La desvaída decoración de la cantina lucía un permanente aspecto grasiento, que hizo que la inquisidora tuviera ganas de dejarse los guantes puestos. Se dirigió a un grupo de conductores sentados alrededor de una mesa, que rezongaban sobre sus condiciones laborales. Sobre la mesa había aperitivos y café a medio tomar. Un periódico mal impreso contenía el último retrato robot del terrorista Thorn, junto a una lista de sus crímenes más recientes contra los ciudadanos. Una mancha de café con forma de anillo rodeaba como un aura la cabeza de Thorn.
La inquisidora contempló a los conductores durante lo que parecieron varios minutos, hasta que uno de ellos se dignó mirarla y asentir.
—Me llamo Vuilleumier —dijo—. Necesito que me lleven a Solnhofen.
—¿Vuilleumier?—repitió uno de los conductores—. ¿Igual que...? ¿Cómo se escribe?
—Saca tus propias conclusiones. No es un apellido tan inusual en Resurgam. El camionero tosió.
—Solnhofen —dijo dubitativo, como si fuera un sitio del que apenas había oído hablar.
—Sí, Solnhofen. Es un pequeño asentamiento situado justo en esa carretera. De hecho, es el primero con el que uno se topa si va en esa dirección durante más de cinco minutos. Quién sabe, quizás hasta hayáis pasado por ahí una o dos veces.
—Solnhofen pilla bastante apartado de mi ruta, preciosa.
—¿En serio? Resulta gracioso. Tenía la impresión de que la ruta, como tú la llamas, consistía básicamente en una línea recta que pasaba justo por en medio de Solnhofen. Es difícil imaginar que algo pueda quedar «apartado» de eso, a no ser que abandonemos por completo la idea de seguir la carretera. —Sacó algo de dinero y estaba a punto de dejarlo sobre la mesa salpicada de comida, pero lo pensó mejor. Se limitó a agitarlo delante de los camioneros; los billetes crujieron en su mano recubierta de cuero—. He aquí mi oferta: la mitad de esto ahora mismo para cualquier conductor que me prometa un viaje a Solnhofen, un cuarto adicional si partimos en menos de treinta minutos, y el resto si llegamos a Solnhofen antes de que amanezca.
—Yo podría llevarla —dijo uno de los camioneros—. Pero es complicado en esta época del año. Creo que...
—La oferta no es negociable. —Había tomado la decisión de no tratar de congraciarse con ellos. Desde antes de dar un paso en la cantina, ya sabía que no les iba a caer bien. Podían oler al Gobierno a más de un kilómetro de distancia y ninguno de ellos, incentivos financieros aparte, quería realmente compartir cabina con ella durante todo el trayecto hasta Solnhofen. Lo cierto es que no podía culparlos. Los agentes gubernamentales de todo rango lograban que las personas normales sintieran escalofríos.
De no ser ella la inquisidora, tendría pánico de sí misma.
Pero el dinero hacía maravillas, y en menos de veinte minutos se sentaba en la cabina elevada de un transportista mientras las luces de Audubon se perdían en el ocaso. El camión solo llevaba un contenedor, y la combinación de carga ligera y el efecto amortiguador de las ruedas, del tamaño de una casa, proporcionaban a su movimiento unos bandazos soporíferos. La cabina estaba silenciosa y bien caldeada, y el camionero prefería poner música a embarcarse con ella en una conversación sin sentido. Durante los primeros minutos, ella lo observó mientras conducía y se fijó en que el vehículo solo necesitaba de vez en cuando la intervención humana para seguir la carretera. Sin duda podría funcionar sin supervisión alguna, de no ser por las normas de los sindicatos locales. Muy esporádicamente, otro camión o una cadena de vehículos se cruzaba con ellos en la noche, pero en su mayor parte el trayecto fue como viajar en una oscuridad despoblada e interminable.
La inquisidora llevaba en su regazo el periódico con el artículo sobre Thorn y lo leyó varias veces, cada vez más cansada, con la mirada dando traspiés sobre los mismos pesados párrafos. El artículo presentaba al movimiento de Thorn como una banda de violentos terroristas, obsesionados con derribar el Gobierno sin otro objeto que sumergir a la colonia en la anarquía. Solo mencionaba de pasada que la meta confesa de Thorn era encontrar un modo de evacuar Resurgam, usando para ello la nave de la triunviro. Pero la inquisidora ya había estudiado las suficientes declaraciones de Thorn como para conocer su postura sobre el tema. Desde los días de Sylveste, los sucesivos gobiernos habían acallado cualquier insinuación de que la colonia pudiera no ser segura, y que corría el peligro de sufrir la misma extinción que había aniquilado a los amarantinos casi un millón de años atrás. A lo largo del tiempo, y sobre todo en los siniestros y desesperados años que habían sucedido al colapso del régimen de Girardieau, la idea de que la colonia podía quedar destruida por algún repentino episodio cataclísmico había sido discretamente apartada del debate público. Mencionar siquiera a los amarantinos (y mucho menos lo que les sucedió) era la clase de cosas que hacían que a uno lo calificaran de busca problemas. Pero Thorn estaba en lo cierto. Puede que el peligro no fuera inminente, pero desde luego no había desaparecido.
Era cierto que Thorn atentaba contra objetivos gubernamentales, pero por lo general los ataques eran quirúrgicos y calculados, con el mínimo número de víctimas civiles. En ocasiones se hacían para publicitar su movimiento, pero lo más habitual era que su propósito fuese robar propiedades o fondos del Gobierno. Derribar la administración era una parte forzosa del plan de Thorn, pero no el objetivo principal.
Thorn creía que la nave de la triunviro seguía en el sistema, y pensaba que el Gobierno sabía dónde estaba y cómo llegar hasta ella. Su movimiento aseguraba que el ejecutivo disponía de dos lanzaderas operativas, con capacidad para realizar repetidos vuelos entre Resurgam y la Nostalgia por el infinito.
Por lo tanto, el plan de Thorn era bastante simple. Primero localizaría las lanzaderas, algo que, según él mismo, estaba a punto de lograr. Después derribaría al Gobierno, o al menos lo debilitaría lo bastante como para poder capturar las lanzaderas. Después correspondería a la gente llegar hasta el punto de éxodo acordado, donde las lanzaderas cubrirían los viajes de ida y vuelta desde la superficie hasta la órbita. Cabía presuponer que la parte final consistía en derribar por completo el régimen existente, pero Thorn había afirmado repetidas veces que deseaba alcanzar su objetivo con tan poco derramamiento de sangre como fuese posible.
De todo eso, poca cosa se dejaba entrever en el artículo, aprobado por el Gobierno. Se quitaba importancia a las intenciones de Thorn, y lograba que la idea de una amenaza contra Resurgam pareciera un tanto ridícula. Thorn era presentado como un egoísta desquiciado, mientras se exageraba enormemente el número de víctimas civiles relacionadas con sus actividades.
La inquisidora estudió el retrato. No conocía personalmente a Thorn, pero sabía mucho sobre él. La imagen solo guardaba un remoto parecido con la verdadera persona, pero pese a ello Amenazas Internas había aceptado su verosimilitud. Se alegró por ello.
—Yo que usted no perdería el tiempo con esa porquería —dijo el conductor, cuando ella acababa de adormilarse pensativa—. Ese cabrón está muerto.
Vuilleumier parpadeó, alerta de pronto.
—¿Cómo?
—Thorn. —El camionero golpeó con uno de sus gruesos dedos el periódico que ella tenía abierto sobre las rodillas—. El del dibujo.
La inquisidora se preguntó si el conductor había guardado silencio de forma deliberada hasta que ella se había quedado dormida, si se trataba de un jueguecito que se traía con sus pasajeros para entretenerse durante el viaje.
—Que yo sepa, Thorn no está muerto —respondió—. Es decir, no he leído nada en los periódicos ni ha salido nada en las noticias que diga eso...
—El Gobierno le pegó un tiro. No se había puesto el apelativo de Thorn porque sí, ya se imagina.
—¿Cómo han podido pegarle un tiro si ni siquiera saben dónde está? —Pero sí que lo saben, ahí está la cosa. Sencillamente, todavía no quieren que nos enteremos de que está muerto. —¿Quiénes?
—El Gobierno, preciosa. Mantente al día.
Sospechó que estaba burlándose de ella. Debía de haber adivinado que trabajaba para el Gobierno, pero también podía imaginarse que no tenía tiempo de informar de pequeños episodios de pensamiento díscolo.
—Y si le han disparado —dijo—, ¿por qué no lo anuncian? Miles de personas creen que Thorn va a conducirlos a la Tierra Prometida.
—Sí, pero solo hay una cosa peor que un héroe: un mártir. Habría muchos más problemas si se extendiera la noticia de que en realidad está muerto.
Ella se encogió de hombros y plegó el periódico.
—Bueno, en realidad no estoy segura de que haya existido siquiera. Tal vez al Gobierno le convenía crear un personaje ficticio que concentrara las esperanzas, solo para poder tomar medidas más drásticas contra la población. ¿No se habrá creído realmente todas esas historias, verdad?
—¿Eso de que iba a encontrar un modo de sacarnos de Resurgam? Qué va. Aunque imagino que sería bonito si sucediera. Para empezar, nos libraríamos de todos los quejicas.
—¿De veras es esa su actitud? ¿Que los únicos que quieren marcharse de Resurgam son los quejicas?
—Lo siento, preciosa, no sé de qué lado de la valla está usted. Pero a algunos en el fondo nos gusta este planeta. Sin ánimo de ofender.
—Faltaría más. —Entonces se reclinó en el asiento y se colocó el periódico doblado sobre los ojos, para que le sirviera de máscara. Decidió que si el camionero tampoco comprendía ese mensaje, habría que darlo por imposible.
Por suerte, lo captó.
En esa ocasión, el adormecimiento la condujo al sueño profundo. Soñó con el pasado, recuerdos que regresaban ahora que la voz de la agente Cuatro los había despertado. En realidad, nunca había sido capaz de dejar de pensar por completo en Cuatro, pero durante todo ese tiempo había conseguido no concebirla como una persona. Era demasiado doloroso. Recordar a Cuatro suponía pensar en su propia llegada a Resurgam, y eso a su vez implicaba rememorar su otra vida, que, comparada con la deprimente realidad del presente, aparecía como un cuento imposible y lejano.
Pero la voz de Cuatro era como una puerta al pasado. Ahora había ciertas cosas que no podían ignorarse.
¿Por qué demonios la llamaba justo en ese momento?
Se despertó cuando el ritmo del vehículo se alteró. El camionero lo estaba estacionando en una bodega de descarga. —¿Ya hemos llegado?
—Esto es Solnhofen. No es lo que se dice una gran ciudad con sus luces cegadoras, pero es donde usted quería ir.
Por un hueco en las tablillas de la pared del depósito, pudo ver un cielo del color de la sangre anémica. El amanecer, o casi. —Vamos un pelín tarde —comentó.
—Llegamos a Solnhofen hará cuarto de hora, preciosa. Pero dormía como un tronco y no quise despertarla.
—Muy amable por su parte. —A regañadientes, le entregó el resto de la paga prometida.
Remontoire observó cómo los últimos miembros del Consejo Cerrado tomaban asiento en las gradas dispuestas en torno a la superficie interior de la cámara privada. Algunos de los más ancianos aún eran capaces de llegar por sí mismos hasta sus sillas, pero la mayoría tenía que ser ayudada por sirvientes, exoesqueletos u oscuras nubes de zánganos del tamaño de un dedo pulgar. Algunos se encontraban tan próximos al final de su vida física que ya casi habían abandonado por completo su cuerpo, y no eran más que una cabeza anclada a prótesis de movilidad aracnoides. Uno o dos eran cerebros enormemente hinchados, tan llenos de maquinaria que ya no cabían en ningún cráneo, así que flotaban dentro de cúpulas transparentes llenas de fluidos y repletas de palpitante maquinaria de soporte vital. Eran los combinados más extremistas y, en su estado, la mayor parte de su actividad consciente se había dispersado por la red distribuida del pensamiento combinado global. Conservaban su cerebro por pura costumbre, como una familia reacia a demoler su vieja mansión en ruinas, a pesar de que casi nunca estaba en ella.
Remontoire tanteaba los pensamientos de cada recién llegado. Había gente en aquella sala que él creía muerta desde hacía tiempo, individuos que no habían asistido a ninguna de las sesiones del Consejo Cerrado en las que él había participado.
Era por el tema de Clavain. El los había sacado a todos de su retiro.
Remontoire notó la repentina presencia de Skade en cuanto esta entró en la sala privada. Había aparecido por una balconada de forma anular situada a media altura, en la pared de la sala esférica. La cámara era opaca a toda transmisión neuronal; los de dentro podían comunicarse libremente entre sí, pero estaban aislados por completo de las demás mentes del Nido Madre. Eso permitía que el Consejo Cerrado celebrara sus sesiones y se expresara con más libertad que a través de los canales neuronales restringidos habituales.
Remontoire dio forma a un pensamiento y le asignó una alta prioridad, de modo que de inmediato superó las oleadas de cuchicheos y consiguió la atención general.
¿Está enterado Clavain de esta reunión?
Skade intervino con brusquedad para dirigirse a él.
[¿Por qué debería saberlo, Remontoire?].
Este se encogió de hombros.
¿Acaso no es de él de quien venimos a hablar, a sus espaldas?
Skade sonrió amablemente.
[Si Clavain consintiera en unirse a nosotros, no habría necesidad de hablar de él a sus espaldas, ¿verdad? El problema es suyo, no mío].
Remontoire se puso en pie, ahora que todos lo miraban o al menos dirigían en su dirección alguna especie de aparato sensorial.
¿Quién ha dicho que sea un problema, Skade? A lo que me opongo es a las intenciones que se ocultan tras esta reunión.
[¿Intenciones ocultas? Solo deseamos lo mejor para Clavain, Remontoire. Como amigo suyo, confiaba en que ya te hubieras dado cuenta de eso].
Remontoire miró a su alrededor. No había rastro de Felka, cosa que no le sorprendió lo más mínimo. Tenía perfecto derecho a estar presente, pero dudaba que apareciera incluida en la lista de invitados de Skade.
Soy su amigo, lo reconozco. Me ha salvado la vida numerosas veces, pero aunque no lo hubiera hecho... bueno, Clavain y yo hemos superado juntos problemas más que suficientes. Si eso significa que no tengo una visión objetiva sobre el asunto, que así sea. Pero te diré algo. Remontoire pasó la mirada por la sala, asintiendo cuando se encontraba con los ojos o sensores de alguien. A todos vosotros, a los que necesitan que se lo recuerde a pesar de lo que a Skade le gustaría que pensarais, Clavain no nos debe nada. Sin él, ninguno de nosotros estaría aquí. Ha sido para nosotros tan importante como Galiana, y no lo digo a la ligera. La conocí antes que cualquiera de esta sala.