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Authors: Caleb Carr

Tags: #Intriga, Policíaco, Suspense

El ángel de la oscuridad (94 page)

BOOK: El ángel de la oscuridad
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Eran las luces; había farolas por todas partes y, bajo su luz, cuadrillas de hombres trabajando afanosamente. Todo esto casi a las diez de la noche de un lunes. Y al fijarme en los hombres, advertí en qué estaban trabajando: había buques de guerra blindados— algunos casi listos para zarpar, todos enormes e impresionantes— apiñados en cada embarcadero y cada rincón del recinto.

— Se está construyendo mucho ahí fuera, señor Roosevelt— dije, observando cómo los fogoneros y soldadores se gritaban entre sí y hacían saltar trozos de acero al rojo vivo en la oscuridad de la noche.

— Sí— respondió el señor Roosevelt, que miraba a su alrededor como un niño la mañana de Navidad—. Botamos el
Marne
desde aquí hace dos años, y desde entonces ha habido varios más. ¡Y luego vendrán más todavía!

Por el rabillo del ojo capté que el doctor lanzaba una mirada a la señorita Howard: un silencioso recordatorio de lo importante que era que el señor Roosevelt no descubriese de quién era la niña que intentábamos rescatar o por qué nos habíamos visto obligados a proceder como lo habíamos hecho. La desaparición de la hija de un alto dignatario español, el hecho de que éste pegara a su mujer y de que no le importara si no volvía a ver a su hija, las mentiras sobre el caso que nos había contado el consulado español… de repente todos estos elementos parecieron conectarse con la ruidosa actividad de los astilleros de la Armada en una relación que podía causarnos aún más problemas de los que habíamos tenido en los últimos tiempos.

Las lanchas torpederas de las que habían hablado el señor Roosevelt y el teniente Kimball estaban junto a un embarcadero de hormigón en el otro extremo de los astilleros, y había toda una colección. No eran mucho mayores que los yates y lanchas de vapor que suelen pasar por el puerto a toda velocidad, y tenían motores mucho más potentes que requerían dos o incluso tres chimeneas; al mismo tiempo, su diseño era mucho más estilizado que el de las embarcaciones privadas y comerciales, con una grácil forma de obús que hacía dudar que estuvieran realmente cubiertas de planchas de acero. De hecho, no es que tuvieran muchas planchas encima; como dijo el señor Roosevelt, esas lanchas sacrificaban la seguridad en aras de la velocidad, y podían ir a más de treinta millas por hora en caso necesario. Cada lancha estaba tripulada por veinticinco o treinta hombres, y en varios puntos de sus cubiertas llevaban las armas mortales a las que debían su nombre: torpedos, cilindros de acero de más de cuatro metros de longitud llenos de aire comprimido y con potentes mecanismos explosivos en la punta. El aire, al soltarse, expulsaba los proyectiles de los tubos de disparo y los impulsaba por el agua a lo largo de centenares de metros, dejando tiempo suficiente para que las rápidas y pequeñas embarcaciones se alejaran de las explosiones. En conjunto, era un invento muy ingenioso, que contrastaba con los inmensos acorazados, con sus enormes torretas de artillería, que se construían en otros lugares de los astilleros. Me dije que sería interesante comprobar si algún día los acorazados de otros países serían hundidos por el mismo tipo de embarcación rápida, pequeña y destructiva en el que íbamos a embarcar aquella misma noche.

Además de la tripulación de las lanchas torpederas, había otra veintena de marineros formados en el embarcadero, hombres que parecían haber sido seleccionados especialmente para el trabajo que nos aguardaba. Yo había visto infinidad de marineros camorristas en mi barrio de la infancia, y había sido testigo de cómo arrasaban más de una taberna y café concierto cuando algunos de ellos se enfadaban con alguna corista deslenguada o con un jugador de faraón de mano ágil; pero ninguna de las pandillas con las que me había tropezado igualaba a los muchachos que nos esperaban en los astilleros aquella noche. Musculosos, llenos de cicatrices y claramente ansiosos por enzarzarse en una buena pelea, a los hombres pareció costarles mucho controlar sus ánimos exaltados para cuadrarse cuando el teniente y el señor Roosevelt se bajaron del landó. El teniente Kimball dirigió unas palabras a los comandantes de las tres lanchas torpederas, que de inmediato pasaron revista a sus tropas en el embarcadero y las hicieron formar junto a los grandullones que ya estaban allí. El teniente Kimball se puso al frente de esas fuerzas— que tuve que admitir eran un digno rival incluso para los Dusters—, les ordenó descanso y empezó a pasearse por el muelle mientras explicaba la misión de esa noche.

— Caballeros— gritó sin que su estridente voz reflejase ni un ápice de sus casi cincuenta años o de su empleo habitual como instructor de estrategias—, estoy seguro de que la mayoría de ustedes sabe que es absolutamente imposible navegar por los mares al servicio del Tío Sam durante treinta, diez o incluso cinco años sin que les embargue la sensación de que Estados Unidos de América es la más grande y gloriosa nación y que debe estar al frente ¡en todo!

En este punto, los hombres estallaron en vítores, a los que el señor Roosevelt se unió de buena gana. Los demás nos contuvimos, con la sensación de que no nos correspondía participar, aunque yo sentí el impulso de hacerlo.

— Pero— prosiguió el teniente— sospecho que también saben que Estados Unidos no podrá estar al frente mientras haya enemigos que se interpongan en su camino. Enemigos en el extranjero, que si nada lo impide pronto sentirán el poder de los grandes buques que se están construyendo a nuestro alrededor, y enemigos en el interior, ¡que deben sentir el peso de nuestro poder esta misma noche!

Eso volvió a encender los ánimos de los muchachos, y al teniente Kimball le costó lo suyo hacerlos callar.

— Ahora les pido que presten atención al honorable secretario adjunto de la Armada, el señor Theodore Roosevelt.

Dando un paso el frente, el señor Roosevelt entrecerró los párpados y pasó revista a la compañía que formaba ante él.

— Señores— dijo con aquel tono seco y ronco que lo caracterizaba—, alguno de ustedes quizá considere el trabajo que nos espera muy extraño. ¿Por qué, sería razonable que se preguntaran, iban a asignarnos la misión de obligar a cumplir las leyes de esta gran nación en nuestro propio suelo?

Enarbolando un puño, el señor Roosevelt empezó a estrellarlo contra la palma de la otra mano mientras seguía bramando por encima de los ruidos de la construcción que resonaban en los astilleros.

— La respuesta, señores, es muy simple: porque esas personas a las que se ha confiado la seguridad de los ciudadanos y la defensa de la justicia en esta parte de nuestra nación ¡no están cumpliendo con su deber! ¿Y a quién recurre invariablemente Estados Unidos cuando sus ciudadanos están en peligro, en cualquier parte del mundo, y nadie más puede o quiere asumir la responsabilidad de protegerlos?

Con un grito a coro que resultó a la vez muy chocante (teniendo en cuenta quiénes eran aquellos hombres) y muy emocionante (teniendo en cuenta cuál era la situación), todos los marineros rugieron:

— ¡A la Armada de Estados Unidos, señor!

El sonido casi nos derriba a los que estábamos detrás del señor Roosevelt, pero él se limitó a sonreír abiertamente y a agitar el puño en el aire.

— ¡En efecto!— gritó—. Espero de ustedes que luchen noblemente, señores, pero también espero que luchen con dureza. ¡Gracias a todos!

Dicho esto, el señor Roosevelt se hizo a un lado para que hablase otra vez el teniente Kimball.

— Los oficiales llevarán armas cortas, los contramaestres y los marineros llevarán porras reglamentarias. Se aplicará la fuerza donde se encuentre resistencia. Esto es una operación policial militar, caballeros. Sé que se comportarán como corresponde. Y ahora, ¡rompan filas y embarquen en sus lanchas!

Con otro poderoso rugido, éste de pura excitación y avidez de acción, los hombres rompieron filas y subieron a las lanchas torpederas, saltando a bordo mientras los maquinistas dejaban escapar fuertes silbidos de vapor de las calderas de cada embarcación. El teniente Kimball condujo a nuestro grupo a la primera lancha, donde tomamos posiciones justo detrás de la cabina del piloto. Por encima del creciente martilleo de los pistones de vapor se oyó la orden de zarpar, y entonces— muy repentinamente, pareció—, las hélices de la lancha empezaron a revolver las aguas de la bahía y partimos en dirección al río, a una velocidad que yo jamás había experimentado en el agua y que me hizo trastabillar un poco. Cuando a causa de la aceleración de la lancha el aire nos fustigaba el rostro y el cuerpo, con mayor fuerza, el señor Roosevelt me rodeó los hombros con uno de sus musculosos brazos y me mantuvo firme. Le sonreí desde mi corta estatura y me volví para observar las otras dos lanchas que nos seguían de cerca.

Creo que nunca he sido capaz de describir el sentimiento que me embargó en aquel momento, aunque lo he intentado muchas veces. Me sentía alentado por la visión de las dos lanchas detrás de nosotros y por el ronroneo de los potentes motores de nuestra propia embarcación: todas las emociones de la noche y el día que acababan de finalizar— por no mencionar las de las duras y a menudo aterradoras semanas que lo habían precedido— brotaron de golpe de mi boca en un fuerte alarido, al cual se unió el señor Roosevelt. Al mirar de nuevo al frente, distinguí el mismo puente de Brooklyn que habíamos cruzado sólo media hora antes, y hacia el que ahora avanzábamos a una velocidad de vértigo. Ver el puente desde abajo fue algo tan peculiar que parecía un sueño, especialmente por lo rápido que pasamos por debajo; pero estábamos a punto de acelerar todavía más. Cuando pasábamos como exhalaciones ante el lugar que más le gustaba para nadar a Hickie
el Huno
— el mercado de pescado de Fulton— en dirección a la base de la isla de Manhattan y Battery Park, el comandante de nuestra lancha dio orden de poner los motores a toda máquina, de modo que cuando la estatua de la Libertad apareció a la vista tuvimos la impresión de que podríamos haber llegado a su isla en cuestión de segundos.

Eché una rápida ojeada al resto de nuestro grupo y comprobé que también ellos estaban impresionados por la velocidad y maniobrabilidad de nuestras prodigiosas y pequeñas embarcaciones: el doctor, el señor Moore y los Isaacson se turnaban para hacer preguntas a Kimball, unas preguntas que el creciente estrépito de los potentes motores de la lancha no me permitió oír. Pero yo no tenía preguntas, sólo emociones tan irresistibles como el arma flotante a bordo de la cual viajábamos. Cuando viramos hacia el norte para entrar en las aguas del Hudson y vi todos aquellos puntos de la zona portuaria donde tan a menudo había ido a preocuparme inútilmente por Kat, dejé escapar todos aquellos sentimientos, soltando lágrimas de tristeza, rabia y resolución, mezcladas con las que arrancaban de mis ojos las fuertes rachas de viento que nos abofeteaba cada vez con mayor fuerza.

— Ya te tenemos, Libby Hatch— comencé a susurrar con los dientes apretados—. Ya te tenemos, ¡ya te tenemos!

55

Tal y como había imaginado el doctor, el gigantesco edificio de dos plantas del muelle de la compañía naviera White Star nos proporcionó el tipo de cobertura que no podía ofrecer un embarcadero abierto corriente. Mientras las lanchas torpederas se agrupaban al acercarse a la calle Diez, el comandante de nuestra embarcación ordenó a la flotilla que redujera la marcha, y a partir de entonces navegamos silenciosamente hacia la zona portuaria, nos deslizamos junto al largo cobertizo del muelle, y atracamos junto a unas escaleras que conducían desde el agua a una puerta de la estructura. Dejando atrás aproximadamente a la mitad de cada tripulación de guardia en las lanchas— pero llevándonos todos los marineros adicionales escogidos para la misión—, trepamos rápidamente por los peldaños de aquellos peligrosos accesos hasta la planta baja del muelle: la zona de recogida de equipajes, un enorme espacio abierto que normalmente era un hervidero de actividad. Desierto como estaba aquella noche, tenía un aspecto siniestro, y por primera vez mi sensación de que nuestra misión era imparable empezó a mezclarse con una saludable dosis de ansiedad. Al parecer, los pocos guardias y oficiales de la White Star que había en el lugar habían sido avisados de nuestra llegada, ya que cooperaron con el señor Roosevelt (cuyo rostro era la única identificación que necesitaba en la ciudad de Nueva York, como pronto ocurriría en todo el país y el mundo) y nos acompañaron hasta la puerta principal sin hacer ni una sola pregunta.— Mientras caminábamos, el doctor se situó a mi lado.

— No he sacado a colación— dijo en voz baja— el tema de tu repentina marcha de Ballston Spa, Stevie, debido a los acontecimientos del día. Tampoco voy a hacerlo ahora. Sólo te pido una cosa: quédate cerca de alguien más corpulento o mejor armado que tú en todo momento. No es que dude de tu capacidad de defenderte solo, pero esta mujer…

— No tiene que decírmelo a mí— le dije, intentando tranquilizarlo a él al tiempo que a mí mismo mientras salíamos del muelle y nos adentrábamos en la oscuridad de la zona portuaria—. No se me ocurriría ir contra ella yo solo. Por mucho que me gustase hacerlo.

El doctor me detuvo para darme un rápido abrazo.

— Lo sé. Pero es una mujer de infinitos recursos. De hecho, incluso con estas fuerzas temo que no estemos adecuadamente preparados.

Había varios grupos de estibadores holgazaneando por la zona portuaria, pero fueron lo bastante prudentes para no meterse con cincuenta o sesenta marineros armados que parecían tan resueltos como los hombres de nuestro equipo. Decidimos seguir por West Street, que corría junto al río, durante las cinco manzanas que separaban el muelle de Bethune Street, imaginando que los Dusters no esperarían que nadie entrase en su territorio desde aquella dirección, lo cual nos permitiría al menos aproximarnos a la casa de Libby Hatch sin ser detectados. Sin embargo, no habíamos recorrido dos manzanas cuando unas misteriosas siluetas oscuras empezaron a moverse por la acera opuesta al mar de la ancha calle. Al principio aparecieron en parejas, pero las parejas pronto se multiplicaron hasta formar manadas, como hacen los perros famélicos y esqueléticos cuando divisan una posible fuente de comida. No parecía que tuvieran ni idea de por qué habíamos venido, porque pronto empezaron a resonar en nuestra dirección las habituales burlas y bravatas estúpidas: sólo eran miembros de las pandillas meando en su territorio para hacer saber a otros animales que estaba ocupado. Yo lo sabía, pero también sabía que cuando conocieran el propósito de nuestra misión, rápidamente se convertirían en algo mucho peor.

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