Pero nadie, ni siquiera los hipercerdos, sabía en realidad qué había pasado. Tal vez no se trató de un intento deliberado de aumentar sus facultades cognitivas hasta el nivel humano, pero estaba claro que los cerdos no habían obtenido por accidente la capacidad de hablar. No todos la tenían (existían diversos subgrupos de cerdos, con distintas capacidades mentales y verbales), pero los que sí podían habían sido diseñados así por alguien que sabía exactamente lo que estaba haciendo. No solo sus cerebros tenían la maquinaria gramatical adecuada ya cableada, sino que también les habían adaptado los pulmones, garganta y mandíbula para que pudieran dar forma a sonidos del habla humana.
Clavain se inclinó hacia delante para dirigirse al prisionero.
—¿Puedes entenderme? —preguntó, primero en norte y luego en canasiano, el idioma principal de los demarquistas—. Mi nombre es Nevil Clavain. Eres cautivo de los combinados.
El cerdo respondió. Su mandíbula remodelada y la anatomía de su garganta le permitían formar sonidos humanos perfectos.
—Me da igual de quién sea cautivo. Ya puedes irte a pudrir a la mierda.
—Eso no entra en mis planes para hoy.
El cerdo abrió con cautela un ojo de color rosado.
—¿Y quién cojones has dicho que eres? ¿Dónde están los demás?
—¿La tripulación de la nave? Me temo que todos han muerto.
El cerdo no mostró ninguna alegría aparente al oír la noticia.
—¿Los has matado tú?
—No. Ya estaban muertos cuando subimos a bordo.
—¿Y vosotros sois...?
—Ya te lo he dicho, combinados.
—Arañas... —El cerdo contorsionó su boca casi humana en una mueca de asco—. ¿Sabes qué hago yo con las arañas? Las saco de los váteres a meadas. —Muy bonito.
Clavain comprendió que por el momento no iban a llegar a ninguna parte. Pidió de modo subvocal a uno de los soldados cercanos que sedaran al prisionero y lo trasladaran de regreso a la Sombra Nocturna. No tenía ni idea de qué representaba el cerdo ni de cómo encajaba en la espiral descendente del final de la guerra, pero descubrirían mucho más cuando el cerdo hubiese sido dragado. Y una dosis de las medichinas de los combinados haría maravillas con su reticencia.
Clavain permaneció en la nave enemiga mientras los equipos de barrido realizaban las últimas comprobaciones y se aseguraban de que el enemigo no había dejado atrás ninguna información táctica útil. Pero no había nada. Los registros de datos de la nave habían sido limpiados a fondo, y una batida paralela no reveló ninguna tecnología que no fuese ya bien comprendida por los combinados, ni ningún sistema de armas del que mereciera la pena apropiarse. El procedimiento estándar a partir de ese momento consistía en destruir la nave capturada para evitar que volviese a caer en manos del enemigo.
Clavain pensaba en cuál sería el mejor modo de hundir la nave (¿un misil o una carga de demolición?), cuando notó que la presencia de Remontoire invadía su mente.
[Clavain].
¿Qué sucede?
[Estamos recibiendo un mensaje abierto de socorro procedente del carguero]. ¿Antoinette Bax? Pensé que ya habría muerto.
[Aún no, pero puede que lo esté pronto. Su nave tiene problemas de motor, parece un fallo en el tokamak. No ha alcanzado la velocidad de escape y tampoco ha logrado inyectarse en una órbita].
Clavain asintió, más para sí que otra cosa. Supuso la clase de trayectoria parabólica en la que debía de estar el Ave de Tormenta. Quizás aún no hubiese alcanzado la cúspide de la parábola, pero antes o después Antoinette Bax iba a empezar a deslizarse hacia abajo, rumbo a las capas de nubes. También se imaginó la desesperación que podía haberla empujado a lanzar una señal de socorro en abierto, cuando la única nave que podía responder era combinada. Según la experiencia de Clavain, la mayoría de los pilotos habría elegido la muerte antes que ser capturado por las arañas.
[Clavain... Ya comprenderás que no podemos responder a su llamada].
Lo comprendo.
[Algo así sentaría un grave precedente, estaríamos apoyando una actividad ilegal. Como mínimo, no tendríamos más remedio que reclutarla].
Clavain volvió a asentir, pensando en todas las veces que había visto a los prisioneros gritar y debatirse mientras eran conducidos a los centros de reclutamiento, donde saturarían sus cabezas con maquinaria neuronal combinada. No tenían razón para temerlo, y él lo sabía mejor que nadie, ya que antiguamente también se resistió. Pero comprendía cómo se sentían.
Y se preguntó si quería que Antoinette Bax sufriera ese terror.
Un rato después, Clavain observó el brillante chispazo azul desencadenado por el impacto la nave enemiga contra la atmósfera del gigante gaseoso. De modo por completo fortuito, cayó sobre la cara oscura e iluminó con destellos estroboscópicos de color púrpura las capas de nubes amontonadas, mientras se desplomaba hacia el fondo. Era algo impresionante, incluso hermoso, y durante unos instantes a Clavain le hubiera gustado poder mostrárselo a Galiana, porque era justo la clase de espectáculo visual que a ella le hubiera encantado. También hubiera aprobado su método de hundir la nave: nada de despilfarrar un misil o una carga de demolición. En lugar de eso, había usado tres cohetes tractores de la Sombra Nocturna, pequeños zánganos que se habían adherido como rémoras al casco enemigo. Los tractores habían arrastrado rápidamente la nave hacia el gigante gaseoso, y no se soltaron hasta pocos minutos antes de la reentrada. El ángulo de ataque era muy pronunciado y la nave se había incinerado de manera impresionante.
Los tractores se dirigían ya de vuelta a casa, acelerando al máximo consumo para atrapar a la Sombra Nocturna, que ya se había girado hacia el Nido Madre. Cuando los tractores regresaran, se podría considerar concluida la misión. Solo quedaba encargarse del tema del prisionero, pero el destino del cerdo no era demasiado trascendente. En cuanto a Antoinette Bax... Bueno, sin entrar en sus motivos, Clavain admiraba su valor. No solo por haber logrado llegar tan lejos en una zona de guerra, sino también por el descaro con el que había hecho caso omiso de la advertencia de la capitana y, cuando había resultado necesario, el modo en que había reunido el valor necesario para pedir ayuda a los combinados. Tenía que comprender que se trataba de una petición disparatada, que debido a la ilegalidad de su intrusión en una zona de guerra había perdido todo derecho a recibir ayuda, y que difícilmente una nave de guerra iba a perder tiempo o combustible para sacarle las castañas del fuego. También debía saber que, aunque los combinados le salvaran la vida, la pena que tendría que pagar por ello sería el reclutamiento entre sus filas, un destino que gracias a la máquina propagandística de los demarquistas parecía absolutamente aterrador.
No, no podía esperar que la rescataran. Pero había sido valiente por su parte pedirlo.
Clavain suspiró, vacilando al borde del disgusto. Lanzó una orden neuronal indicando a la Sombra Nocturna que enfocara un haz estrecho sobre el carguero siniestrado. Cuando el enlace quedó establecido, habló en voz alta:
—Antoinette Bax... Aquí Nevil Clavain. Estoy a bordo de la nave combinada. ¿Puede oírme?
Había cierto intervalo de retraso y la señal de retorno estaba mal enfocada. La voz de Antoinette sonaba como si llegara desde algún punto situado más allá del cuásar más lejano.
—¿Por qué me respondes ahora, so cabrón? Ya veo que me dejáis morir.
—Siento curiosidad, eso es todo. —Clavain contuvo el aliento, medio esperando que ella no respondiera.
—¿Acerca de qué?
—Sobre qué te ha hecho pedir nuestra ayuda. ¿No te aterra lo que haríamos contigo?
—¿Por qué debería aterrarme?
Sonó despreocupada, pero Clavain no se dejó engañar.
—Nuestra política habitual es asimilar a los prisioneros capturados, Bax. Te traeríamos a bordo y meteríamos nuestras máquinas en tu cerebro. ¿Eso no te preocupa?
—Sí, pero te diré lo que ahora mismo me preocupa muchísimo más, y es darme la hostia contra este puto planeta. Clavain sonrió.
—Esa es una actitud muy pragmática, Bax. Te admiro.
—Estupendo. Ahora vete a la mierda y déjame morir en paz. —Antoinette, escúchame con atención. Necesito que hagas algo por mí cuanto antes.
Antoinette debió de detectar el cambio de tono en su voz, aunque seguía sonando suspicaz. —¿El qué?
—Haz que tu nave me envíe un plano de sí misma. Quiero un diagrama completo del perfil de integridad estructural de tu nave. Puntos rígidos y esa clase de cosas. Y si puedes pedirle a tu casco que se coloree para revelar las curvas de máxima tensión, mejor que mejor. Quiero saber dónde podría dejar una carga con seguridad y sin hacer que la nave se resquebraje bajo el peso.
—No hay modo de que puedas salvarme, estáis demasiado lejos. Incluso si dierais media vuelta ahora mismo, sería muy tarde.
—Hay una forma, confía en mí. Ahora esos datos, por favor, o tendré que fiarme de mi instinto y puede que no se me dé del todo bien.
Durante unos instantes ella no respondió. Clavain esperó, acariciándose la barba, y no soltó la respiración hasta que llegó el informe de la Sombra Nocturna de que los datos habían sido recuperados satisfactoriamente. Filtró la transmisión en busca de virus neuropáticos y después permitió que entraran en su cráneo. Todo lo que necesitaba saber sobre el carguero brotó en su mente, empaquetado en la memoria a corto plazo.
—Muchas gracias, Antoinette. Eso bastará.
Clavain envió una orden a uno de los cohetes tractores que regresaban a la nave combinada. El tractor se separó de sus compañeros con una aceleración brutal y ejecutó un giro cerrado que hubiera reducido a papilla a un pasajero orgánico. Clavain autorizó al tractor a ignorar todos sus límites de seguridad integrados y eliminó la necesidad de conservar suficiente combustible para regresar sin problemas a la Sombra Nocturna.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Bax.
—Estoy enviando de vuelta un zángano. Se enganchará a tu casco y te arrastrará hasta espacio abierto, fuera del pozo gravitatorio del joviano. Haré que el tractor te proporcione además un leve empujón en dirección a Yellowstone, pero me temo que a partir de ese momento dependerás de ti misma. Confío en que logres arreglar tu tokamak, o de lo contrario te espera un viaje muy largo hasta casa.
Ella pareció tardar una eternidad en comprender sus palabras. —¿No me vais a hacer prisionera?
—Hoy, no, Antoinette. Pero si vuelves a cruzarte en mi camino, te prometo una cosa: te mataré.
No le hacía gracia dejar esa amenaza, pero confiaba en que pudiera impulsarla a tener algo de sentido común. Clavain cerró la comunicación antes de que Antoinette pudiera responder.
En un edificio de Cuvier, en el planeta Resurgam, una mujer estaba ante una ventana, con la mirada apartada de la puerta y las manos agarradas con fuerza por detrás de la espalda. —El siguiente —dijo.
Mientras esperaba a que arrastraran hasta su presencia al próximo sospechoso, la mujer continuó junto a la ventana, admirando el formidable y aleccionador paisaje que mostraba. Los cristales enrejados llegaban del suelo al techo y se inclinaban hacia fuera por su parte superior. Unas estructuras de aspecto práctico asomaban en todas direcciones: cubos y rectángulos apilados unos encima de otros. Los edificios implacablemente rectilíneos inspiraban un sentimiento de aplastante conformidad y subyugación; guías de ondas mentales diseñadas para apartar todo pensamiento alegre o elevado.
Su despacho, que no era más que una rendija en el enorme edificio de la Inquisición, estaba situado en la zona reconstruida de Cuvier. Los registros (la inquisidora no había estado presente durante los sucesos) establecían que el edificio se alzaba más o menos justo encima del punto de la zona cero donde los Inundacionistas del Camino Verdadero habían detonado el primero de sus artefactos terroristas. Con una potencia eficaz del rango de los dos kilotones, las bombas de antimateria del tamaño de un alfiler no eran los artilugios destructivos más impresionantes que ella había visto. Pero, se dijo, lo importante no era el tamaño del arma, sino lo que hicieras con ella.
Los terroristas no podían haber elegido un objetivo más débil, y los resultados habían sido tan calamitosos como se pretendía.
—El siguiente... —repitió la inquisidora, un poco más alto esta vez.
La puerta crujió y se abrió un palmo. Oyó la voz del guardia que estaba fuera.
—Eso es todo por hoy, señora.
Desde luego. El expediente de Ibert había sido el último del montón.
—Gracias —respondió la inquisidora—. Me imagino que no ha oído ninguna noticia sobre la comisión de Thorn.
El guardia replicó con cierto rastro de incomodidad. Lógico, ya que estaba pasando información entre dos departamentos rivales en el Gobierno.
—Han soltado a un hombre después de interrogarlo, o eso creo. Tenía una coartada sin fisuras, aunque hizo falta un poco de persuasión para sacársela. Algo sobre estar con una mujer que no era su esposa. —Se encogió de hombros—. La historia de siempre...
—Y la persuasión de siempre, imagino: unas cuantas desafortunadas caídas por las escaleras. Entonces, ¿no tienen más pistas sobre Thorn?
—No están más próximos a cogerlo que usted a atrapar a la triunviro... Lo siento. Ya sabe lo que quiero decir, señora.
—Sí... —Prolongó la palabra tortuosamente.
—¿Eso es todo, señora?
—Por ahora.
La puerta volvió a chirriar hasta cerrarse.
La mujer, cuyo título oficial era inquisidora Vuilleumier, devolvió su atención a la ciudad. Delta Pavonis estaba bajo en el cielo y comenzaba a ensombrecer los laterales del edificio con diversas y tenues permutaciones de orín y naranja. Contempló el paisaje hasta la puesta de sol, comparándolo mentalmente con sus recuerdos de Ciudad Abismo y, antes de eso, con Borde del Firmamento. Era siempre al anochecer cuando decidía si le gustaba un sitio o no. Recordó una ocasión, no mucho después de su llegada a Ciudad Abismo, en que le preguntó a un hombre llamado Mirabel si había llegado al punto en que pudiera decir que le gustaba la ciudad. Mirabel, al igual que ella, era nativo de Borde del Firmamento y le respondió que había encontrado modos de acostumbrarse a aquello. Ella había dudado de sus palabras, pero al final resultaron ser ciertas. Aunque solo cuando la arrancaron de Ciudad Abismo comenzó a mirar hacia atrás con algo parecido al cariño.