— Sus padres— dijo la señorita Howard, serena y rápidamente— son oficiales consulares. Oficiales consulares franceses. Por desgracia, pretenden regresar a casa en cuanto se reúnan con la niña. Es comprensible.
— Ah. Sí.— El señor Roosevelt inclinó la cabeza con expresión grave por unos momentos—. Supongo que eso es comprensible, muy comprensible. Pero espero que les recalques, Sara, que esta clase de incidente no es en absoluto algo típico de nuestra nación.
— Por supuesto— respondió la señorita Howard.
El señor Roosevelt volvió a centrar su atención en Ana y sonrió.
— ¿Franceses, dices?— preguntó, y añadió—: Qué lástima que no sean españoles. Aunque esta pequeñaja tiene un aire español. Habría resultado útil demostrarles a esos sinvergüenzas cómo resuelve un pueblo libre un problema como éste.
— Hummm, sí— dijo el señor Moore con fingida indiferencia—. Quizá.
— Aun así— insistió el señor Roosevelt mientras nuestra lancha navegaba hacia el centro del Hudson—, como has dicho, doctor, no importa en absoluto quién sea su familia. Es una niña y ahora está a salvo.
En ese momento, Ana volvió a alargar la manita para aferrar el dedo juguetón del señor Roosevelt, arrancándole una sonrisa.
— ¿Sabéis una cosa?— dijo pausadamente—. Creo que la mano de un bebé es lo más bonito del mundo.
En cuanto regresamos a la calle Diecisiete, Lucius fue a buscar un biberón que el doctor guardaba en su consulta (paradójicamente, lo usaba para adiestrar a las mujeres que tenían problemas para destetar a sus hijos) y empezó a preparar una mezcla para ayudar a Ana Linares a superar el amago de cólico que, cada pocos minutos, le arrebataba su sonrisa feliz y su risa cantarina. La mezcla se componía de miel, leche y el poco elixir paregórico que quedaba tras mis intentos de curar a Kat, y a medida que el sargento detective se la daba a la niña, ella pareció recuperar todo su color y su mágica alegría. Fue como una bocanada de aire fresco tener un satisfecho, incluso feliz símbolo de vida entre un grupo de personas que los últimos días no habían experimentado otra cosa que violencia y muerte. Tan poderoso fue el efecto de la presencia de Ana que todos nos turnamos para acunarla en brazos y darle de comer, dejando que la intensa alegría de la pequeña por estar viva y nuestra certeza de que la habíamos salvado de la muerte obraron la clase de magia curativa que sólo los niños pueden proporcionar.
Hacia la una de la madrugada, el señor Roosevelt y el teniente Kimball se excusaron y regresaron a Washington para seguir planeando la guerra con España que, según sospechaban y deseaban, era inminente. Hasta la fecha no sé con seguridad si alguien le dijo alguna vez al ex comisario de policía hasta qué punto nuestra aventura de aquella noche habría podido contribuir a que esa guerra estallara si las cosas hubieran salido de modo diferente, pero algo me dice que el doctor y él debieron de hablar de ello antes de la muerte del señor Roosevelt, ahora hace unos meses. Pero lo más importante, entonces y ahora, es que al señor Roosevelt le bastó saber que sus amigos y una niña inocente estaban en apuros para acudir de inmediato en nuestra ayuda. Ese gesto me hizo apreciar y respetar aún más a aquel hombre, y cuando ahora lo recuerdo alejándose de la casa en su landó, de camino a Grand Central, y dedicándonos aquella maravillosa sonrisa que un día permitiría a los dibujantes de caricaturas políticas vivir en la abundancia, me pregunto por qué tan pocos hombres tienen esa clase de energía, esa capacidad particular de ser amable y cariñoso con un bebé por una parte, y de partirle la cabeza a unos tipos como los Dusters, por otra. Es una duda que todavía me corroe.
A eso de la una y media los sargentos detectives regresaron de la comisaría del Distrito Primero, en New Street, donde habían llevado el cuerpo de Libby Hatch tras su llegada al muelle de la policía. Desde allí, el cadáver sería enviado al depósito, algo que me hizo hervir la sangre, pues no me gustaba la idea de que la asesina estuviera en el mismo edificio que Kat aunque las dos estuvieran muertas. Pero no se podía hacer nada al respecto, ya que había que hacerle la autopsia a Libby. (Más tarde averiguaríamos que las conclusiones de este procedimiento fueron «no concluyentes», tal como había sospechado el señor Moore.) En cuanto al Niño, yo esperaba que telefoneara a la casa aquella noche al menos para comprobar si todo había salido bien, pero luego comprendí que, desde su punto de vista, eso ya había ocurrido: su jefe había sido vengado y la pequeña Ana sería devuelta a su madre. Lo único que le quedaba a él en Nueva York eran problemas con la ley, y después de pensarlo un poco, llegué a la conclusión de que era preferible que huyera cuanto antes de la ciudad— y quizá del país— a que perdiera el tiempo y se arriesgara poniéndose en contacto con nosotros.
De acuerdo con su plan, la señorita Howard había telefoneado al consulado francés nada más llegar a casa del doctor para informar a la señora Linares de que todo había salido bien y de que le llevaría a Ana en cuanto contara con protección policial. Todos sabíamos que los más idóneos para esta misión eran los sargentos detectives y que era conveniente que fueran armados cuando la desempeñaran, pues no había forma de saber si el señor Linares había contratado nuevos criados cuando el Niño se había pasado a nuestro bando y si éstos, como el filipino, vigilaban la casa del doctor. Pero nuestras precauciones resultaron innecesarias y la señorita Howard, Marcus y Lucius llevaron a la niña con su madre sin que surgiera el menor inconveniente. Cuando regresaron nos contaron que la mujer aún no había decidido si regresaría a España con su familia o se trasladaría al Oeste, a las zonas de Estados Unidos donde era fácil comenzar de nuevo y donde una vez yo había esperado que Kat rehiciera su vida. Según los Isaacson y la señorita Howard, la indescriptible dicha que la mujer había manifestado al reunirse con Ana había hecho que esa decisión pasara momentáneamente a segundo plano y que los tres miembros de nuestro equipo experimentaran la profunda sensación de que todos nuestros sufrimientos habían valido la pena.
Y tal vez fuera verdad… para ellos. Pero el señor Moore y yo siempre nos preguntaríamos si habíamos hecho bien en involucrar a personas a las que apreciábamos tanto en un caso que había acabado costándoles la vida. Estas preguntas raras veces encuentran una respuesta fácil, y nunca desaparecen: mientras estoy aquí sentado escribiendo esto, no sabría decir si estoy más cerca de acallar esas dudas que aquel día a las tres de la madrugada, cuando todos tomaron su camino y yo permanecí sentado durante una hora en el alféizar de la ventana, fumando, llorando y viendo los ojos de Kat por todo el cielo estrellado.
Aún quedaban los funerales, por supuesto, y tras una breve ceremonia por Kat en el cementerio de Calvary el miércoles por la tarde— en la que agradecí la asistencia de nuestro equipo al completo— todos tomamos un tren a primera hora de la mañana del jueves para regresar a Ballston Spa y ver cómo enterraban al señor Picton en el mismo cementerio que pocas semanas antes habíamos profanado. Fue la tristeza, el afecto y el respeto, naturalmente, lo que nos impulsó a ir a despedirnos del hombrecillo de la pipa siempre humeante que se había negado a dejar sin resolver los asesinatos del camino de Charlton y que, con su muerte, nos había proporcionado los medios legales para procesar a Libby Hatch en Nueva York. Pero también la curiosidad nos empujaba hacia el norte: la curiosidad por saber qué significaban las últimas palabras del señor Picton sobre una «pista» en el cementerio.
En pie junto a su tumba abierta mientras bajaban su ataúd, aprovechamos para mirar de reojo las lápidas de los otros miembros de su familia, y nos asombró un poco descubrir que todas las personas de aquella parcela— no sólo los padres del señor Picton, sino también un hermano y una hermana— habían muerto el mismo día. Esto hizo que después de la ceremonia el doctor formulara algunas preguntas a la señora Hastings, que respondió que en efecto toda la familia del señor Picton había muerto la misma noche, mientras dormían, debido a una fuga de gas en la gran mansión del final de High Street. El señor Picton no se encontraba en la casa en el momento del accidente, pues se había marchado del pueblo para estudiar Derecho, y nunca había mencionado el asunto en los años posteriores. Aunque la señora Hastings no quiso hacer comentarios sobre la curiosa coincidencia de que hubiera fugas de gas en tantas habitaciones de la casa de los Picton al mismo tiempo, nos contó que Picton había decidido convertirse en fiscal poco después de la tragedia. Eso fue suficiente para el doctor, que sabía— al igual, creo yo, que la señora Hastings— que la «coincidencia» de varias fugas de gas simultáneas era tan poco verosímil que podía descartarse. Alguien había acabado deliberadamente con los Picton, y el hecho de que todas las puertas de la casa estuvieran cerradas con llave cuando sucedió indicaba que había sido un miembro de la familia.
Sin embargo, ni el doctor ni nadie podía hacer otra cosa que especular. ¿Había acabado la madre del señor Picton, en un momento de enajenación mental, con su marido, su descendencia y su propia vida por medio del gas, lo que según el doctor no era una práctica fuera de lo corriente entre las mujeres que padecían una grave melancolía? ¿Había sospechado Picton la verdad, y esa sospecha no sólo lo había convertido en una persona constantemente nerviosa, sino que lo había impulsado a trabajar durante tanto tiempo en su empeño por procesar a Libby Hatch? Nunca lo sabremos. Pero esa posibilidad, sumada a la tristeza del propio funeral, nos mantuvo en silencio durante todo el trayecto de regreso en tren a Nueva York.
Una misteriosa calma descendió sobre la casa de la calle Diecisiete en los días que siguieron. El caso estaba cerrado, pero no había forma de volver a la rutina, pues aunque nuestro ánimo hubiera sido lo bastante firme para reponerse con tanta celeridad, aún aguardábamos los resultados de la investigación judicial de los asuntos del instituto del doctor. El viernes por la mañana, los Isaacson— que habían retrasado su declaración como testigos desde que habíamos regresado a la ciudad— fueron citados finalmente a un juicio a puerta cerrada y contaron su historia. Aquella misma tarde, el reverendo Bancroft fue convocado para dar su opinión sobre la organización del instituto: si el personal era competente y si, en general, el lugar era una institución respetable. El tribunal esperó hasta el lunes para comunicar su decisión, y no exagero si digo que aquellos dos días se cuentan entre los más largos de mi vida. El clima se volvió espantosamente húmedo, cubriendo a todos y cada uno de los habitantes de la ciudad con esa fina capa de sudor de la que parece imposible desprenderse y que siempre inflama el ánimo. El lunes no fue mejor: hacia las diez, la aguja del termómetro ya había subido a los treinta grados centígrados, y a las dos, cuando Cyrus, el doctor y yo subimos a la calesa para dirigirnos a los tribunales de Tweed, yo no estaba seguro de que
Frederick
— que después de tantas semanas de descanso se había vuelto un tanto holgazán— o ninguno de los demás consiguiéramos llegar.
Pero conseguimos eso y mucho más. No sólo el juez Samuel Welles nos sorprendió a nosotros con la sentencia de que los asuntos del instituto estaban en orden y que el caso de Paulie McPherson había sido «una evidente aberración», sino que asombró también a toda la sala dando un rapapolvo a los prohombres de la ciudad que habían solicitado la investigación. Quizá los métodos del doctor Kreizler fueran poco ortodoxos, declaró el juez Welles, y era lógico que inquietaran a algunas personas; de hecho a él personalmente le inquietaban algunos.
Pero los resultados eran indiscutibles, y en todos sus años de ejercicio el doctor había perdido únicamente a un niño que, como había dejado bien claro la investigación de los sargentos detectives, ya había pensado en el suicidio antes de ir al instituto y había llevado consigo «el arma del crimen» al ingresar allí. Tras recordar a los críticos del doctor que los tribunales de Nueva York tenían mejores cosas que hacer que perder el tiempo en investigaciones injustificadas, el juez Welles declaró sobreseído el caso.
Sabíamos que Welles era un personaje impredecible, pero ningún funcionario público había realizado antes aquel tipo de declaraciones respaldando el trabajo del doctor, por lo que el suceso nos indujo a pensar que quizás hubiera alguna clase de justicia en el mundo, después de todo. El señor Moore había aprovechado la prometedora ocasión para reservar un salón privado en el restaurante del señor Delmonico para después de la vista (esos salones eran los únicos sitios del local donde nos permitían comer a Cyrus y a mí), y durante la comida que siguió los adultos se atiborraron con especialidades francesas de nombres extraños que yo sería incapaz de citar tantos años después. Yo me contenté con un bistec y patatas fritas, y el señor Delmonico incluso me invitó a una botella de refresco de raíces (aunque creo que tuvo que mandar a uno de sus camareros a pedírsela a un tendero local). Pero aunque no pueda recordar exactamente qué tomó cada uno, sí recuerdo que fue una velada extraña para nosotros: no había habido muertes ni secuestros, y ningún gran misterio era el principal tema de conversación. De hecho, apenas hablamos de crímenes. Era el momento de ser felices en mutua compañía y el recordar nuestras experiencias terribles no era lo único que nos unía.
Y puesto que hasta entonces el día había transcurrido tan plácidamente, debíamos de haber imaginado que antes de que acabara nos llevaríamos alguna sorpresa desagradable o al menos perturbadora. El doctor nos invitó a todos a su casa después de comer en Delmonico’s, y cuando llegamos allí descubrimos una elegante berlina junto al bordillo, delante del jardín principal. Pero los dos hombres que se sentaban en el pescante no parecían casar con el cupé: sus chaquetas de marinero indicaban que frecuentaban los antros menos recomendables del puerto, mientras que su piel oscura, el fino bigote caído y los grandes ojos negros sugerían que procedían de la India o de alguna región cercana. Yo iba en un cabriolé con el sargento detective Lucius, cuya cara— siempre jovial y sonrosada después de una buena comida bien regada con vino tinto en el restaurante del señor Delmonico— de pronto se volvió seria, incluso un poco pálida, cuando vio el coche y a los hombres.
— ¿Qué diablos…?— masculló—. Oh, no.
— ¿Oh, no?— repetí yo, mirando primero la berlina y luego al sargento detective—. ¿A qué viene ese «oh, no»? ¿Quiénes son ésos?