—No prometo nada —replicó él—. Solo digo que haré lo que pueda.
—Es posible que los malabaristas ni siquiera sean capaces de ayudarme.
—Bueno, eso no lo sabremos hasta que lo intentemos, ¿verdad?
—Supongo que no.
—Así me gusta —dijo Clavain.
Algo golpeteó dentro del objeto que estaba manipulando Felka, que bufó como un gato escaldado y arrojó su creación fallida contra la pared más próxima. La partió en un centenar de fragmentos. Casi sin respirar, agarró otra pieza y comenzó a trabajar sobre ella.
—Y si los malabaristas de formas no sirven de nada, podemos probar con los amortajados.
Clavain sonrió.
—No nos adelantemos a los acontecimientos. Si lo de los malabaristas no sale bien, ya nos pondremos a pensar en otras posibilidades. Pero eso será cuando toque. Primero está ese asunto sin importancia de ganar la guerra.
—Pero dicen que pronto terminará.
—Así que eso dicen, ¿eh?
Felka erró con la herramienta que estaba manejando y se arrancó una pequeña tira de piel de un lateral del dedo. Se llevó el dedo a la boca y lo chupó con fuerza, como alguien que trata de exprimir la última gota de zumo de un limón.
—¿Qué te hace pensar lo contrario?
Clavain sintió el ridículo impulso de bajar la voz, a pesar de que no supondría ninguna diferencia real.
—No lo sé. Quizá solo estoy siendo un viejo estúpido. ¿Pero para qué estamos los viejos estúpidos, si no es para tener ocasionales dudas de vez en cuando?
Felka sonrió con indulgencia.
—Deja de hablar en acertijos, Clavain.
—Es por Skade y el Consejo Cerrado. Se está tramando algo y no sé qué es. —¿Como qué?
Clavain escogió con cuidado sus palabras. Por mucho que confiara en Felka, sabía que tenía enfrente a un miembro del Consejo Cerrado. Y el hecho de que llevara un tiempo sin participar en el consejo, y que presumiblemente no estuviera al tanto de los últimos secretos, no suponía una gran diferencia.
—Dejamos de fabricar naves hace un siglo —comenzó diciendo—. Nadie me explicó por qué, y pronto me di cuenta de que no servía de gran cosa preguntarlo. Desde entonces he oído extraños rumores sobre misteriosos tejemanejes. Ofensivas encubiertas, programas reservados de adquisición de tecnología, experimentos secretos. Y ahora de pronto, justo cuando los demarquistas están a punto de derrumbarse y reconocer la derrota, el Consejo Cerrado desvela un rompedor modelo de nave. La Sombra Nocturna no es otra cosa que un arma, Felka, pero, ¿contra quién demonios piensan usarla, si no es contra los demarquistas?
—¿«Piensan», Clavain?
—Quiero decir pensamos.
Felka asintió.
—Supongo que de vez en cuando te preguntas si el Consejo Cerrado no estará planeando algo tras el telón. Clavain dio un sorbo a su té.
—Tengo derecho a plantearme cosas, ¿no?
Felka se mantuvo inmóvil durante un largo instante, y el silencio solo quedaba interrumpido por el ruido de su lima al raspar la madera.
—Podría responder ahora mismo algunas de tus preguntas, Clavain. Eso ya lo sabes. Y también sabes que no revelaré lo que aprendí en el Consejo Cerrado, como tampoco harías tú si estuvieras en mi situación.
El se encogió de hombros.
—No espero otra cosa.
—Pero aunque quisiera contártelo, no creo que lo sepa todo. Ya no. Hay capas dentro de otras capas. Nunca pude acceder a los secretos del Sanctasanctórum, y hace años que no me dejan acercarme a los datos del Consejo Cerrado. —Felka tamborileó con la lima en su sien—. Algunos miembros del consejo incluso quieren cancelar mis recuerdos de modo permanente, para que así olvide lo que descubrí durante mis años de actividad junto a ellos. Lo único que los frena es mi extraña anatomía cerebral; no se puede garantizar que no eliminen los recuerdos equivocados.
—No hay mal que por bien no venga.
Ella asintió.
—Pero existe una solución, Clavain. Y es realmente simple, si lo piensas. —¿Y cuál es?
—Siempre puedes unirte al Consejo Cerrado.
Clavain suspiró y buscó una objeción, a sabiendas de que, aunque encontrara alguna, era improbable que satisficiera a Felka. —Tomaré un poco más de té, si no te importa.
Skade avanzaba a zancadas por los curvados pasillos grises del Nido Madre, y su cresta llameaba con un color escarlata que indicaba gran concentración e ira. Se dirigía a la cámara privada, donde había citado a Remontoire y a un quórum de miembros corpóreos del Consejo Cerrado.
Su mente funcionaba casi al máximo de su ritmo de procesamiento. Estudiaba cómo manejar lo que sin duda sería una reunión delicada, quizá la más crucial en su campaña para reclutar a Clavain a su bando. La mayor parte del Consejo Cerrado era como masilla en sus manos, pero quedaban unos pocos que la preocupaban, unos pocos que iban a necesitar más que la habitual dosis de persuasión.
Skade también repasaba el resumen final de datos de rendimiento recogidos de los sistemas secretos del interior de la Sombra Nocturna, que llegaban a su cráneo a través del compad que descansaba sobre su abdomen como una pieza de armadura. Los números resultaban alentadores: nada impedía realizar unas pruebas más exhaustivas de la maquinaria, salvo el problema de mantener a buen recaudo el revolucionario secreto. Ya había informado al maestro de obra de las buenas noticias, para que pudieran incorporar los últimos refinamientos técnicos a la flota del éxodo.
Aunque tenía asignada buena parte de sus recursos a esas tareas, Skade también reproducía y analizaba una grabación, una transmisión que acababa de llegar desde la Convención de Ferrisville.
No era nada bueno.
El portavoz se cernía en el aire por delante de Skade, de espalda a su avance, y sus pies se deslizaban sin efecto sobre el suelo. Skade reproducía la transmisión a diez veces la velocidad normal, lo cual otorgaba a los gestos del hombre un aire desquiciado.
—Esta es una petición oficial dirigida a cualquier representante de la facción combinada —dijo el portavoz de la convención—. Ha llegado a conocimiento de la Convención de Ferrisville que una nave combinada estuvo implicada en la interceptación y abordaje de una nave demarquista, en la vecindad del volumen en disputa situado alrededor del gigante gaseoso...
Skade adelantó la grabación. Ya había reproducido el mensaje dieciocho veces, en busca de matices y ardides. Sabía que a continuación venía una lista increíblemente tediosa de restricciones legales y estatutos de la convención, todos los cuales ya había comprobado por su cuenta y eran sólidos.
—... sin que la facción combinada lo supiera, Maruska Chung, la capitana de la nave demarquista, ya había entrado en contacto oficial con agentes de la Convención de Ferrisville, en lo concerniente a transferir bajo nuestra custodia a un prisionero. El prisionero en cuestión se encontraba detenido a bordo de la nave demarquista tras su arresto en un asteroide militar bajo jurisdicción demarquista, de acuerdo con...
Más jerga legalista. Volvió a usar el avance rápido.
—... prisionero en cuestión, un hipercerdo conocido en la Convención de Ferrisville como «Escorpio», está buscado por los siguientes crímenes en infracción del estatuto general de poderes de emergencia número...
Skade dejó que el mensaje volviera a empezar, pero no detectó nada que no estuviera ya claro. El gnomo burócrata de la convención parecía demasiado obsesionado con las minucias de los tratados y sus subcláusulas como para poder realizar un auténtico engaño. Casi seguro que estaba diciendo la verdad respecto al cerdo.
Escorpio era un criminal conocido por las autoridades, un peligroso asesino con predilección por los humanos como víctimas. Chung había informado a la convención de que se lo iba a entregar para que se encargaran de él, posiblemente mediante un haz estrecho antes de que la Sombra Nocturna estuviera lo bastante cerca como para interceptar sus transmisiones.
Y Clavain, maldito fuera, no había hecho lo que debía, que era borrar de la existencia la nave demarquista a la primera ocasión que se presentara. La convención habría refunfuñado, pero hubieran actuado en todo momento de pleno derecho. No se les podía pedir que estuvieran enterados de lo del prisionero de guerra de la capitana, y no tenían por qué hacer preguntas antes de abrir fuego. Pero en lugar de eso, Clavain había rescatado al cerdo.
—... solicitamos la inmediata devolución del prisionero a nuestra custodia, ileso y sin haber sido contaminado por los sistemas de infiltración neuronal de los combinados, en un plazo de veintiséis días estándares. De no cumplir esta petición... —El portavoz de la convención hizo una pausa y se frotó las manos con mezquina anticipación—. El incumplimiento de esta petición supondría un gran detrimento en las relaciones entre la facción combinada y la convención, algo en lo que debo hacer hincapié.
Skade lo comprendía perfectamente. El prisionero carecía de verdadero valor para la convención. Pero como copa, como trofeo, su importancia era incalculable. La ley y el orden ya se encontraban en un estado de extremo declive en el espacio aéreo de la convención, y los hipercerdos eran un grupo poderoso por derecho propio, que no siempre estaba dentro de la legalidad. Cuando la propia Skade tuvo que ir a Ciudad Abismo en misión secreta del consejo y casi acaba muerta, las cosas ya iban mal. Y era palpable que desde entonces no habían mejorado. La captura del cerdo y su ejecución enviaría un mensaje claro a los demás rufianes, en especial a las facciones de hipercerdos más proclives al crimen. Si Skade hubiese estado en la situación del portavoz, hubiera realizado prácticamente la misma petición.
Pero eso no solucionaba el problema del cerdo. Para empezar, y sabiendo lo que ella sabía, no había necesidad alguna de satisfacer la demanda. A no mucho tardar, la convención ya no tendría la menor importancia. El maestro de obra le había asegurado que la flota del éxodo estaría lista en setenta días, y no tenía motivos para dudar de la precisión de sus estimaciones.
Setenta días.
En ochenta o noventa todo habría acabado. En apenas tres meses nada más importaría. Pero ahí estaba el problema. La existencia de la flota y el propio motivo de su creación tenían que seguir siendo un absoluto secreto. Había que dar la impresión de que los combinados estaban esforzándose por alcanzar la victoria militar que todos los observadores imparciales esperaban. Cualquier otra cosa despertaría sospechas, tanto dentro como fuera del Nido Madre. Y si los demarquistas descubrían la verdad, había una posibilidad (pequeña, pero no tanto como para ignorarla) de que se recuperaran y obtuvieran aliados que hasta entonces habían permanecido neutrales. En aquellos momentos eran una fuerza acabada, pero si se combinaban con los ultras podían suponer un auténtico obstáculo para el objetivo final de Skade.
No. La charada de obtener la victoria exigía cierto grado de obediencia a la convención. Skade debía encontrar un modo de devolver al cerdo, y tendría que ser antes de provocar recelos.
Su furia alcanzó el punto álgido. Hizo congelar ante sí la imagen del portavoz, cuyo cuerpo se ennegreció hasta que solo quedó la silueta. Pasó a través de él, desperdigándolo como una bandada de cuervos asustados.
Su avión privado podría haber acortado enormemente el viaje a Solnhofen, pero la inquisidora decidió realizar el tramo final del trayecto en transporte de superficie, y para ello hizo que el aparato la dejara en la comunidad de tamaño razonable más cercana a su destino.
El lugar se llamaba Audubon, una extensión de depósitos, chozas y cúpulas atravesada por raíles de slev, tuberías de carga y autopistas. Desde el perímetro, los dedos, como esbeltas filigranas que eran los mástiles de amarraje de los dirigibles, horadaban el cielo del norte, de color gris pizarra. Pero aquel día no había zepelines amarrados, ni señal alguna de que los hubiera habido recientemente.
El aeroplano la dejó en una franja de suelo de hormigón que discurría entre dos depósitos, sucia y llena de surcos. La inquisidora la atravesó con rapidez. Sus botas dejaron marcas en las matas de césped adaptado a Resurgam que asomaban aquí y allá entre el hormigón. Con cierto temor, observó cómo el avión volvía a tomar altura en dirección a Cuvier, listo para servir a otros funcionarios del Gobierno hasta que ella solicitara que la recogiera para regresar.
—Entra y sal rápido —murmuró para sí.
Algunos trabajadores ocupados en sus propios asuntos ya la habían visto, pero tan lejos de Cuvier las actividades de la Inquisición no eran objeto de gran especulación. La mayoría de la gente supondría acertadamente que pertenecía al Gobierno, pese a que llevaba ropa de paisano, pero les costaría más adivinar que estaba siguiendo la pista a un criminal de guerra. Lo mismo podía ser agente de policía o inspectora de alguna de las numerosas ramas burocráticas del Gobierno, que había ido hasta allí para verificar que nadie se estuviera apropiando de los fondos. Si hubiese llegado con ayudantes armados (un servidor o un escuadrón de guardias), sin duda su aparición hubiese provocado más comentarios. Pero, tal como iba, casi todo el mundo trató de no mirarla a los ojos y pudo llegar a la cantina sin incidentes.
Vestía de oscuro, con prendas poco llamativas cubiertas por una larga capa como las que la gente solía usar un tiempo atrás, cuando las tormentas cuchilla eran más habituales, con una bolsita plegada bajo la barbilla para llevar la mascarilla de respiración. Unos guantes negros completaban su atuendo, y llevaba unos pocos objetos personales en una pequeña mochila. Su pelo lucía un lustroso corte a tazón. De vez en cuando tenía que apartarse el flequillo de los ojos, pero servía para esconder de manera eficaz un transmisor de radio con auricular y micrófono en la garganta, cuyo único objetivo era llamar al avión. Llevaba una pequeña pistola bóser de fabricación ultra, asistida por un sistema de puntería que llevaba en el ojo como una lente de contacto. Pero solo cargaba con el arma para sentirse más segura; no pensaba usarla.
La cantina era un edificio de dos plantas que colgaba sobre la ruta principal hacia Solnhofen. Transportes de carga de ruedas enormes con forma de globo circulaban con estruendo en ambos sentidos. Pasaban a intervalos irregulares, cargando tras sus altos lomos contenedores estriados, apilados como fruta demasiado madura. Los conductores se sentaban dentro de vainas presurizadas, montadas cerca de la parte frontal de las máquinas y articuladas mediante un brazo con dos bisagras, para poder bajar a nivel de suelo o subir más alto y poder alcanzar una de las puertas de acceso elevadas de la cantina. Lo habitual era usar tres o cuatro transportes que avanzaban pesadamente en modo automático tras una plataforma tripulada. Nadie se fiaba de que las máquinas pudieran cubrir el trayecto sin ninguna supervisión.