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Authors: Franck Thilliez

Tags: #Thriller, Policíaco

El ángel rojo (24 page)

BOOK: El ángel rojo
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Al llegar a casa, a pesar del peso del cansancio, una extraña motivación me empujó a poner en marcha a
Poupette.
Sin éxito. Sin embargo, los depósitos estaban llenos, la presión subía en la caldera, pero la locomotora sólo me devolvió un chillido desesperado, un gorgojeo de vapor, una queja temblorosa. Como un ser humano que agoniza. ¿Acaso sufría tanto como yo bajo su caparazón de metal?

Imposible invocar las visiones hermosas de mi mujer, esta vez. Por todas partes olía a muerte… Me dormí inquieto, temblando y empapado en sudor, con la Glock sobre la mesilla de noche.

Capítulo 8

Delante de mí, el Maroni borbotea y las paredes de agua que rompen contra las rocas debilitadas por la fuerza viva de la corriente retumban al unísono. En la otra orilla, enfrente, la sangre mana de una mujer desnuda tumbada en el barro y se mezcla con la onda del río hasta teñirlo repentinamente de rojo. Dirige hacia mí una mirada devastada por la tristeza, estira las manos, blande los dedos implorantes en mi dirección como si quisiese atraerme hacia ella. El pecho que le han arrancado se anega a su lado en un pequeño charco que también se ha vuelto rojo. A lo largo de la pelvis, un corte separa cueros y carnes y deja ver la capa traslúcida del útero. Encima de mí, el cielo se oscurece, el aire se carga de una humedad cálida, las nubes se enredan en el viento de altitud; la tormenta tropical se dispone a estremecer la tierra.

Allá a lo lejos, una Zodiac desafía las aguas, con el motor aullando, y lucha contra la corriente en dirección a la orilla opuesta. A bordo, una silueta mueve los brazos, se desgañita gritando en criollo frases cuyo sentido se me escapa. La lancha acosta sus flancos de caucho cerca de la mujer y el piloto salta sobre la ribera, abandonando el bote a la voracidad del río, antes de marcharse violentamente a camuflarse entre la flora de los alrededores.

Desde donde estoy, dos ranuras amarillas rodeadas de negro surgidas de las entrañas del río surcan el agua, palpitan, sondean el terreno y presienten el calor humano. Con gran regularidad, el velo transparente del párpado se precipita sobre el ojo antes de desaparecer con la misma ferocidad. Aletas de la nariz amplias, volcanes, expulsan un torbellino de agua y se orientan hacia la chica, cuya sangre se derrama sin cesar. Las fauces se afilan, la mandíbula castañetea, las aletas de la nariz se abren e inhalan los efluvios dulzones de una comida excepcional. Ahí, en Guayana, me enseñaron a adivinar la talla de un caimán midiendo mentalmente la distancia que separa sus ojos y, así, en cálculo aproximado, éste debe de tener casi tres metros de ferocidad, de potencia, de crueldad absoluta. La chica grita, rueda hacia un lado en un esfuerzo vano. Los arcos de las costillas le atraviesan la piel cada vez que intenta moverse. Tengo que actuar y, a pesar de que la corriente puede arrastrarme, me precipito a los brazos del Maroni. El caimán, tenso como una flecha, se abalanza hacia ella y, con exquisita lentitud ante la impotencia de su presa, asciende por la ribera, una pata tras otra, con las fauces flamantes.

El agua choca contra mi torso en chorros de furia. La rabia loca de la corriente me desplaza río abajo, pero avanzo, agarrado a las rocas, a las ramas de mangles que flagelan el agua ensangrentada cada vez que el viento retuerce sus ramas. La mujer se rompe las cuerdas vocales, gime y, en las entonaciones centelleantes de la pena, adopta el timbre de voz de Suzanne. Su rostro asume ahora las facciones de mi mujer. Y grita, grita hasta perforarme los tímpanos. Unos disparos hacen que una nidada de tucanes alce el vuelo. El cráneo trapezoidal del caimán explota, el animal rueda hacia un lado, rueda cuesta abajo por la ribera y se deja engullir por el río como un tronco muerto. El lindero de la jungla escupe una forma, una silueta fornida envuelta en una capa negra con forro rojo. Lleva capucha, pero no hay cabeza, no hay rostro, tan sólo esa capucha apoyada sobre curvas que no existen. El Hombre sin Rostro se alza ante mí.

Se inclina sobre Suzanne y saca de una de las mangas un machete afilado. Estira el pecho por el pezón y lo corta por la base de un golpe limpio de hoja. Sólo unos metros me separan de ella, pero la corriente me empuja contra una roca en forma de cráneo, me aplasta tanto el pecho que casi me impide respirar. Si me muevo, las aguas tumultuosas se me llevarán hacia las cascadas aplastantes de poder. El hombre ríe a carcajadas en el momento en que trombas de agua empiezan a despojar los árboles de las hojas. Con el talón, tira a Suzanne por la pendiente. El cuerpo mutilado de mi mujer se desliza por el agua, revolviéndose en las fauces del río, y rueda aguas abajo entre las rocas contra las que se estrella. Suzanne se acerca, traga sorbos de barro y sangre, regurgita, se hunde hacia el fondo y emerge ante mí.

Extiendo los brazos, sus dedos me arañan la piel de las manos. Se agarra, el cuello hinchado de agua, pero el Maroni desencadena sus rápidos y me la arranca, arrastrándola hacia sus vapores antes de precipitarla al centro de las cataratas.

El hombre ríe burlonamente, delante. ¿Cómo consigue reírse, privado de rostro? ¿Por dónde escapan los sonidos? Su grito no deja de quemarme.

Dejo mi roca y permito a las corrientes desenfrenadas que me lleven de vuelta a los brazos de Suzanne…

El despertador llevaba sonando un cuarto de hora cuando emergí en medio de un lago de sudor, con los huesos restallando unos contra los otros bajo el efecto del miedo. Sentía una espantosa dificultad para entender que acababa de añadir, al grueso catálogo de mis pesadillas, la peor de todas.

Normalmente, incluso en pleno sueño, era capaz de oír volar una mosca, percibir la respiración de Suzanne bien pegada a mí cuando la estrechaba entre mis brazos. Era increíble: quince minutos de timbre estridente y no había oído nada. ¿El poder de la pesadilla me había atrapado hasta ese punto? Curiosamente recordaba cada detalle, como si la escena acabase de producirse en ese instante ante mis ojos. Aún sentía los efluvios nauseabundos del río, esa lluvia tibia, esas nubes negras en forma de animales. Veía el agua brotar de los ollares del caimán, tenía en los labios el gusto de la sangre de Suzanne. Todo… todo parecía ¡tan real!

Eché un vistazo a
Poupette,
ahogada en medio de una mezcla de agua y aceite. La noche también había sido dura para ella. Me sentí culpable y frustrado de verla en ese estado. De su metal sin vida se filtraba un áurea templada, un calor que me conmovía el corazón, que me acercaba a Suzanne sin que pudiese explicar por qué. Me prometí intentar arreglarla esa misma noche.

Mientras bebía el café, recorrí con la mirada la lista de los alumnos de la facultad de Medicina de 1994 a 1996.

Nombres que, como debería haber supuesto, no me llamaban en absoluto la atención.

Leí en diagonal el correo del ingeniero de Écully sobre las fotos desencriptadas y luego me dirigí al cuarto de baño. Había una montaña de ropa tirada. Camisas que aún no había tenido tiempo de planchar, lenguas de corbatas colgadas del borde de la bañera, pantalones arrugados, e incluso rotos. Lo llevé todo a un rincón de nuestra habitación y fregué el suelo del cuarto de baño antes de lavarme. Los nombres de estudiantes seguían desfilando ante mí, como una película sin final. Chicos, chicas, franceses o extranjeros, esparcidos por todo el país u otros lugares.

¿Cómo iba a dar con quienes pudieron haberse relacionado más estrechamente con Martine Prieur, hasta el punto de conocer su secreto macabro?

Ante un impulso súbito, medio desnudo, me precipité sobre el móvil.

Tras una larga espera en el secretariado, por fin transfirieron mi llamada al teléfono del profesor Lanoo. Notaba que me ardían las mejillas.

–¿Señor Clément Lanoo? ¡Soy el comisario Sharko!

–¿Señor Sharko? Ya le dije que…

–Va a ser muy breve, señor Lanoo. ¿Martine Prieur se quedó tres años en el internado de la facultad, verdad?

–Mmm… Sí, así es. ¿Y?

–Las habitaciones son para dos personas, ¿no?

–Sí, sobre todo por razones financieras.

–Dígame con quién vivió Prieur durante esos tres años.

–Espere un minuto, lo consulto en el ordenador…

La espera fue espantosa.

La voz de fuerte prestancia rompió el silencio.

–Aparece un único nombre: Jasmine Marival. Sí, esas dos chicas no se separaron durante tres años.

–¡Maldita sea! ¿No podría habérmelo dicho ayer?

–¿Cómo quería que pensase en eso? Me preguntó si conocía la vida privada de los alumnos, y le contesté que no. No veo que…

–¿Acabó sus estudios?

–Mmm… No. Siguió un año más tras la marcha de Prieur, pero luego lo dejó. Sus notas habían caído en picado.

–Gracias, profesor.

Llamé a la central y, diez minutos después, cuando ya me había vestido, el teniente Crombez se puso en contacto conmigo. Exclamó:

–¡Tenemos la dirección de Jasmine Marival, comisario! Es poco común. ¡La chica vive en un viejo caserón en pleno bosque de Compiègne!

–¿Y cuál es su profesión?

–Es agente rural.

–Era…

–¿Cómo dice?

–ERA agente rural. Porque es muy probable que esa chica y la del matadero sean la misma. ¿Dónde se ha metido el teniente Sibersky?

–Creo que en la maternidad. Ha avisado que llegaría más tarde a la oficina.

Bosque de Compiégne. Cerca de quince mil hectáreas erigidas hacia el cielo en arpones de robles, hayas y ojaranzos. Un pulmón natural surcado de venas de agua, agujereado de lagos, embellecido por los tonos ocre del otoño naciente… Tras atravesar el pueblo de Saïnt-Jean-aux-Bois seguimos por carreteras cada vez más estrechas, donde en algunos tramos el asfalto se convertía en tierra y la tierra en barro.

El teniente Crombez aparcó en un camino transversal al eje principal antes de poner el pie en el suelo. Un charco fangoso acogió uno de mis recién estrenados zapatos de cuero. En el silencio inmaculado del bosque, el clamor de mi furia pareció un desgarrón.

El teniente Crombez dio una vuelta sobre sí mismo, la vista hacia el cielo, como perdido lejos de sus catacumbas de hormigón y cristal.

–Me encanta el bosque, pero no hasta el punto de vivir aquí. Me pondría la piel de gallina vivir en este lugar, en medio de la nada.

–¿Estás seguro de que se encuentra por aquí?

–Según el mapa, la chabola está a cuatrocientos metros hacia el oeste.

–Seguramente te has saltado una carretera. Vamos a tener que atravesar este lodazal. Con la cantidad de agua que ha caído en estos últimos días, va a ser divertidísimo. Bueno, vamos allá.

Paredes de saúcos, viburnos y zarzas se alzaban ante nosotros, enmarcadas por troncos rugosos invadidos por el musgo y la hiedra. Algunas espinas, así como las ramas desnudas de los arbustos, se ensañaban en mis zapatos, lo que alegremente aumentó mi nerviosismo hasta el límite de lo soportable.

Las murallas prietas de cortezas y hojas acercaban el horizonte hasta la punta de nuestra nariz.

–¿Estás seguro de que no la has cagado? – maldije-. ¡Ahora es mi pantalón el que ha pasado a mejor vida! ¡Lo han devorado las zarzas! ¿Quieres acabar conmigo o qué?

–Deberíamos estar a punto de llegar…

–Sí, deberíamos.

El canto de un pardillo rasgó el limbo matinal, relevado en su impulso por otros que rodaron lejos por las cabelleras de los árboles.

Dimos, gracias a Dios, con una vía más ancha donde por fin apareció la frente encarnada del sol. La densidad arbórea se debilitó; a la izquierda, ligeramente más abajo, languidecían siete lagos dispersos en el desorden ordenado de la naturaleza, a merced de sus aguas durmientes.

–Ya está, ya llegamos. Los lagos Warin. El caserón seguramente se encuentra tras los arbustos, al fondo. ¡Vaya, vaya! ¡Este sitio es francamente siniestro! ¡Como si estuviésemos en el bosque de
El proyecto de la bruja de Blair
!

–¿Qué?

–Déjelo, es cosa de jóvenes.

–Conozco
El proyecto de la bruja de Blair.
No me tomes por un cernícalo.

A lo largo de las extensiones de agua se reflejaban las frondosidades de los olmos enraizados con la fuerza de la edad en la tierra. La fauna y la flora se desarrollaban en la armonía de las tierras olvidadas, lejos, muy lejos de la marea humana donde el teniente y yo sobrevivíamos.

El gran caserón, construido en 1668 para una comunidad de Celestinos, hendía la banda continua de árboles, con los techos puntiagudos elevados hacia el cielo, como si fuese a arañar la capa baja de las nubes, los tres pisos poderosamente anclados de piedra amarilla; las ventanas, más largas por un lado que por otro, conferían a la mansión una expresión de furia. Delante de la fachada se alzaba un tejo con las ramas arqueadas por el peso de las agujas húmedas, impregnadas del olor de épocas pasadas. El árbol parecía haber atravesado los tiempos ancestrales. No había visto
El proyecto de la bruja de Blair,
pero sí
La morada del miedo
suficientes veces para afirmar que esa chabola se le parecía como dos gotas de agua.

–¿Vivía ahí?

–Sólo en una parte de la casa. Según la Dirección de Desarrollo Forestal, el trabajo de Jasmine Marival consistía en habitar y mantener la casa para evitar cualquier tipo de vandalismo o que la ocuparan. ¡Extraña reconversión para una chica que ha estudiado Medicina, acostumbrada a la gran ciudad y a rodearse de la gente!

–Quizá le gustara lo lúgubre. ¿Cómo obtuvo el puesto?

–Sencillo. Sustituyó a su abuelo, que malgastó aquí su vida.

Los lagos, a nuestra izquierda, desprendían un olor de agua estancada, cuarteada en la superficie por el caos de los renacuajos.

–¿Cómo puede ser que desapareciese más de un mes sin que los de la Dirección de Desarrollo Forestal se diesen cuenta?

–Creo que ni siquiera se hubiesen percatado de la desaparición de la casa.

–Bueno, vamos allá. Mantente alerta, nunca se sabe…

Sobre el umbral gastado de piedras cuarteadas por las heladas invernales, nos pegamos a los cruceros, el arma pegada a la mejilla. La puerta estaba entreabierta, como la mandíbula de un cepo para lobos. Ninguna luz se filtraba por el marco de la puerta.

–Voy a entrar -murmuré-. Toma el espacio a la izquierda, yo cubro la derecha.

En el interior, la inmovilidad de las cosas muertas nos acometió. El arrullo agotado de una paloma me puso los pelos de punta. El pasillo estrangulado del recibidor nos condujo a un salón sumergido en las tinieblas, con frescos desconchados y muebles deformes.

BOOK: El ángel rojo
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