Antes de que Clavain pudiera responder, H le había cogido la mano y se la había apretado. Clavain retiró la mano, perplejo. Notó que había un diminuto punto rojo en la palma de su mano, como si fuese sangre.
H lo llevó abajo, de vuelta al suelo de mármol. Pasaron al lado de la fuente que Clavain había oído antes y que consistía en una serpiente dorada sin ojos que vomitaba un chorro constante de agua; luego bajaron por otro largo tramo de escaleras de mármol para llegar al piso que estaba justo debajo.
—¿Qué sabe usted de Skade? —preguntó Clavain. No confiaba en H, pero no veía qué daño podía haber en hacer unas cuantas preguntas.
—No tanto como me gustaría —dijo H—. Pero le contaré de lo que me he enterado, dentro de ciertos límites. Enviaron a Skade a Ciudad Abismo en una operación de espionaje para los combinados, una operación que concernía a este edificio. Correcto, ¿no?
—Dígamelo usted.
—Vamos, señor Clavain. Como pronto descubrirá, tenemos mucho más en común de lo que podría imaginarse. No es necesario ponerse a la defensiva. A Clavain le apetecía reírse.
—Dudo que usted y yo tengamos demasiadas cosas en común, H. —¿No?
—Soy un hombre de cuatrocientos años que es probable que haya visto más guerras que amaneceres ha visto usted. Los ojos de H se arrugaron divertidos. —¿De veras?
—Mi perspectiva de las cosas va a ser algo diferente de la suya, solo un poquito.
—No me cabe la menor duda. ¿Quiere seguirme, señor Clavain? Me gustaría mostrarle a la anterior inquilina.
H lo llevó por pasillos negros de techos altos y solo iluminados por las ventanas más estrechas posibles. Clavain observó que H caminaba con una levísima cojera, provocada por un mínimo desequilibrio de longitud entre una pierna y la otra que conseguía superar la mayor parte del tiempo. Parecía disponer de todo el colosal edificio para él solo, o al menos de aquella porción del mismo, que tenía el tamaño de una mansión; aunque quizá fuera una ilusión alimentada por la pura inmensidad del edificio. Clavain ya había presentido que H controlaba una organización que tenía cierta influencia.
—Comience por el principio —dijo Clavain—. ¿Cómo se mezcló usted en el asunto de Skade?
—Compartíamos intereses, como supongo que diría usted. Llevo un siglo en Yellowstone, señor Clavain. Durante ese tiempo he cultivado ciertos intereses, obsesiones, casi podría llamarlos.
—¿Por ejemplo?
—La redención es una de ellas. Tengo lo que usted podría denominar, siendo caritativo, un pasado accidentado. En mis tiempos hice algunas cosas bastante desagradables. Claro que, ¿quién no las ha hecho? —Se detuvieron ante una entrada arqueada enmarcada en mármol negro. H hizo que se abriera la puerta y acompañó a Clavain al interior de una habitación sin ventanas que tenía el ambiente quieto y espectral de una cripta.
—¿Por qué le iba a interesar la redención?
—Para absolverme, por supuesto. Para compensar un poco. En la época actual, incluso teniendo en cuenta las dificultades de estos tiempos, uno puede vivir una vida excesivamente larga. En tiempos pasados, un crimen abominable lo marcaba a uno de por vida, o al menos durante los bíblicos setenta años. Pero ahora podemos vivir durante siglos. ¿Debería una vida tan larga verse mancillada por una sola acción poco meritoria?
—Usted dijo que había hecho más de una cosa desagradable.
—Como así ha sido. Le he puesto mi nombre a muchas obras viles. —Se acercó a una caja de metal vertical soldada con tosquedad que estaba en medio de la sala—. Pero de lo que se trata es de lo siguiente: no veo por qué habría que encerrar a mi yo actual en unas pautas de comportamiento determinadas solo por algo que hizo mi yo mucho más joven. Dudo que haya un solo átomo de mi cuerpo que hayamos compartido los dos, y muy pocos recuerdos.
—Un pasado criminal no le da una perspectiva moral única.
—No, es cierto. Pero hay una cosa que se llama el libre albedrío. No hay necesidad de que seamos marionetas de nuestro pasado. —H hizo una pausa y tocó la caja. Clavain se dio cuenta de que tenía las dimensiones y proporciones generales de un palanquín, la clase de máquina que todavía usaban los herméticos para viajar.
H cogió aliento antes de volver a hablar.
—Hace un siglo asumí lo que había hecho, señor Clavain. Pero había que pagar un precio por esa reconciliación. Juré enderezar ciertos entuertos, muchos de los cuales concernían de forma directa a Ciudad Abismo. Eran unos votos difíciles, y yo no soy de los que se toman ese tipo de cosas a la ligera. Por desgracia, fracasé en el más importante de todos.
—¿Que era?
—Dentro de un momento, señor Clavain. Antes quiero que vea lo que ha sido de ella. —¿Ella?
—La Mademoiselle. Era la mujer que vivía aquí antes que yo, la mujer que ocupaba este edificio en el momento de la misión de Skade. —H deslizó hacia un lado un panel negro situado a la altura de la cabeza, revelando así una diminuta ventana oscura engastada en el costado de la caja.
—¿Cuál era su verdadero nombre? —preguntó Clavain.
—En realidad no lo sé —le dijo H—. Manoukhian quizá sepa un poco más sobre ella, creo; estuvo un tiempo a su servicio, antes de que su lealtad cambiara de dueño. Pero nunca le extraje la verdad y es demasiado útil, por no decir frágil, para arriesgarlo bajo una draga.
—Entonces, ¿qué es lo que sabe de ella?
—Solo que durante muchos años fue una influencia muy poderosa en Ciudad Abismo sin que nadie se diera cuenta de ello. Era la dictadora perfecta. Ejercía tal dominio que nadie se daba cuenta de que era su esclavo. Su riqueza, calculada según los índices habituales, era casi nula. No poseía nada en el sentido habitual del término. Sin embargo, tenía redes de coacción que le permitían lograr todo lo que quería sin ruido, de forma invisible. Cuando las personas actuaban por lo que ellos pensaban que era puro interés personal, con frecuencia estaban siguiendo el guión oculto de la Mademoiselle.
—Hace que parezca una bruja.
—Oh, no creo que hubiera nada sobrenatural en su influencia. Era solo que ella veía los flujos de información con una claridad de la que la mayor parte de las personas carece. Podía ver el punto preciso donde era necesario aplicar la presión, el punto en el que la mariposa tenía que agitar las alas para provocar una tormenta a medio mundo de distancia. Ese era su don, señor Clavain. Una comprensión instintiva de los sistemas caóticos tal y como se aplican a la dinámica psicosocial humana. Mire, eche un vistazo.
Clavain dio un paso hacia la diminuta ventana abierta en la caja.
Había una mujer dentro. Parecía haber sido embalsamada y estaba sentada, erguida, dentro de la caja. Tenía las manos cruzadas con esmero en el regazo y sujetaba un abanico abierto de papel de una delicadeza traslúcida. Lucía un vestido de brocado y cuello alto que a Clavain le pareció que había pasado de moda un siglo atrás. Tenía una frente alta y suave, el cabello oscuro peinado hacia atrás en severos surcos. Desde donde Clavain se encontraba era imposible saber si tenía los ojos cerrados de verdad o si solo estaba mirando el abanico. Rielaba, como si fuera un espejismo.
—¿Qué le pasó? —preguntó Clavain.
—Está muerta, hasta donde yo entiendo el término. Lleva muerta más de treinta años, pero no ha cambiado en absoluto desde el momento de su muerte. No ha sufrido ningún deterioro y no hay prueba alguna de los habituales procesos mórbidos. Y sin embargo no puede haber un vacío ahí dentro, o no podría respirar.
—No lo entiendo. ¿Se murió dentro de esa cosa?
—Era su palanquín, señor Clavain. Estaba dentro cuando la maté.
—¿La mató usted?
H cerró la plaquita y oscureció la ventana.
—Utilicé un tipo de arma diseñada por asesinos de la Cubierta con el propósito concreto de asesinar a los herméticos. Lo llaman criticón. Sujeta un mecanismo al costado del palanquín que penetra en la armadura sin dejar de mantener a la perfección la integridad hermética. Puede haber cosas desagradables dentro de los palanquines, ya sabe, sobre todo cuando sus ocupantes sospechan que pueden ser objeto de intentos de asesinato. Gas nervioso específico para un sujeto, ese tipo de cosas.
—Continúe —dijo Clavain.
—Cuando el criticón llega al interior inyecta una bala que se detona con la fuerza suficiente para matar a cualquier organismo que haya en el interior, pero no tanto como para hacer pedazos la ventana o cualquier otro punto débil. Empleamos algo similar contra las dotaciones de los tanques de Borde del Firmamento, así que yo estaba algo familiarizado con los principios involucrados.
—Si el criticón funcionó —dijo el otro—, no debería haber ningún cuerpo dentro.
—Muy cierto, señor Clavain, no debería haberlo. Créame, lo sé, he visto lo que pasa cuando estas cosas funcionan de verdad. —Pero usted la mató.
—Le hice algo; qué, no estoy del todo seguro. No pude examinar el palanquín hasta varias horas después de que el criticón hiciera su trabajo, ya que también teníamos que ocuparnos de los aliados de la Mademoiselle. Cuando por fin miré por la ventana no esperaba ver nada salvo la habitual mancha roja y chorreante al otro lado del cristal. Pero su cuerpo estaba casi intacto. Había heridas, heridas bastante evidentes que en circunstancias normales habrían sido fatales por sí solas, pero a lo largo de los días siguientes las vi curarse. La ropa también, el daño se deshizo solo. Desde entonces ha permanecido así. Más de treinta años, señor Clavain.
—No es posible.
—¿Notó que parecía que veía el cuerpo como si lo contemplara a través de una capa de agua en movimiento? ¿El modo en que rielaba y se combaba? No era ninguna ilusión óptica. Ahí dentro hay algo con ella. Me pregunto cuánto de lo que vemos fue alguna vez humano.
—Habla como si esa mujer fuese una especie de alienígena.
—Creo que había algo alienígena en ella. Aparte de eso, preferiría no especular.
H salió con Clavain de la habitación. Este se arriesgó a lanzar una última mirada al palanquín, una mirada que lo dejó frío. Era obvio que H lo guardaba allí porque no se podía hacer nada más con él. No se podía destruir el cadáver y en otras manos podría ser incluso peligroso. Así que permanecía ahí, sepultada en el edificio que había habitado en otro tiempo.
—Tengo que preguntarle... —comenzó Clavain.
—¿Por qué la mató?
Su anfitrión cerró la puerta tras ellos. Hubo una sensación palpable de alivio. Clavain tuvo la nítida impresión de que a H no le entusiasmaban demasiado las visitas a la Mademoiselle.
—La maté, señor Clavain, por una razón muy sencilla y muy obvia: porque tenía algo que yo quería.
—¿Y qué era?
—No estoy seguro del todo. Pero creo que era lo mismo que perseguía Skade.
Xavier estaba trabajando en el casco del Ave de Tormenta cuando llegaron dos visitantes muy peculiares a su taller de reparaciones. Comprobó lo que estaban haciendo los monos y se convenció de que se podía confiar en que siguieran solos durante unos minutos. Se preguntó a quién habría cabreado Antoinette ahora. Al igual que su padre, a la chica se le daba bastante bien no cabrear a la gente adecuada. Así había sido como Jim Bax había permanecido en el negocio.
—¿El señor Gregor Consodine? —preguntó un hombre que se levantaba en ese momento de una silla de la sala de espera.
—Yo no soy Gregor Consodine.
—Lo siento, creí que esto era...
—Lo es. Yo solo me ocupo de las cosas mientras él pasa un par de días en Vancouver. Xavier Liu. —Les dedicó una sonrisa tan radiante como amable—. ¿En qué puedo ayudarlos?
—Estamos buscando a Antoinette Bax —dijo el hombre.
—¿Ah, sí?
—Es un asunto bastante urgente. Tengo entendido que es su nave la que está estacionada en su pozo de reparaciones. La nuca de Xavier se erizó. —¿Y usted es...? —Me llamo señor Reloj.
El rostro del señor Reloj era un ejercicio de anatomía. Xavier podía verle los huesos bajo la piel. Parecía un hombre que estaba muy cerca de la muerte, y sin embargo se movía con el paso ligero de un bailarín de ballet o de un artista del mimo.
Pero era el otro el que le molestaba de verdad. La primera mirada distraída que Xavier había echado a los visitantes había revelado dos hombres, uno alto y delgado como el director de pompas fúnebres de un cuento y el otro bajo y ancho, con la constitución de un luchador profesional. El hombre más achaparrado tenía la cabeza baja y estaba hojeando un folleto en la mesita de café. Entre sus pies había una anodina caja negra, del tamaño de una caja de herramientas.
Xavier se miró las manos.
—Mi colega es el señor Rosa.
El señor Rosa alzó los ojos. Xavier hizo todo lo que pudo por ocultar un momento de sorpresa. El otro hombre era un cerdo, ni un solo punto de referencia humano. Tenía una frente lisa y redondeada bajo la que unos ojos pequeños y oscuros estudiaron a Xavier. La nariz era pequeña y respingona. Xavier había visto humanos con caras más raras todavía, pero no se trataba de eso. El señor Rosa jamás había sido humano.
—Hola —dijo el cerdo y volvió a concentrarse en su lectura.
—No ha respondido a mi pregunta —dijo Reloj.
—¿Su pregunta?
—Sobre la nave. Pertenece a Antoinette Bax, ¿no es cierto? —Solo me dijeron que reparara el casco. Es todo lo que sé. Reloj sonrió y asintió. Dio un paso hacia la puerta de la oficina y la cerró. El señor Rosa volvió una página y se rió de algo que había en el folleto. —Eso no es del todo cierto, ¿verdad, señor Liu? —¿Disculpe?
—Siéntese, señor Liu. —Reloj señaló con un gesto una de las sillas—. Por favor, siéntese a descansar un momento. Tenemos que charlar un poco, usted y yo. —Tengo que volver con mis monos, de verdad.
—Estoy seguro de que no harán ninguna travesura en su ausencia. Bueno. —Reloj hizo otro gesto y el cerdo levantó la cabeza y clavó la mirada en Xavier. Este se hundió en el asiento mientras sopesaba sus opciones—. En lo que respecta a la señorita Bax, los archivos de tráfico, archivos que se pueden consultar con toda libertad, indican que su navío es el que en este momento está estacionado en la zona de reparaciones, en el que usted está trabajando ahora. Es usted consciente de ello, ¿verdad?
—Podría serlo.
—Por favor, señor Liu, no tiene sentido mostrarse evasivo, de veras. Los datos que hemos acumulado indican que hay una relación laboral muy estrecha entre usted y la señorita Bax. Usted es perfectamente consciente de que el Ave de Tormenta pertenece a esa señorita. De hecho, lo cierto es que usted conoce muy bien el Ave de Tormenta, ¿no es cierto?