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Authors: Caleb Carr

Tags: #Intriga, Policíaco, Suspense

El ángel de la oscuridad (58 page)

BOOK: El ángel de la oscuridad
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— Hace tres años. En Ballston Spa.

— Oímos rumores— dijo la señora Muhlenberg—. Y una cuadrilla de hombres registró el pueblo. ¿Eran los hijos de Libby?

— Sí, y creemos que los mató ella. Así como a otros niños de Nueva York.

De detrás del abanico salió un sonido distinto, que después de unos segundos identifiqué como sollozos roncos.

— Pero ¿de qué me sorprendo?— susurró la señora Muhlenberg—. Si hay alguien capaz de un crimen así, ésa es Libby.

La señorita Howard se inclinó hacia delante y puso toda la compasión de que era capaz— que era mucha, sobre todo cuando trataba con un miembro de su mismo sexo— en la pregunta siguiente:

— ¿Le importaría explicarme qué sucedió aquí, señora Muhlenberg? Nos ayudaría para procesar a Libby.

Después de unos segundos los sollozos se acallaron, pero el pie comenzó a sacudirse otra vez.

— ¿La ejecutarán?

— Es muy posible— respondió la señorita Howard.

— Si hay alguna posibilidad de que muera— dijo la mujer con voz cargada de alivio, incluso de entusiasmo—, si pueden conseguir que la ejecuten, entonces sí, señorita Howard. Le contaré lo que ocurrió.

En silencio y con cautela, la señorita Howard sacó un cuaderno y un lápiz y se preparó para tomar notas. En cuanto la señora Muhlenberg comenzó su relato, la anciana negra se marchó cabeceando del salón, como si se sintiera incapaz de volver a oír la historia.

— Fue hace mucho tiempo— empezó a decir la señora Muhlenberg—, aunque acaso al resto del mundo no le parezca tanto. La conocimos a finales del verano de 1886. La familia de mi marido era propietaria de una de las fábricas del pueblo. Cuando nos casamos, nos fuimos a vivir a la casa de al lado, que había pertenecido a la abuela de mi esposo. Era una casa preciosa, con un maravilloso jardín que llegaba hasta la orilla del río. Nuestro administrador vivía en esta casa. Ese verano nació nuestro hijo, nuestro único hijo. Yo no podía darle el pecho y pusimos un anuncio buscando una nodriza. Libby Fraser fue la primera en solicitar el puesto y a los dos nos pareció encantadora.— Una risita jadeante y siniestra acompañó este último comentario—. Encantadora… Si quiere que le sea franca, confieso que yo sospechaba que mi marido la encontraba demasiado encantadora. Pero ella estaba desesperada por el empleo, desesperada por complacer, desesperada por todo. Y yo simpatizaba con esa actitud. Simpatizaba con…

Después de una larga pausa, la señorita Howard aventuró una pregunta:

— ¿Y cuándo notó que su hijo comenzaba a tener problemas de salud?

La señora Muhlenberg hizo un gesto de asentimiento y continuó:

— De modo que lo sabe. Sí, el pequeño enfermó. Al principio pensamos que se trataba de cólicos sin importancia. Yo lo tranquilizaba siempre que era posible, pero no podía darle de mamar, y cuando estaba con Libby, su estado empeoraba. Lloraba hora tras hora, día tras día… No queríamos despedir a la chica, porque veíamos que estaba desesperada por trabajar y que se esmeraba mucho, pero después de una temporada no tuvimos más remedio que hacerlo. Michael, mi hijo, no respondía a sus cuidados, así que decidimos buscar a otra persona.

— ¿Cómo se tomó la noticia Libby?— le preguntó la señorita Howard.

— ¡Si la hubiera aceptado!— exclamó la señora Muhlenberg en voz baja, pero también vehemente y triste—. Si hubiéramos conseguido que la aceptara y la hubiéramos obligado a marcharse… Pero pareció tan trastornada cuando se lo dijimos e insistió tanto en que le diéramos otra oportunidad, que decidimos hacerlo. Y las cosas cambiaron. Vaya si cambiaron. El estado de Michael dio un giro, al principio creímos que para mejor. Sus ataques de llanto y sus cólicos desaparecieron y pensamos que empezaba a responder a los cuidados de Libby. Pero era una tranquilidad falsa, un síntoma de enfermedad, no de satisfacción. Comenzó a debilitarse de forma lenta y progresiva. Palideció y adelgazó, como si la leche de Libby fuera agua. Pero no era agua, no era agua…

Se hizo un silencio tan largo que sospeché que la señora Muhlenberg se había quedado dormida. La señorita Howard me dirigió una mirada inquisitiva, pero yo me limité a encogerme de hombros, con la esperanza de que notara cuántas ganas tenía de salir pitando de esa casa. Pero ella buscaba algo, y yo sabía que no nos marcharíamos de allí hasta que lo encontrara.

— ¿Señora Muhlenberg?— preguntó en voz baja.

— ¿Eh? ¿Sí?— dijo la mujer.

— Decía que…

— ¿Qué decía?

— Que la leche de Libby no era agua.

— No. No era agua.— Oímos otro suspiro—. Era veneno.

Al oír eso, me moví incómodo en la silla, pero la señorita Howard insistió:

— ¿Veneno?

La cabeza sombría se balanceó de arriba abajo.

— El médico vino a visitar a Michael en varias ocasiones, pero era incapaz de explicar qué ocurría. El pequeño estaba enfermo, muy enfermo. Entonces la salud de Libby también se deterioró. Eso hizo que el doctor sospechara que se trataba de una enfermedad contagiosa que le había transmitido mi hijo. Cómo íbamos a adivinar que…— Una vez más, comenzó a sacudir el pie con nerviosismo—. Yo sospechaba algo. Llámelo intuición maternal o como quiera, pero la cuestión es que no acababa de creer que mi hijo había contagiado a Libby. No. Estaba convencida de que ella lo estaba enfermando a él. Mi marido dijo que la preocupación me estaba desequilibrando. Creía que Libby arriesgaba su salud con tal de ayudar a Michael. Él y el médico la veían como una heroína. Pero cada día que pasaba yo me convencía más y más de que mis sospechas eran fundadas. No sabía por qué. Empecé a sentarme a su lado mientras Libby amamantaba a Michael y pronto me negué a dejarlo a solas con ella. Pero mi niño nunca mejoró. La enfermedad se agravó. Él estaba cada vez más débil y ella también…

» Por fin, un día en que ella estaba fuera tomando el fresco, registré su habitación y encontré dos paquetes en la cómoda. El primero contenía un polvo blanco; el segundo, uno negro. Yo no tenía idea de qué eran, pero de todos modos se los llevé a mi marido. Él tampoco supo qué era el polvo negro, pero identificó el blanco sin la más mínima duda.— Fue como si a la señora Muhlenberg le diera miedo proseguir, pero por fin pronunció la palabra—: Arsénico.

La señorita Howard debió de intuir que yo estaba a punto de huir, pues me agarró del brazo.

— ¿Arsénico?— preguntó—. ¿Se lo daba al niño?

— Si usted conoce a Libby— replicó la señora Muhlenberg con un chasquido de la lengua—, sabrá que es demasiado lista para que cometiera la imprudencia de dárselo directamente a él. Además, yo no le quitaba los ojos de encima. Cuando estaba con él, pero no cuando estaba sola. Ése fue mi error. Mi marido preguntó a Libby para qué usaba el arsénico y ella respondió que una noche la había despertado una rata. Como si alguna vez hubiera habido ratas en la casa… Pero no se nos ocurría otra explicación.— La señora Muhlenberg respiró hondo para contener el llanto—. Michael murió poco después. Libby representó a la perfección el papel de niñera desconsolada durante varios días, pero el día del entierro de mi hijo lo entendí todo. Libby estaba junto a su tumba, llorando, y me percaté de que estaba recuperando la salud. De repente lo vi todo claro, muy claro… Había envenenado a Michael tomando ella misma el arsénico para pasárselo a él a través de la leche. No era suficiente para matar a una mujer adulta, pero sí a un bebé. El mismísimo demonio no habría sido más astuto.

Yo consideré que ya había oído suficiente.

— Señorita Howard— murmuré.

Pero ella me apretó el brazo con más fuerza, sin apartar los ojos del rincón oscuro del salón.

— ¿Se enfrentó a ella?— preguntó.

— Desde luego— respondió la señora Muhlenberg—. No tenía pruebas, pero quería que ella se enterara de que yo sabía lo que había hecho. Y también quería saber por qué. ¿Por qué había matado a mi hijo? ¿Qué le había hecho él?— Rompió a llorar otra vez—. ¿Qué puede hacer un bebé a una mujer adulta para que ésta quiera matarlo?

Por un instante creí que la señorita Howard iba a explicar la teoría que habíamos formulado en las últimas semanas, pero no lo hizo, y me pareció una decisión sabia, pues aunque la señora Muhlenberg hubiera entendido nuestras ideas, no estaba en condiciones de aceptarlas.

— Naturalmente, lo negó todo— prosiguió la mujer—. Pero esa misma noche…— Alzó una mano para señalar las ruinas de al lado—.

Mi marido murió en el incendio. Yo sobreviví de milagro, y Libby desapareció.

Siguió otra pausa, durante la cual rogué que la historia hubiera terminado. Y así era, pero la señorita Howard no estaba dispuesta a dar por zanjada la cuestión.

— Señora Muhlenberg— dijo—, ¿estaría dispuesta a testificar ante un jurado sobre sus experiencias con Libby? Sería muy útil.

Otro horrible, patético gemido flotó en la habitación.

— ¡No! ¡No! ¿Para qué? Cuéntelo usted. O que lo haga otra persona. Yo no tengo pruebas, no me necesitan.

— Podría contarlo yo— dijo la señorita Howard—, pero no tendría ningún valor. Si lo oyen de sus propios labios y le ven la cara…

Entonces el gemido se transformó en una risa ronca y siniestra.

— Eso es imposible, señorita Howard. No podrán verme la cara. ¡Ni siquiera yo puedo vérmela!— Se hizo un silencio absoluto, y con un súbito escalofrío comprendí para qué servía el abanico—. No tengo cara. La perdí en el incendio, junto con mi marido, mi vida…— La sombra de su cabeza comenzó a temblar—. No exhibiré esta masa de cicatrices en un tribunal. No le daré a Libby Fraser esa última satisfacción. Espero que mi historia la ayude, señorita Howard. Pero no puedo… no estoy dispuesta a…

La señorita Howard respiró hondo.

— Lo comprendo— dijo—, pero tal vez pueda ayudarnos de otra manera. No hemos conseguido determinar de dónde procede Libby. ¿Alguna vez le habló de su lugar de nacimiento?

— No exactamente— respondió la señora Muhlenberg—. A menudo hablaba de los pueblos que están al otro lado del Hudson, en el condado de Washington. Siempre tuve la impresión de que procedía de alguno de ellos, aunque no estoy segura.

La señorita Howard asintió con la cabeza, me soltó el brazo y se puso en pie.

— Muchas gracias, señora Muhlenberg.

La anciana negra reapareció para acompañarnos a la puerta. Mientras nos dirigíamos al vestíbulo, la señora Muhlenberg dijo:

— ¿Señorita Howard?— Los dos nos volvimos—. Mire la cara de ese niño. ¿Ve el terror que hay en sus ojos? Quizá crea que todo esto es producto de su imaginación, pero en tal caso se equivoca. Lo que queda de mi cara es mucho peor de lo que él pueda imaginar. ¿Sabe lo que se siente al horrorizar de ese modo a la gente? Lamento no poder hacer nada más, y espero que lo comprenda.

La señorita Howard hizo un gesto de asentimiento y continuamos hacia la puerta. La mujer negra cerró la puerta silenciosamente a nuestras espaldas.

Eché a anclar hacia la calesa a toda prisa, y me sorprendió ver que la señorita Howard no me imitaba. Miraba en dirección al río, como si estuviera intrigada por algo.

— ¿No pasamos junto a una estación de barcas de pasaje de camino al pueblo?— preguntó en voz baja mientras se dirigía a la calesa.

— No, no— me apresuré a responder, envalentonado por el miedo—. No pienso cruzar el río esta noche, señorita Howard. De ninguna manera. — Entonces lo recordé y busqué el paquete de cigarrillos—. Lo lamento, pero no…

Me interrumpí al oír un sonido inquietante: pasos, los pasos de muchos pies que se arrastraban sobre la tierra seca del camino. La señorita Howard y yo nos separamos de la calesa y escrutamos la oscuridad, de la que de repente salieron unos diez de los hombres que habíamos visto en la taberna. Avanzaban desde el norte en nuestra dirección y, por decirlo de algún modo, no parecían interesados en mantener una conversación amistosa.

— Mierda— dije (como solía hacer en situaciones semejantes), luego miré alrededor tratando de buscar una salida—. Podemos seguir hacia el sur— decidí al no ver ninguna indicación de problemas en esa dirección—. Si nos damos prisa…

Giré rápidamente la cabeza al oír el cargador de un revólver. La señorita Howard había sacado su Colt y contaba las balas de la recámara con gesto decidido.

— No te preocupes, Stevie— dijo en voz baja mientras escondía el arma a su espalda—. No pienso permitir que esos tipos nos vapuleen.

Miré primero al grupo de hombres borrachos y furiosos y luego a la señorita Howard, y comprendí que estaba a punto de presenciar una escena muy desagradable.

— Señorita Howard— dije—, no hay razón para…

Pero era demasiado tarde. Los hombres habían llegado a nuestro lado y se colocaban en fila a lo ancho del camino con la clara intención de cerrarnos el paso. El primer individuo con el que habíamos hablado dio un paso al frente.

— Estábamos seguros de que no nos había entendido— dijo mientras se acercaba a la señorita Howard.

— ¿Qué tenía que entender?— replicó ella—. ¿Que un montón de hombres están asustados de una sola mujer?

— No crea que se enfrenta sólo con nosotros, señorita— dijo el hombre—, sino con todo el pueblo. Libby Fraser ya ha hecho suficiente daño en Stillwater. Nadie quiere saber nada de ella, nadie tiene el más mínimo interés en lo que le pase. Y si no le ha quedado claro…

El resto de los hombres se adelantó. No sé cuál era su intención, pero no tuvieron ocasión de hacer nada, pues la señorita Howard sacó su revólver y apuntó al primer hombre.

— Retroceda, señor— ordenó con los dientes apretados—. Le advierto que no tendré ningún reparo en dispararle a una pierna… o a algún órgano más vital, si me obliga a hacerlo.

El hombre sonrió por primera vez.

— ¿Conque va a dispararme, eh?— Se volvió hacia sus amigos—. ¡Muchachos, va a dispararme!— exclamó arrancando las características carcajadas tontas de esa clase de individuos. Luego miró otra vez a la señorita Howard—. ¿Alguna vez ha disparado a alguien, señorita?

La señorita Howard lo fulminó con la mirada durante algunos instantes y por fin dijo en voz muy baja:

— Sí, lo he hecho.— Y como para respaldar su declaración, amartilló el revólver con habilidad.

La contundencia de estas palabras y el amartillamiento del arma bastaron para borrar la sonrisa de la cara del hombre, y yo habría jurado que estaba decidido a dar media vuelta y dar por zanjada la cuestión. Pero entonces un sonido silbante atravesó el aire, el hombre lanzó una exclamación y se agarró la pierna. Arrancó algo de su espinilla, volvió a mirar a la señorita Howard y cayó despacio de rodillas. Con los ojos en blanco, el hombre se desplomó sobre un costado con el brazo extendido.

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