— Aunque el tribunal considera oportunas las alusiones de la defensa al sexo y el estado de la acusada— dijo con lentitud—, también debe señalar que a ésta se la acusa de un crimen particularmente violento y brutal. Lamento las molestias que esto pueda causar y daré instrucciones al sheriff Dunning para que se asegure de que la estancia de la señora Hunter en este edificio sea, si no placentera, al menos soportable, pero la fianza queda denegada.
Esto suscitó nuevos comentarios entre el público y el juez volvió a usar su mazo.
— ¡Ruego a los presentes que recuerden mis advertencias! ¡Y les aseguro que iban en seno!— Restablecida la tranquilidad, el juez Brown miró hacia las dos mesas que tenía debajo—. La sesión se reanudará el martes a las nueve de la mañana, cuando se procederá a la selección del jurado. Pero antes de retirarnos, quiero recordar a las dos partes litigantes que el tribunal es consciente de la conmoción popular provocada por este caso y en consecuencia les ruega que se abstengan de inflamar aún más los ánimos de la población con flagrantes apelaciones a sus emociones. Hacerlo no servirá de nada a ninguna de las dos partes y podría ser contraproducente para sus fines. ¡Se suspende la sesión!
Después de otro mazazo, todos nos pusimos en pie y el juez Brown desapareció por la puerta del fondo. La sala cobró vida con el parloteo de la gente, que aumentó de volumen después de que el sheriff Dunning y el alguacil Coffey sacaran a Libby Hatch por la puerta lateral que conducía a las celdas del sótano. Darrow le susurró algunas palabras de aliento antes de que se marchara y Libby hizo cuanto pudo para mostrarse humilde y agradecida, pero sus ojos reflejaron una vez más la expresión coqueta y seductora con que miraba a todos los hombres que acababa de conocer. Cuando se hubo marchado, Darrow comenzó a hablar con Maxon, pero Picton fue directamente hacia su mesa y los interrumpió declarando a voz en cuello:
— ¡Vaya, Maxon! Así que le han enviado ayuda. No sé cómo me sentiría yo en su lugar, pero supongo que ha de ser imposible resistirse cuando la ayuda procede de un hombre versado en tantos campos del derecho como el señor Darrow.— Tendió la mano—. Señor Darrow, mi nombre es Picton.
— Lo sé— respondió Darrow. Estrechó la mano de Picton con manifiesta falta de entusiasmo y lo miró con condescendencia—. Yo también he oído hablar de usted, señor Picton, aunque debo decir que empleé medios más directos para informarme— añadió mirando de soslayo a Marcus.
— Verá, los grandes hombres hacen lo que quieren y los pequeños lo que deben— respondió Picton con tono cordial—. ¿Dónde lo aloja Vanderbilt, Darrow? Espero que en un sitio confortable, aunque Ballston Spa no ofrece grandes lujos. Sin embargo, quizá me permita invitarlo a comer alguna vez a mi casa.
Al oírle mencionar a Vanderbilt, la condescendencia de Darrow se convirtió en evidente disgusto.
— Debo reconocer que no se le ha escapado ningún detalle de esta situación. ¿O es que todo Ballston Spa está al tanto de los pasos que ha dado la señora Hunter para garantizarse una buena defensa?
— Oh, no, claro que no— respondió Picton con una risita—. Y yo en su lugar no los revelaría. Le aseguro que la actitud del juez Brown hacia los ciudadanos de la gran metrópoli es típica de los residentes de este condado. Pero no se preocupe, yo tampoco diré nada. Eso sería jugar sucio, ¿no?
Era evidente que Picton se había propuesto irritar a Darrow y que lo estaba consiguiendo.
— Yo no usaría el término «jugar» en relación con un caso tan trágico como éste— repuso Darrow—. Y me temo que tendré que declinar su invitación, ya que me alojaré en el hotel Grand Union de Saratoga. Desde allí prepararemos la defensa.
Picton frunció el entrecejo.
— Hummm— dijo—. Tampoco le conviene revelar esa información. Los vecinos de Ballston Spa tienen el mismo concepto de Saratoga que de Nueva York. Creen que es un gran centro de diversión para forasteros ricos y sus esbirros.
Darrow acusó el golpe abriendo desmesuradamente los ojos, pero Picton prosiguió con naturalidad.
— Espero que no le importe que le dé tantos consejos, pero deseo sinceramente que juguemos con las mismas ventajas. Bien, adiós y buena suerte, Maxon. Y usted, señor Darrow, si cambia de opinión con respecto a esa comida, me avisará, ¿verdad?
Darrow masculló algo entre dientes y siguió a Maxon hacia la puerta de la barra. Al pasar junto a nuestros asientos, nos dirigió una mirada fría, pero luego reconoció al doctor y se acercó con expresión más amistosa.
— Usted es el doctor Kreizler, ¿verdad?— preguntó con su voz grave cargada de cordialidad. El doctor estrechó la mano que le ofrecía—. Permítame que le diga que soy un gran admirador de su obra, doctor.
— Se lo permito— respondió el doctor mientras escrutaba al abogado con una sonrisa afable—. Gracias, señor Darrow.
— Dígame— prosiguió Darrow—, ¿es cierto que trabaja como asesor del fiscal en este caso?
— ¿Eso le sorprende?— preguntó el doctor.
— Reconozco que sí— respondió el abogado—. Jamás habría imaginado que un hombre como usted se prestaría a ayudar al estado a castigar a la primera persona que se cruce en su camino con el único fin de cerrar un caso misterioso.
— ¿Cree que ésa es mi intención, señor Darrow?
El abogado se encogió de hombros y respondió:
— No se me ocurre ninguna otra, aunque esa conducta no me parece digna de usted. Pero quizá yo me haya formado una falsa impresión. O puede que usted tenga sus razones para trabajar con el estado de Nueva York.
Al ver que el doctor reaccionaba con un gesto de asombro a esta mal disimulada referencia a la investigación del Instituto Kreizler, Darrow sonrió.
— Sea como fuere— continuó—, espero que tengamos ocasión de cambiar algunas palabras. Quiero decir, fuera de la sala. He sido muy sincero al decir que admiro su trabajo. Al menos el trabajo que hace habitualmente. Buenos días.
El doctor saludó con una inclinación de cabeza., sin borrar la sonrisa de su cara.
— Buenos días— respondió.
Darrow siguió a Maxon hacia las puertas de caoba, donde fueron asaltados de inmediato por Grose y otros periodistas llegados de Saratoga.
-— Un hombre listo— dijo el doctor mientras Darrow departía con los periodistas con una actitud que demostraba su familiaridad con el proceso.
— Oh, sí— repuso Picton caminando a nuestro encuentro—. Un pedante listo y mojigato, disfrazado con las ropas del populacho.— Cerró su maletín y rió con ganas—. La clase de individuo más fácil de irritar.
— Desde luego has hecho todo lo posible, Rupert— dijo el señor Moore con un cabeceo—. ¿Tienes intención de pasarte todo el juicio chinchándolo?
— Estoy seguro de que el doctor convendrá conmigo en que cuando un hombre está irritado es más proclive a cometer errores de juicio que si no lo está— respondió Picton y se metió la pipa en la boca.
— Sí, supuse que ése era su propósito, señor Picton— dijo el doctor—. Y su habilidad para conseguirlo es admirable.
— Oh, no es nada— repuso Picton sujetando el maletín bajo el brazo—. Como le he dicho, los abogados que se ven a sí mismos como salvadores, creen que no tienen nada que aprender del mismísimo Jesucristo. Disgustarlos es pan comido. ¡Estupendo! La primera sesión ha ido de maravilla, pero si no le importa, doctor, me gustaría que nos reuniéramos para discutir los próximos pasos a seguir.— Picton sacó su reloj y consultó la hora—. Si quiere podemos charlar en mi despacho.
— Por supuesto— respondió el doctor y encabezó la marcha hacia el pasillo, donde el pequeño grupo de periodistas continuaba entrevistando a Darrow y a Maxon. También trataron de detener a Picton con preguntas predecibles: si la acusación de Libby Hatch no era un acto desesperado por parte del ministerio fiscal, qué motivos podría tener una madre para matar a sus hijos, si una mujer así no debía de estar loca y cosas por el estilo. Picton, que estaba preparado para un interrogatorio así, se escabulló con habilidad y los remitió a Darrow que, según aseguró, tendría cosas mucho más interesantes que decir que un vulgar ayudante del fiscal.
Una vez en su despacho, Picton nos dijo que su principal preocupación en ese momento era decidir cuáles serían las personas más idóneas para formar parte del jurado, por lo que deseaba preparar un interrogatorio que distinguiera a dichas personas del resto de los aspirantes. Pidió la opinión del doctor y éste no vaciló en responder que los mejores candidatos serían hombres pobres, a ser posible granjeros; hombres con una vida dura, acostumbrados a las circunstancias difíciles. Estos individuos sabrían que era fácil que los conflictos personales y las preocupaciones económicas condujeran a la violencia, incluso en el seno de una familia en apariencia feliz y bien avenida. Habrían oído hablar de mujeres que agredían a sus propios hijos en momentos de desaliento o frustración, y no compartirían las ideas de los ricos sobre la pureza de las motivaciones y las acciones femeninas. Picton dijo que se alegraba de oír aquello, pues coincidía con su punto de vista; pero debía encontrar la forma de identificar a tales personas sin delatar su propósito ante Darrow.
La principal preocupación del doctor seguía siendo la de preparar a Clara Hatch para lo que le esperaba: después de ver a Darrow en acción, sospechaba que éste sería lo bastante listo para enredarla y hacerla pasar, no por una mentirosa, sino por una niña confundida que no recordaba bien lo que le había ocurrido y se limitaba a seguir las instrucciones del ministerio fiscal. Con toda probabilidad Darrow se dirigiría a ella con suma amabilidad y deferencia, razón por la cual Clara podría sentirse tentada a seguirle el juego. En consecuencia, debía enseñarle que incluso una persona en apariencia agradable y respetuosa era capaz de tenderle una trampa, un hecho que sin duda la niña conocía por experiencia, pero que quizá no tuviera claro en lo que el doctor llamaba la «mente consciente».
Durante el fin de semana y el lunes el doctor trabajaría doble jornada, pues prepararía a Clara durante el día y por la noche entrevistaría a Libby Hatch para evaluar su estado mental. Dado que yo había sido sometido a esta clase de reconocimiento y había visto cómo el doctor lo practicaba a otras personas, tenía una idea de lo que ocurriría en la celda de Libby: no habría un interrogatorio directo sobre los homicidios, sino una serie de preguntas sobre la infancia de la mujer, su familia y su vida privada. Aunque la ley obligaba a Libby a cooperar con el doctor, no podía impedir que manipulara las respuestas para confundirlo. Pero yo había visto a criminales mucho más curtidos emplear esas tácticas sin ningún resultado, así que, a pesar de la inteligencia de Libby, dudaba mucho que se saliera con la suya. No obstante sabía que las entrevistas serían interesantes y esperaba tener ocasión de asistir a alguna.
Eso parecía poco probable, ya que ninguno de nosotros permanecería de brazos cruzados durante los días previos al juicio. Los Isaacson— con la ayuda del señor Moore, dispuesto a aprovechar cualquier pretexto para volver a las mesas de juego de Saratoga— tratarían de averiguar a qué expertos y testigos se proponía citar Darrow y cuál sería la estrategia de la defensa. La señorita Howard seguía empeñada en encontrar a alguien que, aunque no estuviera directamente relacionado con Libby Hatch, supiera algo de su infancia, y todo indicaba que yo tendría que echarle una mano en su búsqueda, al menos hasta el martes. Esta perspectiva no me entusiasmaba, pues tenía la impresión de que estábamos persiguiendo fantasmas. Habría preferido ir a Saratoga con el señor Moore, pero era consciente de la importancia de las pesquisas de la señorita Howard e intenté aceptar mi tarea con tan buen humor como demostró el Niño ante la idea de seguir trabajando como guardaespaldas de «la señora», a quien consideraba su principal benefactora.
Pero las buenas intenciones y el trabajo diligente no siempre dan sus frutos, y el fin de semana llegó sin que hubiéramos conseguido ninguna información útil. Daba la impresión de que alguien hubiera borrado de manera deliberada cualquier rastro de la existencia de Libby. Nuestros viajes nos llevaron al norte, hasta la orilla sur del lago George y los alrededores del bosque Adirondack, y si bien la belleza del paisaje aumentaba, los pueblos eran cada vez más pequeños y aislados, de modo que nos llevaba la mayor parte del día llegar a ellos y la mayor parte de la noche regresar a casa. Lo único que habíamos averiguado era que si en efecto Libby Hatch había nacido y crecido en un pueblo del condado de Washington, ni ella ni sus familiares habían viajado mucho por los alrededores, siempre y cuando, desde luego, ella no hubiera matado a esos familiares hacía años, una idea que comenzó a obsesionarme más y más durante aquellos largos e infructuosos viajes de pueblo en pueblo. La señorita Howard no parecía más contenta que yo con la idea de buscar una aguja en un pajar que, con toda probabilidad, ni siquiera era el correcto, y sé que compartía mi ilusión por asistir a alguna de las entrevistas del doctor con Libby Hatch. Pese a ello, nos obligó a perseverar al Niño y a mí, consciente de que cualquier pista sobre el pasado de Libby que sirviera en el juicio era mucho más importante que presenciar la batalla de ingenios que se libraba en los tribunales de Ballston Spa.
Sin embargo, cada noche a última hora, cuando nos reuníamos a cenar en casa de Picton, recibíamos un informe detallado de esas entrevistas. En la primera de dichas cenas el doctor nos contó que la actitud de Libby había sido tan imprevisible como de costumbre: había comenzado con aire ofendido, como si el doctor (a quien había expresado su admiración en el primer encuentro) se hubiera propuesto hacerle daño deliberadamente, acusándola primero del secuestro de la hija de los Linares y luego de la muerte de los niños de la Maternidad de Nueva York y de sus propios hijos. El doctor consideraba que era una táctica inicial muy inteligente: consciente o inconscientemente, Libby apelaba al secreto horror que sentiría cualquier persona ante la perspectiva de acusar a una madre de horribles crímenes perpetrados contra los mismos niños que debía cuidar y a la ingenua creencia popular de que lo que la señorita Howard denominaba «el mito de la abnegación materna» era un hecho tan sólido e inamovible como las montañas Rocosas. Pero cuando advirtió que el doctor no permitiría que su propia desazón prevaleciera sobre su intelecto, Libby pasó a interpretar un papel con el que estaba igual de familiarizada: el de la seductora. Provocó al doctor con astutas referencias a los secretos anhelos y deseos que éste debía de esconder bajo su apariencia indiferente y disciplinada. Desde luego, este camino tampoco la llevó a ninguna parte, de modo que por fin adoptó la conducta más habitual en ella: la ira. Abandonó los papeles de víctima y seductora y se lanzó al ataque, respondiendo a las preguntas del doctor con frases cortas y hostiles (muchas de ellas, mentiras evidentes) y advirtiéndole que algún día se arrepentiría de haberse metido con ella. Lo que ella no sabía era que con esos cambios de actitud le proporcionaba al doctor justo lo que él buscaba: la habilidad de Libby para analizar lo que se proponía el alienista y para elucubrar respuestas diferentes pero cuidadosamente planeadas demostraba que, como él había sospechado desde el principio, su conducta no estaba condicionada por una enfermedad psíquica o cerebral. El mero hecho de que respondiera de manera taimada y engañosa a las preguntas del doctor— concebidas con un propósito más amplio— probaba que estaba tan cuerda como el que más.