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Authors: Caleb Carr

Tags: #Intriga, Policíaco, Suspense

El ángel de la oscuridad (3 page)

BOOK: El ángel de la oscuridad
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Asentí con un gesto y lo miré.

— Supongo que estará en el instituto.

Cyrus hizo otro gesto afirmativo.

— Es su última noche en una temporada. Querrá aprovechar el tiempo que le queda…— hizo una pausa cargada de preocupación y bostezó—. No te quedes despierto hasta muy tarde, porque el doctor quiere que lo recojas por la mañana. He guardado el birlocho. Tendrás que llevar la calesa para dar un descanso a uno de los caballos.

— De acuerdo.

Oí el retumbar de las pisadas que se dirigían al fondo del pasillo y el sonido de la puerta de Cyrus al cerrarse. Dejé el libro y miré con expresión ausente, primero, el papel pintado a rayas azules y blancas, luego, el pequeño ventanuco situado a los pies de mi cama por el que divisaba las ondulantes y frondosas copas de los árboles de Stuyvesant Park, al otro lado de la calle.

Entonces, igual que ahora, no entendía por qué la vida agobia con problemas a quienes no lo merecen mientras permite que los mayores necios y truhanes del mundo vivan una existencia larga y despreocupada. En ese momento veía al doctor con tanta claridad como si hubiera estado a su lado en el instituto (me refiero al Instituto Kreizler para Niños de East Broadway): sin duda hacía rato que había comprobado que todos estuvieran sanos y salvos en la cama, había dado instrucciones de última hora al personal sobre nuevos ingresos o casos problemáticos y estaría trabajando en su consulta, ante el gran escritorio cubierto por una montaña de papeles, en parte por necesidad y en parte para evitar pensar que muy pronto todo podía llegar a su fin. Permanecería allí, bajo el resplandor de una lámpara Tiffany verde y dorada, acariciándose el bigote y la perilla y frotándose de vez en cuando el atrofiado brazo izquierdo, que por las noches solía molestarle particularmente. A buen seguro pasarían varias horas antes de que el cansancio se reflejara en sus penetrantes ojos negros, y si acaso dormía un rato, apoyaría la larga cabellera negra sobre los papeles que tenía delante y se sumiría en un sueño entrecortado.

Verán, había sido un año lleno de tragedias y problemas para el doctor, comenzando, como ya he dicho, con la muerte de la única mujer que había amado de verdad y siguiendo con el reciente e inexplicable suicidio de uno de sus jóvenes pupilos del instituto. Después de este último incidente, se había celebrado una vista para discutir los asuntos del instituto y el proceso había acabado con un mandamiento judicial que prohibía al doctor la entrada al centro que él mismo había fundado durante sesenta días, mientras la policía investigaba el caso. Esos sesenta días comenzarían a la mañana siguiente. Sin embargo, ya hablaré de ese tema más adelante.

Mientras estaba allí acostado, pensando en los problemas del doctor, oí el inesperado y suave chirrido procedente del otro lado de la ventana. Como ya he dicho, identifiqué el ruido de inmediato, pues mis propios pies lo habían producido demasiadas veces. Mi corazón comenzó a latir a toda prisa, con algo de nerviosismo pero sobre todo a causa de la excitación, y por un instante pensé en llamar a Cyrus. Sin embargo, una rápida sucesión de resbalones reveló que quien trepaba era un aficionado y me convencí de que no recibiría la visita de nadie con quien no pudiera vérmelas yo sólito. Así que dejé el libro, me encaramé a la ventana y asomé la cabeza.

A veces todavía sonrío cuando pienso en aquellos días— y más aún en las noches— y recuerdo cuánto tiempo pasamos trepando a los techos y las ventanas de casas ajenas mientras la ciudad dormía plácidamente. No era una actividad nueva o sorprendente para mí, desde luego, pues en cuanto aprendí a andar mi madre me enseñó a entrar en viviendas ajenas para robar cualquier objeto de valor. Sin embargo, me hacía gracia ver a los jóvenes y respetables amigos del doctor, todos miembros de la alta sociedad, colándose por las ventanas como vulgares ladrones. Pero nunca nada me hizo sonreír tanto como lo que vi aquella noche.

Era la señorita Sara Howard, rompiendo todas las reglas de la biblia del perfecto ladrón, si es que tal cosa existe, mientras soltaba tacos como un marinero. Llevaba la indumentaria de costumbre— un sencillo vestido negro, sin las incómodas enaguas de moda—, pero a pesar de la simplicidad de su atuendo se las veía moradas para sujetarse de los canalones y las cornisas de la casa y estaba a un tris de caer en el jardín delantero y romperse hasta el último de sus huesos. Era evidente que se había recogido el pelo en un prieto moño, pero éste se estaba descomponiendo, como el resto de su persona, y su cara, bonita aunque vulgar, era un vivo retrato de acalorada frustración.

— Tiene suerte de que yo no sea un poli, señorita Howard— dije asomándome por la ventana. Al oír mi comentario, alzó la vista y sus ojos verdes destellaron con un resplandor que habría despertado la envidia de una esmeralda—. O antes del amanecer ya estaría encerrada en Octagon Tower.

Octagon Tower era el siniestro edificio con cúpula de Blackwells Island, en el río East, que junto con los dos bloques adyacentes hacía las veces de prisión de mujeres y manicomio.

La señorita Howard arrugó la frente y se señaló los pies con un ligero movimiento de la barbilla.

— Son estas malditas botas— protestó.

Seguí su mirada y comprendí cuál era el problema: en lugar de ponerse unos zapatos ligeros o zapatillas, que le habrían permitido meter los dedos de los pies entre las piedras, novata como era había escogido un par de pesadas botas de alpinista con las suelas claveteadas. No eran muy distintas de las que había usado el asesino John Beecham para trepar por las paredes y supuse que procuraba imitarlo.

— Esas botas se usan con sogas y ganchos— expliqué mientras me sujetaba del marco de la ventana con la mano derecha y le tendía la izquierda—. Recuerde que Beecham subía por paredes de ladrillo. Además— añadí con una sonrisa mientras la ayudaba a trepar al alféizar—, él sabía lo que hacía.

La mujer se sentó en el alféizar, recuperó el aliento y me miró por el rabillo del ojo.

— Ése es un golpe bajo, Stevie— dijo. Pero luego la irritación de su cara dejó paso a la picardía, cosa harto frecuente en ella, que cambiaba de expresión y de humor a la velocidad de un gato escaldado. Me devolvió la sonrisa—. ¿Tienes cigarrillos?

— Como un perro tiene pulgas— respondí.

Me estiré hacia el interior de la habitación, alcancé un paquete y se lo ofrecí. A continuación saqué uno para mí y raspé una cerilla contra el alféizar.

— Parece que la vida se le hace aburrida en Broadway— comenté al tiempo que encendía los dos cigarrillos.

— Al contrario— dijo soplando el humo hacia el parque mientras sacaba un par de zapatos más convencionales de un macuto que le colgaba de los hombros—. Creo que por fin me ha tocado un caso que no tiene nada que ver con maridos infieles o con un niño de papá que ha salido rana.

Aquí se impone una aclaración: después del caso Beecham, todos los miembros de nuestro pequeño equipo de investigación reanudamos nuestras actividades habituales con la única excepción de la señorita Howard. El señor Moore había recuperado su antiguo trabajo como reportero de sucesos en el
Times,
aunque seguía llevándose como perro y gato con los jefes de redacción. Lucius y Marcus Isaacson habían regresado al Departamento de Policía, donde tras ser ascendidos por el comisario Roosevelt habían vuelto a ser degradados a sargentos detectives cuando éste marchó a Washington para convertirse en secretario adjunto de Marina y el Departamento de Policía de Nueva York retomó su antiguo curso. El doctor Kreizler había regresado al instituto y a su trabajo como asesor en casos criminales, y Cyrus y yo volvimos a ocuparnos de la casa del doctor.

Pero la señorita Howard no soportaba la idea de volver a su empleo de secretaria, aunque fuera en las dependencias policiales. De modo que había realquilado nuestro antiguo cuartel general en el 808 de Broadway para abrir su propio despacho como investigadora privada. Su clientela se componía exclusivamente de mujeres, que en aquel entonces tenían dificultades para obtener esa clase de servicios (claro que ahora no les resulta mucho más sencillo). El problema era que, como ella misma acababa de decir, casi todas las mujeres que podían permitirse el lujo de contratarla eran señoronas de los barrios altos que querían saber si sus maridos las engañaban (lo que en general era así) o qué hacían en su tiempo de ocio los descarriados herederos de la fortuna familiar. Después de un año en la profesión, la señorita Howard no había trabajado en un solo caso jugoso de asesinato, ni siquiera en un estimulante y sórdido asunto de chantaje, y creo que el oficio de detective comenzaba a decepcionarla. Esa noche, sin embargo, su semblante corroboraba la declaración de que quizás estuviera ante algo verdaderamente estimulante.

— Bueno— dije—, si es tan importante, podría haber llamado a la puerta. Se habría ahorrado tiempo y el riesgo de romperse la crisma.

Si cualquier hombre adulto le hubiera hecho un comentario como aquél a Sara Howard, ella habría sacado la Derringer que siempre llevaba oculta en algún sitio de su persona y se la habría plantado peligrosamente cerca de la nariz, pero, tal vez debido a que yo era mucho más joven, conmigo se comportaba de una forma diferente y podíamos hablar de igual a igual.

— Lo sé— respondió riéndose de sí misma mientras se quitaba las botas de alpinista, las metía dentro del bolso y se calzaba unos zapatos más apropiados—. Pero pensé que me vendría bien practicar un poco. Creo que si una quiere atrapar delincuentes, tiene que aprender a comportarse como ellos.

— Desde luego.

La señorita Howard terminó de atarse los cordones, aplastó la colilla y esparció el tabaco al viento. Luego hizo una bolita con el papel y la arrojó al suelo.

— Bien… El doctor Kreizler no está en casa, ¿no, Stevie?

— No— respondí—. Está en el instituto. Tiene que largarse de allí mañana.

— Sí; ya lo sé.— La señorita Howard inclinó la cabeza con expresión de sincera compasión y tristeza—. Debe de estar destrozado— añadió en voz baja.

— Más aún. Está casi tan mal como cuando…, bueno, ya sabe.

— Sí…— Los ojos verdes se posaron en el jardín con una expresión ausente, pero enseguida se sacudió con energía—. En fin, si el doctor no está, Cyrus y tú podréis echarme una mano. Si queréis, claro.

— ¿Adonde vamos?

— Al apartamento del señor Moore— dijo mientras se arreglaba el moño—. No contesta al timbre ni al teléfono.

— Entonces puede que no esté en casa. Conozco al señor Moore. Debería probar en los garitos del Tenderloin. Sólo hace seis meses que murió su abuela. Es imposible que ya se haya pulido toda la herencia.

La señorita Howard negó con la cabeza.

— El portero de su edificio dice que John regresó hace cosa de una hora con una jovencita. Y todavía no han vuelto a salir.— Esbozó una sonrisita picara—. Está en casa, no cabe duda, pero no quiere que lo interrumpan. Sin embargo, tú conseguirás que entremos.

Por un fugaz instante pensé en el doctor, en lo mucho que se empeñaba en rehabilitarme de mis eternos deslices en la clase de conducta que me sugería la señorita Howard; pero como ya he dicho, fue sólo un instante.

— Cyrus acaba de llegar— dije devolviéndole la sonrisa—. No le importará acompañarnos. Últimamente esta casa parece un depósito de cadáveres. Nos vendría bien un poco de diversión.

Su sonrisa se ensanchó.

— ¡Estupendo! Sabía que tenía al hombre perfecto para este trabajo, Stevie.

— Sí— dije mientras entraba en mi habitación—. Lo que no tenía eran los zapatos perfectos.

La señorita Howard rió otra vez y me lanzó un manotazo mientras íbamos en busca de Cyrus.

No me equivoqué al pensar que tras un año de mala racha en la casa de la Diecisiete Este, Cyrus estaría dispuesto a hacer cualquier cosa para romper la rutina. Unos segundos después vestía otra vez el traje de
tweed,
la camisa almidonada y la corbata, y de camino a la puerta principal se puso su bombín favorito. Ambos escuchamos las explicaciones de la señorita Howard, que tenía prisa por llevar al señor Moore al 808 de Broadway, donde una afligida señora aguardaba su regreso. Según la señorita Howard, el asunto «además de ser un delito, podía tener repercusiones internacionales». No nos dio más datos por el momento, pero ni Cyrus ni yo los necesitábamos; lo único que queríamos era un poco de acción y sabíamos por experiencia que con una mujer como aquélla la conseguiríamos. Las explicaciones podían esperar. Cruzamos el vestíbulo y salimos al jardín vallado con verjas de hierro. Cyrus— siempre prudente— se detuvo el tiempo necesario para asegurarse de que la puerta estaba bien cerrada. Luego echamos a andar por el camino que conducía a la cancela, tomamos la calle Diecisiete en dirección oeste y finalmente giramos al norte en la Tercera Avenida.

No tenía sentido sacar el birlocho y los caballos de la pequeña cochera contigua ni tomar un cabriolé, pues estábamos a sólo cuatro manzanas de distancia del 34 de Gramercy Park, donde el señor Moore se había mudado a principios de ese año, tras la muerte de su abuela. Mientras nos desplazábamos de un círculo de luz a otro bajo las farolas que flanqueaban la Tercera Avenida, pasando junto a los sencillos edificios de tres y cuatro plantas y bajo los toldos anchos como la acera de alguna que otra tienda de comestibles o verdulería, la señorita Howard enlazó el brazo derecho de Cyrus y mi brazo izquierdo y comenzó a hacer observaciones sobre los vestigios de actividad nocturna que veíamos por el camino, con la clara intención de controlar su emoción hablando de trivialidades. Cyrus y yo respondimos lacónicamente, y antes de que nos diéramos cuenta, torcimos por la calle Veinte y llegamos a la mole marrón del número 34 de Gramercy Park, donde la tribuna cuadrangular y las ventanas arqueadas de algunos apartamentos todavía resplandecían con luz de gas y eléctrica. Era uno de los edificios de apartamentos más antiguos de la ciudad y también uno de los primeros de su clase que llamaban «cooperativa», lo que significaba que todos los que allí residían compartían la propiedad. Tras la súbita muerte de su abuela, el señor Moore había considerado la posibilidad de mudarse a uno de los elegantes edificios de la zona residencial, como el Dakota, pero creo que finalmente no se atrevió a alejarse del barrio de su juventud. Después de perder al segundo de los dos únicos miembros de su familia con quienes había mantenido una relación estrecha (el otro, su hermano, había caído de un bote varios años antes, después de atiborrarse de morfina y beber hasta perder el sentido), el señor Moore había hecho todo lo posible para quedarse con la casa de Washington Square de su abuela, pero el testamento estipulaba que la propiedad debía venderse y el dinero resultante repartirse entre los herederos, que estaban todos peleados entre sí. Moore ya tenía bastante con esta soledad repentina y absoluta para encima aventurarse a un barrio desconocido, de modo que finalmente regresó a Gramercy Park; el lugar donde había crecido y aprendido las primeras lecciones sobre el lado más oscuro de la vida, puesto que ya en la adolescencia solía frecuentar los barrios bajos de la zona este.

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