—No hay problema —dijo Grant—. Aún tengo trabajo pendiente con ese lastre, y si me pongo ahora puede que mañana esté solucionado. Así tendréis tiempo de conoceros mejor.
Dilara salió del cuarto de invitados y, a pesar de las ojeras, no iba hecha un desastre como cuando la rescató. Llevaba el pelo recogido en una coleta, y aun con las mejillas enrojecidas por el frío y el viento, tenía un bronceado que sugería largos periodos pasados o bien al sol o bien en el Mediterráneo, y probablemente ambas cosas.
Tyler reparó en que disimulaba su cansancio, hasta el punto de que no le hubiera sorprendido verla caer desmayada. Tragar agua mientras sostenía a un hombre que le doblaba el peso debía de haberla dejado agotada.
Había escogido su ropa y le había calculado bien la altura, metro setenta y cinco, pero el mono le hacía bolsas. Su traje de supervivencia era tan grueso que no había reparado en lo delgada que era. No le quedaban agujeros en el cinto.
—Si quieres podría ir a buscarte algo que te sentara mejor —propuso Tyler. Grant, de pie tras Dilara, enarcó una ceja y cabeceó como dando a entender cuánto le gustaría verla con ropa más ceñida. Su socio le hizo una inclinación con la cabeza, y el ex luchador negro captó el mensaje.
—Tengo algunos asuntos pendientes —se excusó el hombre—. Ha sido un placer conocerte, Dilara. —Guiñó un ojo a Tyler y se marchó.
—¿Qué tal si nos tomamos ese café que me prometiste? —sugirió ella.
—¿Estás segura de que no prefieres descansar antes? Da la impresión de que vas a caer redonda en el momento menos pensado.
Dilara se irguió al tiempo que aspiraba aire con fuerza.
—Créeme, no es la primera vez que las paso canutas. En una ocasión anduve por el Sahara durante dos días sin agua, después de que la furgoneta que conducía me dejase tirada. Soy capaz de aguantar un poco más despierta. Pero no le diría que no a una hamburguesa con queso para acompañar ese café.
—Hecho.
Señaló el pasillo que llevaba al comedor. Dilara caminó delante de él con el paso propio de quien no tiene tiempo que perder. Aunque Tyler ignoraba qué pretendía esa mujer, le gustaba su dureza.
Algunos se habían rezagado en el comedor, una instalación tipo cafetería con una parrilla y una zona habilitada con largas mesas laminadas. A Tyler le recordaba el comedor de una empresa. Sirvió dos tazas de humeante café y encargó dos hamburguesas. Encontraron una mesa vacía en el extremo opuesto de la sala. Dilara se sentó en la silla situada frente a Tyler y miró a su alrededor a la gente que los rodeaba. Satisfecha al ver que nadie les estaba escuchando, se volvió hacia su acompañante.
—Agradezco que tu amigo nos permita hablar a solas.
—A Grant le confiaría la vida. Me salvó cuando me hicieron esto —dijo, señalando la cicatriz del cuello—. Pero le pedí que nos dejara a solas. Tuve la sensación de que querías cierta intimidad.
Dilara frunció el entrecejo, intentando recordar.
—Su cara me pareció conocida. ¿Dónde lo he visto antes?
—Cuando estuvo en la Universidad de Washington, Grant fue tres veces campeón de lucha libre de la liga universitaria. Después compitió como profesional durante tres años.
A Dilara se le iluminaron los ojos.
—¡Pero si es La Quemadura! El tipo que lo dejó todo para enrolarse en el ejército después del Once de Septiembre.
—El mismo. No suele mencionarlo, y la mayoría de la gente es incapaz de reconocerlo sin las rastas.
—¡Increíble! No sé nada de lucha, pero incluso yo he oído hablar de él. Incluso me sé su frase… —Y adoptando un tono más grave y solemne, exclamó—: «¡Te dispones a sentir en tus carnes La Quemadura!»
Tyler rompió a reír.
—Qué imitación más buena, aunque debo decir que tu mueca supera al original.
—¿Qué está haciendo aquí? ¿No quiso volver al circuito profesional?
—No, demasiado castigo para su cuerpo después de años en el ejército. Se retiró para siempre. Pero cuando vuelvas a verlo, pregúntale por sus llaves preferidas. Le encanta hablar de eso.
Dilara pareció distraída por la charla, así que Tyler guardó silencio para dejar que se concentrara en el asunto que quería plantearle.
—Quieres saber qué hago aquí —dijo, al cabo.
—La verdad es que tengo curiosidad, sí.
—Mira, no soy ninguna chiflada.
—No creo que lo seas.
—Cometí el error de mencionar antes de tiempo el arca de Noé. Cuando me hundía en el océano, lo único que podía pensar era en qué me había llevado allí. Cuando oí tu nombre, no pude esperar a decírtelo.
—¿Así que tu plan original consistía en darme un poco de jabón antes de pedirme que te ayude a buscar el arca de Noé?
—Dicho así suena aún peor. Mira, no quiero que pienses que soy una loca o algo por el estilo.
—A mí me pareces muy cuerda.
—El problema es que ni siquiera estoy segura de que puedas ayudarme. Lo único que tengo son unas pocas palabras que me dijo un amigo de mi familia, Sam Watson. —Pronunció el nombre para ver si a Tyler le sonaba—. ¿Conoces a Sam?
Él negó con la cabeza.
—¿Debería?
—Pensé que tal vez lo conocías. Fue él quien me pidió que te localizara.
—¿Por qué?
—Sam me dijo: «Tyler Locke, de Gordian Engineering. Obtén su ayuda. Él conoce a… Coleman».
—El único Coleman que conozco es John Coleman, de la consultoría Coleman Engineering —repuso él, desconcertado—. También es ingeniero. De vez en cuando competimos profesionalmente, pero llevo un año sin cruzar palabra con él.
—De modo que no sabes qué relación existe entre Coleman y tú.
—No tengo la menor idea. ¿Mencionó tu amigo alguna otra cosa?
—Pronunció unas cuantas palabras inconexas. Hayden. Proyecto. Oasis. Alba. Génesis. ¿Significan algo para ti?
Tyler las consideró unos instantes, pero ninguna de ellas le resultaba familiar.
—Aparte del significado obvio de algunas, no sé qué decirte. Sin embargo, me gustaría saber por qué dices que esto está relacionado con el arca de Noé.
—Y así es.
—¿Y también conmigo?
—Sí.
Tyler tuvo que admitir que todo aquello era muy raro. ¿Qué relación podía tener él con el arca de Noé?
—Me pregunto por qué Sam Watson no se puso en contacto conmigo personalmente.
—Su plan era hablarlo conmigo antes. Verás, mi padre también era arqueólogo. Hasad Arvadi. ¿Lo conociste? —preguntó ella, mirándolo expectante.
Tyler hizo un gesto de negación. Dilara recostó la espalda visiblemente decepcionada.
—¿Turco?
—Muy bien. Estoy impresionada.
—Pasé algún tiempo en la base aérea de Incirlik. —Incirlik fue la principal base norteamericana en Turquía, punto de partida de muchos de los vuelos que sobrevolaron Irak—. Tu nombre de pila también tiene un aire turco. ¿Qué significa?
Ella se sonrojó.
—Amante. Mi padre fue uno de los pocos turcos cristianos —se apresuró a añadir—. Emigró a Estados Unidos, pero utilizó sus contactos en Turquía para poder acceder al monte Ararat. En el pasado era muy difícil obtener permiso para explorar la región. El trabajo de toda su vida consistió en hallar pruebas de la existencia del arca de Noé. La mayoría de los miembros de la comunidad arqueológica lo consideraban un chiflado, obsesionado con teorías carentes de solidez, pero Sam me aseguró que la había encontrado.
Tyler tuvo que contener la risa.
—¿Que encontró el arca de Noé? ¿La verdadera arca de Noé?
—Lo sé. Suena ridículo, pero eso fue lo que Sam me contó. «La investigación de tu padre… lo desató todo. Tienes que… encontrar el arca», me dijo.
—Si alguien hubiera encontrado el arca de Noé, supongo que me habría enterado de un modo u otro.
—No si el hallazgo nunca se hubiese hecho público. Mi padre lleva tres años desaparecido. Sam me dijo que alguien lo asesinó por el arca de Noé. Yo lo creo.
—¿Por qué?
—Por esto. —Dilara le mostró un guardapelo que le colgaba del cuello. Al abrirlo, dejó al descubierto el retrato de una hermosa mujer de pelo castaño oscuro. A excepción del tono de piel más claro, podía corresponder a la propia Dilara.
Tyler asintió, comprensivo.
—Mi madre —dijo ella—. Yo tenía trece años cuando falleció. Mi padre era de Ankara, y mi madre una italonorteamericana de Brooklyn. Se conocieron cuando él se trasladó a Nueva York para ocupar una plaza de profesor en Cornell. Fueron una pareja insólita, pero estaban muy enamorados.
Eso explicaba las exóticas facciones de Dilara.
—¿Qué papel tiene en esto el guardapelo? —preguntó Tyler.
—Mi padre nunca se lo quitaba. Me llegó por correo, como regalo de cumpleaños, en la época de su desaparición. Creo que sabía que corría peligro. Creo que quiso dármelo antes de que lo asesinaran.
Él sacudió lentamente la cabeza.
—Mira, lamento mucho lo de tu padre, pero aún sigo sin comprender qué tiene que ver todo esto conmigo. ¿Dónde está Sam ahora?
—Ha muerto. Ellos lo mataron ante mis propios ojos.
—¿Ellos?
—La gente que pretende asesinarme.
—O sea, que hay gente decidida a quitarte de en medio —dijo Tyler, poco convencido, como si respondiera a un enfermo mental que acabara de revelarle que había sido objeto de una abducción alienígena.
—Así es —insistió Dilara, exasperada a juzgar por su tono de voz—. Por eso se estrelló el helicóptero. No fue un accidente. Alguien lo derribó a propósito.
Sebastian Ulric apretó el botón para apagar la hilera de televisores que mostraban la cobertura que hacían las distintas cadenas del accidente de aviación de Rex Hayden. Se levantó y se dirigió a la cubierta de popa de su yate de lujo, el
Mako,
una embarcación tan grande que contaba con su propio helipuerto y un submarino. A veintidós kilómetros de distancia, las colinas de Palo Verde asomaban por detrás de la mezcla de niebla y humo que colgaba sobre Los Ángeles y Long Beach. Una leve brisa le revolvió el pelo rubio, único detalle que parecía fuera de lugar en su aspecto, agraciado con atributos que solían encandilar a sus seguidores: intensos ojos verdes, cuerpo musculoso de piel bronceada y una fuerte mandíbula que sugería su fuerza y determinación. Ulric sabía que encajaba en el ideal de líder natural, y que lo sucedido recientemente le obligaba a asumir de nuevo ese papel. Cerró los ojos y se concentró, en un esfuerzo por hallar la guía que le revelase cuál era el siguiente paso.
—No es más que un ligero contratiempo, señor. —Dan Cutter lo había seguido al exterior. Servicial hasta la médula, aquel hombre siempre deseaba complacerlo. Era un genio de la táctica que carecía de miras más amplias.
Ulric se volvió hacia Cutter con una sonrisa en los labios. El veterano del ejército era un gigante con la frente abultada como las de las ballenas Beluga de Seaworld. Tenía el físico de un caimán, y un rostro anguloso y surcado de cicatrices que delataba los años pasados en polvorientos campos de batalla. Sin embargo, en ese momento tenía el aspecto servil del cachorro que ha decepcionado a su amo.
—¿Crees que estoy disgustado? —preguntó Ulric—. Todo lo contrario, estoy encantado.
—¿Encantado, señor?
—Pues claro. Mira hacia allí y dime lo que ves.
Cutter hizo una pausa, extrañado como si se tratara de una pregunta con trampa.
—Los Ángeles, señor —dijo, convencido.
—Ajá. Ves una ciudad. Pero es una ciudad azotada por el crimen, la pobreza, la avaricia, la infelicidad, el libertinaje, la maldad. Puedes encontrar todos los pecados del mundo en esa urbe. Hablamos de una de las ciudades más ricas en uno de los países más ricos del planeta. Ahora piensa en sus aflicciones y multiplícalas por un millón. Ese microcosmos de pecado se verá aumentado de un modo inimaginable. Tanto que es imposible abarcarlo. Resulta confuso pensar que, a pesar de las cosas que hemos logrado como especie, hemos llegado mucho más allá para envilecernos y rebajarnos a un nivel tan bajo. ¿Sabes qué veo yo?
—No, señor.
—Cuando contemplo esa ciudad, veo una pizarra limpia. Veo un nuevo punto de partida para la humanidad. Es uno de los miles de lugares que seremos capaces de reclamar para los justos, para los virtuosos como nosotros, en cuanto se nos presente el Nuevo Mundo. Y ahora sé que mi visión se hará realidad. Nuestra demostración ha sido un éxito. Nuestra gente creerá. Verán que puede hacerse y que he cumplido la promesa que les hice.
—¿Y qué me dice del avión? Debía estrellarse en mitad del océano cuando sobrevolara Honolulú. Puesto que lo ha hecho en el desierto, enviarán equipos a investigar los restos.
—Tú lo has dicho, eso es un contratiempo sin importancia.
—¿Y si el artefacto ha sobrevivido el impacto? El plan era que se hundiera en el mar. Si lo recuperan, podrían llegar hasta nosotros.
Ulric tuvo que admitir que los restos del artefacto podían suponer un problema. Era presidente y director ejecutivo de tecnología de Farmacéuticas Ulric, cuyos métodos revolucionarios para la producción de vacunas habían arrasado en el mercado, aumentando el valor de sus acciones en Bolsa y la riqueza del propio Ulric hasta la estratosfera. Claro que saltarse algunos de los controles y las aprobaciones de la Administración de Alimentos y Medicamentos después de llenar los bolsillos adecuados facilitaba mucho las cosas. Su combinación de dinero y contactos en la industria médica había posibilitado la construcción del artefacto, pero algunos de los componentes eran muy peculiares, y existía la incipiente posibilidad de que pudieran llevar a los investigadores hasta Farmacéuticas Ulric.
Los planes cuidadosamente orquestados para la operación Nuevo Mundo de Ulric llevaban tres años gestándose, y el viernes era la fecha clave. No había modo de acelerar el calendario, y él no podía arriesgarse a que sus planes se vieran comprometidos en ese momento crítico. Debían recuperar el artefacto.
—¿Podrías recuperarlo? —preguntó Ulric.
—Sí, pero me llevará tiempo infiltrarme en el lugar del accidente. Para entonces, habrán trasladado los restos del equipaje a algún otro sitio para su inspección y análisis. Sería más sencillo ir a buscarlo al desierto. Siempre y cuando no haya quedado destruido.
—Recemos para que así sea.
—Por supuesto.
—¿Y el otro asunto?
—Con eso también tenemos un problema.
—¿Cómo? —Ulric no había vuelto a oír hablar al respecto. Pensó que estaba zanjado.