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Authors: Franck Thilliez

Tags: #Thriller, Policíaco

El ángel rojo (30 page)

BOOK: El ángel rojo
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Apuró la cerveza polaca sin pestañear.

–Ese tipo, el saqueador de cepillos de iglesia, es mi vecino desde la semana pasada. Acaba de mudarse con su mujer y sus dos hijos.

–¿Me estás tomando el pelo?

–Es pintor de fachadas.

–¿Y te ha reconocido?

El teniente trajo un paquete de seis Zywiec frescas y me ofreció otra antes de servirse él mismo. Me había tragado la mitad de la salchicha ahumada y el colesterol me debía de estar subiendo rápidamente. Sibersky continuó.

–Un par de veces. ¡Tendría que haber visto la mirada aterrorizada que me lanzó!

–A fin de cuentas, no era mal chaval… Pero la ley es implacable, y nosotros representamos la ley.

Sibersky echó un nuevo vistazo a través de la cortina.

–Dígame, comisario, ¿no ha tenido la impresión de que le seguían antes de llegar aquí?

Dejé la cerveza encima de la mesa baja Bali y me acerqué hasta él.

–A ver…

Sibersky se apartó hacia un lado mientras seguía hablando.

–El tipo del coche, al final del callejón sin salida… Le he visto llegar al mismo tiempo que a usted. Le ha seguido antes, y luego se ha quedado un rato abajo antes de volver a su coche. Está esperándole. ¿Qué quiere de usted?

–¿Consigues leer el número de la matrícula?

–No, desde aquí no, pero espere, tengo unos prismáticos en la habitación.

Cuando volvió a aparecer, de la Zywiec que sí había llevado sólo quedaba la lata vacía.

–¡Apunta el número! – Me acaloré-. ¡Dos, uno, ocho, cinco, a, y, g, nueve, dos!

–¡Deme los prismáticos!

Se los tendí.

–¡He hecho bien en comprobarlo! Sus ojos le han jugado una mala pasada: es dos, uno, ocho, seis, y no dos, uno, ocho, cinco. Dos, uno, ocho, seis, a, y, g, nueve, dos… ¿Alguna relación con el caso?

–Digamos que he metido los pies donde no debía. ¿Recuerdas el tatuaje de Gad, BDSM4Y?

–Por supuesto.

–Es una sociedad secreta compuesta por unos locos del dolor. Una especie de secta que experimenta sus hallazgos en animales o vagabundos.

Sibersky se apoyó contra la pared.

–¿El asesino forma parte de ese grupo?

–Puede ser. ¿Hay una manera de salir por otro lado que no sea por el vestíbulo? Quiero pillarlo in fraganti.

–Podemos pedir refuerzos, ¿no?

–¿Por qué razón?

–Interrogatorio de un sospechoso del caso…

–¡Venga ya! No, tengo que solucionar esto cara a cara con él. Se me ha ocurrido cómo hacerle desembuchar…

–¿Una ocurrencia del color de su puño?

–Exacto. Bueno, ¿cómo podemos salir sin que nos vean?

–Hay que subir al tejado y pasar a la parte de atrás por la escalera de seguridad. ¿Cree que va armado?

–¿Has visto alguna vez una abeja sin aguijón? Pues claro que va armado…

Una luna en cuarto creciente aureolaba de plata los tejados de las casas vecinas. La temperatura había caído mucho desde la semana anterior y el viento fresco proveniente del norte me helaba el rostro. La escalera de caracol de metal nos dejó en la planta baja y bordeamos, con la espalda encorvada, una hilera de setos que nos llevó hasta unos veinte metros del vehículo. A través del follaje distinguíamos en los matices estañados de la noche la sombra del tipo que tenía, según parecía, la mirada fija en el bloque de apartamentos. Se había esforzado por aparcar al final del callejón, listo para la vigilancia, al resguardo del resplandor vivo de las farolas que salpicaban el asfalto.

–Ya no podemos avanzar -murmuró Sibersky-. Para alcanzarle, tendríamos que saltar por encima del seto y ponernos a descubierto.

Una gran reja perpendicular a los setos nos impedía ir más lejos. Imposible acercarse sin que nos viese.

–Habrá que forzarlo a salir. ¿Se te ocurre una solución?

Sibersky apoyó una rodilla en la hierba, como en posición de tirador de élite, antes de sacudir la cabeza.

–No. No se me ocurre nada.

–¡Vaya mierda! Bueno, no vamos a arriesgarnos; volvamos a subir. Dejaremos que se cueza a fuego lento. Vamos a comer esos calabacines rellenos; se me hace la boca agua.

–Pero…

–¡No me lleves la contraria! Lo esperaré a pie firme esta noche, en mi casa.

El tiempo de cocción ideal para el paté de mirlos es de tres horas. Además, cuando uno quiere asegurarse de que la cocción ha terminado, se clava una aguja en el paté que debe salir totalmente limpia. El tipo del coche debía de estar tan mullido como un buen paté de mirlos. La espera interminable sin duda alguna le había puesto los nervios a flor de piel, cosa que, psicológicamente, me daba ventaja sobre él.

Así que hacia la una de la madrugada volví a tomar la carretera. En lo relativo a la discreción, mi perseguidor era muy bueno: el haz de sus faros raras veces se reflejaban en mi retrovisor.

Para no alterar mis costumbres, metí el coche en el parking. La puerta electrónica del garaje obligó al perseguidor a permanecer fuera. En cuanto aparqué, me precipité hacia la entrada, y luego al ascensor. Una vez en mi casa, deshice la cama y puse almohadas bajo las sábanas simulando la forma de un cuerpo. Por un instante llegué a preguntarme si no hubiese sido mejor llamar a los refuerzos, interceptar al tipo y llevárselo para someterlo a interrogatorio. Pero dicho interrogatorio quería dirigirlo yo mismo, aquí, lejos de las leyes, en la intimidad de mi Glock pegada a su sien.

Como de costumbre, cerré la puerta con llave para evitar que sospechara, cogí una silla, que pegué contra la pared en el rincón de mi dormitorio, y esperé, todo oídos, a que el estúpido cayese en mis garras.
Poupette
me clavaba su triste mirada de acero, seguramente descontenta de no desfilar como cierre de la velada. La vuelta de honor tendría que posponerse para más adelante.

Tras una hora de espera, me sorprendí hablando con la locomotora.

Las tres de la madrugada. ¿Quizá se limitaba a aplicarse al ejercicio de la vigilancia? ¿Quizá la intervención se produciría más adelante, y me pillaría desprevenido? El tictac amargo del reloj en el recibidor me ponía de los nervios. A través de las persianas medio bajadas, rayos de luz artificial proyectaban cicatrices sobre las paredes de mi habitación, nuestra habitación. Un velo de bruma se me posaba sobre las retinas y llegué a preguntarme si estaba soñando o si el cansancio iba a llevárseme en su trineo plateado.

Cuando el timbre del móvil rasgó la cortina del silencio, creí que los latidos del corazón me iban a destrozar el pecho. Salté sobre el aparato y, del otro lado de la línea, sólo oí un estertor ahogado. En la pantalla de cristal líquido se leía el nombre de Sibersky.

–¡Sibersky! ¿Qué ocurre? ¡Habla, por Dios!

Aliento entrecortado al otro lado del hilo, y luego nada. Marqué el número del SAMU mientras me metía a toda prisa en el ascensor. Nunca, en toda mi vida, había tardado tan poco en recorrer quince kilómetros en el extrarradio parisino. Pasé de los semáforos, las líneas continuas, las señales de tráfico. La frase pronunciada por la mujer de Sibersky me obsesionaba y rezaba, rezaba sin parar para que… «Cuídele, formamos una familia… Cuídele, formamos una familia…»

La luz apagada en su apartamento, en el segundo piso. Cabalgué los tramos de peldaños a un ritmo que iba a hacerme estallar las arterias y los pulmones. La ambulancia aún no había llegado. Ningún cerrojo retenía la puerta, así que la abrí de un golpe seco. Con un movimiento circular de la Glock, barrí la entrada, me precipité a la cocina y luego al dormitorio.

Lo descubrí tendido en el suelo, la mano ensangrentada aferrada al teléfono móvil. Burbujas de saliva le caían de la boca abierta, las pupilas miraban fijamente el techo. No supe a quién dar gracias cuando noté la palpitación de su corazón en la punta de los dedos. Pulso regular, respiración acompasada. Con cuidado, le deslicé una mano por la nuca y un hilillo de sangre se le escapó de la aleta derecha de la nariz. Le habían dado tal paliza que su rostro casi era irreconocible, pero le habían dejado con vida, por propia voluntad. Abrí el botiquín, colgado en el cuarto de baño, y extraje agua oxigenada, Dakin, vendas. El olor del antiséptico le devolvió el sentido.

–No intentes hablar -le ordené-. La ambulancia va a llegar enseguida. – Le pasé agua fresca por la frente-. Todo irá bien…

Tres hombres, con la sigla SAMU impresa en sus cazadoras, aparecieron cinco minutos después.

–Le han dado una buena paliza -les anuncié-, pero está vivo.

Uno de ellos le puso una máscara de oxígeno y la infló.

–Tiene la garganta hinchada, pero le pasa el aire. Pulso de ochenta. Tensión arterial doce ocho. Pero ¿qué ha ocurrido?

–Lo han agredido.

Sibersky me cogió de la muñeca, apartó la máscara con la otra mano y sopló:

–Dos… Me sorprendieron… cuando dormía… no vi las caras… pasamontañas negros… Dadme algo… Me duele… la mandíbula…

–¡Vamos allá! – exclamó uno de los enfermeros.

Al salir, llamé a la comisaría local mientras examinaba la cerradura: no la habían forzado.

Me dieron permiso para instalarme a su lado, en la parte trasera del vehículo, y acompañar a Sibersky al hospital.

–¿Qué querían esos tipos? ¿Por qué te han agredido? ¿Eran ladrones?

Articulaba con dificultad a través de los labios hinchados, pero los sonidos resultaban audibles.

–Me han… preguntado por qué… metíamos las narices en… sus asuntos… Era… un aviso… Tengo miedo… comisario… Miedo por mi mujer y mi hijo…

Las pulsaciones cardíacas señalaron el número 150 en el electrocardiograma. El médico me advirtió que procediese con calma.

–¿Qué más te han dicho?

–Nada… Les… les he preguntado si sabían… que los bisontes se mean en la hierba de vodka… -Me dirigió una sonrisa enrojecida con la sangre de las encías-. Entonces… me dieron una buena paliza…

–¿Has podido fijarte en algo?

–Estaba oscuro… Dirigían el haz de la linterna hacia mí… en los ojos…

–¿Cómo han entrado en tu casa?

–No cerré con llave… cuando se marchó… -Me cogió la manó y la apretó con las pocas fuerzas que le quedaban-. No diga nada… a mi mujer… Esta noche no… Déjela dormir tranquila, con… el pequeño… Charlie…

«Cuídele, formamos una familia… Cuídele, formamos una familia…»

–Te lo prometo. Mañana por la mañana iré a verla.

Acabó cerrando los ojos y dejó que los suaves sedantes se lo llevasen lejos de este mundo asqueroso.

Las radiografías no revelaron ninguna fractura. La nariz había resistido el golpe, debido a que el teniente ya se había roto el hueso durante su juventud. Sólo la mandíbula inferior había recibido una buena, con el resultado de dos dientes rotos y las encías en mal estado. Una vez fuera de la sala de sutura, lo llevaron a una habitación individual y pasé la noche a su lado, hirviendo de odio.

La tarea de anunciar la noticia a su mujer no iba a resultar sencilla, pero quería hacerlo personalmente. Cuando entré en la habitación de la maternidad, a las siete de la mañana, ella intuyó algo de inmediato. Rompió a llorar, pensando lo peor de entrada.

El bebé se estremeció, pero se volvió a dormir tranquilamente en su cunita con ruedas, al lado de su madre. De forma instintiva, se puso a mamar.

–David está bien. No se ponga así.

–Qué… Qué…

–Esta noche lo han agredido, en su domicilio. Lo hemos llevado a Urgencias y ahora está despierto. Prepárese, la llevaré junto a él. Descansa en el ala de cuidados intensivos. Puede llevar al niño con usted; su padre se alegrará de verle.

Sólo pronunció una palabra, en un tono que habría partido en dos un iceberg.

–¿Por qué?

–Es una larga historia. Se la contaré en cuanto se haya vestido.

Capítulo 11

Ahora necesitaba respuestas. Y rápido. En la central, me precipité en el despacho de Delhaie, el inspector a quien había pedido que analizara la lista de los alumnos de la profesora agredida. Era evidente que él tampoco había pegado ojo en toda la noche. En respuesta a mi petición, Rémi Foulon, el jefe de la OCDIP, le había dado libre acceso al fichero de los abonados telefónicos.

–Comisario, acabo de terminar hace tan sólo media hora. Cuatrocientos setenta alumnos, cuatrocientas setenta búsquedas en el fichero.

–¿Y qué has obtenido?

–De los cuatrocientos setenta alumnos, doscientos setenta y dos tienen conexión a internet clásica y ciento cinco conexión de banda ancha. Deberíamos haberlo pensado, ya que la escuela da clases de nuevas tecnologías.

–¡Maldita sea! Si solamente contamos a los chicos, ¿cuántos quedan?

–Sólo hay cincuenta y cuatro chicas en la ESMP. No las he discriminado, pero no debe eliminar a muchos. ¿No avanzamos demasiado, verdad?

–¿Has tenido en cuenta también la localización geográfica? ¿Quiénes son los que viven en el entorno de Violaine?

–No he dispuesto de suficiente tiempo.

–Pues entonces, ¡continúa! Hay que eliminar el mayor número posible, sino no conseguiremos nada. Después pásate por la piscina de Villeneuve-Saint-Georges, interroga al personal y mira si tienen lista de abonados almacenada en formato electrónico en algún lado. Y desgaja las informaciones. El agresor tiene que formar parte, por narices, del entorno cotidiano de Violaine. ¡Ah! Otra cosa: fotocopia el listado de los alumnos y dales copias a Jumont, Picard y Flament. Saca la lista de las bibliotecas situadas en el barrio de la escuela de electrónica y envía allí a los inspectores. Que comprueben si esos estudiantes disponen de una tarjeta de abono y, por si acaso, que investiguen sus lecturas. Como dice Williams, el agresor tiene que haber encontrado obligatoriamente la inspiración en algún lado. ¿Me has entendido?

–Vale, comisario. Pero para ese tipo de trabajo, sería mejor disponer de la lista informática más que de la lista en papel. Tengo un software de comparación de ficheros; como las bibliotecas están equipadas informáticamente, sería casi instantáneo hacer la comparación y saber quién ha cogido qué.

–Perfecto, voy a hacer una llamada a la escuela para que te envíen el fichero por correo electrónico.

–Oiga, ¿no puedo volver a casa a cambiarme? No huelo precisamente a rosas.

–Primero haz cuanto te he pedido y luego serás libre de volver a tu casa.

El gerente de la agencia de alquiler estaba atiborrándose de patatas fritas en el momento en que llegué. Disimuló de forma torpe el paquete bajo la mesa, como un niño. Puse mi placa ante él, entre sus manos grasientas.

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