— Se habrá puesto como loca con los lápices, ¿no?— pregunté con una sonrisa.
El doctor se encogió de hombros.
— Ya has visto casos similares en el instituto. Es asombroso lo que un objeto en apariencia sencillo puede conseguir en situaciones semejantes. Un juguete, un juego, un lápiz de color. No es de extrañar que eligiera el rojo en primer lugar.
— ¿Sangre?— pregunté en voz baja, pensando que yo en su lugar habría hecho la misma elección.
— Sí-— respondió el doctor. Cabeceó y chasqueó la lengua—. Imagina la atrocidad de esa escena, Stevie. No es sorprendente que sea incapaz de hablar de ella, que incluso haya enterrado su recuerdo en lo más profundo de su mente consciente. Y sin embargo, el recuerdo empuja, clama por salir, aunque sólo emergerá cuando ella se sienta segura.— El doctor reflexionó durante algunos instantes—. Un arroyo rojo… ¿Recuerdas el dibujo de la granja de los Weston que le enseñó a Cyrus? Detrás hay un arroyo, y hoy la niña lo añadió al dibujo; pero lo pintó de rojo… un torrente rojo. Y al otro lado del arroyo dibujó un árbol marchito cuyas raíces se hundían en el agua roja.— El doctor volvió a cabecear, se levantó la mano izquierda y la cerró en un puño—. Stevie, te aseguro que aunque durante nuestra estancia sólo logremos sanar la mente de esa pobre niña, el viaje no habrá sido en vano.
Me tomé unos segundos para asimilar esa idea y luego pregunté:
— ¿Cuánto tiempo cree que tardará en empezar a comunicarse con usted?
— A juzgar por su actitud de esta tarde, soy bastante optimista. Intuyo que dentro de unos días podremos empezar a discutir el incidente mediante dibujos y preguntas sencillas. Pero para conseguir que hable tendré que concebir nuevas tácticas.
Ninguno de los dos añadió nada más durante un rato. Yo procuraba imaginar la vida de Clara en la granja, rodeada de personas que hasta hacía poco tiempo no conocía, tratando desesperadamente de no pensar en por qué debía convivir con ellas a la vez que deseaba comprender la situación. ¿Cómo podía funcionar su cerebro con órdenes tan contradictorias y apremiantes? ¿Cómo conseguía dormir, o tener un momento de paz, con todas esas voces gritando cosas tan distintas en el interior de su cabeza? Era una idea espantosa, y allí y entonces, en aquella esquina de Ballston Spa, me sentí agradecido porque al menos cuando yo era pequeño en Nueva York había tenido claro quiénes eran mis enemigos y qué necesitaba para sobrevivir. Por muy mal que se comportara mi madre conmigo, no creo que nunca quisiera verme muerto, y por primera vez vi mi situación si no como una gracia divina, al menos como una de las mejores opciones de una larga lista de calamidades.
De repente oímos unos pasos que se acercaban. El doctor y yo retrocedimos hasta la sombra de un olmo y esperamos, pero era la señorita Howard que venía a decirnos que el señor Moore estaba listo.
— Todo está muy tranquilo allí arriba— dijo señalando el cementerio—. Así que John le ha pedido a Cyrus que lo ayude a sacar el féretro de la fosa. No es que sea muy pesado, pero…
El doctor asintió con expresión sombría y se volvió hacia mí.
— Muy bien, Stevie— dijo—. No bajes la guardia.
Los dos echaron a andar hacia Ballston Avenue y yo me quedé bajo el olmo, contemplando las sombras que proyectaba la luna. El viento cálido comenzó a arreciar, confundiendo mi vista y mi imaginación. Las sombras que me rodeaban se convirtieron en fantasmagóricas siluetas humanas que se movían, danzaban y— cada vez estaba más seguro— se preparaban para lanzarse sobre mí. Me dije que sólo era el viento y que no tenía por qué preocuparme; eran ilusiones ópticas producidas por la luz, un montón de…
Entonces noté que una de esas figuras de aspecto humano, una pequeña situada en la acera de enfrente, no se movía. Y no sólo no se movía, sino que dada la posición de la luna, no estaba donde debía estar. Además tenía un par de puntos luminosos exactamente a la altura de los ojos.
Y para ser una sombra, lucía algo demasiado parecido a una sonrisa.
Me quedé paralizado, confundido, aterrorizado. Cuanto más miraba a la sombra, más me convencía de que era una persona, pero al mismo tiempo el esfuerzo de fijar la vista me había nublado los ojos. Sabía que no conseguiría averiguar nada a menos que encontrara la forma de que aquella criatura se apartara del árbol y saliera a la luz de la luna, pero eso entrañaba un riesgo. Quienquiera que estuviera observándome no parecía tener intención de hacer ningún movimiento hostil, así que supuse que no correría peligro si me adelantaba unos pasos para ver mejor.
Di un paso al frente y me eché a temblar como una hoja al ver que la criatura del otro lado de la calle me imitaba. En cuanto las sombras se despejaron, vi claramente quién era: el Niño, el criado filipino del señor Linares. Estaba vestido con prendas cuatro tallas grandes para él y, vaya usted a saber por qué, me sonreía. Levantó lentamente un brazo, como si quisiera hacerme una señal, y por un instante le perdí el miedo. Ese intento de comunicación, la sonrisa y sus agradables facciones redondas no le daban un aspecto amenazador. Pero entonces hizo un movimiento distinto: irguió la cabeza, levantó una mano y se pasó un dedo por el cuello. Que yo supiera, esa señal significaba lo mismo en todos los países del mundo, pero como el hombrecillo seguía sonriendo le concedí el beneficio de la duda durante unos segundos, por si lo había interpretado mal. Sin embargo, lo que hizo a continuación no me tranquilizó: sin borrar la sonrisa de su cara, se llevó las manos al cuello y lo atenazó como si quisiera comunicarme su intención de estrangular a alguien, casi con toda seguridad a este humilde servidor.
Me eché a temblar otra vez, di media vuelta y corrí en dirección al cementerio, convencido de que el hombrecillo a quien yo tenía por un asesino me perseguiría. No me volví a mirar atrás; sabía que el Niño era rápido como un rayo y no quería perder ni un segundo. Cuando llegué al extremo norte del cementerio vallado, divisé a la señorita Howard, que estaba de espaldas a mí. No quería gritar para pedir auxilio, así que me limité a apretar el paso con la esperanza de que me oyera. Pronto lo hizo, y cuando llegué a unos diez metros de ella y vio la expresión de mi cara, desenfundó su revólver y apuntó con una habilidad que sólo se adquiere con la práctica a la zona que estaba detrás de mí. Aliviado, seguí corriendo a su encuentro, pero al ver que ella ponía cara de perplejidad y dejaba caer los brazos a los lados, aflojé el paso. La señorita Howard me miró y se encogió de hombros. Entonces me detuve y miré por encima del hombro mientras me esforzaba por recuperar el aliento.
El pequeño filipino había desaparecido.
La señorita Howard se acercó a mí, que me había doblado y apoyado las manos sobre las rodillas para aspirar grandes bocanadas de aire y escupir en la calle.
— ¡Stevie!— dijo en voz baja—. ¿Qué ha pasado?
— El criado del señor Linares…— respondí—. ¡El Niño estaba allí abajo!
La señorita Howard levantó rápidamente la pistola, aunque esta vez sólo hasta la altura de la cadera.
— ¿Qué hacía?
— Se ha limitado a mirarme— respondí cuando conseguí controlar mi respiración—. Y me hizo una señal con las manos. Señorita Howard, creo que quiso decir que piensa matarme. Pero lo curioso es que no dejó de sonreír en ningún momento.
Ella me cogió del brazo derecho con la mano libre y me llevó hacia la puerta del cementerio.
— Ven— dijo—. Debes contárselo al doctor.
Nunca he sido una persona religiosa, pero cuando llegamos a la puerta y miré hacia el cementerio, la escena que vi me pareció tan sacrílega que me hizo pararme en seco. La zona que se encontraba directamente delante de nosotros estaba semiiluminada por la luz de la luna, pero también por el suave resplandor de un par de farolas situadas junto a la verja posterior del cementerio. Con estas dos fuentes de luz era imposible malinterpretar lo que sucedía: el doctor se había quitado la chaqueta y arremangado la camisa y estaba en cuclillas delante de un pequeño ataúd. La tapa del féretro estaba sobre la montaña de tierra de la tumba recién abierta. El doctor tenía un bisturí y un par de pinzas de acero en las manos enguantadas y trabajaba con rapidez, pero también con cuidado, como si trinchara un pavo en una mesa rodeada de comensales hambrientos. El señor Moore, que estaba de pie, miraba hacia otro lado y se cubría la boca con un pañuelo. Era evidente que acababa de vomitar.
— Espere— dije a la señorita Howard en cuanto cruzamos la puerta del cementerio—, no hay razón para interrumpir. Se lo diremos cuando salga.
La señorita Howard me miró de arriba abajo, como diciendo que entendía mi reticencia.
— Quédate aquí vigilando— dijo—. Pero debo decírselo, pues es posible que el aborigen no esté solo. ¿Quieres mi revólver?
Miré la pistola y negué con la cabeza pues, como ya he dicho, las armas de fuego nunca han sido lo mío. La señorita Howard se acercó al señor Moore y al doctor, y aunque no oí lo que decían, vi la expresión de alarma en ambas caras. Pero hasta yo sabía que habíamos llegado demasiado lejos para detenernos, así que la señorita Howard regresó junto a la verja y el doctor reanudó su tarea con mayor energía. Miré hacia Ballston Avenue y vi que Cyrus estaba pendiente de nosotros, ansioso por saber qué diablos ocurría.
Consideré la posibilidad de correr a contárselo, pero entonces oí que el doctor lanzaba una exclamación de alegría, quizá demasiado alta, dadas las circunstancias. Me volví y vi que levantaba algo con los dedos enguantados: tenía que ser la bala. El señor Moore echó un vistazo al objeto, sonrió con gesto de alivio y dio una palmada en la espalda al doctor. Luego se apresuraron a cerrar el ataúd. El señor Moore miró hacia donde aguardábamos la señorita Howard y yo.
— ¡Stevie!— llamó en voz tan alta como permitía la prudencia.
La única parte de mi estómago que no se me había subido a la garganta al ver al Niño se unió al resto mientras corría hacia ellos.
El olor a tierra y a podrido me alcanzó a unos diez metros de distancia de la tumba pero, por fortuna, cuando llegué allí ya habían cerrado la tapa del ataúd. Con ayuda de las sogas, el señor Moore y yo volvimos a depositar la caja en el agujero con relativa facilidad. Mi concentración en la tarea impidió que tomara conciencia de dónde estaba— y de lo que hacía—, pero en cuanto el ataúd estuvo en el hoyo y comenzamos a rellenar la tumba primero con tierra y luego con el césped que el señor Moore había cortado cuidadosamente, tuve ocasión de observar las lápidas y estatuas que me rodeaban.
Me estremecí al descubrir que estaba sobre la tumba del pequeño Thomas Hatch. Me aparté para terminar el trabajo en otro punto y eché un rápido vistazo a las lápidas de Thomas y Matthew. Lo único que las diferenciaba eran las inscripciones cinceladas en la piedra. En la parte superior estaban los nombres y la edad de los niños, seguidos de la frase AMADO HIJO DE DANIEL Y ELSPETH. Pero debajo de estas palabras había dos frases diferentes. La de Thomas rezaba: UN CORDERO QUE REGRESÓ DEMASIADO PRONTO JUNTO AL CORDERO DE DIOS, mientras que la de Matthew decía: AQUEL QUE CREA EN MI NO MORIRÁ. En la parte inferior de cada lápida, en letra más pequeña y curvilínea, se leía: CON EL AMOR DE MAMÁ.
— ¿Por qué están enterrados aquí y no en casa de los Hatch?— pregunté, quizá sólo para distraerme con algo que me ayudara a tranquilizarme—. Hay un camposanto detrás de la casa.
— En la actualidad, muchos municipios exigen que se entierre a los muertos en cementerios públicos— respondió el doctor, que sujetaba el objeto que había encontrado por encima de su cabeza para estudiarlo—. Por razones de salud pública. Estoy seguro de que la señora Hatch no puso ninguna objeción, suponiendo que aquí habría menos probabilidades de que alguien profanara la tumba.
— Y tenía buenas razones para suponerlo— dijo el señor Moore mientras colocaba la última plancha de césped en su sitio y cubría con hierba los cortes visibles—. Es mucho más fácil que te descubran en un lugar como éste.— Se puso en pie, examinó su trabajo y asintió con aire satisfecho-—. Muy bien. Larguémonos de aquí.
El doctor corrió hacia la puerta, pero yo me quedé atrás con el señor Moore, que tenía dificultades para ponerse la chaqueta mientras arrastraba la pala y la soga. Le quité esos dos objetos de las manos y pregunté:
— ¿Han encontrado la bala?
— Eso parece— respondió, aunque era evidente que no quería cantar victoria antes de tiempo—. Y parece estar en buenas condiciones. Pero no sabremos si es la bala que buscamos hasta mañana. Me han dicho que te has topado con nuestro amiguito filipino.
Cabeceé y dejé escapar un suspiro de alivio.
— Estaba convencido de que iba a matarme allí mismo.
— Dudo de que quisiera hacer algo así— replicó el señor Moore—. Ya lo has visto en acción. Si hubiera querido matarte, no lo habrías visto ni oído.
— Hummm.— Comprendí que el señor Moore tenía razón y me detuve un instante en la puerta—. Pero entonces ¿qué quería?— pregunté mientras Cyrus corría hacia nosotros.
— Aún no lo sabemos— respondió el doctor, que por lo visto se había imaginado de qué hablábamos—, pero lo descubriremos. Sin embargo, Stevie, es importante que no menciones ese encuentro ni a los sargentos detectives ni a Picton. Para ellos— echó un último vistazo al cementerio antes de echar a andar—, y también para nosotros, nada de esto ha sucedido.
— A mí no tendrás que convencerme de que no hable— repuso el señor Moore aceptando el cigarrillo que le ofrecía el doctor—. No me siento orgulloso de esta aventura.
— ¿Crees que Matthew Hatch escapará de su tumba y te perseguirá por turbar su descanso eterno, Moore?— bromeó el doctor.
— Quizá— respondió el señor Moore—. Algo así. Aunque tú no pareces muy afectado, Kreizler.
— Tal vez porque tengo una idea distinta de lo que acabamos de hacer— dijo el doctor, esta vez con seriedad—. Creo que el alma de Matthew Hatch aún no ha conocido la paz, ni la eterna ni ninguna otra, y que sólo nosotros podemos ofrecérsela.— Tras encender primero el cigarrillo del señor Moore y luego el suyo, dio una calada y pareció más animado—. Lo que no entiendo es qué demonios quiere— prosiguió, saltando de un tema a otro con la rapidez que lo caracterizaba—. Primero nos hace una advertencia en el 808 de Broadway, luego salva la vida de Cyrus en Bethune Street, y ahora aquí, en otra región del estado, amenaza de muerte a Stevie. ¿Qué pretende?