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Authors: Nigel Barley

Tags: #Ensayo, Humor, Referencia

El antropólogo inocente (19 page)

BOOK: El antropólogo inocente
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De esta forma adquirí una envidiable fama de testarudo. Si me citaba con alguien y no aparecía, me limitaba a sentarme a esperar con un libro hasta que se presentara. Estaba convencido de que por fin había logrado una victoria occidental sobre la noción del tiempo que tenían los dowayos.

Jon y Jeannie, aparte de resolverme el problema del transporte y de estar dispuestos a traerme suministros de la ciudad, remediaron asimismo otras necesidades. Jon me dio una llave de su oficina para que la usara cuando él estuviera fuera. Disponía así de una auténtica mesa de despacho, la primera superficie plana para escribir que había visto en el país Dowayo, luz eléctrica y papel. Nadie que no haya vivido en una aldea de montaña africana apreciará estos lujos. Podía cruzar la puerta y abandonar el país Dowayo durante varias horas seguidas, extender mis cuadernos y comenzar a analizar datos para detectar áreas en que mis conocimientos fueran incompletos e identificar otras en que la investigación podía resultar provechosa, es decir, satisfacer las exigencias del pensamiento abstracto sin interrupción ni distracción, pretensiones, todas ellas, contrarias a la esencia de África.

Esto, naturalmente, fue posterior a nuestro primer encuentro, pero los acontecimientos superaron con creces mis propias expectativas. Como ya he dicho, por aquellos días me ocupaba de la ceremonia del cántaro. El día anunciado, me presenté en el lugar señalado y descubrí, para mi sorpresa, que la ceremonia iba a tener lugar tal como se había previsto. Confieso que subir hasta allí había mermado mis facultades más de lo que esperaba; cuando alcancé la cima apenas me tenía en pie y el mundo se balanceaba ante mis ojos. Tomé nota de la ceremonia lo mejor que pude, de la decoración del cántaro de la difunta como si fuera un candidato a la circuncisión, de los cantos y de los bailes, en los cuales un hombre llevaba el cántaro en la cabeza. Pero algo malo me ocurría. Me costaba mantener los ojos abiertos, el peso de la máquina de fotos me parecía insoportable y de repente las «explicaciones» de los dowayos me irritaban sobremanera. Estaba sentado en la valla del corral, tratando de dilucidar el grado de parentesco que unía a los diversos participantes en la ceremonia, cuando un hombre me advirtió que no me sentara en ese lugar en concreto so pena de contraer una horrible enfermedad. Le pedí a mi ayudante que me lo explicara. Según él, el problema residía en unas vasijas rotas que había en un rincón. Allí se acumulaban ciertos gases que podían anular las vitaminas de mi estómago. Esta monserga hizo que se me acabara la paciencia y, para mi propia sorpresa, desató en mí un acceso de furia totalmente fuera de lugar, pues era una de las típicas explicaciones a que me tenían acostumbrado los dowayos instruidos. En un estado mental normal lo habría acogido como un intento de traducción a una forma pseudooccidental de una percepción tradicional dowaya. De hecho, como descubrí posteriormente tras penosos interrogatorios, el peligro residía en las piedras destinadas a garantizar la fertilidad de las vacas que había enterradas debajo de las vasijas rotas, pues podían interferir en la sexualidad humana, por lo cual sólo los ancianos que hubieran rebasado la edad de la paternidad podían acercarse a ellas. Al sentarme de aquel modo ponía en peligro mi propia fertilidad.

Hacia el final de la ceremonia apenas podía ya tomar notas y bajé al llano a toda velocidad ansiando derrumbarme en mi cama de barro. Al día siguiente, antes de que acabara de salir el sol, me arrastré hasta el pueblo con intención de que me viera el médico. Este me examinó los ojos, miró por el microscopio la orina de vivo color naranja que estaba segregando y declaró que tenía una hepatitis vírica. «¿No le habrán puesto alguna inyección con una aguja sucia recientemente?», preguntó. Yo pensé de inmediato en el dentista de Garoua. La única cura posible consistía en vitamina B, mucho descanso y una dieta nutritiva. Dadas mis circunstancias, aquello era imposible. Después de guardar cama unos días, me encontraba bastante mejor y regresé a la montaña con objeto de terminar la investigación de la ceremonia del cántaro.

Con la mente todavía bastante turbia, continué trabajando durante otra semana aproximadamente hasta que vino a verme Jon acompañado de otro misionero de N'gaoundéré. No recuerdo la conversación que mantuvimos. Era algo relacionado con las connotaciones sexuales de los ñames con forma de pene, de los cuales me había procurado un ejemplo aquel mismo día. Sí me acuerdo de que cruzaron miradas de complicidad y cuchichearon algo en privado. Parecía que mi estado les preocupaba un poco y deseaban llevarme al hospital de la misión de N'gaoundéré.

Yo no estaba nada convencido de que fuera necesario recurrir a medidas tan extremas, pero, afortunadamente, insistieron en pasar al día siguiente cuando emprendieran el viaje. Me recomendaron que me lo pensara. Armado de jabón, me encaminé al nadadero, pero a unos cien metros de la aldea me asaltó una tremenda fatiga que me impidió continuar. Me senté en una piedra convenientemente colocada allí y comprobé que había perdido el control de las piernas. Empezó a llover copiosamente, pero no podía moverme. Me acordé de que era mi cumpleaños y me eché a llorar como una Magdalena. En este estado me encontró Gastan, un hombre de una aldea próxima. Le conté entre sollozos que no podía andar, me cogió en brazos y me llevó a mi choza, donde estuve durmiendo hasta que me condujeron al hospital.

9. EX ÁFRICA SEMPER QUID IMMUNDUM
[5]

A todo occidental se le cae el alma a los pies con sólo entrar en cualquier hospital africano. No hay nada en ellos que recuerde el silencio y los tonos pastel de nuestras instituciones. Los aspectos desagradables y repulsivos del cuerpo humano no se ocultan en salas separadas ni detrás de biombos. Son lugares públicos. Cuando alguien está enfermo, toda la familia se empeña en estar a su lado sin dejar por ello de cocinar, hacer la colada, alimentar a los niños y resolver los problemas domésticos a voz en grito como si estuvieran en casa. Hay radios a todo volumen, quincalleros anunciando todo tipo de baratijas, largas colas de mujeres vendadas y hombres enyesados asiendo papeles como si fueran amuletos. Los enfermeros pasan entre ellos inmersos en sus propios quehaceres, sin prestar atención alguna a las manos que los agarran ni a las voces gimientes. Los alrededores suelen ser un desastre ecológico. Se han arrancado todas las hojas para secarse manos con ellas y todas las ramitas para alimentar hogueras; toda brizna de hierba ha sido pisoteada hasta la muerte y, para acabarlo de rematar, el paisaje lunar está salpicado de pulcros montoncitos de excrementos de los cuales se alimentan los perros vagabundos.

En medio de todo esto hay un médico, generalmente blanco, asediado y abrumado de trabajo, que corre de una urgencia a otra, combinando en su servicio las competencias de una docena de departamentos. En semejante entorno recibí tratamiento en forma de unas inyecciones de gammaglobulina que me dejaron sin poder mover las piernas en dos días, tras lo cual, una vez más, fui recogido por los Nelson, que decidieron poner en práctica una política de engorde.

Por lo visto, el mayor problema de la hepatitis era que podía volverse crónica fácilmente y perseguirme hasta el fin de mi estancia. En consecuencia, era importante identificar cuál de las diversas variedades posibles había contraído. Ello sólo podía hacerse en Yaoundé. Allí había también un dentista como es debido que podía arreglarme la boca de una manera más digna hasta que regresara a Inglaterra. La evidente desazón que causaba en los occidentales cada vez que se me salían los dientes en mitad de una comida, de una conversación o de otras formas de actividad cotidiana me animó a buscarlo.

El desastre financiero me asediaba por todos los frentes. Todavía no me llegaba el dinero. El banco era incapaz de seguir las más sencillas instrucciones y mi endeudamiento con la misión estaba alcanzando cotas bochornosas. Para colmo, ahora tenía que hacer frente a los gastos de reparación de mi coche y de mi cuerpo. Desesperado, mandé un telegrama a la universidad pidiéndoles que me adelantaran quinientas libras esterlinas para salir del atolladero. Si me las podían enviar por cable, las recogería en la Embajada Británica de Yaoundé.

Mi hundimiento físico se había producido en un momento relativamente oportuno, pues la temporada de rituales más importante había finalizado y la cosecha, que tenía mucho interés en presenciar, todavía no se había iniciado. Disponía de unas tres semanas para reponerme y regresar sobre el terreno. Con suerte, a lo mejor llegaba a tiempo. Haciendo rechinar los dientes, emprendí viaje a Yaoundé.

En atención a mi delicado estado, decidí viajar en litera y pasar por alto el despilfarro. Me sorprendió la limpieza y comodidad del vagón, así como su estilo, pues parecía proceder de la Compañía de Ferrocarriles Tierra del Fuego y datar del año 1910. Con todo, la oportunidad de disfrutar de una buena noche se vino abajo gracias a los esfuerzos del empleado por ponerme en el mismo compartimiento que una formidable libanesa acompañada por su esbelta hija. El ferroviario me señaló una cama; yo acomodé mi equipaje y me dispuse adormir. La arpía oriental se lanzó entonces bruscamente contra el empleado diciendo: «Ningún hombre va a dormir en la misma habitación que mi hija hasta que se case.» Y susurró: «Es virgen.» Ambos la contemplamos con renovada atención. Yo intenté negar todo interés por los encantos físicos de su retoño. La chica soltó una risita. El empleado empezó a despotricar y dejaron de prestarme atención.

Seguidamente, y pese a las constantes protestas de la mujer, el empleado nos deleitó con una lectura detallada del reglamento. Continuaron dándole vueltas y más vueltas al asunto, con la falta de pragmatismo que caracteriza todas las discusiones africanas.

—Conozco a un director del ferrocarril. Haré que lo despidan.

—Mi hermano es inspector de inmigración. Haré que la deporten.

—¡Salvaje!

—¡Puta!

Se enzarzaron entonces en una indecorosa riña que terminó con grandes cantidades de escupitajos. La muchacha y yo intercambiamos miradas de muda complicidad. Había llegado el momento del dogmatismo y, no sin dificultad, me levanté. Al parecer, la mujer temió que intentara asaltar a su hija y se interpuso entre nosotros de un salto blandiendo los puños. Aprovechando la distracción, el empleado la agarró por detrás y tiró de ella hacia el corredor vociferando. Llegados a este punto, se congregó un numeroso público, formado principalmente por policías de viaje que lo observaban todo con serena indiferencia mientras otros espíritus más belicosos jaleaban a los combatientes.

En cuanto a mí, me alejé cojeando pasillo abajo, donde encontré casi todas las literas vacías y elegí una al azar. El empleado consideró mi acción un vil abandono y me castigó con una perorata sobre la opinión que le merecían los libaneses hasta que le di una propina para que se fuera. Durante toda la noche oí cómo, cada vez que la centinela veía que se acercaba el enemigo, abría la puerta del compartimiento para soltarle una andanada de invectivas. A la mañana siguiente, mientras entrábamos en Yaoundé, el empleado se afanaba por impedir que la mujer encontrara un mozo en tanto ella pretendía echarle un vaso de agua por encima.

Me cité con los amigos franceses que había conocido a mi llegada al país, en el bar de siempre, y nos pusimos a chismorrear sobre lo que cada uno había pasado. Parecía que la mayoría de los ausentes habían sucumbido a las virulentísimas enfermedades venéreas que amenazan a toda el África occidental, pues la vida social es tan aburrida que fornicar constituye la principal distracción. Comprobé horrorizado que los vendedores de souvenirs me reconocían como alguien que había pasado sin comprarles nada la primera vez y estaban decididos a no dejarme escapar en esta ocasión.

Si bien cuando llegué a Camerún me impresionó fuertemente la fealdad y suciedad de Yaoundé, ahora la ciudad me parecía un paraíso de belleza y buen gusto, rebosante de todas las comodidades de la civilización. En los pocos meses transcurridos desde entonces algo drástico le había ocurrido a mi criterio. Observé que tampoco me conmovía la chocante distribución de la riqueza. Mientras estaba sentado en el café, fundamentalmente en compañía de blancos, apareció un niño que se plantó en medio de la acera y, empujado a tan tierna edad hacia el radicalismo político por una misteriosa fuerza, empezó una diatriba contra los extranjeros. A la clientela del café les pareció divertidísimo y le empezaron a echar monedas que él iba recogiendo del suelo.

Pronto me encontré instalado en el piso de mis amigos y volví a comprobar lo diferentes que son las prioridades de los jóvenes franceses y las de los ingleses. Los ingleses o americanos solteros que uno conoce en tales circunstancias o bien viven de los productos de la tierra o bien a base de latas, pero los franceses se aferran a su
cuisine
. Cuando no estaban dando clases, su vida consistía en hacer carreras por la jungla, asistir a fiestas en la embajada y organizar excursiones turísticas. Uno de ellos era un taxidermista entusiasta especializado en disecar armadillos (animales escamosos que se alimentan de hormigas). Al parecer, se trata de bichos dificilísimos de matar y él experimentaba constantemente nuevos sistemas de darles muerte. No era inusual encontrarse la bañera llena de vigorosos armadillos que se suponía acababa de ahogar, o que unos armadillos que acababa de «matar de frío» forzaran la puerta del congelador.

Por una extraña coincidencia, el nuevo médico de la policlínica resultó ser un conocido mío; era el novio de la hermana de un viejo amigo y nos habían presentado una vez en un bar de La Rochelle. Resultó sumamente reconfortante comprobar que el mundo era un pañuelo y funcionaba según principios tan africanos como los del parentesco extenso. El galeno dispuso que me hicieran unos análisis de sangre, procedimiento que a mí no me acababa de convencer. Me parecía contradictorio que me clavaran agujas como cura de una enfermedad contraída por haberme clavado una aguja.

Al día siguiente pasé por la embajada para ver si había señales de mi dinero. Para sorpresa mía, descubrí que era el causante de una gran actividad. A través del Ministerio de Asuntos Exteriores de Londres, les había llegado una exageradísima información sobre mis lesiones y desfiguramiento, hasta el punto de que un miembro de la misión diplomática se había planteado la posibilidad de rebasar los límites de la capital para buscarme. Como de costumbre, procedieron prolijamente a explicarme las muchas maneras en que no podían ayudarme. Lo que sí hicieron fue colarme en el consultorio del dentista, pero negaban rotundamente saber nada de mi dinero.

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