Me senté de nuevo, con las manos sobre las rodillas. Sibersky había cruzado los brazos y tenía la taza vacía delante de él, encima de la mesa.
Thornton, mientras tomaba apuntes, inquirió:
–¿Quiere decir que actuaría como un censurador, que habría mutilado así a dos mujeres en nombre de Dios?
–No, nunca he dicho eso -respondió cortante Williams-. Por lo menos no todavía. Simplemente, debemos ser conscientes de que la trama religiosa puede condicionar sus acciones. Recordemos la moneda en la boca. Un gesto puramente religioso, un mito griego que sigue aplicándose en nuestros días en los países muy católicos. Por otra parte, ¿han encontrado una en la boca de la segunda víctima?
–No tardaremos en averiguarlo.
–Para adelantar, husmearé en los libros religiosos, la Biblia o libros antiguos. He remitido la carta y la foto del granjero a un teólogo, Paul Fournier, un gran experto en cultura. ¿Puede servirme otro café?
Sibersky se levantó y cogió otro termo de una bolsa de tela en bandolera.
–Mencionaba dos aspectos, respecto a la carta… -retomé con interés.
–Así es. La segunda línea directriz, más importante, es un sadismo pronunciado. La mayoría de los asesinos en serie se complace en sus actos de tortura, no siente ningún remordimiento hacia sus víctimas e incluso llega al extremo de mofarse de la policía y las familias, como en este caso. Pero, según las fotos y como tal vez nos confirmará el forense, raros son los asesinos que conservan… perdonen, pero es la única palabra que se me ocurre… que conservan a sus víctimas tanto tiempo. ¿Se dan cuenta de los esfuerzos realizados para mantenerla viva? ¿Para, cada noche, venir aquí con el riesgo de que lo atraparan, para limpiarla, alimentarla lo mínimo e incluso… filmarla? ¿Y qué decir de la instalación sofisticada en casa de Prieur? Manifiesta una moral a prueba de todo. Es aplicado y paciente, muy paciente. Ninguna pulsión dominante le fuerza a precipitar sus actos.
Un oficial de la policía científica, Georges Limon, entró en la sala.
–Hemos terminado -anunció mientras cogía un vaso de plástico-. El forense ha empezado su estudio. Pueden reunirse con él.
–¿Y?
–Tenemos unas buenas pisadas. Un cuarenta y dos. Ahora podemos afirmar que se trata de un hombre. Hemos aspirado el polvo del pasillo subterráneo y de la sala confinada para analizarlo en el laboratorio. Hemos recuperado cabellos, fragmentos de uñas y fibras sintéticas, así como algunas huellas digitales. Añadan a eso la flecha anestésica que no se tomó la molestia de recoger. Seguramente lanzada con una pistola veterinaria, compacta y potente. Les mantendremos informados.
–¿Y los perros mutilados?
Una onda de repugnancia le marcó las arrugas de la frente.
–¡Vaya mierda de trabajo ingrato nos está pidiendo! Hay tres técnicos con la nariz metida en los perros. ¡Es como remover la mierda de una fosa de purín!
–¿Ya no queda ningún rastro del sistema de vídeo?
–No -respondió tirando al suelo el vaso vacío y aplastándolo con el talón.
–¿Eso es todo?
–¡Pues claro que es todo! ¿Qué esperaba? ¿Que nos dejase su foto enmarcada con una notita de bienvenida? Estamos analizando el resto del matadero y el exterior. Este sitio me da asco. Apesta a carroña.
Limon desapareció con la viveza de una espada en la niebla.
–No están muy animados, los chicos de la científica -soltó Sibersky sin el menor deje de humor.
Me levanté y me encaminé a la puerta.
–Vamos a reunimos con el forense…
En un silencio sepulcral bordeamos la sala de matanza y bajamos con cuidado la escalera por la que me había introducido la víspera, antes de reunirnos con Van de Veld al final del túnel.
–No le he explicado a usted lo que he descubierto -soltó el teniente antes de que entrásemos en la sala-, pero puede esperar. De todas formas, no es nada determinante.
Asentí con los ojos fijos en el cadáver de la mujer. Apenas la había mirado, una vez recuperada la conciencia. Ahora la descubría, troceada por la crueldad blanca de los potentes halógenos de batería.
Williams entró en la sala como en una iglesia. Percibí en sus ojos la llama vacilante de los cirios, los reflejos caleidoscópicos de las vidrieras ojivales, las lágrimas de la Virgen. Había algo como magia, una fusión fantasmal, y creí ver, en el tiempo que dura un soplido, ondular algunos de sus cabellos, como si la mano de Dios los acariciase.
–Esta vez no se ha andado con chiquitas -se quejó Van de Veld-. Lo ha puesto usted de muy mal humor, comisario. ¿Qué opina de esto, señora Williams?
Ella respondió a destiempo, haciendo grandes esfuerzos para desprenderse de la especie de velo espiritual que la envolvía.
–Quizá la rabia no sea el único motivo de tal ensañamiento sobre el rostro -murmuró acercándose a aquella cosa muerta.
Las pupilas se le fundieron como una cabeza de alfiler bajo los colores planos de la luz.
–¿Y cuál sería la razón? – preguntó el forense mirando de arriba abajo a Thornton, ocupado en hacer un esbozo rápido de la disposición de los objetos y de la posición de la víctima.
–Ha preferido destruir lo que había construido porque no ha podido llegar hasta el final de su fantasía. Una obra inacabada no le interesa, busca la perfección, así que ha desechado ese «objeto fantasioso» mutilándolo. – Se colocó frente a la boca apresada por el aparato estereotáxico-. Esta vez no hay moneda, por supuesto… Eso me lleva a pensar que es muy probable que vuelva a empezar pronto, animado, como dice usted, por la rabia, pero también por el deseo vehemente de llegar hasta el final esta vez, en un lugar tan insólito como un matadero. Dígame dónde estaba la cámara, comisario.
–Aquí, justo enfrente del cuerpo, apoyada en un trípode.
–¿Cómo era la iluminación? ¿Qué parte del cuerpo iluminaba? ¿El cuerpo entero o solamente la cabeza?
Señalé con el dedo el fondo de la sala.
–Había una lámpara, como las de mesita de noche, a cada lado del cuerpo. Y otra más detrás de la cámara.
–Gracias, comisario.
Al inmiscuirme en su mundo sin que él lo esperase, quizás había despertado en ese ser demoníaco una rabia inaudita, una voluntad de infundir el mal con determinación más feroz aún. Como la bola de nieve que uno empuja en una bajada, que de repente se te escapa de las manos y va creciendo hasta aplastarlo todo a su paso. Williams continuó su monólogo.
–El asesino ha pasado de organizado a desorganizado. Precipitación, pánico, huida. Eso puede abrirnos una puerta. Si a partir de ahora actúa a golpe de venganza o rabia, cometerá errores de bulto.
Sibersky se colocó en el haz de la lámpara, eclipsando la parte clara de nuestros rostros, y preguntó con tono cauteloso:
–¿Quiere decir que debemos esperar a que se produzcan nuevos asesinatos para tener la esperanza de caerle encima?
Thornton se disponía a hablar, pero Elisabeth se le adelantó.
–¡Espero que no! De hecho, ésa es mi tarea, al igual que la de ustedes: hacer lo posible para evitarlo. Pero deben saber que los asesinos en serie actúan sin móvil aparente. No mantienen ninguna relación con las víctimas, a diferencia de los asesinos comunes. Pueden ocultarse en la sombra meses, incluso años, y luego volver a empezar. Nos hemos topado con alguien que recorre el asfalto, un viajante que no duda en desplazarse, lo que no nos proporciona ninguna indicación geográfica. Trabaja en varias víctimas a la vez, ésta, Prieur, y nada nos permite afirmar, por ahora, que no haya otra chica en una situación similar, en algún lugar al fondo de un bosque o en unos almacenes abandonados, lejos, muy lejos de aquí. En este estadio, la banalidad de la vida ya no le interesa. Las fantasías cobran tal importancia que ya nada más cuenta. Está totalmente consagrado a su obsesión. – Me miró fijamente-. Es usted inteligente, comisario Sharko, pero si se encuentra aquí es porque el asesino ha querido comunicarle elementos directrices, aunque creo que usted le ha impresionado.
–¿Acaso su tarea consiste en hacernos perder la esperanza, señorita Williams? – repliqué con frialdad.
–No, sólo en hacerles tomar conciencia de que un asesino en serie no se comporta igual que un asesino clásico. Quiero lograr que piensen de manera diferente. Debemos esforzarnos en pensar como él, no en términos de móvil, sino más bien en términos de relación oculta, de lógica, SU lógica, que convierte esos asesinatos en una cadena única que responde a algo concreto. Si descubrimos ese algo, obtendremos el perfil psicológico preciso del asesino.
Tras haber quitado el aparato estereotáxico, Van de Veld separó con una pinza las mandíbulas de la víctima. Un pequeño diente picado se desmenuzó antes de caer hecho añicos al suelo.
–Bueno, vamos allá. Erosión bucal, dientes muy estropeados, que se pudren. Piel del rostro seca, mejillas hundidas, ojos hundidos en las órbitas, caída de cabello. – Se movió hacia la parte inferior del cuerpo y le rompió una uña-. Uñas estriadas, violáceas, que se rompen de un golpe. Miembros completamente rígidos… Numerosos edemas por carencia en todo el cuerpo. Caderas salientes, nalgas totalmente planas, vértebras visibles… ¡Joder, esta chica debe de pesar apenas cuarenta kilos! Dada la dimensión de los edemas, las estrías, los pliegues colgantes de piel y su increíble elasticidad, originalmente debía de estar más bien rellenita.
Un golpe de estupor hizo retroceder a Sibersky.
–¿Cuánto tiempo? ¿Cuánto tiempo la habrá mantenido en esa posición, desnuda? ¿Cuánto tiempo habrá necesitado para adelgazar a su presa hasta ese punto? – preguntó, con labios temblorosos.
–Los exámenes toxicológicos nos revelarán si le administró sustancias para frenar la infección de las heridas, lo que es muy probable vistas las marcas en los antebrazos. Si es efectivamente el caso, si le daba de beber con regularidad, si la hidrataba, ha podido permanecer en esa posición… más de un mes.
–¡Madre mía! – Sibersky recogió una bombilla de recambio que estaba tirada cerca de un halógeno y la estrelló contra una pared con la rabia de un jugador de hockey-. ¿Aún nos va a decir, señora Williams, que Dios tiene algo que ver en esto?
Acto seguido se volatilizó a la carrera en el largo túnel, los ojos humedecidos e irradiando relámpagos.
Me encogí de hombros, medio sorprendido por aquella súbita erupción de emociones.
–Perdónele -justifiqué volviéndome hacia la loquera-. Tiene los nervios a flor de piel, al igual que yo, por otra parte. En toda mi carrera nunca he visto algo así. – La tomé del brazo y la llevé a un aparte-. ¡Por favor! – le solté a Thornton, que se había acercado. Pero éste se encogió de hombros y regresó al lado de Van de Veld. Susurré-: ¿Cree en los espíritus? ¿En algún tipo de dones de videncia?
Echó una ojeada a la víctima antes de contestar.
–¿Por qué diablos me habla de eso? ¿Cree que es el momento y el lugar adecuados?
–Una vieja negra, mi vecina, me hizo ciertas predicciones que me trajeron hasta aquí -expliqué bajando aún más el tono-. Habla de un ser demoníaco, un Hombre sin Rostro venido a la Tierra para propagar el Mal… Por lo general, no creo en esas sandeces, pero las circunstancias del descubrimiento de esta mujer me turban muchísimo. No es el azar lo que me ha conducido hasta aquí: Doudou Camelia me ayudó. – La mirada se me perdió en el blanco de sus ojos-. Si ha tenido razón respecto a los perros, quizá también la tenga en relación a mi mujer… Sí, puede que mi mujer esté viva, me lo repite muy a menudo.
–¿Qué… qué quiere que le diga? – Reflexionó durante un momento-. Presénteme a esa mujer; le daré mi opinión, si eso le sirve de ayuda.
El forense estaba recogiendo con una pinza afilada astillas de madera, que luego guardaba en bolsitas de plástico preparadas.
–Nos vamos, doctor Van de Veld -me despedí-. Pasaré a verle más tarde hoy mismo al instituto. Dígame tan sólo si ha habido relaciones sexuales.
–Aparentemente no. – Sopló escupiendo semillas de sésamo negro-. La vagina está áspera como un saco de tela. Joder, tengo la sensación de estar trabajando con una momia que ha atravesado dos milenios.
Elisabeth y yo tomamos otro café en un área de servicio de la nacional 13. Mis ojeras denotaban el peso de la agitada noche y, sin embargo, no sentía la menor sensación de cansancio, como si la voluntad me animase a sacar provecho de cada minuto transcurrido. Fustigué mi rostro con el agua fría del lavabo y reemprendimos el camino en la media hora siguiente. Un bloque de cielo azul había echado a la niebla, pero la temperatura seguía siendo baja.
–¿Sabe? – me explicó Elisabeth-, el organismo posee su propio sistema de defensa contra el dolor, se adapta, y eso puede atenuarlo. En cambio, no existe barrera alguna para el sufrimiento moral. Me… me siento incapaz de imaginar lo que ha tenido que soportar esa chica. Va mucho más allá de cuanto conocemos en términos de psicología, análisis e introspección.
Adelanté a un tráiler y volví a meterme en mi carril a toda velocidad. Un coche que venía en sentido contrario pitó.
Delante se desplegaba todo París, la olla borboteante con su aire viciado, sus interminables serpentinas de goma y metal…
–Deme sus primeras impresiones sobre ese asesinato, en caliente -pedí.
–Tres parámetros importantes. Primero, el lugar. A los asesinos les gusta actuar en universos que conocen. Interrogue al personal que trabajaba cuando el matadero estaba en funcionamiento, a todos los que vivan cerca. Pregunte a los agentes de la comisaría local si han interpelado a visitantes no autorizados. También necesitaré una foto aérea del lugar.
La sorprendí agarrándose al tirador de la puerta cuando iniciaba un nuevo adelantamiento.
–Luego está la noción de duración. Generalmente, cuanto más se extiende en el tiempo el acto sádico (y creo que en nuestro caso nos acercamos a un récord), mayor seguridad tiene el asesino de que no lo cogerán. Se siente invulnerable y se esfuerza en pasar inadvertido, lo que le convierte en temible. Finalmente, hay que analizar todo lo que gira en torno al propio acto; ahí es donde estriba la mayor parte del trabajo. Mire, matar brutalmente no es algo fácil, pero matar con arte lo es aún menos. En este sentido, el asesino establece una relación peculiar con su víctima, lo que puede llevarle a dejar pistas de forma involuntaria. ¿Por qué cree usted que se ha tomado la molestia de lavarla o limpiarle las orejas?