El ángel de la oscuridad (78 page)

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Authors: Caleb Carr

Tags: #Intriga, Policíaco, Suspense

BOOK: El ángel de la oscuridad
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Durante la larga pausa que siguió, Picton miró a Darrow con una mezcla de furia y confusión.

¿Señor Picton?— preguntó por fin el juez Brown—. ¿Desea hacer un segundo interrogatorio?

No, señoría— respondió el abogado.

— Entonces la testigo puede retirarse.— La muy atribulada señora Wright bajó del estrado y el juez volvió a dirigirse a Picton—: ¿Desea llamar a otro testigo, letrado?

Con un esfuerzo evidente por mantener la compostura, Picton miró las puertas de caoba y luego al sheriff Dunning, que se encogió de hombros.

— Al parecer, señoría— respondió Picton—, el siguiente testigo del ministerio fiscal todavía no ha llegado. Dos agentes del sheriff debían escoltarlo hasta el pueblo, pero no…

En ese preciso momento un niño entró corriendo en la sala. Llevaba el uniforme de la Western Union y un sobre en la mano. El guardia de la puerta le señaló la mesa de Picton y el niño se dirigió hacia allí.

Al verlo, Picton dijo:

— Seguramente serán noticias de mi testigo, señoría. Si me dispensan un momento.

— Sólo un momento— recalcó el juez reclinándose en su asiento.

El niño uniformado pasó junto a nuestros asientos, entregó el sobre a Picton y le pidió que firmara el resguardo. Picton lo hizo, abrió el telegrama y lo leyó rápidamente. Luego volvió a leerlo, como si no entendiera su contenido. Después de la tercera lectura, palideció y se dejó caer en la silla que estaba a su espalda.

— Picton— murmuró el doctor—, ¿qué pasa?

El juez Brown se inclinó hacia delante con una mezcla de preocupación y enfado.

— ¿Se encuentra bien, señor Picton?

— Se… Señoría— murmuró Picton tratando de ponerse en pie—. Yo…— Miró al suelo con expresión ausente, respiró hondo, se aclaró la garganta y alzó la vista—. Lo lamento, señoría. El siguiente testigo del ministerio fiscal era el reverendo Clayton Parker. Debía tomar el primer tren de esta mañana, custodiado por dos de los agentes del sheriff Dunning. Pero por lo visto ha habido un accidente…

— ¿Un accidente?— repitió el juez—. ¿Qué clase de accidente?

Picton se tomó unos segundos para releer el telegrama y luego dijo muy despacio:

— Al parecer esta mañana el reverendo Parker cayó a las vías y fue atropellado por un tren en la estación Grand Central. Sufrió heridas graves y fue trasladado a un hospital cercano, donde murió hace cuarenta y cinco minutos.

La noticia golpeó a la sala con la misma fuerza con que el tren habría golpeado al reverendo. Algunos de los antiguos feligreses de Parker soltaron exclamaciones de asombro o rompieron a llorar, en nuestro grupo, todos estábamos demasiado sorprendidos para decir o hacer nada. No obstante, la noticia no nos confundió: todos sabíamos que la muerte de Parker no había sido un accidente. Morir arrollado por un tren en la estación Grand Central era prácticamente imposible, a menos que uno contara con ayuda de una persona fuerte, una persona lo bastante trastornada para hacer algo así en medio de la multitud, una persona a quien no le preocupara la presencia de los dos agentes del sheriff. Por ejemplo, una persona drogada con cocaína, como uno de los Hudson Dusters.

Libby Hatch reaccionó con una exclamación breve y sonora que yo hubiera jurado que había sido una risita, pero cuando la miré, tenía la cara oculta entre las manos y parecía estar llorando.

El juez Brown se apresuró a restaurar el orden, aunque lo hizo con mayor suavidad de la habitual. Cuando la multitud se tranquilizó, miró alrededor con expresión sombría.

— El tribunal lamenta oír esa noticia— dijo—. El reverendo Parker era un hombre conocido y respetado en esta comunidad, a pesar de las acusaciones que se le han hecho en esta sala. Dadas las circunstancias, sugiero que hagamos un receso hasta las dos de la tarde, hora en que podrá llamar a su siguiente testigo, señor Picton. A menos que necesite más tiempo…

Picton, que todavía parecía aturdido, comenzó a negar con la cabeza.

— No, señoría. Gracias. El ministerio fiscal estará preparado para llamar al siguiente testigo a las dos.

El juez levantó la sesión con un golpe de mazo, y en cuanto se hubo marchado la sala cobró vida con los cuchicheos de la multitud. Picton se derrumbó en la silla, y ninguno de nosotros fue a su encuentro, pues no habríamos sabido qué decirle. Una vez más, las cosas no habían salido de acuerdo con nuestros planes y el futuro del caso parecía estar en el aire, sobre todo después de la forma en que Darrow había tratado a la señora Wright, cuyo testimonio iba a resultar imposible de corroborar. Consciente de todo ello, Picton permaneció sentado largo rato, con los ojos clavados en el telegrama. Por fin alzó la cabeza y nos miró a todos y a ninguno en particular.

— Bueno, doctor— dijo en voz muy baja—. Espero que esté preparado para declarar a las dos, porque no podemos permitir que el jurado se quede con lo último que acaba de oír.— Hizo una pausa y arqueo una ceja—. Usted es nuestra última esperanza.

El doctor asintió y pareció caer en la cuenta de su difícil situación. Pero cuando habló, su voz sonó contenida, incluso serena.

— Tranquilo, Picton— dijo acariciándose la perilla—. Creo que he aprendido un par de cosas de nuestro amigo Darrow.

47

Al regresar a los tribunales aquella tarde, advertí un cambio en la posición de los guardias del edificio, aunque en aquel momento no me llamó la atención. El hombretón que normalmente acompañaba a Iphegeneia Blaylock se encontraba en ese momento junto a la puerta, mientras que Henry, nuestro viejo amigo de frente estrecha y cerebro lento, montaba guardia al otro lado de la barra de roble, cerca de la mesa de la defensa. Atribuí el cambio a que los dos hombres deseaban intercambiar sus puestos y, como ya he dicho, no le di importancia; pero ahora, en retrospectiva, creo que ése fue el primer indicio de algo mucho más siniestro, algo que finalmente desembocaría en una inesperada y terrible conclusión del juicio. Me habría ahorrado muchos dolores de cabeza si yo o cualquiera de nuestro grupo hubiera advertido el significado de ese cambio; pero el único capacitado para interpretarlo correctamente era el doctor, y él estaba demasiado concentrado en su inminente enfrentamiento con Darrow para prestar atención a esos detalles aparentemente nimios.

El doctor subió al estrado poco después de las dos y pasó casi toda la hora siguiente contestando a las preguntas de Picton sobre el trabajo que había realizado con Clara Hatch, tras lo cual procedieron a comentar su evaluación del estado mental de Libby Hatch. Era evidente que el jurado, al igual que el público, estaba predispuesto a escuchar las declaraciones del doctor con escepticismo, pero como ocurría tan a menudo cuando él declaraba ante un tribunal, poco a poco empezó a ganarse al menos a unos cuantos con sus afirmaciones claras y compasivas, en especial cuando sacaba a relucir el tema de Clara. Tras dejar constancia de que había sometido a la niña al tratamiento habitual en estos casos— también mencionó cuántos casos parecidos había tratado—, el doctor describió a Clara como una niña muy inteligente y sensible, cuya mente había quedado en un estado de confusión terrible, aunque no irreparable, a consecuencia de los sucesos ocurridos la noche del 31 de mayo de 1894. Su descripción de Clara tuvo el efecto de ablandar al jurado hasta el punto de que empezaron a interesarse por los detalles de su diagnóstico médico, en lugar de sentir rechazo por quien había causado tan graves trastornos; y a medida que hablaba de los días que había pasado junto a ella, exponiendo claramente que ni había intentado obligarla a hablar ni había puesto palabras en su boca desde que ella había empezado a comunicarse, aquellos doce hombres se volvieron cada vez más receptivos, de modo que cuando Picton empezó a interrogarlo sobre Libby Hatch, ya estaban dispuestos a escuchar lo que el doctor tuviese que decir. En todo esto no había hábiles maniobras ocultas: lo cierto era que a pesar de la apariencia poco habitual del doctor, de su acento y de la extraña naturaleza de la mayor parte de su trabajo, cuando él hablaba de niños, su actitud era tan sincera y preocupada que ni siquiera los más escépticos dudaban de su auténtico interés por el bienestar de los muchachos a su cargo.

Las preguntas de Picton sobre Libby Hatch estaban concebidas con una finalidad básica: demostrar que la mujer era calculadora, no demente, y que era perfectamente capaz de utilizar los métodos más variados para conseguir lo que deseaba. El doctor habló de las tres estrategias que había empleado para tratar de ganarse su confianza— hacerse la víctima, la seductora y finalmente la censora colérica— y explicó que no cabía definir ninguna de ellas como «patológica» en sí misma. Eran efectivamente métodos utilizados muy habitualmente por muchas mujeres cuando querían salir airosas de una situación determinada, en especial si en dicha situación estaba involucrado un hombre. Adoptando por unos momentos el papel de abogado del diablo, Picton preguntó si el hecho de que una mujer asesinara a sus propios hijos podría incluirse como uno de tales esfuerzos, si realmente podía considerarse que ella sólo intentaba lograr un mayor control sobre su vida y su mundo. En este punto, el doctor se entretuvo en hacer una larga enumeración de los casos similares de los que había sido testigo o sobre los que había leído a lo largo de los años, casos en los que una mujer había eliminado a sus hijos cuando éstos se interponían en el camino de lo que la madre percibía como sus propias necesidades básicas.

Parte de esta declaración fue el largo análisis de un caso que todos conocíamos bien: la vida y los asesinatos de Lydia Sherman, «la reina del veneno». El doctor destacó varias similitudes muy interesantes entre esa asesina y Libby Hatch: según él, Lydia Sherman era «temperamental y constitucionalmente inadecuada para el matrimonio y para la maternidad», pero eso no le había impedido cazar varios maridos y tener muchos hijos. Cada vez que la situación se volvía intolerable— como estaba destinado a ocurrir, dada su personalidad—, simplemente aniquilaba a toda la familia, en lugar de aceptar que el problema podría residir en su interior. La misma clase de «dinámica», según el doctor, dominaba el comportamiento de Libby Hatch: por la razón que fuera (y el doctor hizo especial hincapié en el hecho de que Libby nunca quiso hablar de su infancia con él), la acusada no soportaba la diferencia entre lo que deseaba y lo que creía que la sociedad esperaba de una mujer. Era una mujer tan terca y obsesionada por sus propios deseos y necesidades, que no podía permitir que sus hijos entorpecieran sus planes. Por otra parte, sentía la imperiosa necesidad de que la gente la considerase una buena mujer, una madre afectuosa, una amante esposa. Vista desde esa perspectiva, la extraña historia del misterioso negro del camino de Charlton no resultaba tan insólita: sólo una historia tan fantástica podía hacerla quedar como una heroína ante los habitantes de su pueblo, en lugar de como una mujer que había asesinado a tres niños que se interponían en su camino. Sin embargo, el doctor recalcó que la locura no tenía nada que ver aquí: ciertos miembros del sexo masculino iban muy a menudo al cadalso por delitos similares sin que nadie sugiriera nunca que estuviesen locos.

Pero ¿no había diferencias, preguntó Picton, entre las mujeres y los hombres, en este tipo de asuntos? Sólo ante los ojos de la sociedad, respondió el doctor. El mundo en general se negaba a aceptar la idea de que lo que la mayoría consideraba el único vínculo de sangre verdaderamente fiable del mundo— el que hay entre una madre y sus hijos— era de hecho cualquier cosa menos sagrado. Sin haber acabado de expresar en voz alta las preguntas que, estaba seguro, se estaba planteando mentalmente el jurado, Picton procedió a preguntar por qué Libby no se había limitado a abandonar a los niños y a empezar una nueva vida en alguna otra parte, como a menudo hacían otras mujeres. ¿Había sido sólo el dinero que esperaba obtener de las propiedades de su marido lo que la había llevado a derramar su sangre? Estas preguntas estaban concebidas para que el doctor repitiera la idea principal de su testimonio, recalcándola hasta grabarla en la mente de los miembros del jurado, y el doctor aprovechó esa oportunidad para explayarse a gusto. Más fuerte que el deseo de riqueza de Libby, dijo, era su deseo de que el mundo la viera como una buena madre. Todo ser humano, explicó, quiere creer— y quiere que el resto del mundo también lo crea— que es capaz de llevar a cabo las funciones más primordiales de la vida. En las mujeres educadas en la sociedad estadounidense, esto era especialmente cierto: el mensaje que se transmitía a las jovencitas (y el doctor tomó prestada esta idea de la señorita Howard, que era quien le había hecho advertir ese fenómeno) era que si no eran capaces de contribuir a la reproducción de la especie, nada de lo que hicieran podría resarcirlas de ese fracaso. Libby Hatch había sido particularmente «adoctrinada» en esta creencia, probablemente por su propia familia. Simplemente, le resultaba intolerable que la tomaran por una persona que no podía o no quería cuidar de sus hijos: era preferible que éstos muriesen a que ella tuviese que sufrir ese estigma. Pero como afirmó Picton, ciertas personas podían interpretar esa actitud como un síntoma de locura, ¿y no lo era, en efecto? El doctor respondió que no, que era simple intolerancia. De una variedad feroz y vengativa, muy cierto; pero la intolerancia todavía no había sido clasificada, y en su opinión nunca debería llegar a clasificarse, como trastorno mental.

Los que nos sentábamos en las dos primeras filas habíamos oído estas ideas muchas veces, naturalmente; pero el doctor y Picton añadieron suficientes elementos nuevos al debate para que incluso nosotros acabáramos interesándonos por la conversación. El efecto que ésta tuvo sobre los miembros del jurado fue mucho mayor, a juzgar por sus gestos, y quizá por eso Darrow se le lanzó directamente al cuello cuando Picton se sentó.

— Doctor Kreizler— dijo, caminando hacia el estrado con cara de hostilidad—, ¿no es verdad que usted y sus colaboradores han intentado demostrar recientemente que la acusada es responsable de la muerte de varios niños de la ciudad de Nueva York, en circunstancias que aún no han sido aclaradas?

Picton ni siquiera tuvo que levantarse: antes de que llegara a formular su protesta, el juez Brown golpeó con su mazo, silenciando el ruidoso parloteo que la pregunta había provocado en las gradas del público y en la tribuna del jurado.

— ¡Señor Darrow!— aulló—. ¡Ya me estoy hartando de esta clase de interrogatorio irresponsable, por ambas partes! Quiero verlos a usted y al señor Picton en mi despacho, ¡ahora mismo!— El juez se puso en pie y se volvió hacia el jurado—. Y ustedes, caballeros, no tendrán en cuenta la última pregunta, que no constará en acta.— Se volvió de nuevo para mirar al doctor—. El testigo puede retirarse, pero recuerde que seguirá bajo juramento cuando reanudemos el juicio, doctor. ¡Vamos, caballeros!

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