El ángel rojo (25 page)

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Authors: Franck Thilliez

Tags: #Thriller, Policíaco

BOOK: El ángel rojo
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Nos pegamos a las paredes, furtivas, mezcladas a los elementos como fluidos. Los rayos del sol rotos por las ramas de las hayas, ahogados por las ventanas mugrientas, apenas se filtraban, como si la residencia rechazase la incursión de la luz, el aliento de la vida. En el salón se percibía la fusión de colores mórbidos, negros matizados, grises ajados. Enfrente, las escaleras de caracol de piedra volaban hacia la oscuridad más densa de los pisos superiores.

–Vamos a registrar la planta baja, sígueme -susurré.

Recorrimos las habitaciones una por una, cuando una pequeña cámara conectada a un ordenador, en el cuarto de baño, llamó la atención de Crombez.

–¿Ha visto, comisario? ¡Una webcam orientada en dirección a la bañera!

Descubrimos más en la cocina, el salón, la rampa de la escalera.

–¡Esa mujer desvelaba su vida en internet! ¡Las veinticuatro horas del día! ¡El menor momento de intimidad retransmitido a miles de mirones! – comentó el teniente.

–Puede que sea la razón por la cual la castigó. Por lo menos, esta vida puesta al desnudo le facilitó la tarea. – Me acerqué a un PC-. Los ordenadores están apagados. Deben de haber cortado la electricidad. ¿Has visto el interruptor general?

–No.

De vuelta a la cocina, abrí algunos cajones y acabé por dar con una linterna que funcionaba.

–¡Tendría que haber cogido la Maglite, maldita sea! Bueno, vamos a inspeccionar el sótano y luego subiremos a las plantas superiores.

Una escalera de unos veinte peldaños se sumergía en un sótano abovedado. El haz de mi pobre linterna tan sólo iluminaba de forma ilusoria y la oscuridad volvía a recuperar su derecho detrás de nosotros a medida que avanzábamos. El techo extremadamente bajo nos obligó a agacharnos. Una humedad verde, cargada de olor a hongos, exudaba de los ladrillos oscuros y parecía verterse sobre nuestros hombros. Evité por los pelos un nido de arañas con una flexión de piernas, pero Crombez no fue tan rápido de reflejos y metió la cara en la tela hormigueante de minúsculos insectos.

–¡Me cago en la puta! – gruñó sacudiéndose el pelo, asqueado-. ¡Este sitio me repugna!

Al final de la escalera, nuestros dientes chirriaron cuando la lamparilla iluminó la mirada penetrante de un zorro de aspecto ofensivo, el hocico dirigido hacia nosotros. Estuve a punto de disparar, pero el animal no se movía. Estaba disecado.

–¿Qué coño es esto? – susurró Crombez quitándose de la frente las arañas rebeldes.

Tras el zorro, más al fondo, tribus mudas de animales del bosque sufrían en silencio sobre peanas de madera, atrapados para siempre en la inmovilidad de paja impuesta por su verdugo. Hurones, conejos, lechuzas y jabatos parecían implorar. Las canicas de sus ojos se iluminaron bajo el fuego de la linterna como luciérnagas; los colmillos lustrosos brillaban, como si aún intentasen morder.

Al iluminar a la izquierda del zorro, creí hallarme en el laboratorio experimental del doctor Frankenstein. Sobre la mesa metálica destellaban todo tipo de instrumentos de cirugía utilizados para el desollamiento: pinzas, escalpelos, tijeras, sierras quirúrgicas, cuchillos de diferente tamaño… Debajo de la mesa había otra serie de herramientas que, era evidente, también se necesitaban en el funesto trabajo: taladro, prensas, escofinas mecánicas, tornos de carpintero…

–A la derecha -exclamó Crombez-, dirija la linterna hacia la derecha.

Obedecí. El haz quedó fijo sobre una webcam.

–¡Dios mío! – murmuré-. ¡También filmaba esto!

–¡Volvamos a subir! – susurró el teniente con voz temblorosa-. Esto es un antro de porquerías…

Al dar media vuelta, jaulas de diferentes dimensiones pegadas a la pared maestra se recortaron en el cono de luz. Prisiones destinadas a encerrar animales vivos y, justo encima, una segunda webcam. ¿Qué ser maléfico había germinado en Jasmine Marival? ¿Qué placer había experimentado al librarse a las miradas de las cámaras? ¿Quiénes eran peores: los que disfrutaban con esas imágenes de tortura, de taxidermia en directo, o ella, Marival, que ofrecía un espectáculo inmundo a sus ojos?

Al igual que Prieur, se deleitaba en el vicio. Al igual que Prieur, el horror, el sufrimiento infligido le producían placer. Y, al igual que Prieur, había sido castigada.

Nos encaminamos a los pisos de arriba. Subimos los tramos de peldaños uno al lado del otro, acompasados por el sonido hueco del silencio y de nuestros propios pasos sobre la piedra. Cortinas tenebrosas se abatían sobre nosotros como capas cortantes; avanzábamos al tacto, a lo largo de un pasillo agujereado de pesadas puertas de madera, esperando lo peor.

–No puedo creer que viviese aquí dentro -se estremeció Crombez-. Parece un túnel del terror, un castillo encantado. ¿Cree en el Diablo?

–Ocúpate de este piso; yo voy al de arriba. Grita si hay algún problema.

–Puede contar conmigo… para gritar. Ya estoy temblando igual que un pollo en un asador.

Tenía la impresión de deambular por el intestino de un monstruo dormido, al que el menor paso en falso despertaría. Adivinaba marcos colgados de las paredes, los rostros pintados atrapados en la eternidad, y sentía cómo esas miradas me disecaban, me espiaban, casi oía los ojos cerosos moverse en las órbitas.

Nuevo tramo de peldaños. Pasillo idéntico en el piso de arriba. No había webcam; seguramente la chica nunca subía allí.

Abrí una puerta pegada al renvalso por telas de araña y un chorro vivo de luz abrasó la habitación a través del arco cimbrado de la ventana. De los muebles ocultos bajo sábanas blancas, de la cama descompuesta, asolada por el abandono, exhalaba el denso olor del pasado, de lo que fue, de lo que ya no sería. Me acerqué a la ventana y acaricié con la mirada las copas de los árboles que se alzaban justo delante de mí, en el exterior.

A través de las hojas entreví las capas verdosas de los lagos, y una mirada circular me reveló un destello ahogado en la mata prieta del bosque, más al este. La mezcla de chapa y cristal pulido que descubrí fue como una bofetada: aquellos reflejos provenían de un coche del que no conseguía distinguir el color preciso.

Inyección de adrenalina, turbulencias acidas en la garganta. Alguien se ocultaba en la casa, apresado por la piedra, acorralado por nuestra presencia en un rincón inexplorado del caserón asesinado.

Salí disparado de la habitación, me deslicé a lo largo de las paredes y los revestimientos, avancé como una exhalación íntima por el alma revestida de madera de la residencia. Regresé a la escalera, me tragué los peldaños, me precipité en el pasillo casi infinito del primer piso.

Crujido repentino, chirriar de puerta, sombra achaparrada arrancada a la oscuridad, escupida por una habitación lateral. In extremis, con el gatillo medio apretado, reconocí la construcción sólida de Crombez.

–¿Comisario? Yo…

–Calla. – Corrí hacia él, me incliné hacia su oído-. ¡Hay alguien en la casa! ¡Hay un coche fuera!

–¡Dios santo! Yo… -murmuró el teniente, tensándose por el nerviosismo-. No he encontrado nada en este piso; todas las habitaciones están vacías, los muebles de algunas están tapados por las sábanas, como fantasmas.

–Tampoco hay nada en el segundo.

–¡Está en el tercero! – murmuramos al unísono.

El torno áspero de la angustia me hizo un nudo en la garganta. A medida que avanzábamos por lo lúgubre, los malos recuerdos del matadero iban asaltándome, me agujereaban el estómago como estiletes de metal. Una potencia pesada flotaba en la atmósfera, una fuerza sorprendente que parecía emanar de las paredes olvidadas de aquel pasillo. Ahora intuía una presencia encaramada tras una de esas puertas, lista para atacar. Pedí a Crombez que fuera aún más prudente.

Puerta tras puerta, abertura tras abertura, el fuelle de la tensión se hinchaba y luego se distendía ante la inmovilidad flagrante devuelta por las habitaciones. Teníamos los nervios a flor de piel. El más insignificante chirriar de los revestimientos de madera aumentaba la presión de nuestras falanges en el gatillo de las armas.

En esos momentos de atención extrema, mi cuerpo comulgaba con lo que le rodeaba, como si cada objeto, cada sonido, analizados por mi oído o mi retina, se descompusiera hasta el infinito antes de llegar a la maquinaria ajetreada del cerebro.

Nos abofeteó el olor infecto que emanaba de la última puerta, al fondo del pasillo. Una mezcla acre de gasoil, sangre y carne quemada me provocó una arcada y obligó a Crombez a meter la nariz en el cuello de su tres cuartos. Nos pegamos a cada lado del marco, labios fruncidos, sudores fríos. Crombez empujó, entré, me siguió, me hice a un lado, me cubrió. Y luego el teniente cayó de rodillas al suelo, el arma colgada del índice, la boca abierta. Entonces me di cuenta de que estaba rezando.

Una masa oscura destacaba en la penumbra de la habitación. Por las persianas cerradas de las ventanas sólo se filtraban láminas de claridad sofocadas por los tupidos follajes de los árboles; sin embargo, la sangre generosamente esparcida sobre el parqué a mosaico reflejaba igualmente un resplandor de un rojo desvaído, cercado de negro en los bordes de los charcos.

El cuerpo desnudo se hallaba desplomado sobre una maciza silla de madera, atado con cuerdas que desaparecían bajo los michelines enrollados de los muslos y el pecho. Sobre el gran lago carnoso del vientre y en las orillas de los miembros, la piel quemada en algunas partes crujía, se replegaba, se enroscaba hasta transparentar la carne sonrosada de los músculos y la colada grisácea de las grasas.

Una pátina de sangre cubría la amplia frente de Doudou Camelia, como si rezumase del propio cráneo.

En el resplandor ocre de un haz de luz, sobre la mesa, descubrí la esponja blanda del cerebro, esa blancura virginal mezclada de púrpura que irradiaba como un áurea divina. Le habían recortado el cráneo, quitado y seccionado el cerebro y, con cuidado, habían vuelto a colocar en su sitio la tapa ósea, vaciada de su sustancia pensante, de lo que nos hace humanos.

Detrás, sobre la pared, en la tapicería hinchada por la humedad, habían escrito estas palabras en letras de sangre: «Los atajos que llevan a Dios no existen».

Me disponía a dejarme sucumbir a las flagelaciones enojosas de la desesperación, pero el clamor áspero de la venganza me llenó de odio, de ganas de matar a mi vez. Pasé por encima del cuerpo doblado de Crombez y me precipité escaleras abajo con la esperanza de llegar antes que el asesino al coche camuflado en la maleza. Una poderosa oleada de gasoil me golpeó en las aletas de la nariz en el momento en que los pies se me hundían en una inmensa charca irisada, entre el primer y el segundo piso. Apenas tuve tiempo de dar media vuelta cuando una fogarada, un abrasamiento rabioso devastó la parte inferior del hueco de la escalera y se apoderó del pasillo del primer piso, en un estruendo sordo. Los dientes carnívoros de las llamas ya devoraban las viguetas y las vigas del techo, bailando sobre el suelo y crepitando en una mezcla de furia y alegría. Imposible huir por abajo.

Volví a subir y me precipité dentro de la habitación del horror, presa del pánico. El espíritu de Crombez parecía flotar en la habitación, aunque el armazón del hombre, acurrucado en un rincón, oscilaba hacia delante y hacia atrás como un reloj de pared con el carillón desajustado. El joven teniente acababa de entrar por la puerta grande en el mundo del Hombre sin Rostro.

–¡Tenemos que salir de aquí! Ha incendiado el primer piso. ¡Es imposible bajar! – grité.

Crombez se precipitó al pasillo, donde los rodillos de humo reptaban a lo largo del techo como millones de insectos minúsculos.

–¡Por el amor de Dios!

–¡Corre a buscar las sábanas de las otras habitaciones! ¡Deprisa!

Lo pasé muy mal cuando tuve que pasar junto al cuerpo postrado de Doudou Camelia. Su mirada de ceniza suplicaba, sus labios hinchados se encostraban ya con rigidez, con frialdad, y experimenté al rozarla la sensación de que una manita, una mano de niña, me estiraba de la parte de atrás de la chaqueta.

Por encima de mi cabeza, las primeras nubes grises de humo invadían la sala mortuoria y echaban el aire viciado para sustituirlo por uno mucho peor. Empujé las persianas con brusquedad, con brutalidad, abrí la ventana y empecé a reunir todas las sábanas que pude de las que recubrían los viejos muebles y la cama con dosel. Crombez volvió a aparecer.

–¡Venga! ¡Anuda los extremos! ¡Y apriétalos con todas tus fuerzas -exclamé llevando las sábanas al borde de la ventana.

Bajo nuestros pies, el piso crujía por las acometidas insistentes del intenso calor que se propagaba por el piso de debajo. El aliento de fuego se acercaba peligrosamente y el humo ya rodaba teñido de rojo y naranja. El fuego olfateaba lo humano, progresaba, jugaba con esa voluntad afirmada de aniquilar cuanto se alzase a su paso, vivo o muerto.

Tiré el cordaje improvisado por la ventana, até el extremo alrededor del tubo de un radiador y empujé a Crombez delante de mí.

–¡Sal tú primero! ¡Deprisa!

Oí ventanas explotar, vigas venirse abajo, un gruñido horrible expandirse por las paredes como un barco a punto de partirse en dos. Crombez franqueó la ventana y se asió a la tela; las fibras de lino se tensaron bajo la acción de la masa de su cuerpo. El conjunto resistía, pero no soportaría el peso de dos hombres.

En mitad del descenso, Crombez gritó. La parte inferior de la cuerda estaba quemándose y, alrededor de la casa, en el exterior, las llamas zigzagueaban en el aire por la boca abierta de las ventanas despanzurradas.

–¡Baje, comisario!

Sin esperar, pasé las piernas por encima del apoyo, me agarré a lo que me retenía aún a la vida y me colgué en el vacío. El tejido rechinó, tensado al máximo, rozando la ruptura. Vi a Crombez propulsarse como un hombre araña y caer en el barro cinco metros más abajo. Un crujido atroz me llegó a los oídos, seguido de un grito de dolor que me produjo poco optimismo sobre el estado de los tobillos de mi compañero. Bajo mis suelas, las llamas se agarraban a la cuerda y empezaban su festín. Geiseres rojizos surgían de todas partes, como atraídos por el verdor colindante. El fuego estaba hambriento.

Los seis metros que me separaban del suelo me parecieron más profundos que el Gran Cañón. Al saltar desde ahí, quedaría aplastado como un huevo. No tenía sin embargo muchas opciones, pero, aun a riesgo de caer, preferí soltar las sábanas y meter los dedos en las anchas fisuras de las piedras, que ofrecían buenos asideros de escalada. Avancé así unos metros antes de acabar por saltar con los dedos ensangrentados, y las rodillas y los codos arañados.

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