—¿Otorga la felicidad?
—No, pero ayuda a conseguirla.
Desde la ventana de sus ojos ancianos vislumbré ternura y sabiduría.
—Mi familia proviene de Córdoba. Mi padre era alarife. La ciudad languidecía por la melancolía y la ruina. Fernando el Bizco entró en la ciudad en 1246. Ese mismo año nacía yo. Mi padre, empujado por la necesidad, decidió cambiar de aires. Pensó en mudarse a Sevilla, pero la inminencia de la guerra lo disuadió. Aunque Fernando III no tomó medidas graves contra los creyentes, muchas familias abandonaron la ciudad por temor a futuras represalias. Otros se quedaron, tras renegar de la única fe verdadera. Al final, mi familia se decidió por Granada. Aquí nos vinimos, sin más tesoro que la salud, ni más compañía que nuestra miseria. La maldición parecía perseguirnos. Mi padre se mató al caer de un alto andamio cuando remataba una obra. Nos instalamos en unas chabolas en las afueras de la ciudad, y yo me crié como pobre entre los pobres. Mi madre quedó desconsoladamente viuda, joven todavía, y con tres hijos a los que mantener. No tenía familia en Granada, ni nadie a quien acudir para pedir ayuda. Un nuevo matrimonio era lo único que podría mantenerla a ella y a sus hijos. Se dedicó a ello con ahínco. Contrató a Nür, una afamada alcahueta de los bajos fondos, y le pidió que le buscara un marido, aunque fuera mayor o enfermo. Ella ofrecía su salud y belleza para satisfacerlo y cuidarlo, y a cambio pedía la dignidad de una habitación y el sustento de su familia. La alcahueta no tardó en conseguirle un marido. Se llamaba Alawán. Era un viejo huraño tan sólo un poco menos pobre que nosotros. La alcahueta no se molestó en conseguir algo mejor.
—¿No hizo feliz a tu madre?
—Espera que te cuente la historia completa. Que sea sabiduría para ti y bálsamo para mi alma cansada. Que es de sabios aprender en vidas ajenas para no tener que escarmentar en las propias. Así que atiende al resto del relato.
Guardé un profundo silencio, mientras oía la desgraciada historia de Jawdar. Jamás pude figurarme que tras un hombre tan prudente y bondadoso pudiera ocultarse una infancia tan atroz.
—Tras la boda, nos mudamos a la casa de Alawán, una vivienda pobre, sucia y decrépita. Pero, al menos, teníamos un techo bajo el que cobijarnos. Mi madre se entregó a la tarea de limpiar, ordenar y encalar su nuevo hogar, y a las pocas semanas parecía otro. Era una casa humilde, pero aseada, que resplandecía en su blanco de cal, adornada por geranios y claveles. Incluso Alawán pareció mejorar. Los cuidados de mi madre le rejuvenecieron, El viejo hizo un buen negocio con el casamiento. Durante las primeras semanas vivimos en el espejismo de una vida familiar más o menos normal. Nos llevaron a una escuela donde pasábamos gran parte del día con nuestros estudios y plegarias. Al poco tiempo, vimos a mi madre desmejorarse con rapidez. Adelgazaba sin que supiéramos el motivo, y cuando estaba con nosotros parecía apagada, sin el brillo alegre de sus ojos. Se limitaba a cogernos en su regazo y a acariciar nuestra cabeza, con la mirada perdida en el limbo de sus misterios. A veces, yo me preguntaba si recordaría a mi padre, pero nada le decía. Sabía que pronunciar su nombre sería peligroso en casa de Alawán. La alcahueta nos lo advirtió poco antes del casorio. «Empezáis una nueva vida, olvidad la anterior». Pero yo no podía hacerlo. A pesar de mi tierna edad, recordaba el afecto de mi padre. Para Alawán no existíamos. Apenas nos hablaba, y jamás nos sonrió o tuvo un detalle con nosotros. También es cierto que nunca nos maltrató. Mi madre, delgada y pálida, se maquillaba algunos días con colores fuertes, exagerando sus afeites y reforzando sus fragancias. Esas mañanas, estaba especialmente triste. No me gustaba aquella transformación. Prefería su rostro lozano lavado con agua limpia al que amanecía reforzado con tanto artificio cosmético. «¿Por qué te pintas y te acicalas tanto, mamá?», le pregunté, antes de salir para la escuela. No me respondió. Se limitó a darme un beso y despedirme, pero yo descubrí que estaba llorando. Me fui triste e intrigado. Algo extraño le pasaba y yo tenía que averiguarlo. Una vez que dejé a mis hermanos en la escuela, inventé una excusa y corrí de nuevo a mi hogar. Quería descubrir por qué se pintarrajeaba tanto en esas mañanas que amanecía lánguida y triste. Llegué hasta mi casa, procurando no ser descubierto. La puerta de la calle estaba cerrada, por lo que tuve que saltar la valla para entrar en el patio. Me apoyé en la higuera. Dentro de mi casa debía encontrarse una visita, según atestiguaban los zapatos depositados en la puerta del patio. Tenía que ir con sumo cuidado, no fuera a ser que me descubrieran. Mi madre y Alawán nos habían ordenado en varias ocasiones no abandonar las clases ni regresar jamás a casa antes de la hora del almuerzo. Tanta precaución me intrigaba. Por eso quería descubrir qué es lo que ocurría durante nuestras horas de ausencia. Para mi horror, no tardé en averiguarlo. Me subí al melocotonero del patio y a través de una rendija en el cortinaje de esparto espié el interior de la habitación. Mi madre, desnuda en la cama, estaba sentada a horcajadas sobre un hombre desconocido que gemía de extraña manera. Lo cabalgaba, moviendo sus caderas y sus pechos rítmicamente. Quedé estupefacto, sin capacidad alguna de reacción. Incapaz de decidir qué hacer, a punto estuve de caer al suelo desde la rama que me sostenía. Tenía que huir, alejarme para siempre de aquella casa y aquella gente. Salté a la calle y llegué a la escuela todavía espantado. «¿Qué te ha pasado? —me preguntó el alfaquí—. ¿De dónde vienes tan asustado?». Le engañé hablándole de mareos y fatigas. A mediodía, olvidándome de mi reacción de huir para siempre, regresé de mano de mis hermanos. Mi madre nos recibió, como siempre, con una cariñosa sonrisa y con la mesa puesta. Alawán dormitaba bajo la higuera. El cariño hacia ella me permitió superar la repugnancia que todavía me dominaba. No dije nada. Al terminar la comida, mi madre me dio unas monedas, para que pudiese ir al zoco a comprar golosinas. Parecía feliz por poder ofrecerme algo de dinero. Lo cogí con avidez, aun a sabiendas de que algo tendría que ver con la pesadilla que había descubierto. Aquella tarde disfruté de lo lindo. Compré golosinas y las repartí entre mis amigos. Me sentí un niño rico y generoso. Tardé todavía un tiempo en comprender que Alawán la prostituía para ganar unos dinares fáciles. En mi adolescencia me sentí como el hijo de la puta de Alawán, pero jamás la abandoné ni repudié; al fin y al cabo la quería con toda mi alma. Hasta aquí la primera parte de mi historia. ¿Sigues pensando que el dinero es tan importante?
Tardé en responder, impresionado por la crudeza de su relato. Jamás se me había pasado por la cabeza que mi madre, tan cariñosa y tierna, pudiera algún día llegar a prostituirse. Sentí vivos deseos de abrazar a mi maestro, pero me contuve para responder.
—El dinero es una mierda.
—Exacto. Eso mismo pensé yo entonces y sigo pensando ahora. Fue mi primera gran lección. En otro momento te seguiré contando mi vida, pero ahora debemos redactar este contrato de compraventa de sedas. Seamos cuidadosos, se trata de una valiosa partida de mercadante.
De todas las mercancías granadinas, la seda era la más solicitada. En ningún otro lugar la tejían más fina, ni sus dibujos lograban tal perfección y belleza. Ni en la Persia, ni en la China de Oriente, los tejedores eran capaces de igualar la habilidad de los granadinos. Las cortes de toda Europa competían por las telas andaluzas, y los mercaderes genoveses disfrutaban de ventajosos acuerdos comerciales con el reino de Granada. A la exportación se destinaban las sedas de mayor calidad, las conocidas como mercadantes por los
gelices
, funcionarios dedicados a velar por el control del peso y la calidad de los tejidos. La raerzo, de calidad media y producida en la serranía de Ronda y de Gaucín, también se exportaba, aunque en su mayoría iba para las clases pudientes de los reinos de la península ibérica. Los gusanos alimentados con hoja de moral y zarza, en vez de las de la morera, producían seda cardazo, que era de menor calidad. Se dedicaba en exclusiva para el consumo local. Los talleres más conocidos se encontraban en Jubiles, Nerja y, sobre todo, en la Alhambra. Las mejores sedas se mercadeaban en la Alcaicería, donde reinaba la sabiduría y la justicia de Jawdar. Las prendas más preciadas eran los velos o
almayzares
y el
tiraz
, que se exponían en los comercios junto a los vestidos de confección elegante y esmerada.
Aprendí de las leyes y de la vida con mi buen maestro Jawdar. Pero el ímpetu de la sangre me llamaba y algunas noches volví a salir con mis amigos. Mi vida formal necesitaba el contrapunto de la bohemia nocturna. Bebíamos, cantábamos y recitábamos y mi alma se sentía entonces con fuerza para continuar un día más de escrituras y leyes. Pero todo era demasiado bonito como para que durara; todo lo hermoso parece condenado a ser efímero. Mi libertad tenía los días contados. Mi madre insinuó que me había encontrado mujer y yo no encontraba excusa para dilatar los días de soltería.
A
L KHAFID
, EL QUE HUMILLA
Una meretriz me adentró en las ciencias del amor, allá por mis años jóvenes. Se llamaba Mariam. Abandoné mi equívoca atracción por los jóvenes para abrazar el gozo de la mujer. Con frecuencia nos recibía en su casa, donde cantábamos y recitábamos. Mis amigos se retiraban pronto para permitirme la intimidad que precisaba para el acto del amor. En aquel guiso, Mariam ponía la experiencia y la alegría y yo la condimentaba con la pasión del inexperto.
—Abu Isaq, llegas demasiado tarde a casa —me reprendió prudente mi madre mientras desayunábamos.
—Me entretuve con los asuntos de la notaría —le mentí con parca urgencia.
Apuré los bollos que me ofrecía. Rociados con aceite de oliva suponían un manjar a esa hora de la mañana. Precisaba reponer las fuerzas que el trabajo y la batalla carnal con Mariam me esquilmarían a lo largo de la jornada.
Desde que mi hermano Omar se casó y se fue a vivir a su propio hogar, mi madre me dedicada su tiempo por entero. Se sentaba a contemplar cómo desayunaba. Cuando devoraba todo lo que había preparado, sonreía feliz.
—Ya tengo mujer para ti —soltó de repente.
Me atraganté. Ni el suave aceite de oliva pudo lubricar el nudo de mi garganta. No supe qué responderle.
—Se llama Afiya. Es una joven hermosa y discreta, de la familia de los Ibn Abí.
Los Ibn Abí eran unos prósperos comerciantes de esparto, muy valorados en el barrio por su educación y generosidad. Era una digna familia a la que nada tenía que oponer salvo el horror ante el compromiso.
—Su madre te conoce de vista y la familia está orgullosa de emparentar con un ayudante de notario, hijo de un alamín. Son piadosos y Afiya ha recibido una esmerada educación. Recita el Corán y escribe con una caligrafía pulcra.
No respondí. Tenía que calibrar la nueva situación y dilatar en lo posible la boda.
—¿Has hablado con papá? Tenía interés en que la boda fuera con una familia de la corte.
—He intentado hacerlo, pero lleva días sin aparecer por aquí. Pero tu casorio es cosa mía. No permitiré que la ambición de tu padre amargue la felicidad de tu tálamo.
Algo tenía que hacer para que aquel desaguisado no avanzara y comprometiese a las familias hasta un punto sin retorno. Aquella tarde, al salir del trabajo, no fui en busca de mis amigos ni de los brazos de Mariam. Tenía una urgencia que resolver. Encontré a mi padre en su tertulia. Me acerqué hasta él y le susurré discretamente.
—Quiero hablar contigo.
Me miró con gesto preocupado. ¿En qué lío se habría metido su hijo?
—¿Qué quieres? —me preguntó al salir—. ¿Algún problema?
—No. Mi madre me encontró mujer. Es hija de Ibn Abí, el comerciante de esparto.
—Pero, ¿cómo no me ha dicho nada?
—No lo sé.
—¿Los Ibn Abí? Son unos simples comerciantes espabilados, pero no están bien relacionados en la corte.
—Eso me pareció —musité malicioso.
—Tú mereces algo más.
—Lo que tú desees, padre.
—Ahora mismo iré a hablar con tu madre. No podemos dejar el equívoco vivo en el aire, podría suponer una humillación para los Ibn Abí.
La estratagema había funcionado. Discutirían, y eso supondría una prórroga de varios meses para mi matrimonio. Se trataba de alargar el tiempo de libertad.
Me demoré antes de regresar a casa. Tampoco quería llegar demasiado tarde, para encontrar a mi madre despierta y ver qué me decía. Daba por hecho que mi padre la convencería de que me merecía algo mejor. Por vez primera en mucho tiempo, no me apetecía visitar el reino de Mariam. Decidí buscar a mis amigos para matar el tiempo de espera.
No me costó encontrarlos. Estaban con una jarra de vino entre sus brazos. Bebí de buen grado cuantas copas me sirvieron. Había acumulado una fuerte tensión que quise liberar con un poema de Ibn Quzmán de Córdoba.
—Amigos, dedico este poema a todos los hombres que sueñan con ser libres.
Volví a la soltería: por vida, fue un acierto,
no me he de casar hasta que las ranas críen pelo.
Es cosa que nunca a discreto se le ocurrió,
y que de antaño evitan los sabios:
un poeta casado es gran desdoro;
pardiez, no podrá ser poeta acertado.
La euforia del vino y la desvergonzada sabiduría del cordobés los hizo aplaudir con fuerza. Me levanté a saludar y fui jaleado con las copas en alto.
—Por el poeta Abu Isaq Es Saheli, que nunca caerá en el desdoro de matrimoniar con la molicie y que no conocerá otra esposa que la francachela y la poesía.
—Porque así sea —les respondí.
Al rato me despedí para volver a casa. Quería comprobar si la estrategia dilatoria había tenido éxito. Sentía cierta lástima por mi madre, empeñada en casarme. Sin duda alguna, habría sufrido una gran frustración por la negativa de su marido. Esperaba que no hubiera avanzado en el compromiso con Afiya. No quería dejarla desairada. La pobre no tenía culpa alguna de mis ansias de libertad.
Entré en casa. Esperaba encontrármela sollozando y me dispuse a consolarla. Pero una sorpresa me aguardaba. Mi padre estaba todavía con ella, conversando amablemente. Aquello no era lo previsto. En teoría, deberían haber discutido. Se tendría que haber marchado hacía rato, y mi madre debería estar llorando su desconsuelo. Pero no, allí estaban los dos, aguardándome.