El ángel de la oscuridad (54 page)

Read El ángel de la oscuridad Online

Authors: Caleb Carr

Tags: #Intriga, Policíaco, Suspense

BOOK: El ángel de la oscuridad
5.47Mb size Format: txt, pdf, ePub

Lucius, Marcus y la señorita Howard prosiguieron con su clase, explicándonos lo que hacía el más joven de los Isaacson con el revólver de Hatch, ya que por lo visto la balística no se limitaba a buscar coincidencias entre balas y armas. Lucius también debía determinar, basándose en la cantidad de óxido y polvo que había en la Peacemaker, cuánto hacía que el arma había sido disparada y cuántas veces. El segundo interrogante resultó fácil de responder, pues quedaban tres balas en el cargador de seis proyectiles. Esto no nos sorprendió, ya que durante el tiroteo se habían producido tres disparos. Pero como ocurría siempre en el campo de la ciencia forense, las cosas no eran tan sencillas como parecían.

La señorita Howard explicó que era habitual que las personas que teman armas en casa dejaran una cámara vacía en la posición superior, ya que si algo o alguien accidentalmente la amartillaba sin poner el seguro, el percutor sólo chocaría con el aire. Y a medida que Lucius avanzaba en su examen, los tres estaban cada vez más convencidos de que Daniel Hatch había seguido ese procedimiento. Como ya he dicho, tres cámaras seguían cargadas, pero sólo dos de las tres restantes tenían la clase de depósitos de pólvora que indicaban que habían sido disparadas después de la última limpieza del arma. Además, la tercera cámara estaba más oxidada que las otras dos, lo que sugería que llevaba más tiempo vacía. Marcus y Lucius descartaron la improbable posibilidad de que alguien hubiera encontrado, disparado y vuelto a cargar el arma antes de arrojarla otra vez al pozo, ya que la cantidad de óxido que cubría el cañón demostraba que el revólver no había sido usado en muchos años.

Era un descubrimiento inquietante, pues para corroborar nuestra teoría de que Libby Hatch había asesinado a sus tres hijos necesitábamos confirmar que la Colt se había disparado tres veces y no dos. Este enigma dejó perplejos a Marcus y a Lucius, y mientras continuaban usando los polvos para encontrar huellas dactilares, sus caras se fruncieron hasta parecerse a los viejos árboles retorcidos del jardín. Encontraron varias huellas idénticas a las de Libby en la empuñadura y el gatillo y un fragmento de huella en el martillo que también podría haber sido suya, pero no había indicios de que ella hubiera tocado el cargador, lo que descartaba la posibilidad de que volviera a cargar y a disparar después. Sabíamos que una bala había atravesado el cuello de Clara (y con un poco de suerte estaría alojada en alguna parte del coche, quizás en el pescante), pero ¿cómo era posible que hubiera matado a los dos niños si sólo había hecho otro disparo?

Con un humor cada vez más sombrío, Marcus y Lucius apuntaron meticulosamente todos sus hallazgos sobre el estado del arma y luego comenzaron a desmontarla para prepararse para la prueba de tiro. La señorita Howard nos devolvió la esperanza cuando planteó una solución posible para la paradoja de las dos balas y las tres víctimas. Después de entrar en la casa a buscar las carpetas de Picton, que estaban sobre el piano, sacó los informes del doctor Lawrence de las autopsias de Thomas y Matthew y nos recordó que en ellos no se hacía referencia alguna a los orificios de salida de las balas. Y aunque Lawrence había observado quemaduras de pólvora en los niños, no especificaba en cuál de ellos. Picton había interpretado que en los tres, pero era posible que no fuera así. La declaración de Libby Hatch con respecto a la posición de los niños en el carromato era tan poco fiable como el resto de sus explicaciones, de modo que, dentro de ciertos límites, éramos libres de imaginar una secuencia de los hechos completamente distinta de la que había concebido Picton basándose en los informes.

La señorita Howard nos pidió que supusiéramos que era verdad que el pequeño Thomas había estado sentado en el regazo de Clara en el momento en que el carro se había detenido. A la niña le habían disparado en el pecho, y era imposible que lo hubieran hecho sin quitar al pequeño Thomas del medio. Por lo tanto, debíamos imaginar que Libby había apartado a Thomas y lo había dejado en otro sitio; por ejemplo, en el regazo de Matthew. Si Libby había disparado primero a Clara, Thomas se habría puesto a llorar, lo que a su vez habría hecho que su madre le pegara un tiro rápidamente. La Colt 45 Peacemaker era un arma potente, como demostraba el recorrido de la bala que había pasado por el pecho y el cuello de Clara. Por lo tanto, la bala que había alcanzado al pequeño Thomas bien podría haber atravesado su cuerpo para alojarse en cualquier cosa que hubiera estado detrás, o en cualquier persona, si aceptábamos la idea de que el pequeño estaría sentado delante de Matthew.

Esta hipótesis consiguió que los ojos de Lucius y Marcus recuperaran su brillo. ¿Sugería la señorita Howard que los dos niños habían sido asesinados con una sola bala? Ella respondió que sí, que era la única respuesta lógica habida cuenta del estado del arma. Pero la señorita Howard nos recordó que antes de cantar victoria debíamos recordar una cosa: era improbable que la bala hubiera tenido suficiente fuerza para atravesar los dos cuerpos y clavarse en la tabla del carro. En tal caso tendríamos complicaciones ya que, entre otras muchas cosas, el doctor Lawrence no mencionaba que hubiera extraído las balas de los cuerpos de los niños. En otras palabras, si la bala perdida no estaba en la madera que teníamos delante, estaría enterrada con Matthew Hatch en el cementerio de Ballston Spa (que casualmente se encontraba a la vuelta de la esquina de la casa de Picton). Esta certeza borró otra vez las sonrisas de las caras de los sargentos detectives e hizo que el señor Moore y yo— esta vez con la colaboración de la señorita Howard— nos empeñáramos aún más en la tarea de reducir la tabla y el pescante a fragmentos pequeños como mondadientes para encontrar el segundo proyectil, ya que sin él no tendríamos forma de probar que las balas asesinas habían salido del revólver de Daniel Hatch.

Mientras nos entregábamos con fervor a esta tarea, Marcus y Lucius reanudaron el examen del arma. Picton regresó a la hora de comer, y en el transcurso de la comida lo pusimos al corriente de nuestros progresos, que le parecieron curiosos pero también inquietantes. En cuanto volvió al despacho, nos pusimos a trabajar con mayor determinación que nunca, pero las primeras horas de la tarde llegaron y pasaron sin que hiciéramos ningún hallazgo.

Al caer la tarde el doctor Kreizler y Cyrus regresaron de la granja y se unieron a la búsqueda. Pero ninguno de nosotros detectó marcas esperanzadoras. Cuando prácticamente no nos quedaba ningún fragmento de las piezas por registrar, el señor Moore cayó en la cuenta de las terribles repercusiones del infructuoso examen. A la hora del aperitivo su cara era la viva imagen del desconsuelo, pero cuando Picton volvió y sugirió que dejáramos la tarea para tomar una copa, el señor Moore esbozó una sonrisa e insistió para que los sargentos detectives— que después de forzar la vista durante todo el día, tenían los ojos inyectados en sangre— aceptaran la invitación. Dijo que los demás los seguiríamos en unos minutos. Marcus y Lucius asintieron y se dirigieron a la casa.

En cuanto se hubieron alejado lo suficiente para no oírnos, el señor Moore dejó la lupa y nos dijo con tono apremiante:

— Muy bien. Ya es suficiente por hoy. Dejémoslo.

— Pero ¿por qué, John?— preguntó la señorita Howard—. Todavía hay luz natural y ya no falta mucho.

— Exactamente— replicó el señor Moore—. Por la mañana, necesitaremos al menos una parte de estas piezas entera.

Yo no entendí nada, pero Cyrus asintió como si lo hiciera.

— No está aquí, ¿verdad?

— Todo parece indicar que no— respondió el señor Moore—. Un arma del calibre 45 habría dejado un agujero lo bastante grande para que lo viera al menos uno de nosotros.

— ¿Entonces para qué necesitamos una parte intacta?— pregunté.

— Porque no quiero que Rupert tenga que mentir en los tribunales ni que Marcus o Lucius se vean obligados a cometer perjurio. La bala sólo puede estar en una parte, y vamos a ir a buscarla. Mañana por la mañana la pondremos en el trozo de carro que quede y dejaremos que ellos la encuentren. Ninguno de nosotros tendrá que declarar sobre este asunto, de modo que no debemos preocuparnos por mentir. Y los demás creerán que dicen la verdad.

El doctor enarcó las cejas.

— John, ¿te das cuentas de lo que estás sugiriendo?

— Sí, me doy perfecta cuenta, Kreizler— respondió el señor Moore mientras se apartaba de la mesa—. Pero no tenemos alternativa. Nunca conseguiremos que un juez ordene una exhumación sin la autorización de la madre, sobre todo basándose en las escasas pruebas que hemos reunido hasta el momento.— Hizo una pausa, como si esperara una objeción, pero no la hubo—. Buscaré una pala en el sótano— añadió—. Lo haremos esta noche.

Cyrus, la señorita Howard y yo cambiamos una mirada de horror, pero el doctor resumió nuestros sentimientos más profundos cuando dijo:

— Moore tiene razón. Es la única forma de asegurarse.

Todos asentimos lentamente, pero aunque estuviéramos de acuerdo en que el plan del señor Moore era la única manera de encontrar lo que buscábamos y proteger la integridad legal y ética de Picton y los sargentos detectives, era imposible olvidar que íbamos a cometer un acto espeluznante, aterrador e ilegal, la clase de delito que había conducido a la gente a la horca— o a cosas peores— en el transcurso de los siglos.

El señor Moore encontró una pala y un par de rollos de soga gruesa en el sótano y dejó estos objetos detrás de la puerta de la cocina mientras los demás estábamos en el salón. Durante la cena, la perspectiva de lo que íbamos a hacer esa noche hizo que permaneciéramos en silencio durante la mayor parte de la velada. Por fortuna, Picton llenó ese silencio con un largo monólogo sobre los casos que había estado estudiando, y luego regresamos al salón a oír tocar el piano a Cyrus. Finalmente llegó la hora de retirarnos a nuestras habitaciones. Esperaríamos a que Picton y los sargentos detectives se fueran a dormir y entonces abandonaríamos la casa por separado, para encontrarnos en la esquina de Ballston Avenue. Y de allí iríamos al cementerio.

34

Poco después de la una un silencio absoluto descendió sobre la casa. Cerré sigilosamente la puerta de mi habitación y salí afuera. A punto estuve de chocar con el señor Moore, que venía de la cocina, cargado con la pala y la soga. No vimos a ninguno de nuestros compañeros necrófilos hasta que llegamos al punto de encuentro al doblar la esquina. El doctor y la señorita Howard compartían un cigarrillo, mientras Cyrus miraba con nerviosismo a las casas oscuras de ambos lados de la calle. Pensé que a pesar de lo que íbamos a hacer, podría haberse ahorrado la molestia, pues era evidente que en Ballston Spa todo el mundo se retiraba temprano, incluso los sábados por la noche.

— Muy bien, ahora recordad— murmuró el doctor cuando el señor Moore y yo llegamos a su lado—. Lo que vamos a hacer es un delito muy grave, así que sólo participaremos activamente Moore y yo. Stevie, tú montarás guardia en este extremo de la calle. Cyrus, tú ponte a una distancia similar en la esquina siguiente. Sara será nuestra última línea de defensa; vigilará la puerta del cementerio.

— Con la artillería— dijo ella sacando un arma que reservaba para ocasiones especiales; un revólver Colt del 45 de cañón corto y empuñadura de nácar.

Revisó el cargador con los movimientos rápidos de una experta mientras el doctor proseguía:

— Si cualquiera de vosotros os encontráis con alguien fingid absoluta inocencia. Sois invitados del señor Picton y estáis tomando el aire de esta bonita noche. ¿Entendido? Entonces, en marcha.

El señor Moore, la señorita Howard y Cyrus echaron a andar hacia la esquina siguiente.

— ¿Por qué no te quedas aquí con Stevie hasta que yo haya cavado el agujero, Kreizler? Cuanta menos gente haya dentro mejor y tú no podrás…

El señor Moore se interrumpió, pero ya había mirado el brazo izquierdo del doctor Kreizler.

— Sí, lo entiendo— repuso el doctor mirándose la extremidad atrofiada—. Tienes razón, no podré ayudarte a cavar. De acuerdo. Hazme una señal cuando estés listo.

El señor Moore asintió con expresión culpable, aunque no había pretendido ofender al doctor, y se apresuró para alcanzar a los otros dos.

El doctor y yo permanecimos callados unos minutos. Yo no sabía qué decir para romper el incómodo silencio producido por la alusión a su brazo, pero mi intervención fue innecesaria pues él volvió a mirarse el miembro inútil y rió en voz baja.

— Es curioso— murmuró—. Nunca creí que fuera a servirme para algo.

— ¿Qué?— fue todo lo que atiné a decir.

— Mi brazo— respondió el doctor—. Estoy tan acostumbrado a verlo como una fuente de dolor y un recordatorio del pasado que nunca pensé que fuera a servirme para algo.

Yo sabía a qué aludía con lo de «recordatorio del pasado»: cuando el doctor tenía ocho años, su padre le había destrozado el brazo durante la peor de sus innumerables peleas. Luego había empujado a su hijo escaleras abajo, agravando la lesión y asegurándose de que el miembro nunca se recuperara del todo. El dolor crónico en los huesos y los músculos afectados, además de la atrofia de la extremidad le recordaban constantemente las vejaciones que había sufrido en la infancia. Pero yo no entendí qué había querido decir con que eso de que no pensaba que el brazo fuera a servirle para algo y se lo dije.

— Me refería a Clara Hatch— respondió mientras desviaba la vista del brazo para mirar de un extremo al otro de la calle—. Desde nuestro primer encuentro, me sentí identificado con ella porque tiene el brazo derecho inutilizado, probablemente a causa de una agresión de su madre.

Ambos nos volvimos al oír el sonido de una pala cavando en la tierra, pero había sido un verano húmedo, y en cuanto la pala alcanzó el suelo más profundo y blando, el sonido se apagó por completo. Entonces el doctor prosiguió con su relato:

— Hoy decidí aprovechar la coincidencia de nuestras respectivas lesiones para que la niña se sintiera segura en mi presencia y para animarla a evocar imágenes de lo ocurrido.

— ¿Imágenes? ¿Quiere decir que no recuerda todo lo que pasó?

— Una parte de su mente sí— respondió el doctor—. Pero la mayor parte de su actividad mental está dirigida a eludir y borrar esos recuerdos. Tienes que entender, Stevie, que está emocionalmente bloqueada por el hecho de que esa experiencia no parece tener sentido. ¿Cómo iba a aceptar que su madre, que en teoría era una fuente de seguridad y ayuda, se convirtiera en una amenaza mortal? Por otra parte, sabe que Libby sigue viva y que podría regresar y atacarla otra vez. Pero hoy, al llevarle los lápices de colores y contarle que mi padre era el responsable de mi lesión en el brazo, creo que al menos conseguí inculcarle la idea de que quizá sea capaz de afrontar sus dudas y sus miedos, incluso de compartirlos con otras personas.

Other books

Hour of the Hunter by J. A. Jance
License to Thrill by Lori Wilde
Quinn by Ryan, R.C.
PROLOGUE by lp,l
Caroline's Daughters by Alice Adams
Into the Fire by Keira Ramsay
Canyon Chaos by Axel Lewis
To Catch a Star by Romy Sommer
Dog Gone by Cynthia Chapman Willis