El anillo (20 page)

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Authors: Jorge Molist

BOOK: El anillo
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Pero al poco me di cuenta de que por mucho que esperara, por mucho que frotara mis memorias del pasado cual lámpara mágica, no conseguiría que el fantasma de mi padrino cruzara la puerta. Entonces me entró prisa por irme, y apresuré el paso hacia la catedral y fue al cruzar, frente a otra de las tiendas de antiguo de la calle, cuando leí grabado en letras doradas, en el cristal del escaparate: «Artur Boix». ¿De qué me sonaba el nombre? Artur Boix... Artur Boix... Claro, ¡mi compañero de viaje!

De nuevo me quedé embobada delante de un escaparate, pero esta vez, juro que no reparé en objeto alguno detrás del cristal. Creo que ni siquiera los vi. Sólo podía fijarme en el nombre escrito en el vidrio: «Artur Boix anticuario».

No sé si fui corriendo, trotando o zombi, el caso es que la siguiente imagen que evoco es a mí misma en un teléfono público de la plaza de la catedral llamando al comisario Castillo. Suerte tuve de que atendió mi llamada de inmediato; si no muero de impaciencia.

—Comisario —intentaba que mi voz no sonara alterada—, ¿recuerda usted los apellidos de los tipos a los que se supone asesinó mi padrino?

—Cómo no me voy a acordar —repuso él de buen humor—. Es mi misterio favorito, guardo copia del expediente en el armario de mi oficina y otra en un maletín debajo de mi cama. ¿Me va a ayudar la señorita americana a resolver esta intriga de novela negra a lo detective Marlowe? —estaba guasón—. Sólo necesito saber cómo hizo su padrino para cargarse a esos cuatro de golpe...

Le prometí que le ayudaría en lo que quisiera con tal de que soltara los nombres. Y los dejó caer como quien recita versos aprendidos de niño para las celebraciones familiares. Dos de ellos no significaban nada para mí, pero sí los otros dos: Arturo y Jaime Boix.

Acababa de confirmar lo que mi instinto me dijo minutos antes. Aquel hombre atractivo que se sentó a mi lado en el viaje desde Nueva York supo siempre quién era yo y a qué venía a España. Era el hijo de uno de los que mi padrino se llevó por delante. La mafia de tráfico de obras de arte había sobrevivido y, a juzgar por la impresión que me causó Artur, tenía buena salud y aspecto.

Mientras nos acomodábamos en la mesa del café la conversación giró sobre los tópicos méritos turísticos de la ciudad, pero tan pronto trajeron las bebidas disparé a bocajarro:

—Preparaste nuestro encuentro en el avión. ¿Verdad?

—No fue difícil conseguir asiento a tu lado —Artur mostraba su sonrisa de guapo—. Sólo la propina adecuada a la persona adecuada. En mi negocio lo hago con frecuencia.

Yo le observé a través de mi vaso de cola
light
. Tampoco había sido difícil para mí citarme con él. «Sí que has tardado en llamarme», me reprochó como si la cita se debiera a un interés personal mío y no a un supuesto asunto de negocios. Al menos para él. Hablaba como asumiendo que la impresión que me causó en el avión me haría usar su tarjeta. Era un tipo presuntuoso pero he de confesar que interesante.

—Y fuiste tú quien asaltó mi apartamento en Nueva York.

Él ni se inmutó ni perdió la sonrisa.

—No fui yo personalmente. Se encargó un socio mío.

—¿Y lo confiesas así? ¿Con ese desparpajo?

—¿Y por qué no? —repuso ahora completamente serio. —Tengo tanto derecho o más a esas tablas, y al posible tesoro, que vosotros tres.

Hablaba convencido y yo me quedé muda de sorpresa. ¿A raíz de qué se creía Artur con derechos? Esperé a que hablara.

—Debes saber ya que tu padrino asesinó a mi padre, a mi tío y a un par de socios suyos.

—¿Socios? Creí que eran guardaespaldas.

—Qué más da lo que fueran. Él los mató.

—No se ha podido demostrar, no hay pruebas.

—¿Pruebas? —ahora Artur rió—. ¿Para qué necesito yo pruebas? Sé que fue él. Sé que habían acordado una transacción. Que tu padrino no sólo no entregó la tabla de la Virgen tal y como se había acordado, sino que, tras asesinarlos, robó las otras dos, la de Sant Jordi y la de Juan Bautista.

—¿Que robó las tablas pequeñas?

—Sí, las robó —Artur me observaba atentamente; leía la sorpresa en mi cara.

—¿Pero cómo...?

—Tu padrino y mi familia pertenecían a cierto club secreto, supieron del tesoro al mismo tiempo y rastrearon las tablas hasta un lugar cercano al monasterio de Poblet, de donde parece provenían originalmente. Profesionales del negocio de antigüedades, se movilizaron veloces para conseguirlas, pero por un estúpido asunto de herencias familiares la tabla central tenía un propietario distinto que las dos laterales. Alguien las había repartido hará un par de generaciones y llevó cierto tiempo localizarlas, con la infeliz circunstancia de que mientras mi familia encontraba y adquiría las pequeñas, tu padrino hizo lo mismo con la mayor.

—Y no se pusieron de acuerdo —interrumpí.

—Exacto. Bonaplata y su novio se mostraron muy poco razonables, pretendían comprar nuestras tablas, querían el tesoro sólo para ellos.

—¿Y tu familia? ¿Quería vender?

—Tampoco. Pero estaban dispuestos a negociar...

—¿Y qué pasó con el socio de mi padrino?

—Bueno... digamos que abandonó la negociación de forma prematura —una chispa irónica bailaba en sus ojos.

—¡Lo matasteis!

—Fue un accidente.

—O un intento de intimidación...

—El caso es que se había llegado a un acuerdo...

—¿Cómo lo sabes?

—Me lo contó mi madre —me quedé callada, no quería cuestionar eso—. Bonaplata entregaría su tabla a cambio de cierta suma. Pero no lo hizo. En lugar de eso, los mató y robó las nuestras.

—No me parece lógico. ¿Cómo mi padrino podría engañar y asesinar a esos pistoleros?

—No lo sé. Pero lo hizo —Artur había fruncido el ceño—. Él fue el responsable de mi orfandad.

—Pero vosotros empezasteis antes, asesinando al hombre que él amaba —Artur podía tener razones para odiar a Enric, pero yo necesitaba defenderle.

—No importa quién empezara —el hombre del avión, amable y bello, dejaba ver un interior duro y resentido—. Se comportó como un canalla, como un degenerado, rompió un pacto, no tenía palabra.

Apreté los labios y le miré fijamente antes de responder:

—Enric sólo protegía a los suyos. Amenazabais a su familia.

No creo que escuchara mis palabras. Su vista se perdió en el fondo del local por un tiempo, como rumiando algo que le costaba digerir, tardó en responder y cuando lo hizo, me clavó su mirada y dijo con voz baja y ronca:

—Entre mi familia y los Bonaplata hay una deuda de sangre —y vi su rojo color en sus ojos.

Veintiocho

Enric fue mi primer amor, mi gran amor —me quedé mirando a mi madre sin poder creer lo que acababa de oír. Ella dijo que quería hablar conmigo. Y habló, vaya si habló. Por poco se ahoga por no tomar aire. Yo la escuchaba pasmada. Llevaba años callando, su secreto era como un dique invisible que nos separaba; estaba entre las dos, se interponía y yo, sin saber, lo notaba a veces. Y de pronto el dique se rompió soltándolo todo.

Obediente, la había ido a recoger al aeropuerto y al ver los bultos me pregunté por qué cargaba con tanto equipaje. Por un momento temí que quisiera quedarse en Barcelona conmigo una temporada larga. ¡Ah no! Me dije. Luego pensé que una de las maletas contendría la tabla convenientemente embalada. Aun así el equipaje era numeroso. A mi madre siempre le ha gustado viajar bien pertrechada. Se instaló en el mismo hotel al que fui yo al principio; había reservado una amplia habitación dúplex en uno de los pisos más altos y asumió que yo me trasladaría a vivir allí.

Yo observaba su intrusión con cautela, dejándola hacer. Teníamos un trato y el precio de éste era la tabla y su transporte desde Nueva York. Yo debía cumplir mi parte; y lo primero fue abandonar la casa de Alicia para instalarme con ella.

—Hoy llega mi madre —le dije—. Me voy al hotel.

—Ya —murmuró, apretando los labios en una casi sonrisa. Sabía mejor que yo la opinión que mi madre tenía de ella—. Serás bienvenida cuando se vaya.

Mi madre estuvo hablando sin parar de mi viaje, del suyo, de cómo dejó a Daddy en Nueva York, pero reservaba la sorpresa para la cena.

Cuando dijo «Enric fue mi primer amor, mi gran amor», sus ojos buscaron los míos.

Yo me quedé estupefacta. No supe qué pensar, ni qué decir; mi primera reacción fue de incredulidad, aquello debía de ser una broma. Pero no había diversión en su mirada ni sus labios querían reír. Aquella cara con arrugas en la frente y patas de gallo, aquella faz que yo identifico como mamá, estaba frente a mí y tenía la expresión del acusado que espera veredicto. Solté los cubiertos en la mesa y balbucí:

—Pero... ¿y papá?

—Lo de tu padre fue después...

—Pero si Enric, Enric era...

—Homosexual —definió ella.

—Sí, eso —corroboré—, pero no debía de serlo tanto porque si no...

—Si no, no hubiera tenido un hijo...

Callé tratando de asimilar aquello y ella mantuvo el silencio unos instantes, como tomando aliento, luego inició su relato:

—Como sabes, los Bonaplata y los Coll estábamos unidos por una relación muy estrecha que se mantuvo por generaciones. Mi abuelo frecuentó a finales del siglo XIX Els Quatre Gats con el abuelo de Enric y la amistad se continuó con nuestros padres.

De niños jugábamos juntos cuando las familias se reunían, ambos nos educamos en el Liceo Francés y, de adolescentes, al empezar a salir, formamos parte del mismo grupito, tanto en la ciudad como en los veranos de la Costa Brava.

Yo siempre sentí una gran atracción por Enric. Era listo, simpático, imaginativo, tenía respuesta rápida e ingeniosa para todo.

Estaba convencida de que yo le gustaba y cuando se empezaron a formar parejas en nuestra época preuniversitaria, yo me reservé para él y de forma natural pasamos a ser una de ellas. Estaba locamente enamorada. Nuestros padres se mostraban encantados con que saliéramos juntos, en realidad ese enlace uniría dos familias cuyos lazos de amistad no podían ser más estrechos, era algo esperado por generaciones. Jamás tuve queja de mis padres si saliendo con él llegaba tarde a casa.

—¿Os besabais? —inquirí curiosa y noté que mi madre se movía incómoda en su silla.

Se mantuvo unos momentos en silencio, era obvio que a María del Mar le costaba mantener aquella conversación.

—Sí —respondió al final—. Pero ten en cuenta que de eso hace más de cuarenta años y en nuestro ámbito social se llevaba llegar virgen al matrimonio. Aun teniendo fecha de boda, y nosotros nunca la llegamos a tener, mantenías los frenos. Nuestros besos y caricias eran bastante recatados.

—Él tampoco te debía de presionar mucho —insistí maliciosa—. ¿Verdad?

—Sí, es cierto; cuando reflexioné sobre ello, me di cuenta de que siempre era yo quien tomaba la iniciativa —suspiró—. Pensaba que mi natural era cariñoso y el suyo no.

—Pero ¿cómo es que no se lo notaste?

—También le he dado muchas vueltas a eso —volvió a suspirar meneando la cabeza en expresión de incredulidad—. Nadie sabía de sus tendencias entonces. Pero, claro, yo era su novia y eso tiene menos excusa. Él lo disimulaba, no quería que su familia lo supiera, en aquella época, tener un hijo así hubiera sido una vergüenza social, una humillación para los Bonaplata. Y yo, enamorada de él, era la coartada perfecta. Imagino que Enric debió de pasar un periodo de autodefinición y le era cómodo tenerme e ir pulsando sus sentimientos. Empecé a notar que no usaba el privilegio de poder estar conmigo hasta muy tarde sin que mi familia protestara. Cada vez me devolvía más pronto a casa y algunos días buscaba excusas para no vernos. Mis primeras sospechas surgieron cuando, varias veces, al llamarle a casa, horas después de que él me dejara en la mía, no había llegado. Era cuando aprovechaba para dejarse caer por los bares de ambiente y encontrar amigos.

—¿Y qué pasó? ¿Cómo rompisteis?

—Un buen día, al concluir que Enric llevaba doble vida, le interrogué sobre dónde había ido la noche anterior y fue entonces cuando él me dijo que me quería mucho pero sólo como amiga. Me quedé helada. Me pidió por favor que le guardara el secreto y me confesó su homosexualidad. Insistió en su amor por mí, pero no como esposa y dijo que era muy egoísta de su parte hacerme perder el tiempo. Enric era algo mayor que yo, y yo debía de ser muy inocente porque lo primero que se me ocurrió decirle fue que cómo sabía que lo era si aún nunca habíamos hecho el amor. Él rió. Ya te conté que le amaba con locura y entonces le dije que no me importaba el tiempo, que no me importaba nada, pero que por favor no rompiéramos. Supliqué. Yo. Imagínate, yo suplicándole. En un primer momento consintió, pero dijo que tenía que hacerme a la idea de que lo nuestro debía terminar y que yo pensara en buscar a un buen chico para casarme. Debía olvidarle como pareja, no podía darme lo que yo necesitaba y nuestra relación me arruinaría la vida. Y empezó a contarme alguna de las aventuras que corría en la noche, una vez me dejaba en casa. Pero yo no quería renunciar a él e incluso llegué a acompañarle a los bares de ambiente que frecuentaba y hasta acepté las carantoñas de alguna mujer con tal de no desentonar.

Estaba desesperada, dejó de importarme todo, no deseaba otro futuro que no fuera él. Hubiera aceptado su homosexualidad, casarme y que continuara yendo con hombres, con tal de que se quedara conmigo. Se lo propuse y creo que por un tiempo consideró esa solución.

Él aún aceptaba mis caricias, ahora pienso que quizá por compromiso y por no desairarme, y me animé a tenderle una trampa. Siempre me he arrepentido de eso.

Una tarde que me encontraba sola en casa le pedí que me viniera a recoger y busqué un pretexto para hacerle entrar en mi habitación. Allí, bueno, allí hicimos el amor.

—¿Que hicisteis el amor? —exclamé—. ¿Pero no era homosexual?

—Sí —repuso algo incómoda—. Pero él podía hacerlo con una mujer si quería.

—¿Se resistió?

—Sí, se resistió, pero yo me empleé a fondo. Quería darle placer. Estaba loca. Hubiera querido quedarme embarazada. Cualquier cosa antes de perderle.

—Pero me dijiste que eras virgen. ¿Verdad?

—Claro que lo era. Y aquella tarde dejé de serlo en un acto desesperado.

—¿Y qué ocurrió?

—Que él no quiso salir más conmigo —su tono era triste—. Me dijo que me hacía daño y que siempre seríamos amigos. Que me quería pero sólo como amiga o hermana. Yo me sentí fatal, me recriminaba haberle violado y pensé que lo perdía por eso.

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