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Authors: Caleb Carr

Tags: #Intriga, Policíaco, Suspense

El ángel de la oscuridad (2 page)

BOOK: El ángel de la oscuridad
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— Es imposible, Stevie— murmura el señor Moore, descorazonado—. Sabes tan bien como yo que el caso Beecham fue el primer y mejor ejemplo de las teorías que Kreizler ha defendido durante todos estos años.

— Puede— admito—, pero también es probable que haya otros casos igual de buenos. Usted siempre ha reconocido que nadie tiene tan buena memoria como yo en nuestro grupo. Tal vez podría ayudarle a pensar en uno.

Me conduzco con astucia. Sé perfectamente cuál es el caso más misterioso y fascinante de todos los que se nos han presentado. Pero si lo propongo con demasiada rapidez o vehemencia…, bueno, para un hombre en el estado del señor Moore, sería como agitar el capote delante del toro. Saca una petaca y está a punto de echar un trago, pero de repente da un salto de un palmo cuando una camioneta Ford con remolque petardea como un cañón en la avenida. Los mayores reaccionan así en estos casos, pues no acaban de acostumbrarse a los tiempos modernos. En fin; después de soltar un gruñido y sentarse otra vez, el señor Moore se toma un minuto para considerar mi sugerencia. Un lento cabeceo indica que ha vuelto a llegar a la misma y desesperada conclusión: de todas nuestras experiencias juntos, no hay ninguna tan ejemplar, tan clara, como el caso Beecham. Respiro hondo, doy una calada al cigarrillo y finalmente se lo suelto en voz baja:

— ¿Y qué hay de Libby Hatch?

Mi amigo palidece ligeramente y pone cara de susto, como si la susodicha en persona pudiera aparecer en la tienda y darle su merecido si osara decir algo inoportuno. Su nombre produce el mismo efecto en cualquiera que alguna vez se haya cruzado en su camino.

— ¿Libby Hatch?— repite el señor Moore en un susurro—. No. No; imposible. Bueno, no podríamos…— Prosigue de esa guisa hasta que consigo meter baza y preguntar qué es exactamente lo que nos lo impide—. Bien— responde todavía con el tono de un niño asustado—, ¿cómo íbamos a…?, ¿cómo iba alguien a…?

Entonces la parte de su mente que no está empañada por el alcohol recuerda que la mujer lleva más de veinte años muerta. Yergue el pecho y se anima un poco.

— En primer lugar— dice (y levanta un dedo para indicar que seguirá una andanada de objeciones)—, pensé que te referías a una historia que no fuera tan macabra como la de Beecham. En el caso Hatch no sólo hubo secuestros, sino también asesinatos de niños, profanación de tumbas… Por el amor de Dios, fuimos nosotros mismos quienes profanamos las tumbas.

— Es verdad— digo—, pero…

Nada de peros; el señor Moore no permitirá que lo haga entrar en razón. Levanta otro dedo y continúa:

— En segundo lugar, las repercusiones morales— esa expresión le encanta— del caso Hatch son más desagradables si cabe que las del caso Beecham.

— Así es— digo— y precisamente por eso…

— Y por último— dice en voz más alta—, incluso si la historia no fuera tan horripilante y desagradable, tú, Stevie Taggert, no serías la persona más apropiada para contarla.

Esa objeción me deja pasmado. En ningún momento se me ha cruzado por la cabeza la idea de contar la historia, pero tampoco me gusta que me diga que soy incapaz de hacerlo. Como si insinuara algo.

Con la esperanza de haberle entendido mal, le pregunto sin rodeos qué me impediría relatar la terrible historia de Libby Hatch en el supuesto caso de que deseara hacerlo. Para mi desconsuelo, el señor Moore responde que carezco de la cultura y la formación necesarias para ello.

— ¿Qué te crees?— dice sin molestarse en disimular su orgullo herido—. ¿Que escribir un libro es lo mismo que extender una factura? ¿Que el oficio de escritor es equiparable al de vender tabaco?

En este punto el borrachín que me acompaña deja de hacerme gracia, pero estoy dispuesto a darle una última oportunidad.

— ¿Acaso olvida que el propio doctor Kreizler se ocupó de mi educación cuando me fui a vivir con él?— pregunto en voz baja.

— Unos pocos años de instrucción informal— dice con aire desdeñoso el señor Página Editorial— no pueden compararse con una educación en Harvard.

— Bien, ha puesto el dedo en la llaga— contraataco—, pero he aquí que sus estudios en Harvard no le han servido para dar a conocer su manuscrito al mundo.

Ante eso entorna los ojos.

— Naturalmente— digo para echar más sal a la herida—, nunca he sido aficionado al alcohol, lo que parece ser un requisito imprescindible en los caballeros de su profesión. Pero a pesar de todo, creo que no haría tan mal papel frente a los escritorzuelos como usted.

Pongo un poco de énfasis en la palabra «escritorzuelo», un insulto ante el que mi acompañante se muestra especialmente sensible. Pero no me paso. Es un comentario destinado a chinchar, más que a ofender, y lo consigue: el señor Moore guarda silencio durante algunos segundos, y cuando vuelve a abrir la boca, sé que va a decir algo que iguale o supere mi golpe. Como dos perros en un foso de mi viejo barrio, ya hemos ladrado, dentellado y amagado lo suficiente; es hora de lanzarse a arrancar una oreja.

— La cobardía y la estupidez de los editores neoyorquinos y de los lectores de este país no tienen nada que ver con mi presunta falta de capacidad para narrar la historia— declara el señor Moore con firmeza—. Y si llega el día en que yo pueda aprender algo de ti sobre el arte de escribir, ya sea la obra de Kreizler o cualquier otra cosa que no tenga relación con el tabaco, Taggert, estaré dispuesto a ponerme un delantal y trabajar detrás del mostrador de tu tienda durante una semana entera.

En este punto hay algo que deben saber: el señor Moore y yo somos aficionados a las apuestas. Yo eché mi primera partida de faraón a los ocho años con otros chicos de mi barrio, y el señor Moore nunca deja pasar una buena oportunidad para apostar. De hecho, nuestra amistad se ha cimentado sobre las apuestas: él me ha enseñado todo lo que sé sobre caballos, y no tengo inconveniente en admitirlo a pesar de sus aires de superioridad. Así que cuando plantea el último desafío, no me río, no lo rechazo, me limito a mirarlo a los ojos y digo:

— Trato hecho.

Entonces nos escupimos en las manos, tal como le enseñé yo, y nos las estrechamos, tal como me enseñó él. Y los dos sabemos que nuestro encuentro ha llegado a su fin. Se pone en pie, da una última calada al cigarro y dice:

— Buenas noches, Stevie.— Casi con amabilidad, como si nuestra conversación previa no se hubiera producido.

Todo se ha desplazado a otro nivel: ya no se trata de lo que él calificaría de ejercicio intelectual, sino de una apuesta, y continuar hablando sería una profanación. Desde este momento participamos en un juego, en una carrera hacia la meta en la que uno acabará como ganador y el otro como perdedor, y seguramente no lo veré a menudo o en absoluto hasta que sepamos quién ocupará cada puesto.

Esa es la razón de que esta noche (y me figuro que muchas noches venideras) me quede a solas con mis recuerdos del caso Hatch, de la gente que nos echó una mano y de la que nos puso obstáculos, de los amigos (y más que amigos) que perdimos en esa investigación, de los extraños lugares a los que nos guió y de la propia Libby Hatch. Y ahora que el señor Moore se ha ido y me ha dado ocasión de pensar sobre el particular, no me importa reconocer que la mayoría de sus comentarios eran acertados: en muchos aspectos, la historia de Libby Hatch fue más aterradora y desagradable que cualquier episodio de los que vivimos durante la persecución del carnicero John Beecham. De hecho, en circunstancias normales, la carne de gallina y los estremecimientos del espíritu que ahora se multiplican junto con mis recuerdos podrían tentarme a darme por vencido.

Pero entonces sufro un acceso de tos inesperada, seca, desgarradora, y cubro el papel que tengo delante con manchas de sangre y Dios sabe qué más. Y curiosamente descubro que es la tos la que me impulsa a seguir escribiendo a pesar de mi desasosiego. El doctor Kreizler me advirtió de lo que puede significar esta tos e ignoro cuántos años o meses me quedan en este mundo. Así que dejemos que Libby Hatch me persiga por intentar contar su historia. Dejemos que su extraño y patético fantasma me robe el aliento por atreverme a revelar estos hechos. Lo más probable es que me hiciera un favor, porque junto con la tos acabarían también los recuerdos…

Mas ni el destino ni Libby serán tan misericordiosos. El único sitio por donde deambulará su memoria serán estas páginas que tengo delante y que no están destinadas a publicarse, sino a ganar una apuesta. Las dejaré atrás para quienquiera que las encuentre después de que me haya ido y desee echarles un vistazo. Es probable que la historia le horrorice, querido lector, que se le antoje demasiado antinatural para ser verdad. Esa es una palabra que surgió una y otra vez durante los días del caso: «antinatural». Pero mi memoria no está tan deteriorada como mis pulmones y pueden creerme: si algo nos enseña la historia de Libby Hatch, es que el dominio de la Naturaleza comprende todas las formas de lo que la sociedad denomina conducta antinatural y que, como siempre ha dicho el doctor Kreizler, no hay nada verdaderamente natural ni antinatural bajo el sol.

2

Todo empezó con un chirrido: el rasponazo de una bota contra la fachada de piedra y ladrillo de la casa del doctor Kreizler, situada en el 283 de la calle Diecisiete Este. El ruido, familiar para cualquiera que haya tenido una infancia como la mía, se coló por la ventana de mi habitación en plena noche del domingo 20 de junio de 1897, hace casi exactamente veintidós años. Yo estaba tendido en mi pequeña cama, esforzándome en vano por concentrarme en mis estudios. También aquella noche estaba impregnada de la brisa y los aromas de la primavera; demasiado bañada de luz de luna para que uno pudiera pensar con seriedad (o siquiera dormir). Como sucedía y aún sucede a menudo en Nueva York, los primeros días de la primavera habían sido húmedos y fríos, anunciando que sólo tendríamos un par de semanas de tiempo tolerable antes de que el calor hiciera su aparición. Ese domingo en particular había llovido, pero la noche comenzaba a despejarse y prometía el despuntar de un día precioso y fragante. De modo que si alguien dijera que oí el sonido al otro lado de la ventana porque esperaba una excusa para salir, yo no lo negaría; pero también es cierto que siempre he prestado atención a los ruidos nocturnos, me encontrara donde me encontrara.

Mi habitación en la casa del doctor estaba arriba de todo, en el cuarto piso, dos plantas y medio mundo por encima de la lujosa sala y el comedor de la primera planta y más de tres metros y medio en vertical por encima del imponente aunque austero dormitorio del doctor y su atestado estudio del segundo piso. En la sencillez del abuhardillado último piso (lo que casi todo el mundo definiría como «las dependencias del servicio»), Cyrus Montrose— que compartía conmigo las tareas de chófer y otras labores domésticas— ocupaba la habitación grande del fondo, a cuyo lado había otra más pequeña dedicada a guardar trastos. Mi cuarto daba al frente y no era tan grande como el trasero; claro que yo tampoco era tan grande como Cyrus, que medía casi un metro noventa. Además, la estancia era lo bastante lujosa para un chaval de trece años que, desde su nacimiento y en riguroso orden, había compartido un apartamento alquilado de una sola habitación en Five Points con su madre y su séquito de acompañantes masculinos; dormido en cualquier callejón o trozo de acera que prometiera unas horas de paz (tras dejar por primera vez a la mencionada madre y a su cohorte de hombres a la edad de tres años y, definitivamente, a los ocho), y por fin había luchado por un hueco en la celda que los gamberros llamaban sarcásticamente «las barracas» en el hospicio para niños de Randalls Island.

Y ahora que menciono ese sitio miserable, me gustaría dejar una cosa clara desde el principio, puesto que podría arrojar luz sobre otras a medida que avancemos. Algunos habrán leído que durante mi confinamiento en la isla estuve a punto de matar a un guardia que intentó violarme, y no creo pecar de cruel si digo que en cierto sentido me habría gustado matarlo, porque estoy seguro de que ya había hecho lo mismo a otros chicos y de que continuó haciéndolo después de que barrieran mi caso debajo de la alfombra y restituyeran al guardia a su puesto. Puede que eso me haga pasar por rencoroso; no lo sé, no me gusta pensar que soy un hombre rencoroso. Sin embargo, he notado que lo que me enfurecía en mi infancia aún me produce resentimiento tantos años después. De modo que si da la impresión de que algunas de las cosas que narraré en estas páginas no reflejan la templanza propia de la madurez, es sólo porque nunca me ha parecido que la vida y los recuerdos respondan al paso del tiempo igual que lo hace el tabaco.

Sólo había otra habitación en la planta superior de la residencia del doctor Kreizler, aunque hacía tiempo que dicha estancia había dejado de existir para todas las cuestiones prácticas de la casa. Separada del cuarto de Cyrus y del mío por un corto pasillo, estaba destinada a la criada, pero durante el último año no la había ocupado ningún alma viviente. Y digo «ningún alma viviente» porque, de hecho, seguía habitada por las escasas y tristes posesiones y el aún más triste recuerdo de Mary Palmer, cuya muerte durante el caso Beecham rompió el corazón del doctor. Desde entonces nos habían servido varias cocineras y criadas que llegaban antes del desayuno y se marchaban después de la cena, algunas competentes, otras francamente inútiles; pero ni Cyrus ni yo nos quejábamos nunca pues teníamos tan poco interés como el doctor en que se tomara a alguien fijo. Verán, los dos queríamos a Mary aunque, naturalmente, sentíamos por ella un amor diferente del que le había profesado el doctor…

Bien; a eso de las once de la noche de aquel 20 de junio yo me encontraba en mi habitación tratando de leer algunas de las lecciones que el doctor me había asignado para la semana— ejercicios de álgebra y textos de historia— cuando oí que se cerraba la puerta principal. Mi cuerpo se tensó como lo hacía y lo hace siempre que oigo el sonido de una puerta por la noche. Al aguzar el oído, distinguí unas pisadas fuertes y pesadas en la alfombra persa azul y verde de la escalera. Me tranquilicé. Los pasos de Cyrus eran tan característicos como la respiración profunda y el suave tarareo que siempre los acompañaban. Volví a tumbarme en la cama y sostuve el libro ante mis ojos, con la certeza de que mi amigo no tardaría en asomar su gran cabeza negra para ver qué hacía.

— ¿Todo en orden, Stevie?— preguntó cuando llegó a mi habitación, con su voz grave y monocorde, a un tiempo potente y suave.

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