De modo que pocos minutos después de las diez Lucius prestó juramento y se sentó en el estrado, dispuesto a revelar todo lo que él y su hermano habían averiguado acerca del arma de Daniel Hatch durante nuestra estancia en Ballston Spa. En el tribunal se respiraba una atmósfera diferente, creada por las caras nuevas que se sentaban detrás de la mesa de la defensa: el doctor William Alanson White, un hombre joven y bajo con gafas; la señora Elizabeth Cady Stanton, con sus mejores galas, y por último un tipo de aspecto peculiar que intentaba compensar su baja estatura hinchándose como un pavo real: el «doctor» Albert Hamilton, «experto» en balística. El doctor White y la señora Cady Stanton saludaron con discreta cortesía a los miembros de nuestro equipo que conocían, dejando claro desde el principio que no estaban de acuerdo con lo que nos proponíamos, y creo que la tensión del ambiente no ayudó precisamente a que Lucius se tranquilizara. No obstante se comportó de manera admirable, esperando con paciencia a que lo interrogaran como si se presentara a declarar todos los días.
De hecho durante el interrogatorio de Picton el sargento detective causó una excelente impresión: no olvidó ningún detalle, no titubeó en sus respuestas y ni siquiera sudó, o por lo menos no más que el resto de la concurrencia en esa calurosa y húmeda mañana de agosto. En cierto modo yo me sentí orgulloso de él, pues sabía cuánto odiaba la situación en que lo habíamos puesto. Sólo al final de su declaración las cosas comenzaron a torcerse un poco.
— Sólo unos detalles más, sargento detective— dijo Picton—. Ha determinado la fecha aproximada en que el revólver se disparó por última vez, el número de disparos que se efectuaron, que dos balas habrían bastado para las heridas infligidas en los tres niños y el grado de coincidencia entre el casquillo encontrado en el carromato de los Hatch y la cámara del arma de Daniel Hatch. Pero durante su examen del arma, ¿descubrió algo que le permita sospechar quién la disparó?
— Sí— se apresuró a responder Lucius.
— ¿Y qué descubrió?
— Hicimos una prueba de dactiloscopia. Comparamos las huellas resultantes con otras tomadas de objetos que pertenecían a la acusada. Las huellas coincidían a la perfección.
Darrow saltó de su silla.
— Protesto, señoría— dijo—. El ministerio fiscal intenta presentar pruebas que nunca han sido aceptadas por el sistema legal de este país, y estoy seguro de que lo saben.
— Estoy de acuerdo— dijo el juez Brown con una mirada crítica a Picton que ya se había vuelto habitual—. No permitiré que el testigo continúe con su declaración a menos que el ayudante del fiscal del distrito esté en condiciones de ofrecer nuevos datos científicos de que las huellas dactilares, que para información del jurado es de lo que se está hablando aquí, son absolutamente fiables, o que pueda citarme un precedente de la aceptación de esta técnica en un tribunal nacional.
— No hace falta que su señoría nos autorice a continuar— dijo Picton—. De hecho este ministerio no desea continuar. Reconocemos que la dactiloscopia no se acepta como prueba en los tribunales de Estados Unidos, a pesar de que se ha demostrado su eficacia en tribunales como los de Argentina…
— Señor Picton— advirtió el juez levantando el mazo.
—… y a pesar de que en la India el gobierno británico ha ordenado su uso por la policía y la fiscalía.
— Señor Picton, ¡basta!— gritó el juez golpeando con el mazo.
— Señoría— dijo Picton con cara de inocencia—, pido disculpas al tribunal, aunque creo que me han malinterpretado. Me he limitado a mencionar estos hechos interesantes e importantes para algunos. No quiero decir que el jurado deba valorarlos sólo porque lo hagan los argentinos, los indios o los ingleses. Al fin y al cabo, estamos en Estados Unidos de América, y aquí los nuevos descubrimientos siempre se aceptan con retraso. No ofrezco estas investigaciones como prueba, sino como una coincidencia notable que podría interesar al jurado.— Picton se sentó rápidamente y añadió—: No hay más preguntas, señoría.
El juez Brown se frotó con fuerza la piel arrugada y curtida de su cara.
— Señor Picton— dijo con un visible esfuerzo para controlarse—, no recuerdo haber oído sofismas semejantes en un tribunal de justicia. Sabe muy bien que todo lo que diga un testigo debe considerarse una prueba, o es improcedente. Debería arrestarlo por desacato, letrado, y si vuelve a emplear esos trucos semánticos otra vez, le aseguro que lo haré. ¡Está aquí para presentar pruebas aceptables, no para hacer comentarios interesantes o formular teorías infundadas!— El magistrado miró a la tribuna del jurado y bramó—: ¡El jurado no tendrá en cuenta lo que acaba de decirse, que no constará en acta!— Entonces le llegó el turno a Lucius, a quien el juez gritó—: ¡Si vuelve a hacer referencia a las huellas dactilares, sargento detective, también lo haré arrestar por desacato!
Estas palabras acaloradas hicieron que la frente de Lucius se cubriera de sudor.
— Sí, señor— dijo con tono sumiso.
El juez chasqueó la lengua con exasperación y se volvió hacia la mesa de la defensa.
— Bien, señor Darrow, es su turno de interrogar al testigo. Y puesto que estoy haciendo advertencias, permita que le diga que no quiero ver representaciones de histeria como las que vi ayer. A partir de ahora este juicio se celebrará según las reglas ortodoxas, y si cualquiera de las dos partes litigantes vuelve a pasarse de la raya, ¡los encerraré a todos!
Darrow no pudo contener una sonrisa, y cuando el juez lo vio lo señaló con el mazo.
— ¡No cometa el error de tomarse esto a la ligera, señor Darrow, o tendrá que volver a Chicago con el rabo entre las piernas!
Darrow borró la sonrisa de la cara y rodeó la mesa de la defensa.
— Sí, señoría. Pido disculpas al tribunal. Ha sido usted extremadamente paciente.
— ¡Vaya si lo he sido!— respondió el juez arrancando risitas del público. Al oírlas, el magistrado se puso en pie y comenzó a dar golpes de mazo como si se hubiera vuelto loco—. ¡Y eso va para todos!
Restaurada la calma, el juez comenzó a tranquilizarse, pero sólo cuando reinó un silencio absoluto volvió a sentarse, murmurando algo sobre sus «cuarenta años como juez». Luego volvió a señalar a Darrow con el mazo.
— ¿Y? Muévase, letrado. No quiero morir antes de que termine este juicio.
Darrow asintió y se acercó a Lucius.
— Sargento detective, ¿en cuántos casos legales cree que la balística ha desempeñado un papel importante?
— ¿En Estados Unidos?— preguntó Lucius.
— Desde luego— dijo Darrow—, creo que en aras de la tranquilidad de nuestro magistrado, deberíamos limitar nuestra discusión a Estados Unidos.
En ese momento muchos de los presentes hubieran querido reír, pero nadie lo hizo.
Lucius se encogió de hombros.
— En algunos.
— ¿Podría darme un número concreto?
— No, me temo que no.
— Pero todas esas técnicas para determinar cuándo fue disparada un arma basándose en la cantidad de moho y óxido hallado en ésta, ¿se han usado antes alguna vez?
— En varias ocasiones. La primera fue el caso Moughon, en 1879. El acusado fue exonerado cuando un armero declaró que, a juzgar por la acumulación de moho y óxido en el arma, ésta no se había usado en el año y medio anterior. El asesinato en cuestión se había producido durante ese periodo.
Darrow cabeceó y se acercó a la tribuna del jurado.
— No sé, sargento detective, quizá sea ignorancia mía, pero he visto mucho óxido y moho en mi vida. Me parece extraño que usted pueda determinar el ritmo en que éstos se acumulan como si se tratara del crecimiento de un ser vivo.
— El moho es un ser vivo— respondió Lucius, que pese a su nerviosismo no quiso desaprovechar la oportunidad de chinchar a Darrow—. Y el óxido es simplemente el producto de la oxidación del metal, que sigue un ritmo conocido. El proceso no resulta complicado si uno está adiestrado para observarlo.
— Eso dice usted, detective, eso dice usted. Y supongo que tendremos que aceptar su palabra, al menos por el momento. De modo que el arma fue disparada por última vez hace tres años, mes más o mes menos. Y uno de los casquillos se encontró alojado en el carromato, detective. Pero ¿qué me dice de la coincidencia entre el arma y la bala? ¿Cuántos casos se han resuelto usando esa técnica?
— Bueno— respondió Lucius con cierta inquietud—, hace décadas que los armeros son capaces de reconocer las balas de un arma determinada…
— ¿De modo que es una ciencia exacta?
— Eso depende de lo que quiera decir con exacta.
— Quiero decir exacta, detective— respondió Darrow regresando junto a Lucius—. Sin margen de error.
Lucius se movió incómodo en la silla y sacó un pañuelo para secarse la frente.
— Hay pocas ciencias que no dejen margen de error.
— Ya veo— dijo Darrow—. De modo que no es exacta. ¿Y qué me dice de la bala? ¿Hay algún indicio de que tuviera relación con los asesinatos?
— Tenía restos de sangre.
— ¿Sabe qué clase de sangre?
Lucius comenzó a sudar visiblemente y volvió a enjugarse la frente.
— Todavía no existen pruebas capaces de distinguir una clase de sangre de otra.
— ¡Vaya!— Darrow hizo todo lo posible para aparentar que batallaba con el problema y regresó junto a la tribuna del jurado—. En resumen, está diciendo que tenemos un arma disparada hace aproximadamente tres años no sabemos por quién, que fue hallada en el fondo de un pozo situado detrás de la casa de los Hatch. Podría o no ser el arma que disparó la bala encontrada en el carromato de los Hatch, una bala que podría o no tener relación con el asesinato. ¿Eso es todo, detective?
— Yo no lo describiría así— respondió Lucius—. Las probabilidades…
— Las probabilidades en contra son lo bastante altas para que queden dudas razonables. Al menos yo las tengo. Pero le haré una pregunta que quizá sepa responder con mayor precisión: ¿en cuántos juicios ha prestado declaración como experto en balística?
La pregunta pilló por sorpresa a Lucius.
— ¿En cuántos?
— Es una pregunta muy sencilla, detective.
Lucius miró al suelo, volvió a secarse la frente y respondió en voz baja:
— Éste es el primero.
— ¿El primero?— preguntó Darrow mirando al testigo y luego al jurado—. Se ha arrojado a aguas muy profundas para ser la primera vez que nada, ¿no cree?
Lucius trató de presentar batalla.
— He estudiado balística durante muchos años…
— Sin duda, sin duda. Sólo que hasta ahora a nadie se le ocurrió pedirle su opinión. Me pregunto por qué.— Apartó la vista del jurado y regresó a su mesa—. Eso es todo, señor.
Lucius hizo amago de levantarse, pero Darrow lo detuvo alzando una mano.
— Ah, una última pregunta, sargento detective. Usted ha declarado que es miembro del Departamento de Policía de Nueva York. ¿Puedo preguntarle en qué caso trabaja en estos momentos?
— ¿En estos momentos? El ayudante del fiscal del distrito me encomendó…
— En su departamento— interrumpió Darrow.
— Mis presentes investigaciones no están conectadas con este caso y no sería apropiado…
Pero Darrow lo interrumpió con voz sentenciosa:
— ¿No es cierto, detective, que hace unas semanas le encomendaron la tarea de investigar al doctor Laszlo Kreizler, específicamente por su papel en el suicidio de un pupilo del Instituto Kreizler en la ciudad de Nueva York?
Al oír eso, el público fue incapaz de permanecer en silencio y en cuanto se oyeron las primeras exclamaciones de asombro, Picton saltó de su silla.
— ¡Protesto, señoría! ¿Qué tiene que ver la tarea actual del detective con este caso?
El juez hizo callar al público con un golpe de mazo, se pellizcó una oreja y miró a Darrow.
— Letrado, esperaba que dejara las insinuaciones al ayudante del fiscal del distrito. ¿Qué pretende sacando a colación un tema que no tiene relación con el caso?
— Señoría— respondió Darrow—, me temo que discrepo con la idea de que el tema no tiene relación con el caso. Cuando la causa del ministerio fiscal depende en gran medida de la opinión de un experto, y cuando la integridad y la competencia de ese individuo son objeto de la investigación de otro experto convocado por el ministerio fiscal… Bien, señoría, el ayudante del fiscal del distrito no es la única persona capaz de observar coincidencias notables.
Con los ojos resplandecientes de furia, el juez dio otro golpe de mazo.
— Puede que no, ¡pero este tribunal no admitirá que la defensa señale esas coincidencias, como no se lo ha admitido al ministerio fiscal! Si el tema al que alude tiene alguna relación directa con el caso, explíquese con claridad.
Darrow alzó las manos y esta vez fue él quien representó el papel de inocente.
— Lamento que mis comentarios fueran inapropiados, señoría.
— ¡Inapropiados e inadmisibles!— exclamó el juez—. El jurado no tendrá en cuenta los comentarios de la defensa sobre la tarea actual del testigo en el Departamento de Policía de Nueva York, y dichos comentarios no constarán en acta.— Volvió a levantar el mazo y señaló a la mesa de la defensa—. Y no use esos trucos conmigo, señor Darrow. No toleraré que vuelva a mencionarse ningún tema que no esté directamente relacionado con este caso. Ahora prosiga con su interrogatorio.
— No hay más preguntas, señoría— respondió Darrow mientras se sentaba.
— Señor Picton, ¿desea hacer un segundo interrogatorio?
— Si con él pudiera borrar las insinuaciones de la mente de los testigos, lo haría— respondió Picton—. Pero puesto que eso es imposible, no lo haré.
— Entonces el sargento detective puede retirarse— dijo el juez Brown—, y el ministerio fiscal puede llamar al siguiente testigo.
— El ministerio fiscal llama a declarar a la señora Louisa Wrigth.
Hubo un pequeño revuelo al fondo de la sala cuando la señora Wrigth cruzó las puertas de caoba.
Mientras la antigua ama de llaves avanzaba por el pasillo, el doctor se inclinó hacia delante.
— ¿Qué se sabe de Parker?— le preguntó a Picton.
Picton se encogió de hombros.
— Dos de los hombres de Dunning iban a escoltarlo en el primer tren de la mañana. Ya deberían haber llegado. Tendré que interrogarlo por la tarde.
Enfundada en un anticuado vestido azul, la señora Wright cruzó con paso firme y orgulloso la puerta de la barra de roble. Echó una rápida ojeada hacia la mesa de la defensa, y su cara no reflejó emoción alguna al ver a Libby Hatch. Cuando el alguacil Coffey le tomó juramento, respondió con un sonoro «¡sí, juro!» antes de decir su nombre como si alguien fuera a discutírselo. No cambió de actitud durante el interrogatorio de Picton, que pretendía establecer cómo había sido la vida en casa de los Hatch. La señora Wright dijo que Libby era una mujer de carácter muy voluble, dada a los arrebatos de furia cuando no conseguía lo que se proponía. Picton se aseguró de que el jurado se enterara de que a la señora Wright tampoco le caía simpático Daniel Hatch y de que no envidiaba a Libby. Como antes había dicho a la señorita Howard, sólo sentía simpatía y afecto por los niños, que habían crecido tan atormentados por la impaciencia de su padre y los bruscos cambios de humor de la madre que parecían estar en un constante estado de nerviosismo.