El ángel de la oscuridad (52 page)

Read El ángel de la oscuridad Online

Authors: Caleb Carr

Tags: #Intriga, Policíaco, Suspense

BOOK: El ángel de la oscuridad
5.87Mb size Format: txt, pdf, ePub

— Ahora podemos decir sin sombra de duda que en Ballston Spa se fabrican las mejores bolsas de papel del mundo.

Marcus examinó el arma y asintió.

— Bastará con un pequeño repaso para que vuelva a disparar.

— Y eso significa…— comenzó el señor Moore.

— Eso significa— concluyó la señorita Howard—-, que harán una prueba de balística.

El señor Moore puso cara de perplejidad.

— ¿Una qué?

— Siempre y cuando encontremos una bala en las piezas del carromato para compararla con las del revólver— prosiguió Lucius dejando el arma y levantando un dedo.

— Eh, más despacio— pidió el señor Moore.

— ¿Qué me dice, señor Picton?— preguntó Marcus—. ¿Qué opinión tienen los jueces locales de las pruebas de balística?

— Están al tanto de su existencia, desde luego, pero que yo sepa aún no se han usado para condenar a nadie. Sin embargo, tampoco sé de ningún caso en que se hayan excluido específicamente. Nuestros jueces no son demasiado conservadores en estas cuestiones, y de vez en cuando les gusta sentar precedente. Si presentamos una prueba convincente, sobre todo si ésta va acompañada de otras que la respalden, creo que la aceptarán sin reparos.

— ¿Aceptar qué?— preguntó el señor Moore—. ¿De qué demonios habláis?

Yo también estaba confundido y observé que al doctor y a Cyrus les pasaba otro tanto. Pero todos preferíamos dejar las preguntas tontas al señor Moore, ya que (con el debido respeto a sus cualidades más admirables) le salían con absoluta naturalidad.

— Si conseguimos que funcione— explicó Lucius a Picton, sin hacer el menor caso al señor Moore—, tendremos que preparar un campo de tiro.

— Desde luego— dijo Picton con alegría, señalando la parte trasera de la casa—, mi jardín está a su disposición, detective. Lo único que hay detrás es un maizal. Si me dice lo que necesita…

— Poca cosa— respondió Lucius—. Algunos fardos de algodón.

— No hay problema— dijo Picton—. ¡Señora Hastings! Necesitamos…— Al volverse, descubrió que el ama de llaves ya estaba en la puerta, mirándonos con perplejidad—. Ah, señora Hastings. Por favor, llame al señor Burke y dígale…

— Sí, señor— respondió la mujer. Dio media vuelta y alzó los brazos—. Que necesita unos cuantos fardos de algodón para hacer prácticas de tiro en el jardín.

— Es lo ideal— señaló la señorita Howard sin desviar la vista del arma.

— Por supuesto— añadió el señor Moore con el dejo plañidero que su voz solía adquirir en situaciones similares—. Ideal. Sea lo que fuere lo que os propongáis, no os molestéis en darnos explicaciones a los demás.

Picton rió y se dirigió a su amigo:

— Lo lamento, John. Hemos sido algo groseros, ¿no? ¿Qué te parece si para compensarte…? Bueno, ya no podemos hacer nada más en lo que queda del día. De hecho, creo que ha sido una tarde muy fructífera. Así que, ¿qué tal si tomamos el tranvía y nos vamos al local de Canfield? Hablaremos durante la cena. Luego jugaremos a la ruleta o echaremos una partida de cartas…

— ¡Silencio!— ordenó el señor Moore alzando una mano, súbitamente radiante y lleno de entusiasmo—. Basta de discusiones. Subid a vestiros para la cena antes de que Rupert cambie de idea. ¡Vamos, arriba!

— ¿Y si no queremos ir?— preguntó la señorita Howard mientras el señor Moore la empujaba hacia las escaleras—. No tengo el menor interés en…

— Entonces volverás a casa inmediatamente después de cenar— interrumpió el señor Moore—. Pero deja que los demás demos rienda suelta a nuestro espíritu aventurero.

Yo corrí hacia las escaleras, pero entonces recordé algo y me volví hacia el señor Moore.

— ¿Apostará por mí? He oído que no dejan jugar a los menores.

— No temas, Stevie— repuso el señor Moore—. Seguiré tus instrucciones al pie de la letra. Pero de todos modos tendrás que ponerte el traje de pingüino para que te admitan en el comedor.

Asentí y sonreí.

— Para eso lo he traído. Una buena partida es la única razón en el mundo por la que me lo pondría.

Corrí escaleras arriba, entré en mi habitación y abrí el gran armario de caoba donde había guardado el traje de etiqueta que el doctor me había comprado un año antes. Creo que entonces aún tenía la esperanza de que me aficionara a la ópera y los acompañara a Cyrus y a él a la Metropolitan Opera House, pero hasta el momento me había sentado en su palco una sola vez— vestido con el traje de marras— y únicamente porque el caso Beecham lo había requerido. Sin embargo, en esta ocasión estaba más que dispuesto a ponerme la camisa blanca almidonada y el pantalón y la chaqueta negra a cambio de una oportunidad de apostar en la fiable ruleta que según había oído se encontraba en el célebre garito-restaurante de Richard Canfield, en Saratoga, conocido como «el Casino» en el resto del país.

Claro que por mucho que deseara ponerme rápidamente esa ropa, carecía de la experiencia necesaria para hacerlo: resoplé y maldije mientras embutía, apretujaba y estiraba las prendas, hasta que decidí dejar que otra persona se ocupara de la pajarita. Cuando bajé, todos estaban listos para salir, y el señor Moore protestó con impaciencia mientras la señorita Howard anudaba amablemente la cinta de seda blanca que colgaba de mi cuello. Por fin salimos a la cálida noche y caminamos hacia la estación del tranvía de Ballston Spa, donde subimos a un pequeño vagón descubierto rebosantes de entusiasmo, sin sospechar ni por un instante que nuestro anfitrión no había planeado aquel viaje con la única intención de hacernos pasar un buen rato.

32

La línea de tranvía Ballston-Saratoga llevaba sólo un año en funcionamiento, y se notaba: las barandillas del coche al que subimos estaban lustrosas y los asientos, impecables; los raíles de la estrecha vía por la que avanzaba brillaban. Recorrió a una considerable velocidad los seis o siete kilómetros de campo que separaban Ballston Spa de la calle principal de Saratoga, Broadway. En los asientos delanteros del vagón soplaba una brisa refrescante, incluso excitante, dadas las características de nuestro lugar de destino. Podría decirse que era la clase de aire que acrecienta la expectación, y aunque el viaje duró unos quince minutos escasos, para un jovencito como yo fue toda una eternidad.

Por fin el tranvía entró por el extremo sur de Broadway y se detuvo frente al mayor centro recreativo de Estados Unidos. Desde allí se abría una panorámica excelente del corazón de la ciudad; y he de decir que era un regalo para los ojos. Flanqueada por bonitos y frondosos olmos, la calle Broadway de Saratoga por sí sola habría sido motivo de orgullo para cualquier ciudad del mundo; pero detrás de los árboles, las cuidadas aceras y las farolas resplandecían las luces de las numerosas tiendas y los lujosos hoteles de la ciudad, que anunciaban diversión de cualquier clase y desmentían la obsoleta calificación de «balneario» que solía aplicarse a la ciudad. No había indicios de que el aislamiento o el descanso fueran bienes preciados (o siquiera posibles) para los visitantes de Saratoga. En 1897, ya habían quedado atrás los tiempos en que políticos, eruditos y artistas de todo el mundo se reunían allí a «tomar las aguas» y a debatir temas sesudos, y el lugar era un floreciente mercado del placer.

El casino de Canfield era un edificio cuadrangular con aspecto de mansión, situado en el verde y tupido parque donde se erigía Congress Spring, una de las antiguas fuentes de agua mineral de la ciudad y antaño la principal atracción del lugar. El casino había sido construido por un famoso jugador, John Morrisey, un corpulento boxeador irlandés, un miembro del partido demócrata que había invertido todo lo que había ganado en el cuadrilátero en salas de juegos e hipódromos (también construiría la primera pista de carreras de Saratoga). Entre 1870 y 1871, durante la construcción de lo que entonces se conocía como «Club House», Morrisey había dotado al lugar de toda clase de lujos, y el negocio había cosechado un rotundo éxito desde el mismo día de su inauguración. Sin embargo, no había conseguido dar a Morrisey lo que él más deseaba: el reconocimiento de los miembros de la alta sociedad que despilfarraban miles de dólares en su local. Morrisey había muerto en 1878 y la propiedad del casino había pasado a manos de varios empresarios mediocres hasta que Richard Canfield lo había comprado y reformado en 1894.

Al igual que Morrisey, Canfield había hecho fortuna en el juego, aunque no tenía el turbio pasado que había impedido a Morrisey ser tratado como un auténtico caballero. Tras dirigir salas de juegos en Providence, Rhode Island, y luego en Nueva York, Canfield había dedicado su tiempo libre (y una breve temporada en prisión) a convertirse en un erudito y crítico de arte autodidacta. Cuando se hizo cargo del Club House de Morrisey, sacó provecho de su aprendizaje: llenó el local con muebles y obras de arte de primeras firmas, construyó un amplio restaurante y contrató a un cocinero francés de fama mundial. Y al prohibir el juego a mujeres y niños, consiguió burlar a los reformistas que durante una breve temporada habían tratado de cambiar las cosas en Saratoga y de hecho habían obligado a clausurar varios garitos más pequeños. Pero al mismo tiempo Canfield había construido un gran salón donde las mujeres y los niños podían disfrutar de helados y espectáculos… y dar instrucciones a maridos o padres para que apostaran por ellos.

El parque era el escenario perfecto para esos lujosos pasatiempos, con sus estanques, estatuas, fuentes y los bonitos árboles que flanqueaban el camino que conducía a las paredes cubiertas de enredaderas del casino de tres plantas. Esa noche entramos por la puerta principal, y los sargentos detectives se alegraron de ver que el señor Canfield era uno de los pocos directores de hoteles y casas de juego de la ciudad que no había colgado el típico cartel de «No se admiten judíos». Una vez dentro, nos encontramos en el amplio, concurrido y alfombrado vestíbulo contiguo a la sala de juegos. En dicha sala se apostaba bajo (las fichas blancas valían un dólar; las rojas, cinco; las azules, diez; las amarillas, cien; y las marrones, mil) en comparación con la de arriba, donde todos los valores se multiplicaban por cien.

Aunque yo estaba ansioso por jugar, debo confesar que aquella noche estaba aún más ansioso por conocer al famoso personaje apodado «el Príncipe de las Apuestas». No tuve que esperar mucho; en cuanto entramos en el casino, vi a un individuo regordete con expresión astuta, ojos oscuros e impecable afeitado pendiente de todo lo que ocurría a su alrededor. (Su cara era tan fascinante que más tarde cautivaría a un artista tan célebre como J. A. M. Whistler, que la inmortalizó en un lienzo.) Al ver entrar al señor Picton, el Príncipe de las Apuestas se dirigió apresuradamente a su encuentro.

— ¡Vaya, señor Picton!— saludó con alegría Canfield tendiendo una mano—. ¿Dispuesto a pasar una noche en las mesas de juego? ¿O ha venido a degustar la comida de Columbin?

— ¡Canfield!— exclamó Picton con sincero regocijo—. No, tengo invitados y les he dicho que no pueden marcharse del condado sin visitar nuestra mayor contribución a la cultura norteamericana moderna.

Picton nos presentó y Canfield nos saludó a todos con la cordialidad que caracteriza a los grandes magnates del juego. Pero había algo más: parecía que el simple hecho de que fuéramos invitados de Picton nos hacía acreedores de un tratamiento especial.

— El señor Picton me ayudó mucho en momentos difíciles— explicó Canfield, como si hubiera leído mis pensamientos—. Durante la fiebre reformista, intercedió ante la Administración diciendo que si querían podían cerrar los locales de juego más pequeños, pero que debían permitir que los «establecimientos de categoría» como el casino permanecieran abiertos, a menos que quisieran que la supervivencia de la ciudad volviera a depender del agua mineral.

— No creo que mi intervención fuera tan decisiva, Canfield— dijo Picton—. Hasta el más fanático de los reformistas comprendió que se estaban atando la soga al cuello. ¿Qué tal la clientela?

— Están todos aquí— respondió Canfield mientras nos acompañaba al comedor—. Brady, la señorita Russell, Jesse Lewisohn. Y Gates está arriba, empeñado en batir un récord.

Estas palabras me dejaron boquiabierto: el nombre de
Diamond
Jim Brady— el magnate de los ferrocarriles que tenía un estómago seis veces más grande de lo normal y un apetito casi tan grande como su avidez por acaparar piedras preciosas— y el de la señorita Lillian Russell, la famosa artista de variedades e inseparable acompañante de Brady, eran tan conocidos entonces como ahora; pero en los círculos de juego, los nombres de Jesse Lewisohn— el «banquero jugador»— y John Gates (que pronto se ganaría el mote de «Apuesta-un-Millón» por perder y volver a ganar dicha suma en un mismo día) eran igualmente legendarios y un motivo aún mayor de emoción.

— Brady está en el comedor, desde luego— prosiguió Canfield—. Ya ha devorado la mitad de las reservas de Columbin y sigue pidiendo.

Les buscaré una mesa lejos de la suya. A pesar de sus diamantes, no ejerce un buen efecto en el apetito del resto de la clientela.— En la entrada del comedor, Canfield hizo una seña a uno de los camareros y volvió a estrecharle la mano a Picton—. Albert se ocupará de todo. Lo veré en la sala de juegos. Supongo que no querrá subir, ¿no?

Picton negó con la cabeza y sonrió.

— ¿Con mi sueldo? Imposible, Canfield. Ya perdemos más que suficiente en la sala pública.

Canfield saludó al resto del grupo e hizo ademán de marcharse, pero de repente pareció recordar algo y se volvió.

— A propósito, Picton. He oído que tiene intención de reabrir el caso de los niños asesinados.

Aunque los demás tuvimos dificultades para disimular nuestra sorpresa, Picton sonrió y cabeceó.

— De acuerdo, Canfield— dijo—. Trataré de mantenerlo informado.

— Ya sabe cómo son las cosas— explicó Canfield con un respetuoso encogimiento de hombros—. En esta ciudad, la gente apuesta por todo. Sin duda apostarán por los resultados de la vista preliminar y el juicio, y me gustaría calcular las probabilidades.

— Dos a una a favor de la detención, de momento— respondió Picton—. Ya hablaremos del juicio.

Canfield le dirigió una mirada inquisitiva.

— ¿Dos a una? Parece que está muy seguro.

— Muy seguro— respondió Picton—. Aunque es posible que se sorprenda al conocer la identidad de la persona arrestada.

Canfield asintió con un gesto, se volvió y con un último ademán de despedida y regresó a su tarea de hacer felices a los jugadores.

Other books

Demelza by Winston Graham
Belle Weather by Celia Rivenbark
Up Close and Personal by Maureen Child
Her Father's House by Belva Plain
Surrender, Dorothy by Meg Wolitzer
Bones by the Wood by Johnson, Catherine