Las trampas medían la destreza tecnológica de la cultura emergente y sugerían la manera en que podían tratar de contrarrestar la amenaza de los inhibidores. Por algún motivo que Khouri no comprendía y que, desde luego, nunca le habían explicado, la respuesta ante la aparición de inteligencia debía ser proporcionada.
No bastaba sencillamente con aniquilar toda la vida de la galaxia; ni siquiera de una región de esta. Tenía que haber, comprendía, un propósito más profundo en las matanzas de los inhibidores que ella aún era incapaz de aprehender, y que quizá nunca pudiera.
Y pese a todo, las máquinas no eran perfectas. Habían comenzado a fallar. No era algo que se pudiera detectar en una escala temporal inferior a unos cuantos millones de años. La mayoría de las especies no duraban tanto, así que solo veían una macabra continuidad. El único modo de observar el declive era a muy largo plazo, y no quedaba evidenciado en los registros de las culturas individuales, sino en las sutiles diferencias que había entre unos y otros. El coeficiente de inclemencia de los inhibidores seguía siendo tan elevado como siempre, pero sus métodos empezaban a resultar menos eficientes y sus tiempos de respuesta más largos. Algún profundo y sutil fallo en el diseño de las máquinas había logrado salir a la superficie. De vez en cuando, una cultura se colaba entre su red y lograba esparcirse por el espacio interestelar antes de que los inhibidores pudieran contenerla y erradicarla. Entonces la intervención resultaba más difícil y se parecía menos a una operación quirúrgica y más a una matanza.
Los amarantinos, esas criaturas como pájaros que habían vivido en Resurgam un millón de años atrás, fueron una de esas especies. El esfuerzo por eliminarlos se había prolongado, lo que permitió que muchos de ellos se refugiaran en diversos santuarios ocultos. El último acto de las máquinas asesinas había sido aniquilar la biosfera de Resurgam al desencadenar una catastrófica erupción solar. Después de aquello, Delta Pavonis había recuperado su actividad solar normal, pero solo ahora Resurgam comenzaba a albergar de nuevo vida.
Con el trabajo hecho, los inhibidores volvieron a retirarse al frío estelar. Transcurrieron novecientos noventa mil años.
Entonces llegaron los humanos, atraídos por el enigma de la desaparecida cultura amarantina. Su líder era Sylveste, el ambicioso heredero de una rica familia de Yellowstone. Para cuando Khouri, Volyova y la Nostalgia por el Infinito llegaron al sistema, Sylveste había puesto en marcha sus planes para explorar la estrella de neutrones de los confines del sistema, convencido de que Hades guardaba alguna relación con la extinción amarantina. Sylveste había coaccionado a la tripulación de la nave para que lo ayudara y usara su alijo de armas para abrirse paso por las capas de maquinaria defensiva, y por último se adentraron en el corazón de un artefacto del tamaño de una luna (lo llamaron Cerbero) que orbitaba la estrella de neutrones.
Sylveste había tenido toda la razón respecto a los amarantinos. Pero al verificar su teoría, había hecho saltar una trampa cebada por los inhibidores. En el corazón del objeto Cerbero, Sylveste había muerto en una enorme explosión de materia-antimateria.
Y al mismo tiempo, no había muerto del todo. Khouri lo sabía bien, pues se había encontrado con Sylveste y había hablado con él tras su «muerte». Por lo que ella era capaz de comprender, Sylveste y su esposa habían sido almacenados como simulaciones en la corteza de la propia estrella de neutrones. Resultó que Hades era uno de los santuarios que los amarantinos habían usado durante la persecución por parte de los inhibidores. Era una fracción de algo mucho más antiguo que los amarantinos y los propios inhibidores, un almacén trascendente de información y procesado, un enorme archivo. Los amarantinos habían encontrado el modo de entrar y lo mismo había logrado, mucho más tarde, Sylveste. Eso era todo lo que Khouri sabía y todo lo que quería saber.
Solo se había encontrado en una ocasión con el Sylveste almacenado. En los más de sesenta años transcurridos desde entonces (el tiempo que Volyova se había pasado infiltrándose cuidadosamente en la sociedad que la temía y odiaba), Khouri se había permitido olvidar que Sylveste seguía ahí fuera, que todavía estaba vivo en cierto sentido en la matriz computacional de Hades. En las raras ocasiones en que pensaba en él, acabó por preguntarse si en algún momento reflexionaba sobre las consecuencias de sus actos de aquellos años atrás, si el recuerdo de los inhibidores alguna vez lo inquietaba en los vanos sueños de su propia brillantez. Lo dudaba, pues Sylveste no le había dado la impresión de ser alguien demasiado preocupado por las consecuencias de sus propias hazañas. En cualquier caso, y teniendo en cuenta la consciencia acelerada de Sylveste (pues el tiempo transcurría con mucha rapidez en la matriz de Hades), los sucesos debían de haber quedado ya enterrados en el pasado bajo siglos de tiempo subjetivo, tan intrascendentes como las travesuras infantiles. Allí había poca cosa que pudiera afectarlo, así que, ¿qué sentido tenía preocuparse por él?
Pero eso no suponía ningún consuelo para los que seguían fuera de la matriz. Khouri y Volyova solo habían pasado fuera de sueño frigorífico veinte de aquellos sesenta y pico años, puesto que su plan de infiltración había sido necesariamente lento y por fases. Pero de esos veinte años, Khouri dudaba que hubiera pasado un solo día en el que no pensara y se preocupara por la perspectiva de los inhibidores.
Ahora, al menos, su preocupación había devenido en certeza. Ya estaban aquí; lo que tanto había temido al fin había dado comienzo.
Y pese a todo, no iba a tratarse de una matanza rápida y brutal. Estaban dando forma a algo titánico, algo que requería materias primas de tres mundos enteros. Por ahora, no era posible detectar las actividades de los inhibidores desde Resurgam, ni siquiera con los sistemas de rastreo dispuestos para descubrir a las abrazadoras lumínicas que se aproximaran. Pero Khouri dudaba que las cosas siguieran así. Antes o después, las actividades de las máquinas alienígenas superarían el límite y la ciudadanía comenzaría a atisbar extrañas apariciones en el cielo.
Con toda seguridad, se armaría un buen jaleo.
Pero para entonces, puede que ni siquiera importara.
Xavier vio que una nave se soltaba del brillante flujo de vehículos del pasillo principal de aproximación al Carrusel Nueva Copenhague. Bajó los prismáticos que llevaba en el casco y barrió el espacio hasta que localizó la nave. La imagen se agrandó y se estabilizó, mostrando el espinoso perfil de pez globo del Ave de Tormenta, que rotaba mientras la nave ejecutaba un lento giro. El remolcador de salvamento Taurus IV todavía empujaba su casco, como un parásito que busca un último manjar.
Xavier parpadeó con fuerza y pidió una ampliación mayor. La imagen se hinchó, tembló y por último cobró nitidez.
—Dios mío —susurró—. ¿Qué demonios le has hecho a mi nave?
Algo terrible le había sucedido a su amada Ave de Tormenta desde la última vez que la había visto. Habían desaparecido partes enteras, desgajadas limpiamente. Parecía como si el casco hubiese prestado su último servicio durante la Belle Époque, y no un par de meses atrás. Se preguntó adonde lo había llevado Antoinette. ¿Directo al corazón de la Mortaja de Lascaille, por casualidad? Eso, o había tenido un serio roce con banshees bien armados.
—No es tu nave, Xavier. Solo te pago para que la cuides de vez en cuando. Si quiero reventarla, es asunto completamente mío.
—Mierda. —Había olvidado que el canal de comunicación entre su traje y la nave seguía abierto—. No era mi intención...
—La cosa es mucho peor de lo que parece, Xave. Créeme cuando te lo digo.
El remolcador de salvamento se soltó en el último minuto, ejecutó una pirueta complicada e innecesaria, y desapareció, alejándose por la curva hacia su hogar al otro lado del Carrusel Nueva Copenhague. Xavier ya había calculado cuánto le iba a costar al final el remolcador. No importaba quién se hiciera cargo de esa cuenta, iba a ser todo un palo tanto si se la pasaba a Antoinette como si se encargaba él, ya que sus negocios estaban muy entrelazados. Estaban metidos en números rojos en el banco de favores, e iban a necesitar todo un año de ayudas retroactivas antes de volver a ser solventes...
Pero las cosas podían ser peores. Tres días antes había abandonado prácticamente toda esperanza de volver a ver a Antoinette. Era deprimente comprobar lo rápido que la euforia por hallarla con vida había degenerado en sus habituales y persistentes preocupaciones sobre su insolvencia. Y soltar aquel carguero no había sido una ayuda...
Xavier sonrió.
Qué demonios, ha merecido la pena.
Cuando Antoinette le había anunciado su aproximación, Xavier se había arreglado y había bajado hasta la piel del carrusel para alquilar un sencillo triciclo cohete. Lanzó el triciclo a toda potencia los quince kilómetros que lo separaban del Ave de Tormenta y luego orbitó alrededor de la nave, para asegurarse de que los daños parecían de cerca tan graves como había imaginado al principio. No había nada que inutilizara la nave de manera definitiva, todo era teóricamente reparable, pero iba a costar mucho dinero arreglarlo.
Osciló a su alrededor y empujó el triciclo hacia el frente para adelantarse al Ave de Tormenta. Sobre el oscuro casco vio las dos brillantes rendijas paralelas de las ventanillas de la cabina. Antoinette era una minúscula silueta en la cabina superior, el pequeño puente que solo se usaba durante las delicadas maniobras de atraque y desatraque. Estaba manipulando los controles de funcionamiento del techo y llevaba sujeta una tablilla bajo el brazo. Parecía tan pequeña y vulnerable que toda su ira desapareció al instante. En lugar de preocuparse por los daños, debería alegrarse de que la nave la hubiese mantenido viva y a salvo durante todo ese tiempo.
—Tienes razón, es superficial —dijo—. Lo arreglaremos sin problemas. ¿Tienes bastante control sobre el impulsor como para atracar sola?
—Basta con que me apuntes hacia la dársena, Xave.
El asintió y dio media vuelta al triciclo, alejándose en un arco del Ave de Tormenta.
—Sígueme entonces.
Carrusel Nueva Copenhague volvió a ampliarse en el cielo. Xavier guió al Ave de Tormenta a lo largo del borde y dio impulsos con los motores del triciclo hasta compensar la rotación del carrusel, para mantener una pseudoórbita gracias al ronroneo constante de la panza del triciclo. Atravesaron una embrollada serie de pequeñas dársenas, pozos de reparación iluminados con luces azules o doradas y los destellos periódicos de las herramientas de soldadura. Un tren del borde serpenteó a su lado y los rebasó, y después vio que la sombra del A ve de Tormenta tapaba la suya. Miró hacia atrás. El carguero se acercaba con rumbo adecuado y firme, aunque parecía tan grande como un iceberg.
La enorme sombra se deslizó y descendió mientras flotaba sobre un boquete semiesférico del borde, conocido en la región como el Cráter de Lyle, el punto de impacto donde el bote de propulsión química de un contrabandista había colisionado contra el borde mientras trataba de despistar a las autoridades. Era el único daño serio que había sufrido el carrusel durante la guerra y, aunque se habría podido reparar fácilmente, daba mucho más dinero como atracción turística de lo que rendiría nunca si se rehabilitaba y se lo devolvía a su uso original. La gente acudía en lanzaderas desde todo el Cinturón Oxidado para asombrarse ante el desastre y oír relatos sobre las muertes y heroicidades que provocó aquel accidente. Incluso en aquel mismo momento, Xavier vio un grupo de morbosos a los que un guía turístico conducía en dirección a la piel, todos ellos sujetos con arneses de una red de cables que, como una telaraña, recorría la parte inferior del borde. Xavier conocía a varias de las personas que murieron en el accidente, y por lo tanto solo podía sentir desprecio hacia los morbosos.
Su pozo de reparaciones quedaba sobre el borde, un poco más allá. Era el segundo más grande de todo el carrusel y, aun así, parecía demasiado estrecho, incluso tras tener en consideración todos los trozos que Antoinette había arrancado amablemente del Ave de Tormenta...
La nave del tamaño de un iceberg se detuvo respecto al carrusel y después se inclinó con el morro hacia el borde. Entre las gotas de vapor que provenían de los conductos de ventilación industrial del carrusel y los propios calibres de microgravedad de la nave, Xavier vio un telar de láseres rojos que abrazaban al Ave de Tormenta y marcaban su posición y velocidad con hasta un ángstrom de precisión. Sin dejar de aplicar media gravedad de impulso con sus motores principales, el Ave de Tormenta comenzó a dirigirse hacia su lugar asignado en el borde. Xavier mantuvo la posición con ganas de cerrar los ojos, pues esa era la fase que más temía.
La nave se zambulló a una velocidad no superior a cuatro o cinco centímetros por segundo. Xavier aguardó hasta que el morro desapareció en el interior del carrusel, cuando aún quedaban tres cuartas partes de la nave en el espacio, e hizo avanzar entonces su triciclo para adelantarse al Ave de Tormenta. Estacionó el triciclo en una cornisa, desembarcó y lo autorizó a regresar al local donde lo había alquilado. Observó cómo aquella cosa menuda se alejaba zumbando y se perdía veloz en el espacio abierto.
Entonces sí que cerró los ojos, ya que odiaba el procedimiento final de atraque, y solo volvió a abrirlos cuando sintió el veloz trueno de los pestillos de amarre, transmitido hasta sus pies por la estructura de la dársena de reparación. Por debajo del Ave de Tormenta comenzaron a cerrarse unas puertas presurizadas. Si Antoinette iba a quedarse ahí durante un tiempo, y todo indicaba que así iba a ser, deberían plantearse la posibilidad de bombear la cámara para que los monos mecánicos de Xavier pudieran trabajar sin traje. Pero ya se ocuparían de eso más adelante.
Xavier se aseguró de que los pasillos de conexión presurizados se alinearan con las esclusas principales del Ave de Tormenta y se fijaran a ellas, y para ello los guió manualmente. Después se dirigió hasta una cámara estanca, sin prestar atención a la dársena de reparación. Tenía prisa, así que no se molestó en quitarse más que los guantes y el casco. Podía notar el corazón en su pecho, golpeando como una bomba de aire que necesitase un nuevo armazón.
Xavier recorrió el tubo de conexión hasta la cámara más próxima a la cabina de mando. Las luces parpadeaban al extremo del pasadizo, lo que indicaba que la esclusa ya estaba siendo reciclada.