— Stevie…— volvió a intentarlo el doctor; pero yo me limité a mirarlo, confiando en que supiera interpretar el mensaje de mis ojos. Tardó un par de segundos, pero finalmente lo captó. Entonces cerró la boca y asintió.
— De acuerdo— dijo Libby—. Empújalo hacia aquí.
Hice lo que me ordenaba. El revólver se detuvo a los pies de Libby y ella se agachó rápidamente para recogerlo. Pero cuando se incorporó, no se volvió para echar a correr ni bajó el arma.
— En realidad, doctor— dijo, con una de sus astutas y seductoras sonrisitas—, tenía usted mucha razón.— Su revólver emitió un chasquido cuando lo amartilló—. No tengo intención de permitir que ninguno de ustedes…
Nunca acabó la frase. Un leve silbido surcó el aire nocturno, y yo me lancé a las piernas del doctor para derribarlo al suelo de la azotea. Sonó un disparo, pero sólo alcanzó la chimenea de hierro de la caldera de la casa vecina, con un sonoro ruido metálico. El doctor y yo levantamos la vista.
La sonrisa de Libby se había esfumado, pero aún tenía los ojos abiertos y empuñaba el arma humeante. La mayor parte de un pequeño y tosco dardo sobresalía de un lado de su cuello, y yo sabía que, aunque seguía en pie, había muchas posibilidades de que ya estuviera muerta: la estricnina podía haberla matado antes de que los músculos de sus piernas tuvieran tiempo de flaquear. Se desplomó al cabo de otros dos segundos, primero de rodillas y luego, tras otra pausa, de costado.
El doctor y yo corrimos hacia ella de inmediato, yo para encargarme de arrebatarle la pistola de la mano. El doctor le levantó la cabeza, le examinó los ojos, y le buscó el pulso en el cuello. Debió de percibir algo, porque dijo:
— ¿Elspeth? ¿Elspeth Franklin?
Con el último aliento que le quedaba en los pulmones, Libby consiguió articular las palabras: «siempre necesitan algo». Después murió, y el doctor alargó el brazo para cerrar los ojos dorados por última vez.
No sé cuánto tiempo permanecimos allí en cuclillas los dos, mirándola, pero sí sé que lo que finalmente nos hizo volver a la realidad fue el sonido de unos golpes al otro lado de la trampilla.
— ¿Sara?— era la voz del señor Moore, que gritaba desde debajo de la portilla cerrada—. Stevie, Kreizler, ¿qué diablos pasa?, ¿estáis todos bien?
La trampilla y el cuerpo de la señorita Howard se sacudieron ligeramente cuando el señor Moore empujó la madera para subir a la azotea. La sacudida hizo que la señorita Howard empezara a recuperar el sentido. Emitió un gemido y luego, cuando abrió los ojos, rodó sobre sí misma y se detuvo en el suelo de la azotea con un sordo gruñido.
— ¡Sara!— gritó el doctor con ansiedad. Dejó a Libby Hatch en el suelo y corrió hacia donde yacía la señorita Howard, justo en el momento en que el señor Moore salía de un brinco por la trampilla.
— ¡Dios Santo!— exclamó cuando se hizo cargo de la situación—. ¿Qué diablos ha ocurrido aquí?
Haciendo caso omiso de la pregunta, el doctor sacó un pañuelo del bolsillo y levantó a la señorita Howard por los hombros para recostarla sobre sus rodillas. Después empezó a limpiar y examinar el punto de la cabeza donde la habían golpeado, hasta que comprobó que la herida no era grave. Le frotó las muñecas y le dio suaves palmaditas hasta que ella fijó la vista en él.
— Doctor— consiguió barbotar. Luego miró alrededor e intentó moverse, todavía mareada—. ¿Qué ha pasado, dónde…?
El doctor la sujetó con firmeza.
— Cálmate, Sara— dijo con una sonrisa, apartándole el pelo de la cara mientras el señor Moore y yo nos acercábamos—. Ya ha terminado todo. O casi todo.
Después la giró para que, sin mover demasiado la cabeza, pudiera ver el cuerpo de Libby.
— ¿Está… muerta?— preguntó la señorita Howard, y a pesar de que aún estaba un poco atontada, advertí un dejo de tristeza en su voz.
— Sí— respondió suavemente el doctor, que al parecer intuía sus sentimientos.
La señorita Howard contempló el cadáver varios segundos más; luego, con una especie de fugaz espasmo, hizo un ruido que parecía una combinación de jadeo y hondo sollozo solitario. Volvió la cabeza hacia nosotros y vi una lágrima en su mejilla.
— Lo siento— murmuró, secándose la lágrima tan aprisa como pudo—. Sé que no debería…
El doctor la tranquilizó y le acarició suavemente la mejilla.
— No te disculpes. Alguien debería derramar una lágrima en este momento.— Hizo una pausa y miró a Libby Hatch—. Pero confieso que yo no puedo. No puedo…
La señorita Howard pareció confundida de repente.
— Pero…— dijo, intentando incorporarse—, ¿quién…?
— Eso es lo que a mí me gustaría saber— dijo el señor Moore, mirándonos al doctor y a mí.
— Eche un vistazo a su cuello— le dije.
Desplazándose con mucho cuidado por la azotea, como si Libby aún pudiera abalanzarse sobre él, el señor Moore examinó atentamente el cadáver y luego asintió.
— Oh… de modo que ha sido el filipino.— Recogió el revólver de la señorita Howard y luego observó los tejados que nos rodeaban—. ¿Dónde está?— preguntó.
— No lo sé— dije, encogiéndome ligeramente de hombros—. Bastante lejos, a estas horas, y todavía corriendo. O eso espero.
— Bueno, será mejor que nos quedemos ese dardo— respondió el señor Moore, alargando un brazo con precaución para extraer el objeto del cuello de Libby—. No quisiera tener que explicarle esto a Roosevelt— añadió, arrojando el proyectil por encima del borde de la azotea al patio trasero—. Y estoy seguro de que la herida será lo bastante misteriosa para desconcertar a cualquier forense imbécil que designe la policía.— Retrocedió rápidamente por el tejado y me dirigió una mirada inquisitiva pero de aprobación—. ¿Esto lo planeasteis vosotros dos, Stevie?
— Yo no diría que lo planeamos exactamente— respondí.
El doctor me miró con una sonrisa que reflejaba duda y orgullo al mismo tiempo.
— Tus instintos de jugador parecen incurables, Stevie.
— No fue una apuesta— dije—. Usted no lo conoce tan bien como yo.
La señorita Howard, que empezaba a despejarse, alargó la mano para tocar la mejilla ligeramente ensangrentada del doctor.
— Está herido— dijo.
— Esto también se lo debo a nuestro joven amigo— replicó el doctor señalando en mi dirección—. Pero no es grave… Al parecer, todo formaba parte del plan de Stevie.
— Eh, espere un momento— protesté rápidamente—. Yo no sabía que ella le atizaría…
El doctor ya había alzado una mano.
— Mereció la pena. Un castigo apropiado por todas las veces que he dudado de tu juicio en estos asuntos.— Después sus negros ojos me miraron con más seriedad—. Hablo en serio, Stevie. Has hecho un trabajo excelente.
Como para reforzar la afirmación, el señor Moore me alborotó el pelo y la señorita Howard me sonrió; en resumen, todos me dedicaron la clase de atenciones que me ponían la carne de gallina. Por fortuna, rápidamente se me ocurrió una forma de cambiar de tema:
— ¿Qué hay de Ana?— pregunté, mirando al señor Moore.
Su rostro se endureció de repente.
— Oh, Dios— dijo, con lo que sonó a miedo—. Sí, Ana.— Miró al doctor y a la señorita Howard—. ¿Podéis bajar al sótano, vosotros dos?
La señorita Howard empezó a ponerse en pie.
— Creo que sí— dijo, incorporándose finalmente—. ¿Por qué, John? ¿Qué pasa?
El señor Moore, con una expresión que podría calificarse de inescrutable, se limitó a cabecear.
— Os lo contaría— dijo—, pero nunca me creeríais.
Cuando regresamos a la planta baja del edificio, la situación en la calle parecía haberse calmado bastante, y por las alegres expresiones que proferían nuestros marineros, deduje que verdaderamente habían sido los vencedores del enfrentamiento. En la puerta nos topamos con Marcus. Éste confirmó que los Dusters habían huido, un resultado que también él consideraba muy alentador. Me tocaba a mí ser el aguafiestas, vaticinando que aunque los Dusters hubieran desaparecido por el momento, volverían; pronto, en mayor número (probablemente reclutarían a más ayudantes) y mejor armados, lo que significaba que traerían armas de fuego.
— ¿Qué te hace pensar eso, Stevie?— preguntó el señor Moore, asomando la cabeza por la puerta y mirando alrededor—. Esos muchachos de la Armada les han dado una buena tunda. No creo que vengan a buscar más.
— Tienen que hacerlo— respondí—. Los hemos vencido en su propio territorio. Si lo consienten, las bandas vecinas les arrebatarán su zona. Es un signo de debilidad que no pueden permitirse.
— Lo que dice Stevie es lógico, una vez más— dijo el doctor—. No olvidemos que él conoce este mundo mucho mejor que el resto de nosotros. Marcus, sugiero que busques a Roosevelt. Dile que se olvide de detener a Knox o a nadie más, que se limite a ordenar a un pelotón que recoja el cadáver de Libby Hatch de la azotea. Después regresaremos a las lanchas.
Tras demostrar su conformidad con una inclinación de cabeza, Marcus se volvió hacia el señor Moore.
— ¿Vas a llevarlos abajo, John?
El señor Moore asintió en silencio y Marcus se volvió hacia mí.
— Fue el jardín lo que me dio la pista, Stevie. ¿Recuerdas que parecía tan descuidado? ¿Y que las herramientas del sótano parecían no haber sido utilizadas en mucho tiempo?
Desconcertado, fruncí el entrecejo.
— Sí.
— Bueno— dijo el sargento detective, saliendo de nuevo a la calle—, había una razón.
Más intrigados aún por este último comentario, el doctor, la señorita Howard y yo seguimos al señor Moore hasta la puerta del sótano, y luego hasta la polvorienta cueva que se abría detrás.
La solitaria bombilla eléctrica estaba encendida y todo estaba más o menos como yo lo había dejado la noche que había estado allí: en otras palabras, no había ni rastro de una puerta secreta, un detalle que no sólo me sorprendió a mí, sino también al doctor y a la señorita Howard.
— Moore— dijo el doctor—, creí que dabas a entender…
El señor Moore levantó una mano.
— Hemos vuelto a cerrarla para que lo veáis con el máximo efecto— dijo, y se dirigió hasta un surtido de oxidadas herramientas de jardinería que colgaban junto a la estantería de las mermeladas—. Hicimos cuanto pudimos para intentar mover esto manualmente— dijo, señalando la estantería—. Y en realidad podías haberlo movido tú mismo, Stevie, si hubieras elegido algo distinto a esa vieja azada para hacer palanca por detrás.
— ¿Qué quiere decir?— pregunté, sin captar su insinuación.
El señor Moore señaló las dos herramientas más largas— una pala y un rastrillo de hierro— que estaban apoyadas una al lado de la otra sobre la pared.
— Abrir— dijo señalando la pala— y cerrar— añadió señalando el rastrillo.
— Moore, no tenemos tiempo para juegos— dijo el doctor—. ¿De qué diablos estás hablando?
A modo de respuesta, el señor Moore tiró del mango de la pala. Pero la herramienta no se apartó del lugar donde descansaba a pesar de su tirón; por el contrario, basculó sobre un punto del suelo al cual, al parecer, estaba anclada. Cuando el señor Moore bajó la pala hasta aquel punto, la estantería de las mermeladas empezó a moverse, como si tuviera vida propia: se apartó del tabique de ladrillos que había junto a la caldera y dejó al descubierto un agujero de un metro cuadrado que se abría en el suelo de piedra y continuaba bajo tierra, por debajo del edificio.
— Oh, Dios mío— susurró la señorita Howard, avanzando hacia el agujero. El doctor y yo la seguimos, mudos de asombro.
— Tiene apenas el tamaño suficiente para que un adulto pase con dificultad— dijo el señor Moore, sosteniendo una de las lámparas que los Isaacson se habían dejado allí antes—. Como el resto del pasadizo.
— ¿Pasadizo?— repitió el doctor.
— Vamos— dijo el señor Moore, dando varios pasos hasta situarse encima de una escalera de hierro que descendía a un profundo pozo—. Os lo enseñaré.
Y desapareció bajo tierra mientras los demás cambiábamos miradas de nerviosismo.
— ¿Por qué será que no tengo ganas de bajar ahí?— pregunté en voz baja.
— Ya has tenido que soportar muchas cosas, Stevie— respondió la señorita Howard, apoyando una mano en mi brazo—. Y puede que lo que nos aguarda ahí abajo no sea demasiado agradable.
— Sería comprensible que prefirieras quedarte aquí— convino el doctor.
Negué con la cabeza.
— No es eso. Quiero verlo, pero…— Intentando librarme de mi inquietud, me situé sobre la escalera—. Qué diablos— dije—. ¿Acaso las cosas podrían ir mucho peor?
Descendí con cuidado, siguiendo la luz de la linterna del señor Moore, que se detuvo unos cinco metros más abajo.
— Espera un segundo, antes de bajar hasta el fondo— me gritó—, para que yo pueda entrar en el pasadizo lateral. Todos tendréis que hacer lo mismo.
— ¿El pasadizo lateral?— repetí.
— Lo verás cuando llegues aquí.
Y lo vi. En la base del pozo con paredes de hormigón, una comunicaba con un estrecho túnel que se dirigía hacia un lado. Tenía apenas la altura suficiente para que cupiera una persona en cuclillas, de modo que se podía avanzar por él sin tener que arrastrarse. El señor Moore me orientó hasta ese espacio cuando descendí, y luego hizo lo mismo con la señorita Howard y el doctor. Después de aquello, apuntó su linterna hacia lo que calculé que sería la dirección del patio trasero, revelando que el pasadizo— que también era de hormigón— proseguía otros doce metros. Olía a humedad, pero el olor no era tan sofocante como debería haber sido.
— ¿Hay una corriente de aire?— preguntó la señorita Howard, chupándose el dedo índice y levantándolo.
— Se convierte en una brisa— respondió el señor Moore, con el rostro iluminado por la linterna, como si llevara un farolillo de fiesta—, en cuanto llegas a la otra punta.
— Pero ¿qué la produce?— preguntó el doctor.
— Todo forma parte de la sorpresa, Laszlo— respondió el señor Moore, empezando a recorrer el túnel hacia el leve resplandor del extremo opuesto. Ahuecó la mano libre alrededor de la boca y gritó—: ¡Lucius! ¿Sigues ahí?
— Sí, John— fue la queda respuesta de Lucius—. ¡Pero no levantes la voz, maldita sea!
Seguimos avanzando trabajosamente, encorvados como mineros del carbón, y mientras lo hacíamos, se me ocurrió de pronto:
— No oigo llorar a ningún bebé— dije con tono sombrío.
— No— respondió el señor Moore, con el mismo tono de voz inescrutable que había empleado en la azotea—. No lo oyes.