El anillo (34 page)

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Authors: Jorge Molist

BOOK: El anillo
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Cuando divisé a lo lejos su color terroso iluminado por el sol que venía de nuestras espaldas el corazón me dio un vuelco. Allí estaba otra vez la isla del tesoro. ¡Y ahora lo conseguiríamos!

Echamos ancla en el lado sureste, el sonar del barco marcaba siete metros de profundidad y la costa quedaba a unos veinticinco. Allí, al frente, se hallaba el lugar donde los proyectiles de catapulta de la galera de Arnau ocultaban su tesoro.

—Será mejor que usemos traje de neopreno, escarpines y guantes. Nos protegerán de golpes, raspaduras y frío —informó Oriol—. Las aletas, al contrario, serán un engorro para los pies. Usaremos sandalias de plástico encima de los escarpines como mayor protección contra las rocas.

Iniciamos el trabajo con entusiasmo. El mar estaba llano y el lecho de rocas, tal como dijo Oriol, redondeadas y de un tamaño semejante, se extendía al pie de un farallón elevado casi en vertical unos cinco metros sobre el mar. Lo primero que Luis y yo hicimos, después de saltar del barco y llegar a nado a la orilla, fue comprobar la diferente constitución de aquellos pedruscos y que, en efecto, unos eran de granito y basalto, otros parecían mármol o cuarzo, aunque también los había de roca volcánica verdosa, o de caliza ocre, autóctonos de aquella parte de la isla. Si bien no dudábamos de Oriol, comprobarlo nos llenó de satisfacción.

Teníamos unos simpáticos vecinos, ruidosos a veces; en el acantilado, bastante por encima de nuestras cabezas, anidaban unas pardelas de vientre blanco, que iban y venían en continua actividad de pesca.

En bajamar los cantos estaban a unos cincuenta centímetros de profundidad y en pleamar a casi un metro. Empezamos a achicar las rocas hasta un declive situado a poca distancia mar adentro; depositarlas allí aseguraba que olas pequeñas no las devolvían al mismo sitio. La frontera entre el fondo de cantos rodados y la zona de mayor profundidad estaba formada por un pequeño arrecife de rocas mayores que, tal como sospechábamos, bien habían podido ser transportadas por el hombre.

Al inicio nos colocamos en el límite del arrecife y era fácil lanzar las piedras al otro lado, en especial cuando el agua estaba baja y no hacía falta respirar por tubo, pero cuando tuvimos que mover piedras a más distancia, era muy incómodo andar sobre aquellos cantos y decidimos formar cadena. Uno recogía la piedra, la pasaba al segundo y el tercero la lanzaba por encima de la barrera. Pronto se resintieron brazos y riñones y nos dimos cuenta de que el trabajo llevaría unos días. Tomábamos reposos frecuentes y en marea alta un descanso de varias horas.

Oriol se mantenía en constante alerta y contagió su inquietud a los demás.

—No creo que a Artur se le pueda engañar tan fácilmente —repetía—. Podría aparecer en cualquier momento. Y si lo hace las cosas se pondrán feas.

Así que mirábamos con recelo cualquier embarcación que se aproximara, pero afortunadamente aquella zona no era de anclaje autorizado. Todo el mundo iba a la playa sur, situada a unos cuatrocientos metros al oeste de donde nos encontrábamos, pasados una pequeña isla y un islote. Desde allí, con la ayuda de una lancha neumática, o en algún caso a nado, los turistas se acercan a los restaurantes playeros o a la población.

Cual esposa infiel al marido, yo me sentía culpable por no haberle contado a Oriol mi encuentro con el anticuario a nuestro regreso a Barcelona. Absurdo, pensaba. No hay nada con ninguno de los dos, y si con alguien debiera sentirme culpable éste sería Mike.

Al mediodía movimos el barco hasta la zona de la playa y como tres turistas más bajamos la lancha y fuimos a comer un sabroso caldero tabarquino en uno de los restaurantes.

—No debemos olvidar el placer, no dejemos que el trabajo excesivo nos estropee la aventura —le advertía Luis a Oriol en la comida cuando surgió la controversia a causa de su petición de una segunda jarra de sangría—. Recuerda la filosofía de tu padre. La vida hay que disfrutarla en el camino. Cuando llegas queda poco por gozar. La aventura es el objetivo, el tesoro, sólo cuestión de suerte.

—Tienes razón —le concedió Oriol—. Pero estoy inquieto por Artur, temo que se presente de improviso, y no estaré tranquilo hasta poder entrar en esa cueva.

Como espectadora me parecía del todo curioso el cambio de papeles entre primos. El
okupa
, rebelde contra el sistema, se preocupaba por objetivos materiales y el capitalista, prosaico, esclavo de la divisa, se ocupaba disfrutando del momento cuando tenía una fortuna al alcance de la mano. Vivir para ver.

En la madrugada del tercer día empezó a soplar el
mestral
, viento del noroeste, pero al encontrarnos atracados al sureste, el cuerpo de la isla nos protegía y pudimos continuar nuestro trabajo sin mayores inconvenientes. Había quedado al descubierto una entrada en la roca, mostrando un paso hacia el centro de la isla, a unos setenta centímetros bajo la superficie, en marea baja. Pero quedaba aún mucha piedra que retirar. Nos turnábamos en posiciones distintas, pasándonos los cantos para evitar el cansancio de una postura repetida, pero al haber hecho descender el nivel del fondo el trabajo se dificultaba y había que bregar con tubo y gafas todo el tiempo.

Aquella tarde trabajamos como nunca, el túnel se iba abriendo a nuestros ojos y a pesar del agotamiento la emoción nos hizo continuar retirando piedras de la entrada. Mientras, el viento había rolado a un
llevant
que, llegando del este, alzaba olas que rompían contra el farallón. Al final no quedó más remedio que usar chaleco, botella de aire y una linterna para ver dentro de la oquedad.

Cuando el sol se ocultó, el túnel parecía ya practicable pero decidimos entrar a la mañana siguiente. Estábamos demasiado cansados para culminar aquella noche nuestra aventura y las olas batían con demasiada furia contra la roca. Era peligroso y mucho más con el cuerpo sin fuerzas.

—Dicen que el
llevant
acostumbra a soplar por tres días —informó Oriol—. Y empeorará. Vamos a tener una noche movida. Sería prudente refugiarnos en el puerto.

No quisimos. Tener el tesoro en nuestras manos y abandonarlo era demasiado para nosotros.

La predicción era de olas de fuerza de dos a tres nudos, incómodas pero no peligrosas. Oriol decidió apartar el barco de la orilla diez metros más y anclamos con fondo a una profundidad de once metros. Doblé mi medicación contra el mareo y la ducha representó todo un reto. El agua iba de un lado para otro según los balanceos del buque; había que perseguirla y conseguir que diera en tu cuerpo era una victoria. Con unos sándwiches despachamos la cena sin hablar demasiado. El mar agota y más si está agitado. Si las noches anteriores caíamos rendidos en los catres, más aún en ésta.

Pero no podía evitar pensar que el día siguiente era el gran día, el día soñado. El día del tesoro. Me dormí rezando para que amainara el viento, que se redujera el oleaje y que pudiéramos entrar. Pero estaba inquieta. ¿Era la emoción o un presentimiento? Algo iba a pasar.

Durante la noche se oyó un fuerte golpe. Mi sueño debía de ser superficial, inquieto, y me levanté de un salto. Busqué la luz para orientarme y comprobé que todo se movía, más aún que cuando me acosté. ¿Qué estaba ocurriendo? ¿Habíamos chocado con algo? Antes de acostarnos revisamos el anclaje y por los tirones que notaba no creía que se hubiera soltado, no podíamos estar a la deriva. No se oía nada en la antecámara y pensé que debía investigar qué estaba ocurriendo. Descorrí la portezuela plegable que me separaba del saloncito y al abrir la luz me encontré a Luis sentado en el suelo intentando averiguar dónde estaba. Se había caído de la cama en un bandazo y en su expresión dormilona y aturdida vi al gordito de mi infancia. Ni mis carcajadas consiguieron despertar a Oriol.

Cuarenta y cinco

El viento de
llevant
continuaba soplando aunque había rolado levemente al sur y trajo un amanecer sin brumas con un sol que apareció casi sin aviso, elevándose desde un horizonte de mar y cielo.

Miré hacia la isla, las olas golpeaban el acantilado incansables, no eran excesivas pero sí peligrosas y me dije, decepcionada, que en aquellas condiciones no podríamos acceder a la cueva. Las pardelas del farallón ya estaban despiertas y volaban contra el viento compitiendo con las gaviotas en la búsqueda de comida.

Me extrañó ver turistas en aquella parte de la isla a una hora tan temprana. En los días trabajados allí, a pesar de que ya empezaba la temporada, no habíamos visto a mucha gente; estábamos en un lugar alejado del pueblo y de la playa, y por lo tanto poco concurrido. Pero no le di mayor importancia.

Fui al aseo y mientras cabalgaba sobre la taza decidí tomar otra pastilla contra el mareo y volver a la cama. No sé por qué razón se me ocurrió mirar de nuevo al exterior. Dos barcos de un tamaño parecido al nuestro venían directos a una velocidad que les hacía saltar sobre las olas. No me di cuenta de lo que ocurría hasta que reconocí a uno de los tripulantes: era Artur.

—¡Nos abordan! —grité a los durmientes—. ¡Es Artur!

Los primos tardaron en reaccionar y los otros llegaban a toda prisa. Maniobraron con destreza y el barco de Artur golpeó, no demasiado fuerte, en la popa del nuestro.

De pronto Oriol pareció comprender lo que ocurría y levantándose de un salto y, como si hubiera vivido aquello en sueños muchas veces antes, sin detenerse a pensar, sin ninguna vacilación, cogió el bichero y saliendo a cubierta empezó a usarlo como maza para impedir el abordaje de los hombres del anticuario. Le dio a uno en la cabeza con tanta fortuna que el hombre cayó al mar. Pero él estaba en popa y no pudo evitar que un par de individuos del otro barco saltaran por nuestra proa. Estábamos perdidos.

—¡Llamad a la policía! —pidió Oriol.

Me precipité a la radio pero Luis, que había dejado solo a su primo en la trifulca, tiró de mi brazo haciéndome bajar del puente.

—Déjalo —me dijo—. Si viene la policía nos quedaremos sin tesoro. Es mejor negociar con ellos.

—¿Negociar? —repetí sorprendida—. ¿Cómo puedes... —no terminé mi frase, uno de los matones de Artur había dado la vuelta a la cabina por estribor y acosaba a Oriol por la espalda.

—¡Por atrás!

Le grité y él giró rápido haciendo molinete con el bichero, pero el tipo aquel ya se le había echado encima y pudo parar el golpe con los brazos. Artur y otro hombre saltaban justo detrás de Oriol, que, al girarse y ver allí a su enemigo, sin dudar un instante, le soltó un guantazo en la boca. Me sorprendió. El
okupa
parecía saber artes marciales. Para ser pacifista Oriol hacía aquello pero que muy bien. Los otros dos individuos, casi tan altos como él pero mucho más robustos, le sujetaron al tiempo que le recomendaban calma propinándole un par de puñetazos en la boca del estómago. El golpe encajado por el anticuario no había sido muy fuerte pero éste se llevó la mano a los labios para ver si sangraban. Como no era el caso, Artur recuperó sus modales mundanos y me dedicó una sonrisa:

—La Costa Brava queda más al norte —me dijo—. ¿Lo sabías, querida?

—Sí, querido —repuse con el mismo tono cínico—. Cambio de planes.

Hizo una pequeña inclinación de cabeza aceptando con educación la explicación de una dama.

—Señor Casajoana —le dijo a Luis—. Veo que es hombre de palabra y cumple usted con sus compromisos.

¡Luis! Pensé. Luis está compinchado con Artur. ¿Cómo puede ser?

—Los acuerdos están para honrarlos —repuso éste—. Ahora le toca a usted y debe negociar, tal como quedamos, con mis amigos hasta que logremos un buen acuerdo para todos.

—Ya lo intenté antes, sin éxito. ¿Cree usted que estarán ahora más receptivos? —Artur sonreía malévolo. Estaba disfrutando de su victoria.

—Sí. Estoy seguro de que le van a escuchar —afirmó Luis lanzándome una mirada de súplica.

—Pero ¿cómo has podido hacerlo? —le reproché—. ¿Por qué nos has traicionado?

—Yo opino que el señor Boix tiene también derecho a una parte del tesoro —afirmó levantando la barbilla en un gesto que quería ser digno.

—¿Se lo has reconocido? —quise saber—. ¿En nombre de todos?

—Y también me vendió su parte —aclaró Artur—. Hace unos meses su amigo, que había invertido en empresas de internet, perdió mucho dinero, dinero que no era sólo suyo; estaba apurado, negociamos y yo le compré su parte del tesoro. Hoy ha cumplido su promesa.

—¿Pero cómo pudiste...?

—¡Tenía que hacerlo! —Luis estaba alterado—. ¡Me amenazaba de muerte!

El tonillo que usó me recordaba al gordito llorón de nuestra infancia. ¡Dios!, me dije, ¡si se pone a lloriquear le parto la cara!

—Y ahora nos matará a todos —intervino Oriol—. ¿No te das cuenta, estúpido? ¿No entiendes que, aunque llegáramos a un acuerdo, él jamás podría revender las piezas tranquilo teniendo tres testigos que le pueden denunciar?

—Te crees muy listo —Artur se encaró a Oriol, al que continuaban sujetando aquellos dos individuos de aspecto facineroso por los brazos—. Creías que me engañabas, que el crimen del degenerado de tu padre iba a quedar impune, que te apoderarías de todo... Y encima te atreves a golpearme... —levantó el puño derecho y lo estrelló en la boca de Oriol, que no pudo defenderse. Sonó un golpe amortiguado y que algo se partía. Corrí a interponerme y Artur me empujó a un lado.

—¡Apártate! —rugió—. Esto es entre nosotros dos...

Como abogada nunca aconsejaré a nadie que busque esa situación, y menos que la provoque, pero si una mujer duda entre dos hombres, no hay mejor forma de aclarar sus sentimientos que ver a sus pretendientes enfrentados... en serio. Tu corazón toma partido de inmediato. Ver a Oriol sujeto entre aquellos dos matones, sus labios cubiertos de sangre y a un Artur triunfante agrediéndole, aun reconociendo que Oriol había empezado primero, me hizo sentir una gran ternura por el chico de los ojos rasgados y odio por su oponente. Así que mi corazón, como era previsible, se decidió por Oriol y de paso amorticé el curso de defensa personal que jamás había usado por falta de agresor. Fue instintivo. Me salió una patada a la entrepierna de lo más precisa. Fue un impacto seco seguido de un resoplido y un grito que no le terminaba de salir a Artur de la garganta. Cayó sobre sus rodillas protegiendo, aunque tarde, sus partes con las manos y luego se hizo un ovillo en el suelo. He de reconocer que incluso eso era capaz de hacerlo con estilo y elegancia.

Oriol aprovechó el desconcierto y zafándose del tipo que le sujetaba el brazo derecho, le colocó un codazo en la cara. El individuo cayó hacia atrás mientras mi amigo le lanzaba un puñetazo al otro, que en su intento de esquivarle también le soltó. Oriol no lo pensó un instante y sin detenerse saltó por la borda. De inmediato supe lo que iba a hacer y sentí pánico. Oriol nadaba, sin ningún tipo de equipo o protección hacia la entrada de la cueva que las olas golpeaban sin descanso. Era un suicidio. No sabíamos qué había al otro lado. Podía estar la cueva cegada por un derrumbamiento o inundada, o que, agotado por la pelea y de nadar en aquella marejada, no tuviera fuerzas para superar el sifón, o que las olas le aplastaran contra la pared o mil cosas más. Salir vivo de ésa sería un milagro.

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