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Authors: Nigel Barley

Tags: #Ensayo, Humor, Referencia

El antropólogo inocente (15 page)

BOOK: El antropólogo inocente
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En cuanto avistamos el coche nos dimos cuenta de que había pasado algo. Daba la impresión de que estaba inclinado. Durante todo el tiempo que permanecí en el país Dowayo, la única vez que me robaron fue estando en la misión, de modo que había adquirido la costumbre de dejarlo todo abierto cuando me encontraba lejos de la influencia de la civilización. ¿Habría quitado alguien el freno para moverlo?

Una rápida inspección lo desveló todo. Lo había aparcado al borde de un barranco, pues la continuación del camino conducía al puente que se había venido abajo. El aguacero del día anterior había reblandecido la tierra lo suficiente para que el peso del coche hiciera ceder el terraplén. El vehículo tenía ahora las ruedas de un lado suspendidas sobre un precipicio de veinte metros de profundidad, en un equilibrio tan perfecto que al tocarlo se balanceaba ligeramente. Era una situación en que se imponía el recurso de la fuerza bruta, pero todo el mundo se encontraba todavía en la celebración. No podíamos hacer nada. Desalentados, agarramos los cuadernos, la máquina de fotos y el magnetofón, y dimos media vuelta para emprender el camino de regreso. Era un desafortunado final para un día tan bueno. Para colmo, Zuuldibo nos deprimió aún más con su insistencia en pronunciar sentencias como: «El destino del hombre es el sufrimiento.» Evidentemente, las había aprendido de los musulmanes locales, pues eran uno de los consuelos de su religión. Por lo visto había reunido una interminable colección de lugares comunes del mismo tipo. «El hombre propone y Dios dispone», declaró mientras vadeábamos las heladas aguas del río. «Ningún hombre puede conocer el futuro», manifestó en tanto ascendía a cuatro patas hacia la aldea.

Cuando llegamos buscamos al jefe. Si existe en esas tierras una cosa menos práctica que tratar de fijar la hora de un encuentro con un dowayo, es intentar encontrar a una persona o un lugar. Con plena seguridad, nos informaron de que el jefe estaba en su choza, en Poli, enfermo y borracho, todo menos muerto o en Francia. Nunca llegué a saber con certeza si esto reflejaba una diferencia epistemológica básica entre nosotros —como los conceptos de «conocimiento», «verdad» o «prueba»—, o si simplemente mentían. ¿Me decían acaso lo que pensaban que quería oír yo? ¿Pensaban que tener un firme convencimiento erróneo era mejor que la duda? ¿Sería simplemente una norma cultural tratar de confundir a los extraños todo lo posible? Me inclinaba por la última posibilidad.

Cuando por fin lo localizamos, el jefe inició una retahíla de lamentaciones por nuestra desgracia. De noche no se podía hacer nada, explicó, debido a los peligros de la oscuridad, pero al día siguiente por la mañana él mismo organizaría la operación. «El destino del hombre es el sufrimiento», dije, y Zuuldibo se echó a reír.

Matthieu y yo compartimos una choza situada en medio de una plantación de plátanos y nos alimentamos de los frutos de la tierra, ateridos de frío. En la choza quedaban los restos de una hoguera y un perro dormido que no nos hizo ningún caso. Ahora me doy cuenta de que debía de ser la cocina de alguien, pero por qué estaba allí, lejos de todo, sigue siendo un misterio. Por otra parte, ningún dowayo en su sano juicio permitiría a un perro tumbarse dentro de una choza junto al fuego. Matthieu reaccionó a la auténtica manera dowayo y empezó a buscar una estaca para darle al perro en la cabeza. Cuando la encontró, me apropié de ella para echarla al fuego. Pasamos la noche tendidos en el suelo de tierra batida con la ropa mojada puesta. Aunque tuve la fortuna de que el perro adoptara mis pies como almohada, no la recordaré como la noche más feliz que pasé en el país Dowayo. Hacía mucho frío. Matthieu roncaba y el perro tosía. Traté de calcular las posibilidades que había de que el coche, que todavía no había pagado, se precipitara por el barranco y me consolé pensando en todo el material de calidad que había recogido aquel día, aunque no tuviera ni idea de lo que significaba. Poco antes del alba logre conciliar el sueño con la cabeza apoyada en la funda de la máquina de fotos y los cuadernos debajo de la mano como un aprendiz medieval durmiendo con las herramientas de su oficio.

Matthieu me despertó al amanecer. El flemático perro siguió durmiendo. Tras un periodo relativamente corto de agitación, emprendimos la marcha hacia el coche con cuatro forzudos. El Peugeot 404 es un automóvil que pesa mucho y yo no acababa de creer que con cuatro hombres bastara; pensaba que más bien se necesitaba una docena. Me parecía recordar de mis correrías de estudiante que hacían falta cuatro para levantar un Mini. Zuuldibo nos entretuvo hablándonos del hombre aquejado de diarrea con quien había pasado la noche. El dowayo dispone de un gran muestrario de extraordinarios sonidos para describir el movimiento y el olor. Zuuldibo no se dejó ninguna de las variaciones posibles, de modo que todos estábamos de buen humor cuando llegamos al coche. Sin esperar instrucciones, los hombres se situaron gateando del lado que pendía sobre el barranco y apoyándose con los dedos de los pies en un reborde, levantaron el vehículo con insultante facilidad y lo colocaron en tierra firme. Su evidente falta de esfuerzo parecía indicar que habrían podido hacerlo solo entre dos. Zuuldibo estaba extasiado, aplaudía, se palmeaba las piernas y emitía otra retahíla de gorjeos, clics y nasalizaciones de regocijo. Me di cuenta con vergüenza de que debía repartir unas monedas como muestra de agradecimiento; sin embargo, por desgracia, no llevaba ninguna encima, de modo que distribuí unos miserables cigarrillos. Los hombres quedaron visiblemente defraudados pero no se quejaron. Después de esta experiencia, cada vez que salta a hacer una investigación sobre el terreno procuraba llevar agua, una lata de carne, unas monedas y pastillas antimalaria para una semana; hacía dos días que no tomaba ninguna y empezaba a temer lo peor. Ya notaba que me iba a subir la fiebre y ansiaba disponer de mi botiquín cuanto antes.

Tras un día de descanso, recuperamos la moral. Parecía que el único daño perdurable era el sufrido por mis pies. Alrededor de las uñas de los pulgares me habían salido unas manchas de sangre acompañadas de intensos picores. Tenía niguas, unos desagradables parásitos que penetran bajo la piel para depositar allí sus huevos y pueden hacer que se te pudra todo el pie. Los expertos en África te recomendarán que te pongas en manos de los indígenas, pues saben extraerlos con un imperdible sin reventar los saquitos de huevos. Desafortunadamente, los dowayos no tienen imperdibles y carecen de experiencia en el manejo de estos artilugios. Obligado a actuar por mi cuenta, me los saqué con una navaja, llevándome en la operación generosas cantidades de carne a fin de evitar tocar los huevos, tras lo cual me lavé con alcohol y un antiséptico. Este drástico pero necesario procedimiento redujo en cierta medida mi movilidad durante un tiempo, inconveniente que revistió relativamente poca importancia, pues por fin disponía de material para trabajar y empecé por tratar de poner en claro los apuntes que había tomado en las fiestas. Cada página de notas me tenía varios días ocupado: Repasaba lo que había visto, lo comparaba con las fiestas de mi propia aldea y meditaba sobre qué otro tipo de conocimiento cultural implicaba. Por ejemplo, el hombre que llevaba las calaveras en el baile no era cualquiera, debía tener una relación
duuse
con el difunto. Para comprender lo que quería decir esta palabra, hube de definir todos los términos relacionados con el parentesco. Intentar hacerlo, aunque sea
grosso modo
, a base de equivalentes franceses resulta prácticamente imposible, pero los errores que cometen los dowayos cuando hablan francés son de mucha utilidad. Una muestra es que no distinguen entre sobrino y tío, ni entre abuelo y nieto. Esto me indicó que en dowayo se utilizarían los mismos términos para referirse a ambas categorías, y así resultó. La terminología dowayo es marcadamente recíproca, es decir que si yo me refiero a una persona de una manera esa persona se referirá a mí de la misma manera. Sin embargo, tardé bastante en aclararlo todo. Al final, cogí las últimas tres botellas de cerveza que me quedaban —como en Poli se había acabado, eran las únicas en trescientos kilómetros a la redonda— y pedí que me dejaran usar la escuela y su pizarra. Los hombres que haraganeaban en el cruce estaban más que dispuestos a venir a hablar con este loco inofensivo a cambio de cerveza. Captaron rápidamente los principios de las tablas de parentesco y disfrutamos de una sesión la mar de informativa. Mucho se ha escrito sobre la capacidad o incapacidad de los pueblos primitivos para abordar cuestiones hipotéticas. Yo nunca llegué a estar seguro de si mis dificultades eran puramente lingüísticas o si abarcaban en un ámbito mucho más amplio.

—Si usted tuviera una hermana que se casara con un hombre, ¿cómo llamaría…? −empezaba yo.

—No tengo ninguna hermana.

—No, pero si la tuviera…

—Pero no la tengo. Tengo cuatro hermanos.

Después de varios intentos frustrados en esta línea, Matthieu decidió intervenir.

—No,
patron
. Así. Un hombre tiene una hermana. Otro hombre se la lleva. Es su esposa. El hombre llama al marido ¿cómo?…

Y le contestaban, de modo que adopté este sistema y no volví a tener problemas… hasta que llegué al término
duuse
.

—¿Quién es tu
duuse
? —pregunté.

—Hacemos bromas con él.

—¿Cómo sabes que es tu
duuse
?

—Nos lo dicen de pequeños. Hacemos bromas con él.

—¿Dónde vive?

—Puede vivir en cualquier sitio.

—Si es tu
duuse
, ¿cómo lo llama tu padre?

Pausa.

—Lo llama abuelo.

—¿Cómo lo llama tu hijo?

—Mi hijo lo llama abuelo.

Empezó a hacerse la luz.

—¿Lo llamas tú abuelo?

—Sí.

Entre los dowayos, los jóvenes llaman «abuelo» a todos los ancianos. El término señala únicamente una diferencia de edad. El día anterior me había pasado casi toda la tarde tratando de descifrarlo. Decidí atacar por otro flanco.

—¿Es tu
duuse
de tu propia familia o has emparentado con él a través del matrimonio?

—De mi propia familia —dijo uno.

—A través del matrimonio —dijo otro—. Es como un abuelo.

Probé otro enfoque.

—¿Cuántos
duuse
tienes?

—No se puede saber.

Se me ocurrió que la palabra podía referirse a otros aspectos del mundo distintos del parentesco biológico, que podía pertenecer a una clase totalmente distinta de palabras. Lo intenté todo (residencia, casa de calaveras, relaciones de intercambio) pero seguí sin saber lo que quería decir. Adopté entonces la táctica de pedirles que me presentaran a sus
duuse
. Nos sentábamos y yo trataba de descifrar qué relación los unía. Al final me hice una idea de lo que era. Un
duuse
era alguien con quien uno estaba vinculado a través de un pariente común de la generación del bisabuelo o anterior y, al menos, con un nexo femenino intermedio. Es decir, era alguien como el abuelo de mi madre, para cuya designación no existía ningún otro término, que pertenecía a otra casa de las calaveras y estaba en el límite del círculo familiar, donde era imposible establecer los vínculos de parentesco con claridad. Ello explicaba por qué, aunque reuniera a dos
duuse
, con frecuencia me contaban dos versiones distintas de sus relaciones. Así pues, cada persona tenía un gran número de
duuse
potenciales de los cuales seleccionaba un pequeño grupo con el cual hacer bromas y llevar a cabo actividades rituales.

Las cosas más triviales planteaban similares problemas: las plumas que llevaba un hombre en ocasiones distintas, las hojas empleadas en rituales especiales, los animales que pueden o no matarse. Todos estos datos eran potencialmente importantes para comprender en qué tipo de mundo cultural vivían los dowayos. Por ejemplo, el leopardo ocupa un lugar preeminente en su mundo, aunque hace treinta años que han desaparecido del país Dowayo. Los leopardos matan a hombres y ganado, y en cuanto tales están equiparados al hombre. Los circuncisores, como vertedores que son de sangre humana, deben gruñir a la manera de los leopardos cuando están de caza, mientras que los muchachos que sufren la intervención se visten de leopardos jóvenes. El que mata un leopardo ha de someterse al mismo ritual que si hubiera matado a un hombre. El que ha matado a un hombre es denominado «leopardo» y se le permite llevar garras de ese animal en el sombrero. Cuando hablan de sus ritos de enterramiento, los dowayos hacen gran hincapié en el hecho de que el leopardo, al igual que ellos mismos, pone los cráneos de sus muertos en los árboles, referencia al hábito de transportar sus presas a un árbol para comérselas. Se cree, además, que los hombres poderosos y peligrosos como los brujos de la lluvia tienen capacidad para transformarse en leopardos. Todas estas actitudes diversas «cobran sentido» si se consideran como un modo de contemplar la parte salvaje y violenta de la naturaleza humana.

Pero incluso un área de investigación tan simple, y para un antropólogo tan evidente, requirió varias semanas de esfuerzo continuo. La gente se resistía a hablar de los propiciadores de lluvia y de los leopardos. Lo descubrí charlando con un muchacho que me encontré un viernes yendo camino del pueblo a buscar el correo. Tuvimos que refugiamos de la tormenta debajo de un árbol y la conversación se orientó espontáneamente hacia los brujos de la lluvia. El chico me señaló un monte que tenía permanentemente una nube encima. «Ahí es donde vive uno —dijo—. Domboulko. Allí siempre hay agua, hasta en la estación seca. Pero el mejor es mi padre en Kpan. A su muerte, yo compraré el secreto de la lluvia una vez que se haya convertido en leopardo.» Aguzando el oído, me propuse explotar aquella veta de oro puro mientras el mozalbete seguía hablando despreocupadamente de las cosas que más me interesaban. Cuando llegamos a Poli, estaba al tanto de la importancia de las montañas y las cuevas especiales, de la existencia de piedras que sirven para producir lluvia y del poder del propiciador de lluvia para matar mediante el relámpago (aparte de que llevaba dentadura postiza). Una vez me hube enterado de estas cosas, no me costó ningún trabajo que me las corroboraran en la aldea. Sin embargo, sólo la suerte me había brindado esa información sobre los brujos de la lluvia y los leopardos. Si no me hubiera encontrado andando por ese camino en ese preciso momento, quizá no me habría enterado nunca, o tal vez habría tardado mucho.

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