El ángel de la oscuridad (90 page)

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Authors: Caleb Carr

Tags: #Intriga, Policíaco, Suspense

BOOK: El ángel de la oscuridad
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Pero entonces, por alguna razón que nadie del interior del antro podía imaginar, Kat había desaparecido repentinamente, no mucho antes de que el Niño y yo llegásemos a la escena. Betty intentó averiguar si alguien tenía alguna idea de dónde podía haber ido, incluso se atrevió a trabar conversación con Ding Dong, quien, mientras se curaba las contusiones y los cortes, dijo que no sabía ni le importaba mucho dónde estuviera «la pequeña arpía». La súbita desaparición de Kat era lo más preocupante de todo, pues aunque parecía estar fuera del alcance directo de Libby Hatch, era más que probable que Knox hubiera descubierto que ella merodeaba por allí y hubiera enviado a alguien para que la despachara. Si, por el contrario, Kat estaba a salvo, sólo tenía unos pocos locales adonde ir, y el de Frankie encabezaba esa corta lista. Sin embargo, no había pasado por allí. Por otra parte, estábamos en agosto, y aunque el cálido y plomizo cielo amenazaba tormenta desde primera hora de la mañana, aún no había estallado. Kat podía estar oculta en cualquiera de los parques de la ciudad o en las decenas de refugios al aire libre que estaban al alcance de los chavales cuando les perseguían en los meses calurosos. Por eso, y habida cuenta de que las cosas estaban tranquilas en el local de los Dusters, decidí dar por sentado que Kat estaba bien y escondida en alguna parte. Me daría una vuelta rápida por algunos de los escondrijos más conocidos del centro de la ciudad, y luego preguntaría a los conocidos— incluyendo a Hickie
el Huno
— que pudieran haberla visto o que acaso la vieran a lo largo del día.

Le di a Betty el número de teléfono de la casa del doctor antes de dejarla volver a Frankie’s y le hice prometerme que llamaría si Kat aparecía. Después volví a la azotea para contarle mi plan al Niño. Sabía que él quería quedarse donde estaba y seguir vigilando el local de los Dusters por si Libby hacía algún movimiento, de modo que también le di el número de teléfono del doctor, advirtiéndole que no era probable que yo regresara a la casa hasta después de un par de horas. Le dije que si Libby salía debía seguirla de cerca y mantenernos informados. Por fin, imaginando que el filipino estaría sin blanca, le entregué más de la mitad del dinero que me había dado el señor Moore y emprendí mi búsqueda. El primero y más inquietante paso de esta tarea fue un rápido viaje hasta la zona portuaria del Hudson para enterarme de si alguien había presenciado alguna trifulca aquella mañana o si había visto algún cadáver en el agua. Hablé con varios grupos de estibadores mientras avanzaba hacia el muelle de Cunard, pero ninguno de ellos tenía noticia de que hubiera habido líos. Incluso me tropecé con mi viejo amigo Narizotas, que como de costumbre husmeaba por allí entre el trajín matinal de los desembarcos y las tareas de descarga, y también él me dijo que no había visto a Kat ni había oído hablar de ninguna acción violenta en los muelles. Esta noticia, como la información de Betty, tuvo el contradictorio efecto de darme más confianza y ponerme más nervioso, pensando adonde podía haber ido Kat o qué estaría haciendo. Una pregunta se repetía en mi mente más que cualquier otra: ¿Por qué Libby Hatch había dejado marchar a Kat, en lugar de insistir en que compartiera el destino del pobre Henry, el estúpido guardia, y quizá también de Picton? De todas las complicadas emociones de Libby, la compasión no parecía ser la más frecuente, sobre todo cuando su propia seguridad y sus planes estaban en juego. Entonces ¿por qué había dejado marchar a Kat?

Me abrí paso por el centro de la ciudad, en dirección a mi antiguo vecindario, y me detuve en otra media docena de antros para jóvenes que poco se diferenciaban de Frankie’s, pero tampoco allí encontré rastros de Kat. Hickie estaba en el mercado de pescado de Fulton, dándose un baño matutino antes de que la tormenta cercana descargase sobre la ciudad, y me dijo que la noche anterior había hecho unos cuantos trabajitos en casas del West Side con una selección de nuestros colegas de siempre. No había vuelto a casa hasta primera hora de la mañana, y en el camino se había detenido a tomarse unas cervezas en Bleecker Street. Pero tampoco él había visto ni oído nada de Kat, un hecho que permitía albergar esperanzas. Si le hubiera ocurrido algo, el rumor se habría extendido a toda prisa por nuestro circuito. Pero ¿dónde diablos estaba la chica?

Otra visita a Frankie’s (por suerte, el chico italiano al que yo había derribado no estaba a la vista) me proporcionó el principio de una respuesta: cuando Betty había vuelto de echarme una mano en el local de los Dusters, había encontrado a Kat esperándola. Al parecer, Kat había abandonado la vigilancia porque se sentía muy mal: sufría un fuerte dolor de barriga, una dolencia misteriosa que ni ella ni Betty pudieron identificar o aliviar. Al enterarse de que yo había vuelto a la ciudad, Kat decidió dirigirse a casa del doctor y esperarme, ya que, como le contó a Betty, a mi alcance había medicinas especialmente útiles para el tipo de problema que la aquejaba (con lo cual se refería al elixir paregórico del doctor). Betty quiso acompañar a Kat, que había empezado a vomitar violentamente cuando se marchaba, pero Frankie aún seguía enfadado con ella por haberlo abandonado aquella mañana, por lo que Kat tuvo que marcharse sola, y probablemente ya estaría en la calle Diecisiete.

Regresé corriendo al Ayuntamiento para tomar un cabriolé, mientras me representaba mentalmente a Kat acurrucada donde ya se había escondido antes, detrás de los setos del jardín delantero del doctor. En aquella ocasión tenía un aspecto horrible, y tras el extraño informe de Betty no esperaba encontrarla mucho mejor. Su repentina marcha de la zona de los Dusters indicaba que quizás había vuelto a quedarse sin cocaína y sufría los efectos de la abstinencia. Tendríamos que repetir el tratamiento que tan bien le había hecho la vez anterior, aunque me costara otro sermón del doctor, pero al menos podría ayudarla en cuanto entráramos en la casa.

La encontré justo donde me había imaginado, hecha un ovillo como un gatito recién nacido detrás de un seto del jardín delantero, con el vestido que siempre llevaba en verano: una raída prenda ligera que realzaba las curvas que aún se estaban formando en su cuerpo juvenil. Se había quedado dormida abrazando su bolso contra el estómago y respiraba con pequeños y rápidos ronquidos. En el suelo había un par de charquitos de vómito— en realidad no mucho más que bilis, dado que llevaba tanto tiempo arrojando— detrás de su espalda encorvada, y su rostro tenía el color de las cenizas frías. Tenía grandes ojeras color carbón y cuando le tomé la mano noté que sus uñas empezaban a adoptar un extraño y preocupante tono, como si alguien se las hubiera pisado.

Incluso yo advertí que estaba mucho más enferma que la vez anterior. Mientras le apartaba de la cara unos mechones de cabello rubio empapado de sudor, noté que su piel estaba extrañamente fría al tacto; y no conseguí despertarla hasta después de un minuto de darle palmaditas en las manos y llamarla por su nombre. En cuanto empezó a recuperar la conciencia, se abrazó el estómago con fuerza y vomitó de nuevo, pero esta vez no pudo echar nada en absoluto. Su cabeza se bamboleaba mientras yo intentaba incorporarla, y parecía tener dificultades para enfocar sus ojos azules.

— Stevie…— consiguió articular, y se dejó caer contra mi pecho—. Oh, Dios, me duele muchísimo la barriga.

— Lo sé— dije, intentando que se pusiera en pie para poder entrar en la casa—. Betty me lo dijo. ¿Cuánto tiempo llevas sin tomar coca?

Ella negó con la cabeza todo cuanto pudo, que fue muy poco.

— No es eso. Tengo una lata llena, y llevo toda la mañana esnifando. Esto es otra cosa…

Cuando se puso en pie, el dolor de su abdomen pareció remitir un poco, y levantó la vista para mirarme a la cara por primera vez.

— Bueno— murmuró con una débil sonrisa—, parece que siempre que nos encontramos, yo no estoy en mi mejor momento, ¿verdad?

Le devolví la sonrisa como pude y le aparté de la cara otro mechón de pelo.

— Te pondrás bien. Sólo tengo que llevarte dentro y curarte.

La presión de sus brazos alrededor de mi camisa se hizo más fuerte; parecía muy preocupada y quizás un poco avergonzada.

— Lo intenté, Stevie. Le dije a tu amigo, el señor Moore, que vigilaría a la niña, pero el dolor era tan grande…

— No pasa nada, Kat— dije, abrazándola también yo con más fuerza—. Lo has hecho muy bien. Ahora ya tenemos a alguien vigilando el lugar. Alguien de quien Libby no podrá escapar.

— Pero ¿podrá él escapar de ella, Stevie?— dijo Kat con voz ronca.

— No hará falta— respondí—. Este tipo es distinto, Kat. Puede derrotarla en su mismo terreno.

Kat asintió y caminó con paso tambaleante mientras yo la ayudaba a llegar a la puerta principal. Luego tragó saliva con dificultad, como si le costara un esfuerzo sobrehumano.

— Entonces tiene que ser bueno— dijo y tosió—. Porque te diré una cosa: esa mujer es el peor bicho que hay en este condenado mundo.

Saqué mi llave, abrí la puerta y conduje a Kat al interior de la casa, donde se respiraba un aire sofocante y rancio. Justo cuando llegábamos al pie de las escaleras, ella volvió a doblarse, vomitó un poco de bilis amarilla y gritó de dolor. Pero el alarido pareció requerir más energía de la que le quedaba, así que se dejó caer en mis brazos, se sentó en un escalón y sollozó en silencio.

Stevie— atinó a decir mientras yo me sentaba a su lado y la abrazaba con fuerza—, sé que no debería pedírtelo, y no quiero que te metas en líos…

Me había olvidado por completo del elixir paregórico.

— Claro— dije, la recosté contra la pared de la escalera y me puse en pie para ir a la consulta del doctor—. Espera aquí, te traeré el brebaje.

Cuando di el primer paso por el pasillo, ella me cogió una mano como si no fuera a volver si me soltaba. Me volví y vi lágrimas surcando su rostro terriblemente pálido. Me miraba fijamente, como si no me hubiera visto antes.

— No me merezco que te portes tan bien conmigo— susurró, y algo en su tono de voz me hizo volver apresuradamente a su lado por un instante y abrazarla con toda la fuerza que creí que ella podría soportar.

— No te preocupes por eso— dije esforzándome por no llorar.

Tal vez fuera la larga noche que por fin me ajustaba las cuentas, quizá fuera el horrible destino de Picton o acaso la pavorosa dicha de oírla reconocer que existía alguna clase de conexión pura y profunda entre nosotros en un momento en que el dolor que sentía era desesperante; fuera cual fuese la explicación, la idea de perderla justo entonces era lo peor que yo podía imaginar.

— Te pondrás bien— seguí diciendo, secándole la cara con una manga y mirando el fondo de aquellos ojos azules—. Ya hemos pasado por esto, ¿no? Y volveremos a conseguirlo. Pero esta vez— añadí con una sonrisa—, cuando haya pasado, yo mismo te subiré a ese maldito tren y te marcharás de esta ciudad.

Ella asintió brevemente y luego bajó la vista.

— Quizás… quizás hasta vengas conmigo, ¿eh?— dijo.

Sin pararme a pensar en lo que decía, me limité a murmurar:

— Sí, quizá.

Un poco avergonzada, Kat suspiró.

— Nunca quise volver con él, Stevie— masculló—, pero no tenía noticias de mi tía y no sabía qué…

— Olvídalo— la interrumpí—. Ahora sólo tenemos que preocuparnos de que te mejores.

Corrí a la consulta del doctor, cogí el frasco del elixir paregórico, y cuando regresé administré una generosa dosis a Kat. No se quejó por el sabor, sabiendo lo bien que le había ido la última vez contra sus calambres, pero su dificultad para tragar parecía haber empeorado, y no le resultó fácil engullir el líquido. Pero en cuanto lo logró, pareció afectarle realmente aprisa, mitigando su dolor hasta el punto de permitirle levantarse, rodearme el cuello con un brazo y empezar a subir las escaleras. Aunque el efecto fue breve, pues cuando llegamos al tercer piso volvió a doblarse, soltando tales gritos de dolor que me dio miedo seguir moviéndola. Estábamos frente a la puerta del dormitorio del doctor, y decidí que lo mejor sería llevarla dentro y acostarla en la gran cama con dosel.

— ¡No!— jadeó Kat mientras la arrastraba hasta allí—. No, Stevie, no puedo. Es su cama, ¡te despellejará!

— Kat— le repliqué, tumbándola encima de la fina colcha de color azul marino—, ¿cuántas veces tendrás que equivocarte con ese hombre antes de entenderlo? El no es así.

Su cabeza se hundió en la montaña de blandas almohadas de plumas de ganso del doctor mientras yo buscaba con la mirada algo con que taparla. Entonces vi una colcha forrada de raso chino de color verde y plata doblada sobre un diván, junto a la ventana.

— Toma— dije, extendiendo la colcha sobre ella—. Tienes que mantenerte caliente y esperar a que la medicina te haga efecto.

A pesar de su dolor, Kat se las ingenió para cubrirse con la colcha hasta que el raso le acarició la mejilla.

— Tiene cosas buenas— masculló—. Raso auténtico… Por muy caliente que esté el aire, siempre está fresco. ¿Por qué será, Stevie?

Me arrodillé junto a la cama y le apoyé una mano en la frente, sonriendo.

— No lo sé. Esos chinos saben muchos trucos.— Hizo una nueva mueca de dolor y le tendí la botella de elixir paregórico—. ¿Quieres probar si puedes beber un poco más?

— Sí— me respondió, pero por mucho que lo intentó, apenas pudo tragar un sorbo del brebaje, y finalmente dejó de intentarlo. Retorciéndose, con las manos sobre el estómago, volvió a gritar y luego empezó a rechinar los dientes de una manera espantosa.

Entonces tomé conciencia de que quizá no pudiera curarla sólo con el elixir, y tras decirle a Kat que aguantara, corrí al estudio del doctor y hojeé su agenda de direcciones y números de teléfono hasta encontrar la anotación correspondiente al doctor Osborne, un colega del doctor con un corazón de oro que yo sabía que vivía cerca y que a menudo nos había hecho favores cuando alguien de la casa estaba herido o enfermo. Corrí hasta el teléfono que había al lado de la cocina, llamé a la operadora y le pedí que me pusiera con él, pero la enfermera me dijo que el doctor Osborne había ido a pasar consulta al hospital St. Luke y que no lo esperaban hasta un par de horas más tarde. Le pedí a la mujer que me telefoneara en cuanto él llegara y regresé al dormitorio. Al ver que los dolorosos espasmos de Kat parecían haber pasado, al menos por el momento, respiré aliviado y volví a arrodillarme junto al lecho para tomar su fría mano izquierda entre las mías.

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