Mientras subíamos la escalinata hacia las columnas de mármol marrón que flanqueaban la entrada con vidrieras del edificio, yo no perdí de vista la sombría extensión de árboles, setos y senderos— dos manzanas de ancho y una de largo— que componían Gramercy Park, a nuestras espaldas. Naturalmente, el parque estaba rodeado de casas lujosas y clubes privados, como el Players, y protegido por una verja de hierro forjado de metro ochenta o dos metros de altura. Sin embargo, cualquier gallito del barrio que se preciara podía trepar esa verja y agazaparse en el parque para luego saltar por sorpresa sobre los incautos transeúntes. Sólo cuando vi a un poli haciendo la ronda me atreví a dar la espalda a la oscura masa de vegetación y me reuní con Cyrus y la señorita Howard en la puerta.
A esa hora estaba cerrada con llave, pero en el marco había un pequeño timbre eléctrico. La señorita Howard lo pulsó y de inmediato lo oímos resonar en el interior. Pronto distinguí al otro lado del vitral una figura pequeña que caminaba hacia nosotros, y unos segundos después nos recibía un anciano vestido con chaleco a rayas y pantalones negros, un tipo al que deberían haber enterrado una década antes. Al vernos, una mueca de disgusto se dibujó en su cara de pasa.
— Ciertamente, señorita Howard, esto va contra las normas— gruñó con voz ronca y agitada—. Es de lo más irregular. Si el señor Moore no atiende la puerta, estoy seguro de que…
— Tranquilo, Stevenson— replicó la señorita Howard, fría como el hielo—. He hablado con el señor Moore por teléfono y me ha dicho que mis amigos y yo subiéramos a verlo. Por lo visto hay algún problema con el timbre. Me ha indicado dónde guarda una copia de la llave por si volvía a ocurrir.
El cadáver nos echó una mirada larga y altanera a Cyrus y a mí.
— ¿De veras?— farfulló—. Bueno, yo no me haré responsable si ocurre algo. Esto es inaudito, pero…— Se volvió hacia la puerta del ascensor, situada a su espalda—. En tal caso, síganme.
Lo seguimos mientras abría la puerta exterior de madera y luego la corredera de metal del lujoso ascensor. Tras sentarme en el asiento tapizado de terciopelo de la pequeña cabina con la sola intención de fastidiar al portero (cosa que conseguí), estudié las superficies de caoba y bronce que me rodeaban y me pregunté quién sería el pobre diablo que pasaría la mitad de su vida sacándoles brillo. En cuanto cerró la puerta metálica y la de madera, el viejo se puso un par de gastados y sucios guantes de cuero. Un brusco tirón a la soga engrasada que salía del suelo y atravesaba el techo en un rincón bastó para poner en marcha el ascensor, e iniciamos el lento trayecto hacia la quinta planta, donde el señor Moore ocupaba uno de los apartamentos que daban a la fachada norte del edificio, con vistas al parque.
Cuando las puertas se abrieron ruidosamente, Cyrus y yo seguimos a la señorita Howard por un pasillo pintado de color beis y flanqueado por varias puertas de madera pulida. Al llegar al apartamento del señor Moore, la señorita Howard golpeó, fingiendo que esperaba respuesta. Luego se volvió hacia el portero, que seguía mirándonos con atención.
— Es tarde, Stevenson. No queremos retenerlo.
El portero asintió de mala gana, cerró las puertas del ascensor y bajó.
En cuanto desapareció, la señorita Howard pegó la oreja a la puerta y me miró con los ojos verdes encendidos.
— Muy bien, Stevie— murmuró—. Es tu turno.
Aunque yo me había reformado después de mudarme a casa del doctor Kreizler, dos años antes, todavía conservaba algunas de las herramientas de mi antiguo oficio por si las moscas. Entre ellas había unas ganzúas con las que di buena cuenta de la sencilla cerradura del señor Moore. La puerta se abrió con un ligero chasquido y la señorita Howard sonrió, radiante.
— Tienes que enseñarme a hacer eso— murmuró dándome una palmadita en la espalda y abriendo la puerta de par en par—. Muy bien; allá vamos.
El señor Moore había amueblado el apartamento con todos los trastos de su abuela que sus parientes le habían permitido llevarse y con elegantes muebles de estilo inglés que el doctor Kreizler le había ayudado a escoger. Por lo tanto, el lugar tenía un aire contradictorio: en algunos sitios parecía la casa de una anciana dama y en otros, los aposentos de un austero solterón. En total había siete estancias, distribuidas de un modo caótico, insólito para una casa convencional. Anduvimos en sigilosa fila india hacia la sala, tomando la precaución de pisar siempre la alfombra que cubría el centro del pasillo, y en el camino comenzamos a encontrarnos con distintas prendas femeninas y masculinas. La señorita Howard arrugó la frente al verlas y sus arrugas se marcaron aún más cuando, ya cerca de la puerta de la habitación, oímos risas y voces animadas procedentes del otro lado. La señorita Howard se detuvo delante de la puerta y cerró la mano en un puño, dispuesta a dar un buen golpe. Entonces la puerta se abrió inesperadamente y salió una mujer.
Y— ahora puedo decirlo incluso con más conocimiento de causa que entonces— ¡qué mujer! Con una cascada de cabello rubio que le caía hasta la cintura y estaba envuelta sólo en una sábana que sujetaba a un costado, tenía unas piernas que comenzaban en unos delgados tobillos y no parecían acabar hasta cerca del techo; y puedo asegurarles que los techos de aquel edificio eran altos. Todavía reía cuando salió, mientras el señor Moore le rogaba que regresara a su lado.
— Enseguida, John, enseguida— esbozaron los labios rojos con voz melodiosa—, pero dame un minuto.
Cerró la puerta, se volvió hacia el cuarto de baño que estaba situado al fondo del pasillo y entonces nos vio.
No dijo nada; se limitó a sonreír con expresión perpleja. La señorita Howard le devolvió la sonrisa, aunque advertí que le costaba lo suyo, y luego se llevó un dedo a la boca pidiendo silencio. La mujer imitó el gesto, rió una vez más— era obvio que estaba borracha— y sin pedirnos una explicación continuó hacia el cuarto de baño. Entonces la señorita Howard sonrió con mayor sinceridad, por no decir con perversidad, y abrió la puerta de la habitación.
La luz mortecina del pasillo no nos permitió ver más que una caótica maraña de sábanas sobre una cama muy grande, aunque era obvio que debajo de aquella maraña había una persona. Cyrus y yo permanecimos en el umbral, pero la señorita Howard se acercó a la cama y se quedó allí, como si aguardara algo. Muy pronto el bulto que había bajo las sábanas comenzó a moverse y apareció el torso desnudo del señor Moore, con su pelo corto despeinado y una cara que era el vivo retrato de la felicidad. Con los ojos cerrados, extendió los brazos como un niño y enlazó la cintura de la señorita Howard. A ella no pareció gustarle la idea, pero tampoco se movió. Entonces, al notar su vestido, el señor Moore murmuró:
— No, no, Lily. No puedes vestirte, no puedes marcharte, esta noche no debe acabar nunca…
Entonces apareció la Derringer. Todavía no sé dónde la escondía la señorita Howard para tenerla fuera de la vista aunque siempre a mano, pero lo cierto es que en menos que canta un gallo la puso frente a los ojos cerrados y la cara risueña del señor Moore. Claro que los ojos se abrieron y la sonrisa se esfumó en cuanto ella tocó el percutor.
— John, creo que a pesar de las sábanas podría hacerte estallar los dos testículos de un solo disparo, de modo que te aconsejo que me quites las manos de encima.
El señor Moore la soltó con un gritito y luego se cubrió con la sábana hasta el cuello, como un niño a quien hubieran sorprendido masturbándose.
— ¡Sara!— exclamó con una mezcla de miedo y furia—. ¿Qué demonios haces? ¿Y por dónde has entrado?
— Por la puerta— respondió lacónicamente la señorita Howard mientras la pistola volvía a desaparecer entre los pliegues de su vestido.
— ¿Por la puerta? Pero si está cerrada. Estoy seguro de que…— El señor Moore miró hacia el umbral, vio primero a Cyrus y luego a mí. Era todo lo que necesitaba ver—. ¡Stevie! ¡Vaya!— alisándose el pelo e intentando recuperar la compostura, se puso en pie y, siempre cubierto con la sábana, se irguió tanto como pudo—. Taggert, yo hubiera jurado que los vínculos del honor masculino te habrían impedido prestarte a una estratagema como ésta. ¿Y qué habéis hecho con Lily?
— Está en el cuarto de baño— respondió la señorita Howard—. Y no pareció decepcionada al vernos. Debes de estar perdiendo facultades, John.
El señor Moore hizo una mueca de disgusto y volvió a mirar hacia el umbral.
— Debería haber comenzado contigo, Cyrus. Teniendo en cuenta que eres una persona honrada, debo suponer que vuestra presencia aquí obedece a una buena razón.
Cyrus asintió con la sonrisa ligeramente altanera que solía esbozar cuando hablaba con el señor Moore.
— La señorita Howard dice que sí— respondió—, y eso me basta. Debería preguntárselo a ella.
— ¿Y si no quisiera hablar con ella?— gruñó el señor Moore.
— En ese caso, señor, tardaría mucho en recibir una explicación…
Al no ver alternativa, el señor Moore se encogió de hombros y volvió a tenderse en la cama.
— Muy bien, Sara— dijo tras una pausa—. Cuéntame qué es tan importante para justificar que irrumpas de este modo en mi casa. Y por el amor de Dios, Stevie, dame un pitillo.
Mientras encendía un cigarrillo y se lo pasaba al señor Moore, la señorita Howard se colocó frente a él.
— Tengo un caso, John.
Moore dejó escapar un profundo y humeante suspiro.
— Estupendo. ¿Quieres que lo publique en primera página, o te basta con que lo haga en el interior del periódico?
— No, John— replicó la señorita Howard con seriedad—. Creo que esta vez es importante. Algo grande.
Su tono hizo que se desvaneciera gran parte del sarcasmo de la voz del señor Moore.
— Bien, ¿de qué se trata?
— Esta noche se ha presentado una mujer en mi despacho. La señora Isabel Linares. ¿Su nombre te dice algo?
Moore se restregó la frente.
— No. Así que ya tiene algo en común contigo. Venga, Sara, basta de adivinanzas. ¿Quién es?
— Su esposo— respondió la señorita Howard— es Narciso Linares. ¿Te suena ahora?
El señor Moore levantó la vista despacio, con una perplejidad que sin duda agradó a la señorita Howard.
— ¿No es el…? Bueno, tiene algún cargo en el consulado de España, ¿no?
— Exactamente, es el secretario personal del cónsul español.
— Muy bien. ¿Y qué hacía su esposa en tu despacho?
La señorita Howard comenzó a pasearse por la habitación.
— Tiene una hija de catorce meses. O la tenía. La niña fue secuestrada hace tres días.
Moore puso cara de escepticismo.
— Vamos, Sara. Hablamos del secretario personal del cónsul del imperio español en la ciudad de Nueva York. El mismo imperio español al que William Randolph Hearst, nuestro amigo del Departamento de Marina (se refería al señor Roosevelt), mis jefes, algunos de los empresarios más importantes y la mayor parte de la población de este país han estado insultando abiertamente y tratando de incitar a una guerra. ¿De verdad crees que si la hija de alguien así hubiera sido secuestrada en Nueva York, el susodicho imperio no habría aprovechado la ocasión para proclamar a los cuatro vientos la barbarie de los norteamericanos? Sabes perfectamente que se han declarado y evitado guerras por cosas mucho más insignificantes.
— Esa es la cuestión, John.— Mientras la señorita Howard proseguía, Cyrus y yo nos acercamos, tan interesados en lo que decía que no queríamos perdernos palabra—. Así es como uno piensa que reaccionarían los diplomáticos españoles, ¿verdad? Pero no es así. La señora Linares dice que el secuestro se produjo una tarde mientras ella paseaba con la niña por Central Park. El secuestrador la atacó por la espalda y la golpeó en la cabeza sin que ella lo viera. Pero cuando regresó a casa y se lo contó a su marido, éste reaccionó de forma extraña, insólita. Dijo que no debían contarle a nadie lo ocurrido, que debían esperar la nota pidiendo el rescate, y que si esa carta no llegaba, significaría que la niña había sido raptada por un loco y asesinada.
El señor Moore se encogió de hombros.
— Esas cosas pasan, Sara.
— ¡Pero ni siquiera fue a la policía! Pasó un día entero sin que recibieran la nota y entonces la señora Linares le dijo a su esposo que si él no se dirigía a las autoridades, lo haría ella.— La señorita Howard hizo una pausa y se retorció las manos con nerviosismo—. Él le pegó, John, brutalmente. Deberías verla. De hecho, la verás. Ella no sabía qué hacer. Su marido le dijo que si volvía a hablar de ir a la policía, la próxima paliza sería peor. Por fin, la señora Linares se confió a una amiga del consulado francés, una mujer a la que ayudé con un asuntillo matrimonial hace unos meses. La francesa le habló de mí. La señora Linares nos espera. Tienes que hablar con ella y…
— Un momento— la atajó el señor Moore, levantando el cigarrillo e intentando salvar su noche de placer—. Olvidas unas cuantas cosas. En primer lugar, esas personas pertenecen a la diplomacia. Se rigen por unas leyes diferentes. Ignoro cuáles son en un caso como éste, pero sé que son diferentes. En segundo lugar, si ese tal Linares no quiere tomar cartas en el asunto, ¿qué derecho tenemos nosotros para…?
El señor Moore se interrumpió al ver aparecer detrás de mí y de Cyrus a la mujer que unos minutos antes compartía la cama con él. Había recogido su ropa en el pasillo y estaba completamente vestida, lista para marcharse.
— Perdona, John— dijo en voz baja—. No sé quiénes son estas personas, pero veo que las trae un asunto importante, así que creo que debería irme. Conozco el camino.
Se volvió para largarse y al señor Moore se le puso una cara como si lo hubieran sentado en la silla eléctrica.
— ¡No!— gritó. Se envolvió rápidamente con la sábana y corrió hacia la puerta de la habitación—. ¡No, Lily! ¡Espera!
— Ve a buscarme al teatro mañana— respondió la mujer desde la puerta principal—. ¡Me encantaría terminar lo que hemos empezado!
Y se marchó. El señor Moore se acercó a la señorita Howard y la miró con una expresión que podría definir de feroz.
— Sara Howard, acabas de fastidiarme la que prometía ser una de las tres mejores noches de mi vida.
La señorita Howard se limitó a esbozar una media sonrisa.
— No te preguntaré cuáles fueron las otras dos. Lo lamento de veras, John, pero es una situación desesperada.
— Más te vale que sea cierto.