasladaríamos a Stillwater (el pequeño pueblo donde Libby había vivido una temporada) y sólo Dios sabía adonde más. El doctor, naturalmente, continuaría trabajando con Clara Hatch pues, como repitió Picton, no había ninguna esperanza de obtener el auto de procesamiento a menos que la niña contestara, aunque sólo fuera con un «sí» o un «no», a las preguntas del jurado de acusación.

Después de comer, el doctor y Cyrus se marcharon a la granja de los Weston mientras el señor Moore se dirigía a la iglesia presbiteriana y Picton a su despacho. Sin embargo, todos regresaron antes de que los hermanos Isaacson hicieran algún progreso con la bala. Pasaron varias horas de angustiosa espera, hasta que a eso de las seis y media Lucius saltó de su silla y comenzó a gritar como un loco, cosa que los demás tomamos como una buena señal.

Nos congregamos en torno a la mesa de juego y pronto descubrimos que nuestras esperanzas estaban fundadas. El tamaño de las acanaladuras y dientes (había siete de cada uno, con un curso en espiral hacia la izquierda) no sólo coincidía a la perfección con el ánima del Colt, sino que en el mismo lugar de sendos proyectiles había otra marca, tan pequeña que habían tardado horas en identificarla. Marcus nos explicó que la había producido una diminuta muesca en el acero del cañón, situada junto a la boca. Esta marca era la prueba de balística que estábamos buscando, y que, aunque según los sargentos detectives no era concluyente, tendría mucho peso pues sólo podía presentarse en un arma entre un millón. Incluso ante la remota probabilidad de que otro modelo Single Action Army de Colt 45 tuviera acanaladuras y dientes idénticos al nuestro, la idea de que presentara el mismo defecto en el ánima era difícil de tragar. De modo que todo parecía indicar que habíamos hecho un descubrimiento importante y que las tenazas de nuestra complicada trampa comenzaban a cerrarse.

De hecho, Picton estaba tan satisfecho que anunció que se proponía convocar al jurado de acusación para el viernes, apenas cinco días después. Sin embargo, a la mañana siguiente descubriríamos que Pearson, el fiscal del distrito y jefe de nuestro anfitrión, no compartía su entusiasmo. Cuando Picton le habló de nuestro plan, Pearson declaró que no estaba dispuesto a posponer sus vacaciones de quince días, que comenzarían la semana siguiente, y que no regresaría hasta que la «descabellada» investigación del caso Hatch hubiera concluido. Pero Picton no se alteró en lo más mínimo por este hecho, se despidió alegremente de Marcus y el señor Moore (que se marcharían a Nueva York a mediodía) y se fue a su despacho. Poco después todos los demás salimos de la casa para cumplir con nuestras respectivas tareas.

La señorita Howard y yo nos encaminamos a la casa de Louisa Wright, que estaba en Beach Street. Era un edificio viejo, situado tan cerca de los Viveros Schaffer que allí siempre parecía de día, ya que el gigantesco invernadero de plantas contaba con iluminación artificial durante toda la noche. Por eso la señora Wright— una cincuentona de aspecto agradable pero de hablar brusco, cuyo marido había muerto en la guerra de Secesión, cuando ella todavía era joven— había cubierto las ventanas con pesadas cortinas dobles que hacían que la casa fuera tan silenciosa como una tumba. El reloj de la estantería de la chimenea era la única fuente de ruido, y su continuo tictac parecía recordar la fugacidad de la vida. Las numerosas fotos del joven marido de Louisa Wright que decoraban la casa completaban el aire fúnebre del lugar.

La señora Wright nos sirvió té y emparedados en el salón, aparentemente contenta de involucrarse en la persecución de Libby Hatch. Cuando se enteró de que la llamarían a declarar ante el jurado de acusación, su alegría se transformó en auténtica satisfacción. Con un poco de suerte pronto se descubriría que la anciana tenía cosas muy reveladoras que decir sobre Libby Hatch, el reverendo Parker, los hijos de Hatch y la propia muerte de Daniel, ya que estaba dispuesta a reiterar lo que había declarado ante la señorita Howard. Por lo tanto, ambos nos sentíamos muy optimistas cuando a las tres de la tarde salimos de la casa con intención de alquilar un coche para viajar a Stillwater.

Alquilamos la misma calesa, tirada por el mismo caballo Morgan, con la que habíamos regresado de casa de Hatch el viernes, y si bien el primer tramo del viaje no fue exactamente cómodo, el brioso caballo nos permitió cubrirlo con rapidez y sin incidentes. Por desgracia, la calesa resultó menos fiable: cuando giramos por el camino que discurría a lo largo del Hudson, una de las ruedas traseras se desprendió con un desagradable estrépito, y aunque ni la rueda ni la calesa sufrieron daños, estuvimos parados en la carretera durante un par de horas, hasta que un granjero que pasaba nos ayudó a levantar la calesa con una gruesa soga y a volver a colocar la rueda. Este proceso duró otro par de horas, tras las cuales seguimos al buen samaritano hasta su granja, donde tenía las herramientas necesarias para fijar mejor la rueda de modo que permaneciera en su sitio. La señorita Howard recompensó con cinco dólares al amable aunque reservado granjero y luego, puesto que estábamos algo más cerca de Stillwater que de Ballston Spa (aunque a una buena distancia de ambos sitios), decidimos seguir hacia el sur y comenzar al menos con la tarea que nos habíamos propuesto.

Cuando llegamos a Stillwater el sol se ponía sobre el pequeño pueblo, compuesto sólo por un par de fábricas junto al río y varias manzanas de casas que se extendían desde la orilla hacia el interior. Era un pueblo más deprimente que la mayoría de la zona: aunque resultaba difícil precisar qué producían las fábricas, la suciedad y degradación del lugar parecían más propias de una gran ciudad. Hasta el Hudson, casi siempre cristalino y bonito en el norte, en este tramo estaba cubierto por una película turbia. Las calles desiertas acentuaban el aspecto frío y ominoso del pueblo, y poco después de nuestra llegada, cuando el sol comenzó a ocultarse, la señorita Howard y yo nos preguntamos si nuestra decisión de continuar con el viaje después de reparar la rueda había sido correcta. La idea de que Libby Hatch había vivido allí tampoco mejoraba nuestra impresión del lugar.

Estacioné la calesa en lo que parecía el centro del pueblo (aunque todavía no se veía ni un alma), nos apeamos y comenzamos a pasearnos por los alrededores con la esperanza de encontrarnos con alguien dispuesto a hablarnos del lugar. Por fin, después de diez minutos de absoluta quietud, oímos abrirse una puerta en una calle situada detrás de las fábricas de la orilla y vimos salir a un hombre de una de las pequeñas casas semejantes a cabañas.

— ¡Disculpe!— gritó la señorita Howard sobresaltando al corpulento individuo de un metro noventa de estatura, que dio un salto de un palmo en el aire.

Mientras nos acercábamos a él, el hombre miró con nerviosismo a su alrededor y se irguió, como si pensara que éramos policías o fanáticos religiosos.

— Disculpe— repitió la señorita Howard cuando llegamos junto a él—, pero necesitamos información sobre una persona que vivió aquí. ¿Conoce a alguien que pueda ayudarnos? Sé que es tarde, pero…

— Todos estarán en la taberna— respondió el hombre mientras retrocedía un par de pasos—. Bueno, todos los que no estén en casa. Estarán allí.— Señaló la zona de la ribera, a unas cuatro o cinco manzanas a nuestras espaldas.

— Ah— la señorita Howard se volvió para localizar la taberna y asintió—. Ya veo…— Dio media vuelta—. Por casualidad, ¿usted no sabrá nada? Se trata de una persona que vivió aquí hace mucho tiempo, así que…

— Yo he vivido aquí toda mi vida, señora— respondió el hombre—. Si buscan información de alguien que vivió en este pueblo, yo sabré más que cualquiera de esos italianos o irlandeses que han venido a trabajar a las fábricas.

La señorita Howard estudió al individuo y esbozó una pequeña sonrisa.

— Ya entiendo. Verá, necesitamos información sobre una mujer. Cuando vivía aquí se llamaba Libby Fraser, aunque luego…

— ¿Libby Fraser?— La cara del hombre pareció interpretar una curiosa danza: con movimientos rápidos y espasmódicos, pasó del horror al miedo y finalmente al odio—. ¿Qué interés tienen en ella?

— Verá, estamos haciendo una investigación…

— Nadie les hablará de Libby Fraser en este pueblo. Nadie tiene nada que decir de ella.— Los ojos del individuo parecieron saltar de su sucia cara, como si su temor y su furia crecieran con cada segundo que pasaba—. ¿Lo han entendido? Nadie. Se largó de aquí hace mucho tiempo. Si quiere saber de ella, tendrá que ir al lugar adonde se marchó.— Escupió en la calle polvorienta—. Será lo más inteligente.

El hombre se ajustó la camisa dentro de los pantalones, como para demostrar que hablaba en serio, luego dio media vuelta y enfiló hacia la casa de donde había salido.

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