–¡Basta! ¡No!
Un clic seco. Pánico total. Un magma debajo de la piel.
–¡Mierda, ha colgado! – Soltaba el teléfono, lo apretaba, lo soltaba, como si tuviese brasas en la mano. Pulgar hundido en la tecla de llamada automática. Número oculto. Llamada imposible, no memorizada. Grité-: ¡Ese desgraciado quizá vaya a cargarse a alguien! ¡Tengo que llamar! ¡Si por lo menos mi vecina tuviese teléfono, maldita sea!
Reconocí la voz del teniente Crombez, de guardia en la brigada criminal.
–¿Comisario Sharko?
–¡Envía un equipo de inmediato a casa de mi vecina, a casa de Elisabeth Williams y aquí, a casa de Thomas Serpetti! ¡Que llamen a Williams! ¡Comprobad que todo va bien! ¡El asesino ronda por los alrededores! ¿Dónde está Sibersky?
–¡Se marchó hace media hora!
–¡Llámalo al móvil y dile que se reúna conmigo en mi casa lo antes posible!
Thomas me puso una mano en el hombro.
–Pero ¿qué es lo que ocurre?
–¡Lo siento, Thomas! ¡Tengo que marcharme! ¡Enciérrate! Va a llegar un coche de vigilancia. Tendrás que abandonar el caso; se está volviendo demasiado peligroso.
–¡Pero explícamelo, Franck! No…
Aún no había acabado la frase cuando la puerta de entrada ya se cerraba de un golpe. Los trazados funestos de la muerte se abrían ante mí, ahí, como dos hileras de antorchas en la marmita anaranjada de la capital.
Mi coche levantaba el asfalto, devoraba las líneas de señalización.
Encajé el móvil en su soporte y marqué a toda prisa el número de Rémi Foulon, el jefe de la Oficina Central para la Desaparición Inquietante de Personas.
–Rémi, ¡Sharko al habla! ¡Necesito que me hagas un favor!
La OCDIP tenía acceso a todos los ficheros privados, especialmente a los encargados de grabar las llamadas entrantes y salientes de un teléfono móvil, fuese cual fuese. Rémi Foulon me soltó, en un tono duro como el diamante:
–Es tarde, Shark; iba a marcharme. ¡Suéltalo deprisa, por favor!
–¡Es de una importancia capital! ¡El asesino que persigo me ha llamado!
Silencio al otro extremo de la línea.
–¡Suelta tu número! – acabó por escupir la voz.
Le dije mi número de móvil.
–Vale. Dentro de una hora te llamo.
–¿Qué, comisario? ¿A qué vienen esos fuegos artificiales? – preguntó Sibersky-. La vieja dormía como un tronco. Nada del otro mundo tampoco en casa de Williams, ni en la de su amigo, Serpetti.
Con gesto cansino, me volví hacia la ventana de mi cocina. Una cortina de lluvia arrugaba la ropa opaca de la noche. Abajo, bajo las agujas de agua que golpeaban el asfalto, dos paraguas negros tuvieron una escaramuza antes de fundirse en las fauces frías de lo desconocido.
–Está poniendo a prueba nuestros nervios. Vigila nuestros movimientos, nos observa, emboscado en algún sitio en la sombra. – Apreté el puño, con los dedos doblados hasta hundir las uñas en la carne. Miré con dureza a Sibersky-. ¿Hay novedades sobre la víctima del matadero?
–En absoluto. La pista de los hospitales no ha desvelado nada por ahora. Unos inspectores siguen buscando en la brigada; me parece que van a pasar la noche en vela.
–¿Y sobre el pasado de Martine Prieur?
–Nada especial. Una vida sin incidentes. Padre fallecido de un aneurisma cerebral cuando ella tenía cinco años. Su madre la crió, mimó, casi sobreprotegió hasta que Prieur empezó los estudios de Medicina. Tras tres años como interna en un hospital, abandonó su carrera. Según su madre, ya no soportaba ni el estrés ni el encuentro diario con cadáveres. A partir de ese momento, cambio total de estilo.
–¿Cómo?
–Su imagen. Su madre me dejó ver los álbumes de fotos. Cuesta reconocer a la misma chica en dos fotos del mismo año. Piel de marfil, cabello largo color cuervo, ropa sobria de tipo traje de entierro en la facultad de Medicina; un poco estilo gótico, místico, no sé si se hace una idea. Pocas semanas después, una vez dejó los estudios, se la ve con la tez morena, seguramente a base de rayos UVA, melena corta bien cortada, ropa clara y llamativa.
–¿Qué hizo luego?
–Encadenó trabajitos como cajera, vendedora… La suerte le sonríe cuando conoce a Sylvain Sparky, un notario diez años mayor que ella. Es rico, posee una hermosa villa en Fourcheret. Ya conoce lo que sigue. Deja de trabajar y acaba su vida sin preocuparse por el dinero.
–¿Hacia qué especialidad médica se orientó?
–No tengo ni idea, no pensé en preguntarlo.
–Supongo que tampoco has ido a la facultad de Medicina a echar un vistazo a los expedientes, para ver con quién se relacionaba en esa época y, sobre todo, saber qué pudo hacerle dejar de forma definitiva los estudios. ¿Algo que no sea el estrés?
Un espasmo nervioso movió el párpado del teniente, que se puso a aletear como el ala de un colibrí. El timbre de mi teléfono lo sacó del apuro.
–Abandona la pista de Prieur. Iré a dar una vuelta a la facultad mañana. Quédate dos minutitos más, por favor.
Descolgué. Rémi Foulon me provocó una resaca de adrenalina.
–¡Dime si tienes algo sobre el número! – exclamé impaciente.
–¡Vas a alucinar, Shark! ¡Te han llamado desde un número gratuito, el de SOS Mujeres Maltratadas!
–¿Es una broma?
–Voy a intentar explicártelo de manera sencilla. Los números del tipo SOS Mujeres Maltratadas están gestionados por autoconmutadores, PABX. Por razones de mantenimiento de esas máquinas, existen combinaciones de teclas que hay que escribir para poder penetrar en el corazón del sistema. A partir de ese momento, el técnico habilitado accede a la función de enrutamiento hacia la red telefónica, y ahí puede alcanzar cualquier número de teléfono a cuenta del PABX.
–¿Cómo consigue esa famosa combinación?
–Fugas, anuarios de números gratuitos de los que se saca partido al igual que las
free cards.
–¿El personal de los diferentes servicios de persecución de la delincuencia puede tener acceso a esos datos?
–Por supuesto, se puede acceder al fichero desde cualquier SRPJ de Francia. Oye, ¿no creerás que ha sido alguien de la casa?
–Digamos que no descarto ninguna posibilidad.
–Tampoco te pases de rosca. Te dejo. Mi mujer está esperándome.
–Gracias por la mala noticia, Rémi.
Me dirigí al teniente, cómodamente apoyado contra el respaldo de la silla.
–¿Te acuerdas de Fripette?
–¿El exhibicionista en condicional que atrapó la brigada de delitos sexuales hace dos años? ¿El que corrió en pelota picada por todos los pasillos de la policía criminal?
–Sí, el mismo. Mañana, a primera hora, averigua con el jefe de la brigada si sabe a qué se dedica ahora. Le encuentras y me das un toque en cuanto tengas su dirección, ¿vale?
–No hay problema. Pero… ¿para qué?
–Ese tío es mi llave de entrada en los ambientes sado.
Antes de meterme en la cama envié un mensaje a Elisabeth Williams, transcribiéndole las palabras del asesino según las había apuntado en el papel.
De manera mecánica, puse en marcha a
Poupette
y, en la penumbra, observé su viaje incesante sobre las vías en miniatura. Iba, venía, imperturbable, giraba sin fin, como prisionera de una picota de metal y sin embargo, ¡tan libre! Me tumbé sobre la cama, mecido por su canto melodioso.
Una idea se abrió paso en mi mente.
Fui al cuarto de baño, tomé un antiguo frasco de perfume de Suzanne y eché unas gotitas en el depósito de agua de la locomotora. ¡Oh! ¡Expandió ese aroma en toda la habitación! Cerré los ojos e imaginé a Suzanne allí, a mi lado. Palpaba su cuerpo, le acariciaba el cabello. Pensamientos flexibles y desligados, recuerdos felices, alegrías inesperadas…
Poupette
me transportaba a otro lugar, bajo un cielo puro, moteado de sonrisas, de alegría infantil…
Una cortina sombría de lluvia se puso a golpear el parabrisas con la rabia de los malos días en el momento en que salía del coche. Bajo los chuzos inclinados, me puse el impermeable que llevaba doblado en el maletero y corrí hasta un pequeño rótulo discreto, colgado en una vieja pared de ladrillos pulverizados. El antro de Fripette, el exhibicionista reconvertido en propietario de un sex shop, me abría sus fauces.
Entre una muestra de cinco mil individuos ya notablemente feos, tomad el que tiene la nariz como un rompehielos, otro con unos raigones que provocarían el suicidio de su dentista y, por último, otro más con los ojos en blanco. Fusionad los tres y obtendréis una especie de cabeza a la que le quitaréis el pelo, que colocaréis en un cuerpo canijo: de ese modo obtendréis a Fripette. Una jeta que asustaría a un calamar gigante.
Cuando me vio, pareció que sus ojillos azabache brillantes se escapaban de las órbitas por efecto de la sorpresa. Se escondía tras el mostrador, acurrucado como una rata, mientras seleccionaba cintas pornográficas. El casquete glaciar del cráneo le brillaba bajo la luz azul del neón.
–¡Hola, Fripette! Veo que no paras. Una reconversión digna de tu persona, todo elegancia.
Desapareció tras una pila de cintas.
–¿Qué quieres, comisario? Vamos a ver qué tengo para ti… ¿Un estuche con seis dedos chinos? ¿Un kit orgásmico dúo? Espera: cáscara de yohimbe, ¡tu mujer seguro que lo aprecia!
Pasé por alto el comentario. Otro como ése y le metería un consolador en la boca.
–¿Sigues frecuentando los ambientes sadomaso? – pregunté en tono contundente.
–No.
Cogí el mango de un látigo y lo hice restallar contra el mostrador. La botella de estimulante sexual se hizo añicos en el suelo mientras pequeños penes mecánicos se ponían a saltar y a avanzar solos, como pingüinos sobre un banco de hielo. Fripette empezó a maldecir.
–¡Joder, vas a pagarlo, tío! ¿Sabes cuánto cuesta la cascara de yohimbe?
–Reitero la pregunta, capullo. ¿Sigues frecuentando los ambientes sadomaso?
Se deslizó hacia el lado y se metió en un pasillo sin contestarme, con un DVD aún sin desembalar en las manos. Me hervía la sangre. Levanté al insecto calvo del suelo y lo aplasté contra una estantería, que se tambaleó con fuerza.
–¡Para! – vociferó-. Vas a destrozarlo todo. Voy a…
–¿A qué? – Apreté con más fuerza y obtuve a cambio un gorgoteo agudo.
–¡Está bien, suéltame! – Se escabulló con un movimiento brusco, como si se hubiese llevado el gato al agua-. ¡Sí, los frecuento! ¿Y sabes qué? ¡Más que nunca! ¡Me divierto como un loco!
–¿Conoces el Bar-Bar, el Pleasure Pain?
–No son de mi estilo. Son
hard
dentro de lo
hard.
He ido un par de veces. A mí me ponen más el látex y el
bondage.
–¿Qué entiendes por
hard
dentro de lo
hard
?
-Bondage
con tortura de pechos o pene. Subastas para azotainas. Dominación extrema, con esclavismo extremo,
pissing, caning.
Un pequeño mundo precioso.
–¿Quién frecuenta esos ambientes?
–Hay de todo. Desde el abogado hasta el sádico puro y duro que se pasa los días de paro meneándosela.
–¿Hay mujeres?
–¡Pues claro, Genaro! E incluso podría decirte que son mucho más crueles que los hombres. ¡Unas perras! La última vez que fui al Pleasure Pain, una guarra se entretuvo apretando con un cascanueces los testículos de un tío, que seguramente se largó con los cojones hinchados como huevos de gallina.
Un tipo empapado entró e inmediatamente dio media vuelta. Temía ser reconocido, mirado de hito en hito.
–BDSM4Y, ¿te suena de algo?
De repente, empalideció.
–¿De dónde has sacado ese nombre?
–Da igual. Dime qué sabes de ellos.
Se metió entre dos conjuntos de látex y vinilo negro.
–Solamente es una leyenda urbana, un rumor. Una fantasía de sado, como tantas otras en ese ambiente. Ese grupo nunca ha existido.
–He encontrado a una chica con ese tatuaje en el cuerpo.
–¿Y? Algunos tienen tatuajes de Jesús en la nalga, ¿qué demuestra eso? ¿Que son su reencarnación?
–Existen. Tengo pruebas. ¡Desembucha! ¿Qué se cuenta de ellos?
Mi puño apretado a dos dedos de su nariz le hizo hablar.
–Parece ser que el grupo está formado por intelectuales mezclados con la peor calaña de enfermos. Los intelectuales organizan, los enfermos ejecutan los actos obscenos. Son poderosos, influyentes, listos y furtivos como el viento. Se dice que juegan con la muerte, que se acercan a sus fronteras lo más que pueden. Pero son rumores. Nadie sabe si existen.
–¡Explícamelo! ¿Qué entiendes por jugar con la muerte?
–Al parecer hacen experimentos con animales, y dicen también que recogen a vagabundos o prostitutas en diferentes ciudades de Francia para llevarlos con su consentimiento a sitios aislados. Les ofrecen grandes sumas de dinero a cambio de su silencio y de su sumisión total durante una noche. Aparentemente esos tipos inspiran confianza, ya que las víctimas, si puede hablarse de víctimas, los siguen sin rechistar.
–¿Y luego qué?
–Tienen a su disposición todo lo que puede existir en materia de tortura y
gadgets
sexuales, y están equipados con medicamentos para calmar a sus víctimas: sedantes, drogas, anestésicos. Una verdadera organización, según los rumores. Además, van hasta el final del dolor, gozan con el sufrimiento de sus conejillos de Indias. Por lo visto, algunos no han vuelto nunca.
–¿Y los otros? ¿Los que sobreviven?
–Se callan. Si hablan, están muertos. Y además, se les paga de verdad.
–Pareces saber mucho del tema.
–Sólo repito lo que me han explicado.
–¿Quién te lo ha contado?
–Alguien a quien le han explicado lo mismo, y así…
La puerta chirrió y entró una pareja: una mujer de unos cien kilos, ceñida en un conjunto de cuero como si se hubiese hinchado dentro, y un tipo tan pequeño como ancha era ella, con mirada de hurón.
Fripette los echó en un periquete.
–¡Asuntos privados! He cerrado. ¡Vuelvan más tarde!
Me acerqué a él con un rostro de hielo. Guardaba las distancias por miedo a que mis ágiles dedos le acariciasen la suave mejilla.
–Esta noche me acompañarás al Pleasure 8c Pain.
Del sobresalto, se echó hacia atrás y tiró una pila de revistas.
–¡Tú estás loco! ¡Yo no meto los pies ahí dentro, y menos con un poli!