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Authors: Caleb Carr

Tags: #Intriga, Policíaco, Suspense

El ángel de la oscuridad (82 page)

BOOK: El ángel de la oscuridad
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Darrow aún no había concluido su alegato, y en teoría podía llamar a Libby Hatch al estrado el lunes si lo deseaba, pero en realidad no tenía ningún motivo para hacerlo. La pequeña actuación de la mujer cuando Clara había subido a declarar había sido más eficaz que cualquier testimonio que pudiera prestar sobre lo mucho que le importaban sus hijos; y permitir que Picton arremetiese contra ella durante su turno de réplica (el ministerio fiscal no estaba autorizado a llamar a declarar a un acusado) sólo podía acarrear problemas. No, desde el punto de vista de Darrow, era mejor dejarla en la mesa de la defensa para que desde allí siguiera interpretando su papel: el de la viuda de ojos llorosos, la amante madre con una vida marcada por tragedias y pérdidas terribles que, como premio a sus heroicos esfuerzos por superar un sinfín de problemas, era procesada por el gobierno de un estado avergonzado de su incompetencia para resolver un antiguo y brutal crimen y por un alienista decidido a limpiar su reputación.

No era difícil comprender entonces que el descubrimiento que habíamos hecho en Troy fuera un magro consuelo para nuestros amigos: la pregunta de qué había ocurrido en el pasado de Libby Hatch para convertirla en la mujer que era entonces, o la noche en que había matado a sus tres hijos, se nos antojaba sin sentido. Como había dicho Marcus la noche anterior, al jurado le traían sin cuidado las explicaciones psicológicas del contexto que habría hecho que una chica normal, cuerda, un día fuera capaz de asesinar a sus propios hijos; para empezar, se negaban a creer que ella hubiera asesinado a sus hijos, de modo que introducir semejante testimonio sería como dar palos de ciego. Al parecer, dicha búsqueda sólo habría resultado útil si Libby hubiera cometido otros actos violentos en los años previos a su llegada a casa de los Muhlenberg y nosotros hubiéramos encontrado la manera de relacionar ese acto con el juicio en curso.

Pero esa posibilidad parecía muy remota para todos… para todos excepto, una vez más, la señorita Howard, que se negaba a bajarse del burro hasta que el burro estuviera muerto y bien muerto. Así que a primera hora de la mañana del sábado nos embarcó en otro viaje a Troy, esta vez en el coche de Picton. (El doctor quería acompañarnos, pero consideraba que tenía el deber moral de ir a la granja de los Weston para ver cómo estaba Clara.) El pueblo de Schaghticoke estaba a unos diez kilómetros de la orilla este del Hudson, lo que suponía otra travesía en transbordador y otro monótono recorrido por un paisaje rural no muy distinto del que habíamos visto en los condados de Saratoga y Washington. Al llegar allí descubrimos que los lugareños estaban preparando la Feria del Condado de Rensselaer, por lo que el ambiente general y las actitudes de los vecinos eran sin duda más amistosas que de costumbre. No tuvimos que buscar mucho para encontrar un alma caritativa que nos diera instrucciones precisas de cómo llegar a la granja de los Franklin.

La finca se hallaba al este del pueblo y para llegar a ella había que recorrer un sombrío camino secundario que resultaba difícil de transitar y que nos hizo suponer a la señorita y a mí que nos dirigíamos a otra lúgubre casa encantada por los fantasmas de la violencia y la tragedia del pasado. De ahí que nos lleváramos una sorpresa mayúscula cuando, al salir de una curva del camino lleno de baches, nos encontramos ante un par de maizales muy bien cuidados a la izquierda y varios campos de pastos para vacas con cercados de alambre recién tendidos a la derecha. Y nuestro asombro creció al ver entre los maizales una pequeña pero acogedora casita rodeada por una valla de estacas, con una flamante capa de pintura blanca, y unos bonitos parterres de florecitas junto al césped recién cortado.

Remontamos el corto sendero hasta la casa sin ver señales de vida, pero finalmente divisamos a un hombre vestido con un mono que iba de la casa a un enorme granero verde oculto tras uno de los maizales. Aparentaba unos cuarenta y cinco años y tenía aspecto de ser un tipo decente y sociable: mientras arrojaba pienso a un grupo de gallinas que cloqueaban ante el granero, emitía unos sonidos agradables, quizás incluso cariñosos, y sonreía al observar cómo las aves correteaban tras la comida. Sin quitarle la vista de encima, detuve el coche frente a la casa.

— Nos hemos equivocado de sitio— fue lo único que se me ocurrió decir.

La señorita Howard estudió la escena con expresión preocupada: después se bajó de la calesa y fue hasta la cancela de la valla blanca que rodeaba el jardín delantero.

— Quedaos aquí— dijo, cruzando la puerta de la valla.

Al Niño no le hizo mucha gracia la idea de dejarla ir sola a hablar con un desconocido en el granero, pero le aconsejé que se tranquilizara porque la señorita siempre llevaba un arma de fuego consigo. De cualquier modo el filipino sacó su pequeño arco y una de sus flechitas del interior de su esmoquin (había descosido el forro de la prenda para acomodar sus armas) y no perdió de vista lo que ocurría al otro lado del patio.

— ¡Disculpe!— gritó la señorita Howard al llegar a la esquina de la casa. Al oírla, el hombre se volvió, sonrió amistosamente y corrió hacia ella, que se encontraba donde todavía podíamos oírla.

— Hola— saludó el hombre, mientras dejaba el cubo de pienso en el suelo y se limpiaba las manos en el mono—. ¿Puedo hacer algo por usted?

Miró más allá de la señorita Howard y nos vio a los demás junto a la calesa, y aunque no creo que se sintiera precisamente cómodo con la súbita aparición de dos negros, tampoco pareció ponerse nervioso.

— Eso espero— respondió la señorita Howard—. Me llamo Sara Howard, soy detective y trabajo para el fiscal del distrito del condado de Saratoga. Busco a los señores Franklin.

La mención del fiscal del distrito de Saratoga sólo pareció inquietar al hombre en su justa medida, sin duda no tanto como a las demás personas que habíamos visitado en la zona. Los ojos del tipo reflejaron su desconcierto, pero no perdió del todo su sonrisa.

— Son mis padres— dijo—. O eran. Mi padre murió hace cinco años.

— Oh— reaccionó la señorita Howard—. Lo siento. ¿Y su madre?

— Ha ido a Hoosick Falls, a ver a mi hermano y a su mujer— respondió el hombre—. Tienen una tienda. Me temo que no volverá hasta mañana por la tarde. ¿De qué se trata?

— ¿Es posible que usted sea George Franklin, entonces?— dijo la señorita Howard, imitando el agradable tono del hombre—. ¿O Elijah?

El hombre inclinó la cabeza en mudo gesto de sorpresa.

— Se diría que usted lo sabe todo sobre nosotros, señorita. Yo soy Eli… así es como me llaman. ¿Ha ocurrido algo?

— Yo…— La señorita Howard nos miró a los demás, como si no estuviera muy segura de cómo debía proceder—. Señor Franklin, ¿ha tenido usted algún contacto con su hermana en los últimos tiempos?

— ¿Con Libby?— Por primera vez, una nube pareció ensombrecer las facciones de Elijah Franklin, y bajó la vista con evidente incomodidad—. No. No tenemos noticias de Libby desde… bueno, desde hace ya unos cuantos años.— Cuando volvió a alzar la mirada, el hombre ya no sonreía—. ¿Tiene problemas de alguna clase?

— Preferiría hablar de esto cuando su madre esté presente— respondió la señorita Howard.

— Mire— dijo Franklin—, si es algo que mi madre deba saber, creo que será mejor que me dejen decírselo a mí. ¿Qué ha hecho Libby?

— ¿Da por supuesto que ha hecho algo?— preguntó con curiosidad la señorita Howard—. ¿Por qué no que le han hecho algo a ella?

Los ojos de Franklin se abrieron desmesuradamente al pensar en esa posibilidad.

— ¿Le ha ocurrido algo? ¿Está bien?

— Señor Franklin…— La señorita Howard se cruzó de brazos, y sus ojos verdes se clavaron en los castaños del hombre—. Lamento informarle que su hermana está siendo juzgada en este momento en Ballston Spa. Por una acusación muy grave.

Franklin asimiló esta noticia, en teoría alarmante, con mucha más serenidad de lo que yo habría creído posible.

— Vaya— dijo, tras un largo silencio—. Así que es eso.— Su voz no sonaba disgustada, ni siquiera perpleja, sólo un poco… bueno, triste era la única manera de describirla—. ¿Qué ha sucedido? Supongo que habrá un hombre involucrado. ¿Está casado, o algo parecido?

— Algo parecido— mintió la señorita Howard, supuse que figurándose que conseguiría sonsacarle algo más si le seguía la corriente en sus suposiciones que si le contaba la verdad—. ¿Por qué? ¿Había tenido antes este tipo de problema?

— ¿Libby?— gruñó Franklin—. Cuando se trata de hombres, Libby siempre estaba metida en líos.— Desvió la vista, soltó un silbido de decepción y añadió—: ¿Y a qué han venido ustedes? ¿Van a llamarnos a declarar? No veo por qué…

— No— se apresuró a responder la señorita Howard—. Nada de eso. Se me ocurrió que tal vez usted y su familia pudieran darnos cierta información sobre el pasado de su hermana. Ella es bastante reacia a hablar de él.

Franklin negó con la cabeza.

— Eso no me sorprende— dijo—. Bueno, tal vez deberían esperar a mi madre, si eso es lo que quieren. Ella sabe más de lo que yo recuerdo. Pueden volver mañana…

— Oh, volveremos— replicó la señorita Howard—. Pero ¿le importaría darme una información general?— Se volvió hacia la puerta de la casita—. ¿Siempre ha vivido usted aquí?

— Sí— respondió Franklin, y de repente añadió—: Lo siento, ¿puedo ofrecerle algo? ¿Una bebida o…?

— Sí, sería muy amable por su parte— dijo la señorita Howard—. Me temo que el viaje ha sido largo y polvoriento.

— ¿Y sus… hombres, querrán algo?— dijo Franklin señalando la calesa.

— ¿Hummm?— murmuró la señorita Howard—. Oh, no, yo no me preocuparía por ellos. De todos modos, no tardaré mucho. Me reservaré la mayoría de mis preguntas para mañana, cuando esté su madre.

— Bien, entonces pase, por favor— dijo Franklin.

La señorita Howard nos miró un instante, nos hizo una seña para indicarnos que no nos moviéramos de allí y desapareció en el interior de la casita, aunque antes su anfitrión se limpió el barro y el estiércol de las botas en una vieja rejilla metálica atornillada a los peldaños de piedra que subían hasta la puerta.

— No lo entiendo— dije cuando hubieron entrado—. ¿Aquí es donde creció Libby Hatch?

— No parece el sitio más indicado para ella, ¿no crees?— respondió Cyrus, mientras bajaba del coche para estirar las piernas—. Pero nunca se sabe…

— Señorito Stevie— me dijo el Niño, moviéndose para guardar su arco—. Ese hombre… ¿no le hará daño a la señorita?

— No lo creo— respondí rascándome la cabeza.

— Vale— dijo el aborigen, y se tumbó en el asiento trasero de la calesa—. Entonces el Niño dormirá.— Pero antes de cerrar los ojos levantó la cabeza y me miró otra vez—. Señorito Stevie, el camino que seguimos para llegar a la niña Ana es muy extraño, ¿sí? ¿O es que el Niño no lo entiende?

— No, lo entiendes muy bien— le dije, y encendí un cigarrillo—. Vaya si es un camino extraño…

49

La señorita Howard estuvo apenas media hora en el interior de la casa de Franklin, pero le bastó para reunir unos cuantos datos interesantes que se negó a contarnos hasta que volviéramos a casa de Picton por la noche y nos reuniéramos alrededor de la pizarra con el doctor y los demás.

La casa que habíamos visto parecía muy antigua y tenía muy pocas habitaciones, de las cuales sólo dos eran dormitorios. Por lo tanto los hermanos Franklin compartían habitación, mientras que Libby había pasado toda su infancia y los primeros años de la edad adulta durmiendo en una cama pequeña, en el dormitorio de sus padres. En dicha estancia no había entonces ninguna cortina divisoria ni tabique de ninguna clase, por lo que durante la mayor parte de su vida Libby había vivido sin ninguna intimidad, un hecho que el doctor consideró extremadamente importante. Al parecer, tanto él como el doctor Meyer habían trabajado con niños que casi nunca estaban fuera de la vista de sus padres y habían descubierto que esos niños presentaban una variedad de problemas cuando les llegaba la hora de tratar con el mundo exterior: solían perder fácilmente los estribos, eran rencorosos y susceptibles a cualquier clase de crítica y, en términos del doctor, sentían un «terror patológico a la humillación» hasta el punto de lo que el doctor Krafft-Ebing había calificado de «paranoia». No obstante, en el fondo de su ser, estas mismas personas se sentían particularmente inseguras de su capacidad para encontrar su camino en el mundo: en general crecían con una intensa necesidad de tener gente a su alrededor, pero a la vez guardaban rencor hacia esas personas, o incluso las detestaban.

— No es nada parecido a los malos tratos con violencia física o verbal— explicó el doctor, cuando empezó por primera vez a rellenar el sector de la pizarra que había reservado para los hechos relacionados con la infancia de Libby—, pero la falta de intimidad a veces tiene los mismos resultados, al impedir que la psique se desarrolle como una entidad independiente, unificada e integrada.

Una vez más recordé que la señorita Howard había dicho que la personalidad de Libby se había fragmentado durante su infancia, que era como si se hubiera roto en partes que jamás podría volver a unir.

— Es algo difícil de concebir— prosiguió el doctor—. El horror sofocante de verse obligado a pasar todas las horas de sueño y de vigilia en la atenta compañía íntima de otros seres humanos, de no conocer casi nunca la soledad. Pensad en la increíble frustración y en la ira, la sensación de total… de total…

— Asfixia— terminó Cyrus por el doctor; y yo sabía que estaba recordando a los bebés que Libby había liquidado por aquel método en concreto.

— Eso es, Cyrus— dijo el doctor, escribiendo la palabra con grandes letras y subrayándola—. Aquí tenemos, en efecto, la primera clave que encaja tanto en el enigma de la mente de Libby como en el aparente rompecabezas de su conducta: asfixia. Pero ¿a qué la condujo eso, Sara, en sus primeros años adultos? ¿Te dio el hermano alguna pista al respecto?

— Había un tema que tenía ganas de comentar— dijo la señorita Howard—. Principalmente, creo yo, porque no quería que su madre se enterara. Parece que Libby tenía muchas relaciones con chicos, y desde muy temprana edad. Fue extremadamente precoz, tanto en sus relaciones románticas como en las sexuales.

— Es lógico— dijo el doctor tras unos minutos de reflexión—. Una conducta así ha de mantenerse por fuerza en secreto, en privado. Sin embargo, refleja su incapacidad, su frustrante incapacidad de alcanzar dicha intimidad e independencia por sí misma.— Después de garabatear estos pensamientos, el doctor añadió—: Por lo tanto, dudo que fuera muy afectuosa con los jóvenes incautos que se relacionaban con ella.

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