La inquisidora (que, tras años de suprimir una parte de su personalidad, comenzaba a pensar de nuevo en sí misma como Ana Khouri) no sentía ningún lazo especialmente fuerte con Resurgam, ni siquiera después de todos los años que había pasado de incógnito en su superficie. Pero lo que veía desde la órbita resultaba aleccionador. El planeta ya no era solo la colonia temporal que se encontró cuando llegó por primera vez al sistema. Era el hogar de mucha gente, todo lo que conocían. Durante el curso de sus investigaciones, había conocido a muchos de ellos y sabía que todavía quedaba buena gente en Resurgam. No se los podía culpar a todos por el Gobierno actual o por las injusticias del pasado. Al menos, se merecían la oportunidad de vivir y morir en el mundo que habían aprendido a considerar su casa. Y al decir «morir», se refería a causas naturales. Pero eso, por desgracia, ya no estaba garantizado.
La lanzadera era pequeña y rápida. La triunviro, Ilia Volyova, dormitaba en el otro asiento, con la punta de una anodina capa gris apoyada sobre su frente. Era la lanzadera que la había conducido inicialmente a Resurgam, antes de que contactara con la inquisidora. El programa de aviónica de la lanzadera sabía cómo colarse entre los barridos del radar gubernamental, pero siempre les había parecido prudente mantener al mínimo esas excursiones. Si las atrapaban, si surgía siquiera la sospecha de que un vehículo espacial estaba penetrando y abandonando de forma rutinaria la atmósfera de Resurgam, rodarían cabezas en todos los niveles del Gobierno. Y aunque la Casa Inquisitorial no estuviera implicada de forma directa, la posición de Khouri se volvería extremadamente inestable. El pasado del personal gubernamental clave estaría sujeto a un profundo y sagaz escrutinio. A pesar de las precauciones, podrían descubrir su procedencia.
El ascenso constante había hecho necesario un ritmo de aceleración poco pronunciado, pero cuando superaron la atmósfera y estuvieron fuera del rango eficaz de los barridos del radar, los motores de la lanzadera se revolucionaron hasta las tres gravedades e incrustaron a las dos en sus asientos. Khouri comenzó a sentirse mareada y comprendió, justo antes de deslizarse en la somnolencia," que la lanzadera estaba soltando en el aire un narcótico perfumado. Durmió sin sueños y se despertó con la misma leve sensación de desagrado.
Estaban en otro lugar.
—¿Cuánto tiempo hemos pasado bajo los efectos de la anestesia? —le preguntó a Volyova, que estaba fumando.
—Casi un día. Espero que la coartada que tengas planeada sea buena, Ana; vas a necesitarla cuando regreses a Cuvier.
—Les conté que tenía que ir a una zona remota para entrevistarme con un agente encubierto. No te preocupes, preparé hace mucho el trasfondo para esto. Siempre he sabido que podría tener que ausentarme durante un tiempo. —Khouri soltó su cinturón de seguridad (la lanzadera ya no aceleraba) y trató de rascarse un picor en una zona cerca de la región inferior de su espalda—. ¿Cabe la posibilidad de darse una ducha, allí donde sea que nos dirijamos?
—Eso depende. ¿Exactamente adonde crees que vamos?
—Digamos solo que tengo la horrible sensación de que ya he estado allí antes.
Volyova apagó el cigarrillo e hizo que la parte frontal del casco se volviera transparente. Se encontraban en las profundidades del espacio interplanetario, aún en la eclíptica, pero a unos buenos minutos luz de cualquier mundo. Y pese a ello, algo bloqueaba la visión del firmamento que tenían ante sí.
—Ahí está, Ana. Nuestra amiga la Nostalgia por el Infinito. Todavía está prácticamente igual que como la dejaste.
—Gracias. Ya que estás, ¿alguna otra alentadora sensiblería?
—La última vez que la miré, las duchas estaban fuera de servicio.
—¿La última vez que la miraste?
Volyova hizo una pausa y chasqueó la lengua. —Vuelve a abrocharte, voy a llevarnos dentro.
Descendieron en picado hasta quedar muy cerca de la oscura masa deforme de la abrazadora lumínica. Khouri recordó su primera aproximación a aquella misma nave, cuando la engañaron para subir a bordo en el sistema Épsilon Eridani. En aquel entonces parecía casi normal, más o menos lo que uno esperaría de una abrazadora comercial grande y un poco antigua. La ausencia de extrañas excrecencias y protuberancias resultaba llamativa, había una marcada falta de apéndices prominentes como dagas o de torretas con recodos. El casco era más o menos suave (desgastado y erosionado aquí y allá, interrumpido en otras zonas por máquinas, vainas de sensores y dársenas), pero nada que despertase inquietud o comentarios específicos. No había hectáreas de textura como la piel de un lagarto, ni extensiones de plaquetas entrelazadas como tierra abertal, ninguna indicación de que las necesidades biológicas implícitas hubiesen hecho al fin erupción en la superficie en una orgía de transformación biomecánica.
Pero ahora, la nave no parecía en absoluto una nave. A lo que sí recordaba (si Khouri había de buscar un símil) era a un palacio de cuento de hadas que hubiera enfermado, una colección de torres, calabozos y capiteles que, perdido el brillo, habían sido corrompidos por la magia más vil. La forma básica de la nave seguía siendo evidente, pudo distinguir el casco principal y las dos nácelas de los motores que sobresalían de él, cada una de ellas mayor que el hangar de un dirigible de carga. Pero ese núcleo funcional se perdía casi por completo bajo las barrocas capas abultadas que habían arrasado la nave en fecha reciente. Diversos principios organizativos estaban en marcha, asegurándose de que las excrecencias, para las que los subsistemas de reparación y rediseño de la nave habían actuado de mediadores, mostraban una maestría enloquecida, una nauseabunda exuberancia que a la vez resultaba sobrecogedora y repelente. Había espirales como los patrones de crecimiento de los amonites. Había remolinos y nódulos como el grano de la madera enormemente ampliado. Había troncos y filamentos, y aglomeraciones como redes, erizadas espinas cual vello y apelotonadas masas ulcerosas de cristales interconectados. En algunos puntos, las estructuras principales habían sido repetidas numerosas veces en un decrescendo fractal que se evaporaba en los límites de la visión. La reptante complejidad de las transformaciones operaba a todas las escalas. Si uno fijaba la vista durante demasiado tiempo, comenzaba a ver caras o fragmentos de rostros en la yuxtaposición de corazas deformadas. Y si miraba más, acababa viendo su propio reflejo aterrado. Pero bajo todo aquello, pensó Khouri, seguía habiendo una nave.
—Bueno —dijo—. Ya veo que esta basura no ha mejorado gran cosa desde que yo no estoy.
Volyova sonrió bajo el ala de su gorro.
—Eso me anima. Tus palabras se parecen mucho menos a la inquisidora y mucho más a la vieja Ana Khouri.
—¿En serio? Una pena que haya hecho falta una puta pesadilla como esa para traerme de vuelta.
—Oh, eso no es nada —dijo Volyova con alegría—. Espera a que estemos dentro.
La lanzadera tuvo que virar bruscamente, para atravesar un hueco con forma de ojo arrugado situado entre los bultos del casco y alcanzar el muelle de atraque. Pero el interior de la bodega continuaba siendo más o menos rectangular, y los principales sistemas de servicio, que no dependían en exceso de la nanotecnología, seguían en sus puestos y resultaban reconocibles. En la cámara había estacionada toda una colección de naves intrasistema, desde gabarras de vacío, con su morro redondo, a grandes lanzaderas.
Atracaron. Aquella zona de la nave no giraba para generar gravedad, así que desembarcaron bajo condiciones de ingravidez y se impulsaron mediante los rieles de agarre. Khouri estaba más que dispuesta a permitir que Volyova fuese por delante. Las dos cargaban con linternas y máscaras de oxígeno de emergencia, y Khouri se sintió tentada de empezar a usar su reserva. El aire de la nave era terriblemente cálido y húmedo, y olía a podrido. Era como respirar los gases estomacales de otra persona. Se tapó la boca con la manga y luchó contra el impulso de vomitar.
—Ilia...
—Te acostumbrarás, no es dañino. —Sacó algo de su bolsillo—. ¿Un cigarrillo? —¿Acaso he dicho antes que sí a alguna de esas malditas cosas? —Siempre hay una primera vez.
Khouri esperó mientras Volyova le encendía el cigarrillo y después probó a aspirar. Era malo, pero aun así significaba una marcada mejoría respecto al aire sin filtrar de la nave.
—Desde luego, es un hábito asqueroso-dijo Volyova con una sonrisa—. Pero los tiempos repulsivos requieren costumbres repulsivas. ¿Te sientes mejor ahora?
Khouri asintió, aunque sin gran convicción.
Avanzaron por túneles parecidos a gargantas, cuyas paredes brillaban con secreciones húmedas o con diagramas cristalinos seductoramente regulares. Khouri los rozó con sus manos enguantadas. De vez en cuando reconocía algún viejo aspecto de la nave (un conducto, un mamparo o una caja de registro), pero por lo general estaban medio fusionados con su entorno o distorsionados de forma surrealista. Las superficies sólidas habían adquirido una difusa cualidad fractal y alargaban sus borrosos extremos grises en el tenue aire. La luz de sus linternas se veía reflejada por babas y ungüentos de múltiples colores, que formaban inquietos patrones de difracción. Unas gotas como amebas flotaban en el aire, siguiendo las corrientes de aire predominantes de la nave (aunque a veces, o eso parecía, también iban en contra).
Tras superar cerrojos y girar ruedas chirriantes, pudieron acceder al fin a la parte de la nave que todavía rotaba. Khouri agradeció la gravedad, aunque vino acompañada de una incomodidad imprevista. Ahora los fluidos y las secreciones tenían hacia dónde caer. Goteaban y borboteaban desde las paredes en cataratas en miniatura, que se espesaban en el suelo antes de encontrar la ruta hasta un agujero o una apertura de desagüe. Ciertas supuraciones habían formado estalactitas y estalagmitas, dientes de color ambarino y verde moco que tanteaban entre techo y suelo. Khouri hizo todo lo posible por no rozarse con ellas, pero no era tarea fácil. Se fijó en que Volyova no tenía tales escrúpulos. En cuestión de minutos, su chaqueta quedó manchada y restregada de diversas variedades de los vertidos de a bordo.
—Relájate —dijo Volyova, al notar su incomodidad—. Es perfectamente seguro. No hay nada en la nave que pueda dañarnos a ninguna de las dos. Err... te hiciste quitar aquellos implantes de artillería, ¿verdad?
—Deberías recordarlo, lo hiciste tú.
—Solo comprobaba.
—Ja. En el fondo esto te gusta, ¿no es verdad?
—He aprendido a disfrutar los placeres allí donde los encuentre, Ana. En especial en épocas de profundas crisis existenciales... —Ilia Volyova apagó la colilla del cigarrillo en las sombras y encendió otro.
Prosiguieron en silencio. Al fin alcanzaron uno de los huecos de ascensor que recorrían la nave en sentido longitudinal, como los de un rascacielos. Como la nave rotaba en vez de recurrir al empuje de los motores, era mucho más fácil desplazarse por el eje. Pero aun así, había cuatro kilómetros entre un extremo de la nave y el otro, así que merecía la pena usar los pozos siempre que fuera posible. Para sorpresa de Khouri, un coche las aguardaba en el tubo. Siguió a Volyova a su interior con cierto nerviosismo, pero el coche parecía bastante normal por dentro y aceleró con suavidad.
—¿Todavía funcionan los ascensores? —preguntó.
—Son un sistema esencial de la nave —dijo Volyova—. Recuerda, dispongo de herramientas para contener la plaga. No funcionan a la perfección, pero al menos puedo dirigir la enfermedad lejos de cualquier cosa que no deseo que se corrompa demasiado. Y, en ocasiones, el propio capitán está dispuesto a ayudar. Parece ser que las transformaciones no están por completo fuera de su control.
Al fin Volyova sacaba a colación el tema del capitán. Hasta ese momento, Khouri se había aferrado a la esperanza de que todo demostrase ser una pesadilla que ella confundía con la realidad. Pero ahí estaba. El capitán seguía vivo.
—¿Y qué pasa con los motores?
—Aún están intactos en sus funciones, por lo que yo sé. Pero solo el capitán tiene control sobre ellos.
—¿Has estado hablando con él?
—No estoy muy segura de que «hablar» sea la palabra adecuada. Quizá «comunicarse» quede mejor... pero incluso eso sería distorsionar las cosas.
El ascensor cambió de dirección y pasó de un pozo a otro. Los tubos de los elevadores eran en su mayor parte transparentes, pero el vehículo se pasó casi todo el tiempo atravesando cubiertas demasiado abarrotadas o recorriendo largas distancias entre el material sólido del casco. De vez en cuando, Khouri veía salas oscuras que pasaban rápidamente por la ventanilla. En su mayoría eran demasiado grandes como para poder ver el extremo opuesto bajo el reflejo de la débil luz del ascensor. Había cinco cámaras mayores que todas las demás, lo bastante grandes como para albergar catedrales enteras. Pensó en la que Volyova le había enseñado durante su primera visita al Infinito, la que contenía los cuarenta horrores. Ya quedaban menos de cuarenta, pero sin duda eran suficientes para marcar la diferencia. Quizá incluso contra un enemigo como los inhibidores. Siempre que pudieran persuadir al capitán.
—¿Habéis resuelto vuestras diferencias? —preguntó Khouri.
—Creo que el hecho de que no nos haya matado cuando ha tenido la ocasión responde más o menos a esa pregunta.
—¿Y no te culpa por lo que le hiciste?
Por primera vez Volyova hizo un gesto de fastidio.
—¿Lo que le hice? Ana, lo que yo «le hice» fue un acto de extrema misericordia. No lo castigué. Me limité a... plantear los hechos y después administrar la cura. —Lo que, según algunas definiciones, fue peor que la enfermedad. Volyova se encogió de hombros.
—Iba a morirse. Le di una nueva oportunidad de vivir. Khouri jadeó cuando pasó a su lado una nueva cámara fantasmal, llena de fundidas formas metamórficas. —Si llamas a esto vivir...
—Un consejo. —Volyova se inclinó hacia ella y bajó la voz—: existen muchas posibilidades de que esté oyendo esta conversación. Ten eso en cuenta, ¿vale? Sé buena chica.
Si cualquier otra persona se hubiera dirigido a ella en esos términos, en menos de dos segundos tendría que preocuparse al menos de una luxación considerable. Pero desde mucho tiempo atrás, Khouri había aprendido a hacer excepciones con Volyova.
—¿Dónde está él? ¿Sigue en el mismo nivel que antes?
—Depende de lo que consideres «él». Supongo que podrías decir que el epicentro sigue allí, sí. Pero en realidad, hoy día no tiene mucho sentido distinguir entre la nave y él.