El Arca de la Redención (10 page)

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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: El Arca de la Redención
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Clavain conocía los rumores de que los combinados habían seguido construyendo motores para su propio uso. También sabía, hasta el punto en que podía estar seguro de algo, que los rumores eran falsos. El edicto para cesar la producción había sido inmediato y universal. Y de hecho se había producido una fuerte reducción en el uso de las naves existentes, incluso dentro de su propia facción. Pero lo que ignoraba era el motivo por el que se había promulgado ese edicto. Suponía que se había originado en el Consejo Cerrado, pero aparte de eso no tenía ni idea de por qué se había considerado necesario.

Ahora el Consejo Cerrado construía la Sombra Nocturna. A Clavain se le había encomendado el prototipo en su misión inaugural, pero el Consejo Cerrado le había revelado muy poco de sus secretos. Era evidente que Remontoire y Skade sabían más que él, y estaba dispuesto a apostar a que Skade sabía más que Remontoire. Skade se había pasado la mayor parte del viaje escondida en alguna parte, presumiblemente ocupada con un hardware militar ultrasecreto. Los esfuerzos de Clavain por descubrir qué se traía entre manos no habían dado ningún fruto.

Seguía sin tener ni idea de por qué el Consejo Cerrado había autorizado la construcción de una nueva nave estelar. Con la guerra tan avanzada y frente a un enemigo que ya se batía en retirada, ¿qué sentido tenía? Era posible que si se unía al consejo no obtuviera todas las respuestas que buscaba (pues seguiría sin introducirse en el Sanctasanctórum), pero se acercaría mucho más que antes.

Casi sonaba tentador.

Disgustado por la facilidad con la que lo habían manipulado Skade y los demás, Clavain apartó la mirada y el recuadro desapareció. Se aproximó con cautela al punto de acceso.

Pronto se encontró dentro de los intestinos de la nave demarquista, y fue dejando atrás conductos y cámaras que normalmente no debían contener aire. Clavain pidió una actualización de inteligencia sobre el diseño de la nave e imaginó un leve cosquilleo mientras la información aparecía en su cabeza. Tuvo una sensación momentánea de inquietante familiaridad, como un episodio prolongado de
déjà vu
. Llegó a una cámara estanca y descubrió que apenas cabía con su pesado y torpe traje acorazado. Selló la escotilla tras de sí; el aire rugió, y a continuación la puerta interior le permitió acceder a la zona presurizada de la nave. La primera impresión fue de aplastante oscuridad, pero su casco pasó entonces al modo de alta sensibilidad y superpuso las imágenes de sonar e infrarrojos sobre su campo visual normal.

[Clavain].

Uno de los miembros del equipo de barrido lo esperaba. Clavain se giró hasta que su rostro quedó alineado con el de la mujer y se arrimó a la pared interior.

¿Qué habéis descubierto? [No gran cosa. Todos muertos]. ¿Hasta la última persona?

Los pensamientos de la mujer llegaron a su cabeza como balas: seguidos y precisos.

[Ha ocurrido hace poco. No hay signos de violencia, parece deliberado]. ¿No hay pistas ni de un superviviente? Creíamos que al menos podría haber uno vivo.

[No hay supervivientes, Clavain]. Le ofreció acceso a sus memorias. Él aceptó, preparándose para lo que estaba a punto de contemplar.

Era tan malo como se temía, como descubrir la escena de un atroz suicidio en masa. No había signos de lucha ni de coacción, ni siquiera señales de duda. La tripulación había muerto en sus puestos de servicio, como si hubiesen encomendado a alguien recorrer la nave con píldoras letales. Una posibilidad aún más aterradora era que la tripulación se hubiese reunido en un punto central, les hubieran entregado los medios para la eutanasia y hubieran regresado a sus nichos asignados. Quizás habían proseguido con sus tareas hasta que la capitana les ordenó el suicidio colectivo.

En gravedad cero, las cabezas no colgaban sin vida. Ni siquiera se quedaban abiertas las bocas. Los cadáveres seguían adoptando posturas más o menos similares a las que tenían en vida, ya estuvieran retenidos por las cinchas o pudieran flotar sin restricciones de una pared a otra. Era una de las primeras y más escalofriantes lecciones de la guerra en el espacio: que allí a menudo era difícil distinguir a los muertos de los vivos.

Los miembros de la tripulación estaban delgados y tenían aspecto hambriento, como si llevaran muchos meses viviendo de las raciones de emergencia. Algunos mostraban llagas en la piel o hematomas, evidencia de heridas que no habían curado de manera adecuada. Tal vez incluso algunos hubieran muerto con anterioridad y los hubiesen arrojado de la nave, para que la masa de sus cuerpos no consumiese más combustible. Bajo sus gorras y auriculares, ninguno tenía más que algo de pelusa sin afeitar sobre el cuero cabelludo. Todos vestían de manera uniforme, y en lugar de rango solo llevaban la insignia de su especialización técnica. Bajo las débiles luces de emergencia, los tonos de su piel se mezclaban en un verde grisáceo intermedio.

A través de sus propios ojos, Clavain detectó un cadáver que entraba flotando en su campo de visión. El hombre parecía avanzar por sí mismo a través del aire, con la boca apenas abierta y los ojos fijos en un punto indeterminado situado varios metros por delante. El cuerpo golpeó contra una pared y, desde donde estaba agarrado, Clavain notó la débil reverberación.

Clavain proyectó una petición a la cabeza de la mujer.

Afianza ese cadáver, por favor.

La combinada así lo hizo y Clavain ordenó entonces a todos los miembros del equipo de barrido que se amarraran y se quedaran quietos. No había más cuerpos flotando por ahí, así que en buena lógica ningún objeto podía seguir imprimiendo movimiento alguno a la propia nave. Clavain aguardó unos momentos hasta que le llegaron los datos actualizados desde la Sombra Nocturna, que seguía observando al enemigo con láseres de localización de posición. Al principio dudó de lo que le mostraban.

No tenía sentido, pero algo seguía dando vueltas dentro de la nave enemiga. —¿Señorita?

Antoinette conocía muy bien ese tono de voz, y los augurios no eran muy prometedores. Aplastada en su asiento de aceleración, gruñó una réplica que hubiese resultado incomprensible para cualquier persona o máquina, salvo Bestia.

—Pasa algo, ¿verdad?

—Lamentablemente así es, señorita. Uno no puede estar seguro, pero parece que existe un problema con el núcleo de fusión principal.

Bestia proyectó sobre el ventanal del puente un esquema cenital del sistema de fusión, superpuesto a las capas de nubes que el Ave de Tormenta echaba a un lado en su ascenso de vuelta al espacio. Ciertos elementos del motor de fusión aparecían cubiertos por un inquietante parpadeo rojo.

—Mierda. El tokamak, ¿verdad?

—Parece que así es, señorita.

—Joder. Sabía que debería haberlo cambiado durante la última revisión. —Ese lenguaje, señorita. Y uno le recuerda educadamente que lo hecho, hecho está.

Antoinette repasó varios de los otros informes de diagnóstico, pero las noticias no eran mejores.

—Es culpa de Xavier —dijo.

—¿De Xavier, señorita? ¿De qué forma es culpable el señor Liu?

—Xave me juró que al tok aún le quedaban al menos tres viajes antes de que terminara su vida útil.

—Quizá, señorita. Pero antes de que eche demasiada responsabilidad sobre el señor Liu, tal vez deba considerar el corte obligado del motor principal que la policía nos impuso cuando salíamos del Cinturón Oxidado. Ese brusco apagón no le hizo ningún bien al tokamak. Y después está el tema adicional del daño vibratorio que ha sufrido durante la inserción atmosférica.

Antoinette frunció el ceño. A veces se preguntaba de qué bando estaba en realidad Bestia.

—De acuerdo-dijo—. Xave se libra, por ahora. Pero eso no me ayuda gran cosa, ¿no te parece?

—La previsión indica que fallará, señorita, pero no está asegurado. Antoinette comprobó las lecturas.

—Necesitaremos otros diez kilómetros por segundo solo para alcanzar la órbita. ¿Podrás conseguirlo, Bestia?

—Uno hace todo lo que puede, señorita.

Ella asintió, comprendiendo que no le podía pedir más a su nave. En lo alto, las nubes comenzaban a adelgazar y el cielo se oscurecía, adoptando un profundo tono azul de medianoche. El espacio parecía tan cercano como si pudieran tocarlo.

Pero aún les quedaba un largo camino por delante.

Clavain observaba atento mientras apartaban la última capa que ocultaba el escondite del superviviente. Uno de sus soldados alumbró con una linterna el lúgubre recinto. El tipo estaba agazapado en una esquina, arrebujado en una manta térmica de color gris, llena de manchas. Clavain se sentía aliviado. Ahora que ese detalle menor había sido aclarado, la nave enemiga podría ser destruida sin problemas y la Sombra Nocturna regresaría al Nido Madre.

Encontrar al superviviente había sido mucho más fácil de lo que él se esperaba. Solamente habían tardado treinta minutos en localizar el punto, tras especificar la búsqueda con escáneres acústicos y biosensores. A continuación, solo había sido cuestión de extraer paneles y equipo hasta encontrar el nicho oculto, un volumen del tamaño aproximado de dos armarios colocados el uno junto al otro. Estaba situado en una zona de la nave que la tripulación humana no debía de visitar muy a menudo, ya que estaba bañada por una elevada radiación de los motores de fusión.

Clavain pronto llegó a la conclusión de que el escondrijo parecía más bien un calabozo dispuesto de manera apresurada, una celda de confinamiento en una nave que no había sido diseñada para llevar prisioneros. Debían de haber metido al cautivo en el hueco y luego habían vuelto a poner los paneles y los equipos encima, bien asegurados a su alrededor, dejando solo un estrecho conducto por el que pudiera pasar el aire, el agua y la comida. El agujero era asqueroso. Clavain hizo que su traje analizara el aire y dejó pasar un poco por su nariz: apestaba a desechos humanos. Se preguntó si el prisionero había estado abandonado todo el tiempo, o solo desde que la atención de la tripulación se había visto desviada por la llegada de la Sombra Nocturna.

En otros aspectos, parecía que habían cuidado bien al cautivo. Los muros del agujero estaban acolchados y había un par de aros de contención que podrían haber servido para evitar golpes durante las maniobras de combate. También habían instalado un micrófono de comunicación aunque, por lo que Clavain pudo deducir, solo funcionaba en un sentido: para dirigirse al prisionero. Había sábanas y los restos de una comida. Clavain había visto peores celdas de confinamiento. De hecho, hasta había sido huésped en varias de ellas.

Lanzó un pensamiento a la cabeza del soldado de la linterna.

Sácale esa sábana de encima, si eres tan amable. Quiero ver a quién hemos encontrado.

El soldado se metió en el agujero, mientras Clavain se preguntaba quién podría ser el prisionero. Su mente repasó las posibilidades: no sabía de otros combinados que hubiesen sido apresados últimamente, y dudaba que el enemigo se hubiese complicado tanto la vida para mantener a alguno con vida. La opción más probable era que procediese de las propias filas del enemigo, quizá un traidor o un desertor.

El soldado arrancó la sábana que cubría la figura agazapada. El prisionero, acurrucado en una postura fetal, chilló ante la repentina intrusión de la luz al tiempo que se protegía los ojos, acostumbrados a la oscuridad.

Clavain se quedó asombrado. El cautivo no se parecía a nada de lo que esperaba. En un primer momento podría haber pasado por un humano adolescente, puesto que el tamaño y las proporciones eran aproximadamente análogas. Un humano desnudo, en todo caso, pues su piel rosada de aspecto humano se encogía en el agujero. Tenía una considerable área de piel quemada en la parte superior del brazo, llena de protuberancias y volutas rosadas de un tono pálido como la muerte.

Clavain estaba observando un hipercerdo, una quimera genética de cerdo y humano.

—Hola —dijo Clavain en voz alta. Los altavoces incorporados en su traje amplificaron su voz.

El cerdo se movió, de modo repentino y brusco. Nadie se lo esperaba. Atacó con algo largo y metálico sujeto en el puño. El objeto brillaba y su filo reverberaba como un diapasón. Lanzó una dura estocada contra el pecho de Clavain. La punta de la hoja tembló sobre la armadura sin provocar más que un estrecho surco brillante, pero encontró el punto cerca del hombro donde una placa se deslizaba sobre otra. La hoja se coló por el hueco y el traje de Clavain registró la intrusión con una estridente alarma parpadeante en su casco. Clavain se echó atrás antes de que la hoja pudiera perforar la capa interna del traje y alcanzar la piel, y chocó con un fuerte crujido contra la pared que tenía a su espalda. El arma cayó de la mano del cerdo y salió despedida dando vueltas como una nave que hubiera perdido el control giroscópico. Clavain la reconoció como un piezocuchillo; en su cinturón de herramientas llevaba algo similar. El cerdo debía de habérselo robado a uno de los demarquistas.

Clavain recuperó el aliento.

—Empecemos de nuevo, ¿de acuerdo?

Los otros combinados retuvieron al cerdo. Clavain se inspeccionó el traje y pidió un informe esquemático de daños. Se había producido una pequeña pérdida de integridad de presión cerca del hombro. No corría peligro de asfixiarse hasta morir, pero pese a todo debía tener en cuenta la posibilidad de que hubiera contaminantes aún por descubrir a bordo de la nave enemiga. Casi por instinto, desenganchó un rociador sellante de su cinto, eligió el diámetro de la boquilla y aplicó la resina de endurecimiento rápido alrededor de la zona aproximada de la herida del cuchillo, donde se solidificó formando un sinuoso quiste gris. En algún momento previo al amanecer de la era demarquista, en el siglo XXI o XXII, no muy lejos de la fecha de nacimiento del propio Clavain, una amplia gama de genes humanos habían sido cosidos a los del cerdo doméstico. La intención era optimizar la facilidad con la que se podían trasplantar órganos entre las dos especies, permitiendo que los cerdos desarrollaran zonas corporales que luego se pudieran recolectar para utilizarlas en humanos. En la actualidad existían métodos mejores para arreglar o reemplazar los tejidos dañados, y de hecho llevaban siglos estando disponibles, pero el legado de los experimentos con cerdos aún perduraba. La intervención genética había ido demasiado lejos y se había logrado no solo una compatibilidad entre especies, sino algo totalmente inesperado: inteligencia.

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