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Authors: Caleb Carr

Tags: #Intriga, Policíaco, Suspense

El ángel de la oscuridad (53 page)

BOOK: El ángel de la oscuridad
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— Amigos míos— dijo Picton—, a esto me refería cuando dije que en estos pueblos las noticias vuelan.

— ¿Quiere decir que van a apostar acerca del proceso?— preguntó el doctor mientras observaba con cierto disgusto a la opulenta clientela.

— No le quepa la menor duda. Pero ya puedes borrar ese brillo pícaro de tus ojos, John— añadió Picton mirando a su amigo—. Si Canfield ha llegado adonde está es porque nunca ha permitido que lo desplume alguien con información de primera mano.— Encabezó la marcha hacia el fondo del comedor—. Ahora a cenar, ¿de acuerdo?

Aunque nuestra mesa, tal como había dicho Canfield, estaba lejos de la de
Diamond
Jim Brady y la señorita Lillian Russell, para llegar a ella tuvimos que pasar junto a la célebre pareja, y no fue una experiencia agradable. No cambiamos ni una palabra con ellos o con sus acompañantes, pero me bastó con observar sus bufonadas para descubrir que una fabulosa leyenda a veces se corresponde con una realidad deprimente. Estaba al corriente de las famosas piedras preciosas de
Diamond
Jim, que sumaban unos veinte mil diamantes. Y, naturalmente, había oído hablar de su insaciable apetito. Pero las anécdotas no me habían preparado para ver a un hombre con cara de cerdo— cuya célebre barriga estaba embutida dentro de unas prendas que, según dictaba la vanidad, eran dos tallas más pequeñas de lo conveniente— cumpliendo con el rito de todas sus comidas: se sentaba a comer con el vientre cubierto de botones de diamantes a unos treinta centímetros de la mesa y no se levantaba hasta que dicho vientre tocaba el borde del tablero. Cuando pasamos a su lado, estaba haciendo los «deshonores» a una familia entera de langostas, provisto de un babero para proteger su elegante traje blanco y sus preciosos diamantes. Para colmo hablaba en voz atronadora y con un vocabulario soez, sin demostrar el menor reparo por lo que decía a las damas, pues sabía muy bien que puesto que a él le sobraban los millones y ellas no tenían más atributo que su belleza, no sólo tendrían que aguantarlo, sino también que sonreír y reírle las gracias.

Junto a
Diamond
Jim estaba la señorita Lillian Russell, cuya cara yo había visto en las carteleras de Nueva York, aunque cuando la vi personalmente descubrí que en los malditos carteles aparecía muy favorecida. También ella recibía con entusiasmo las vulgaridades de Brady, como un gato que lame un plato de leche. No quiero parecer mojigato (sabe Dios que mi vocabulario no era precisamente refinado, ni lo es ahora), pero hay una gran diferencia entre alguna que otra elección desafortunada de palabras y una conducta lisa y llanamente ofensiva, y podría decirse que Brady era la encarnación de esa diferencia. Se rumoreaba que la señorita Russell no prestaba sus favores sexuales a Brady (el acto en sí parecía imposible con semejante tonel de grasa) y que era Jesse Lewisohn, el amigo de
Diamond
Jim, quien se la llevaba al huerto. Sin embargo, esa noche pensé que Lewisohn no había hecho muy buen negocio: la señorita Russell sería una actriz famosa, pero tenía una figura que demostraba que ella también acostumbraba hacer estragos en las mesas de los restaurantes. Estaba claro como el agua que las pobres doncellas obligadas a enfundarla en el vestido entallado que lucía esa noche se ganaban su paga con tanto mérito como cualquier minero.

En otras partes del comedor— una sala amplia y preciosa con pequeños vitrales en el techo y suelo de roble— ocurría más o menos lo mismo que en la mesa de Brady: los comensales se atiborraban, bebían como esponjas, hablaban a gritos y «coqueteaban» de una manera que habría hecho que una puta de Nueva York durmiera una noche en la comisaría local. Y eso que llevaban una vida respetable: en el otro extremo del Hudson, eran personas responsables de grandes negocios, de decisiones de estado y, por añadidura, de la vida de muchos ciudadanos corrientes. Comenzaba a pensar que era una suerte que hubiéramos ido a jugar y no a alternar con esa gente.

Y no era el único, ya que concluida la cena en nuestra mesa reinaba una sensación generalizada de repulsión. Al salir del comedor descubrimos que el astuto de Picton nos había llevado allí precisamente con esa intención.

— Echen un último vistazo— dijo—. Porque si conseguimos llevar a Libby Hatch a juicio, no tendremos que enfrentarnos únicamente a la furia de los humildes habitantes de Ballston Spa. No, no; también caerá sobre nuestras cabezas el aplastante peso de las rutilantes clases altas. Porque ocultarse detrás de máscaras constituye la propia esencia de la hipocresía, ¿verdad, doctor? Y las máscaras del hogar idílico y de la santa maternidad son más intocables que cualquier otra. Sí, si no me equivoco, dentro de unas semanas veremos algunas de estas caras entre el público de los tribunales de Ballston.

No era la idea más caritativa para lanzar en un momento en que algunos de nosotros tratábamos de concentrarnos en la posibilidad de divertirnos. La señorita Howard, por su parte, ya había visto más de lo que era capaz de soportar en el comedor y decidió regresar a casa de Picton de inmediato. El doctor, Cyrus y los sargentos detectives, que no tenían pasta de jugadores, se ofrecieron a acompañarla, dejándonos el campo libre a los verdaderos entusiastas del juego. El señor Moore y Picton tomaron una copa mientras yo les explicaba mi estrategia en la ruleta, y cuando enfilaron hacia la sala de juegos, parecían haber superado su repulsión hacia la concurrencia. Ante la imposibilidad de presenciar el juego, sólo me quedaba la alternativa de esperar en el salón reservado a las mujeres y a los niños o salir fuera a fumarme un cigarrillo. No era lo que se dice una decisión difícil.

Fuera del casino, mientras paseaba entre las largas ramas de un sauce llorón que colgaban sobre uno de los estanques del parque, tiré de mi pajarita y mi cuello almidonado y solté un gruñido de disgusto, ansioso por quitarme esa ropa. Luego encendí un cigarrillo y me puse a pensar, pero no en la suma que podría llegar a ganar ni en lo que sucedería en la sala de juegos, sino en lo que Picton había dicho en el comedor. No me gustaba imaginar que al procesar a Libby Hatch enfureceríamos— y quizás incluso amenazaríamos— a todos esos libertinos hipócritas, ricos y poderosos, y al principio atribuí mi incipiente nerviosismo a esa desagradable perspectiva. Pronto comprendí que el nudo que sentía en el estómago tenía una causa mucho más inmediata, algo relacionado con lo que ocurría a mi alrededor. No sabía a ciencia cierta a qué se debía mi inquietud, pero después de unos minutos caí en la cuenta de que estaban vigilándome.

Di media vuelta, me interné aún más entre las ramas del sauce y escruté la oscuridad, pero en esa parte del bosque no se veía ni un alma. No obstante cada vez estaba más convencido de que alguien, desde algún lugar, observaba todos mis movimientos. Volví a tirar del cuello almidonado y de la pajarita, pues había comenzado a sudar, y desplacé el peso del cuerpo de una pierna a otra, respirando agitadamente. Finalmente hablé, aunque allí no parecía haber nada más que oscuridad:

— ¿Quién está ahí? ¿Qué quieren?— Consciente de que me comportaba de manera irracional, pero incapaz de contenerme, metí una mano en un bolsillo de los pantalones—. ¡Tengo una pistola!— grité—. ¡Y la usaré…!

De repente una figura borrosa pasó delante de mí: una sombra veloz cayó del cielo y aterrizó en el suelo sin hacer casi ruido, pero de todos modos me sobresaltó lo suficiente para hacerme gritar y dar un salto. Me salvé de caer al agua porque en el último momento me agarré del tronco del sauce, y aunque oí unos pasos presurosos alejándose de mí, cuando alcé la vista allí no había nadie.

Mientras recuperaba el aliento intuí que estaba completamente solo; lo supe con la misma certeza con que había percibido la presencia del intruso. A quienquiera que estuviera oculto en la copa del árbol— ingenuamente imaginé que era un niño— debía de haberle asaltado el pánico al oír que tenía un arma y había huido, más asustado él de mí que yo de él. Descubrí que se me había caído el cigarrillo, así que encendí otro y emprendí el camino de regreso al casino, riéndome de mi estupidez y sin darme cuenta de lo cerca que había estado del peligro.

Pero pronto lo sabría, pues unas horas después volvería a enfrentarme a ese mismo peligro, y en esta ocasión le vería la cara.

33

Al señor Moore, a Picton y a mí no nos fue nada mal en las mesas de juego, gracias a lo cual el sábado por la mañana desperté con una idea más optimista de las tareas que nos aguardaban. El doctor y Cyrus ya se habían levantado y habían partido hacia la granja de los Weston en un coche de alquiler. Marcus y la señorita Howard estaban en el jardín trasero, peleándose con los tres fardos de algodón que habían llegado poco antes. En el porche trasero, Lucius examinaba atentamente cada pieza de la Colt de Daniel Hatch. Más tarde la cubriría de polvo para buscar huellas dactilares, la desarmaría y volvería a montarla. Y dado que todo el mundo estaba enfrascado en una actividad productiva, Picton decidió ir a su despacho de los tribunales para continuar con su investigación de casos parecidos al que nos ocupaba (lo que los leguleyos llaman «precedentes»). Entretanto, el señor Moore y yo nos dirigimos al comedor a tomar el excelente desayuno de la señora Hastings.

Pero en cuanto hubimos terminado, nos llegó el turno de contribuir: Lucius nos dio un par de lupas, unas pinzas médicas y un par de navajas muy afiladas y nos ordenó que examináramos la tabla y el pescante del carromato de los Hatch, que los sargentos detectives habían llevado al jardín trasero. Nuestra tarea consistía en registrar cada centímetro de dichas piezas. Si encontrábamos algo parecido a un agujero de bala, debíamos utilizar las pinzas para comprobar si dentro había un objeto metálico. En caso afirmativo, en lugar de tratar de sacarlo con las pinzas, debíamos usar los cuchillos para cortar la madera alrededor del agujero con el fin de que la bala permaneciera intacta. El señor Moore y yo escuchamos estas instrucciones con una notable falta de entusiasmo, ya que era obvio que con ese procedimiento llevaría mucho tiempo desalojar la bala de la madera, incluso si teníamos suerte y encontrábamos una de inmediato. Pero limitamos nuestras protestas al mínimo y poco después estábamos enfrascados en la tarea.

Tardamos una hora en encontrar el primer agujero sospechoso. Tras localizar un pequeño orificio en una esquina de la tabla, me emocioné al introducir la pinza y descubrir que en el interior había algo metálico. Llamé a los sargentos detectives, y éstos estuvieron de acuerdo en que mi hallazgo parecía una bala.

Me advirtieron que mientras cortaba la madera circundante debía tener mucho cuidado de no introducir la hoja de la navaja en el agujero, una observación que, en el calor de mi entusiasmo, confesé no entender. Si conseguíamos identificar la bala ¿qué más daba que tuviera un par de marcas de cuchillo?

Esa no era la mejor pregunta para formular a Marcus y a Lucius, a menos que uno estuviera de humor para una larga conferencia sobre la ciencia forense. En esta ocasión en particular, nos obsequiaron al señor Moore y a mí con cuarenta y cinco minutos ininterrumpidos de información sobre la nueva especialidad de la balística, un análisis detallado al que se sumó la señorita Howard. En resumen, la balística parecía ser el equivalente a la dactiloscopia en lo tocante a las armas de fuego: hacía un tiempo, un inglés había descubierto que al pasar por el cañón de un arma, las balas quedaban marcadas por los pequeños defectos (como muescas en el metal) que caracterizaban a dicho cañón. En 1897, cuando casi todas las pistolas y armas largas tenían cañones estriados, se había descubierto que las estrías marcaban también las balas, formando lo que se llamaba «acanaladuras y dientes». Las acanaladuras eran las marcas en espiral que había en el ánima o parte interior del cañón (y que giraban hacia la derecha o a la izquierda) para hacer que la bala rotara al salir por la boca y en consecuencia atravesara el aire en línea más recta. Los dientes eran los espacios entre estas acanaladuras. Las balas que salían disparadas a través de estos dientes y acanaladuras quedaban marcadas por líneas que reproducían a la perfección el estriado característico de un ánima en particular. Este sistema de identificación ya se había utilizado con éxito, aunque no en Estados Unidos. Pocos años antes, un colega francés de los sargentos detectives, un tal
monsieur
Lacasagne, había demostrado que el número, espaciado y sesgo de las acanaladuras de una bala extirpada a un cadáver coincidían con el cañón del arma de un sospechoso. La condena de ese hombre se había basado principalmente en el peso de las pruebas de balística.

Sin embargo, los sargentos detectives admitieron que se había tratado de una conclusión prematura, pues los dientes y acanaladuras de las armas nunca habían sido catalogados según el fabricante o el modelo (y mucho menos según las características particulares de un arma en concreto) de modo que era posible que alguien más en Francia tuviera un arma con la misma disposición de dientes y acanaladuras que la que había pertenecido al condenado. Pero de cualquier modo había tres formas de establecer si una bala determinada procedía de un arma en particular: la primera y más obvia era el calibre; luego estaban las marcas distintivas producidas por los defectos del cañón (no todas las armas tenían esos defectos, pero muchas sí), y finalmente el número de giros de los dientes y acanaladuras. Por muy convincente que resultara el sistema, incluso cuando la bala y el cañón coincidían en estos tres aspectos, la identificación no era completamente fiable ya que, una vez más, las autoridades no exigían a los fabricantes que registraran las características específicas de cada modelo. Por lo tanto, cabía la posibilidad de que una bala con el mismo calibre, defectos y acanaladuras de un cañón determinado hubiera sido disparada por un arma parecida. Claro que los expertos en balística, como los sargentos detectives, podían alegar que las probabilidades de que dos armas tuvieran características idénticas eran de una entre un millón, pero incluso una probabilidad tan remota dejaba sitio para la duda y, en consecuencia, aunque la balística se había convertido en un recurso sumamente útil para los investigadores de mentalidad progresista, todavía no era aceptada como prueba concluyente en los tribunales de justicia.

Cuando los sargentos detectives y la señorita Howard terminaron de explicarnos todo esto al señor Moore y a mí, yo ya había extraído el pequeño objeto metálico de la madera, pero la emoción que había sentido ante la perspectiva de someter el proyectil a una prueba de balística se esfumó cuando descubrí que había desperdiciado casi una hora en preservar con sumo cuidado la cabeza de un viejo clavo. Sin embargo, sabía que el trabajo de detective conllevaba esa clase de frustraciones, de modo que cogí la lupa y continué examinando la madera en busca de otro agujero.

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