—Hola, hijo —me dijeron al unísono—. Te esperábamos.
—Buenas noches.
—¿Qué tal el trabajo? —me preguntó mi madre que parecía jugar conmigo el mismo juego de la dilación que yo había intentado usar contra ella.
—Bien.
—Siéntate —me dijo mi padre solemne—. Tenemos que hablar.
Ya sabía por la experiencia que cuando una mujer o tus padres te dicen «tenemos que hablar», algún drama familiar se aproxima. ¿Qué demonios había pasado? Desconcertado y temeroso, me senté entre ellos. Mi padre tomó la palabra. Me temía lo peor, y lo peor me fue confirmado.
—Hemos acordado tu matrimonio.
Aquello era lo último que me esperaba. ¿Cómo podrían haberse puesto de acuerdo con tanta premura? ¿Con quién me casarían?
—La semana que viene visitaremos a los Ibn Abí para pedir la mano de su hija Afiya. Será para nosotros un honor, y, para ti, puerta de la felicidad.
Mi madre sonreía esplendorosa y feliz. No alcanzaba a comprender cuáles habían sido sus armas, pero había logrado derrotar los intereses de mi padre. Era la triunfadora. Sobre su marido y sobre las demoras de su hijo. El matrimonio se celebraría con quien ella había estimado conveniente. No sé cómo había podido albergar dudas al respecto. Con mi hermano Omar ocurrió lo mismo. Fue ella quien decidió.
Si los dos se mostraban de acuerdo, nada podía hacer yo sino bajar la cabeza y aceptar. ¿Cómo explicarles que no deseaba casarme cuando ya tenía un buen empleo y ganaba bien?
—Tu madre me ha contado los motivos de su decisión —pareció que leía mi mente—, y me ha convencido. Los Ibn Abí son buenos creyentes, han prosperado en los negocios. La educación de Afiya va en consonancia con su belleza. ¿Qué más podemos pedir?
Me irrité con él. ¿No había dicho que los Ibn Abí eran poca cosa para mí?
—Fíjate qué casualidad —continuó justificándose—. ¿Sabes con quién están emparentados? Pues con el mismísimo Sayyid, el secretario de Omán. Sayyid está casado con una de sus primas hermanas. Mi suegro habla muy bien de él. Parece que tiene una gran carrera por delante.
—¿Sayyid? —no pude evitar el sobresalto.
—Sí, ¿qué ocurre? ¿No te gusta?
—No, no, me parece estupendo… Lo que ocurre es que me ha parecido mucha casualidad. Lo conocimos no hace demasiado tiempo y ahora vamos a emparentar con él.
—Cosas del destino, muchacho.
Mi padre se quedó a dormir en nuestra casa esa noche. La victoria de mi madre fue completa. Yo no podía seguir ni un minuto más allí, tenía que digerir todas las nuevas que iban a transformar mi vida. Había entrado soltero y salía comprometido con una muchacha de la que apenas tenía noticias. Y, por si fuera poco, emparentado con Sayyid, el amante de Abdalá. Estábamos condenados a compartir el ámbito familiar.
—¿Adonde vas, hijo? Es muy tarde para salir.
—Voy a celebrar la buena nueva, madre. Quiero compartir mi felicidad con los amigos.
Salí a buscarlos. Necesitaba beber en aquellos momentos. Los encontré donde los había dejado, más bebidos y cerca de los cielos. Celebraron mi regreso, y tras ofrecerme una copa, rememoraron los versos de Ibn Quzmán.
—Abu Isaq, vuelve a recitarnos el poema del desdoro que supone el matrimonio para el poeta. Tú, que siempre te mantendrás libre e independiente, ilústranos con tu arte y poesía.
—No, no, mejor lo dejamos para otro día.
—Yo lo haré —se incorporó Abdelhai para recitar—. A ti, Es Saheli, te lo dedico.
Es cosa que nunca a discreto se le ocurrió,
y que de antaño evitan los sabios:
un poeta casado es gran desdoro;
pardiez, no podrá ser poeta acertado.
Todos rieron y aplaudieron, menos yo, que permanecí en silencio, mientras disimulaba mi ánimo irritado. Bebí en silencio hasta caer al suelo, ebrio como jamás lo había estado antes. Mis amigos me llevaron a rastras hasta mi casa. Entre las brumas del vino logré entender la despedida que me dedicaron.
—Aquí dejamos al gran poeta Abu Isaq Es Saheli, nunca caerá en el desprestigio del matrimonio, ni conocerá otra esposa que la francachela y la poesía.
Me arrastré a la cama sintiéndome un traidor y un miserable. Ojalá la tierra me tragara y desapareciera para siempre.
En la vida de la corte granadina, todo era conspiración y oportunismo. Mientras avanzábamos en los preparativos de la boda, tuve la ocasión de hablar en muchas ocasiones con mi padre. No corrían buenos vientos en la corte de la ciudad.
—Padre, el pueblo anda inquieto. Se acentúan las voces de descontento contra el emir Nasr. Además de usurpador, lo tachan ahora de vendido a los castellanos.
—Las cosas no marchan bien. El tratado de paz de Algeciras, que nuestro emir firmó en 1310 con los castellanos, no satisfizo a nuestros jefes militares. Una facción de los generales comenzó a conspirar junto a los meriníes contra el rey, desestabilizando sus fuerzas internas. Tan débil se vio, que solicitó apoyo a los propios castellanos. Ahora depende por completo de ellos para mantenerse en el trono. Su rey, Fernando IV, vigila las costas para evitar los desembarcos de los meriníes desde hace ya más de dos años. Es normal que el pueblo no lo comprenda. Tampoco a nosotros nos gusta.
—Somos del partido de Osmán, uno de los principales valedores del sultán. ¿Qué debemos hacer cuándo lo ataquen? ¿Defenderlo?
—Hijo, esto es política y la prudencia es la mejor compañera. Tú calla y escucha. Osmán ya nos dirá lo que tenemos que hacer.
Mi vida continuaba a ritmo lento y placentero. Durante el día, trabajo. Al atardecer, reuniones con los amigos. La noche, en brazos de Mariam. Todos los negocios del casorio los dejé en manos de mi madre, que se aplicó feliz a conseguir la mejor boda para su hijo preferido. El sentirse útil la rejuveneció. Incluso mi padre la visitaba con mayor frecuencia. Al menos —me consolaba— para eso serviría mi boda. Mientras durasen los preparativos, sería feliz.
Conocí a la que sería mi esposa. Primero en la calle, después en su propio domicilio. Me pareció hermosa, pero de una belleza fría y distante. Me miraba temerosa y yo la desdeñaba ignorándola cortésmente. Toda la liturgia del noviazgo me pareció artificial y no fruto del amor ni de la pasión. Mientras me consumía en su cuerpo, Mariam me repetía maliciosa:
—Aprovecha, que nada de esto te hará tu Afiya.
No me gustaba que la prostituta pusiera en su boca el nombre de mi prometida, pero nada hacía por impedirlo. Las mujeres siempre marcan territorio, y enemigas son de cualquiera otra que profane sus lindes.
—Pronto, tras la novedad de las primeras noches de alcoba, volverás a mí. Todos lo hacen.
Intuí que Mariam envidiaba a Afiya. Ella nunca podría casarse y disfrutar de un marido que la mantuviese y respetase. Siempre se desea lo que se carece. La pasión ciega envidia el calor del hogar sereno, mientras que la molicie del matrimonio añora los colores de la fogosidad. Nunca respondí a Mariam. En el fondo de mi alma sabía que tras sus risas y su ostentosa alegría, se encontraba la tristeza infinita que corroe el alma de las cortesanas. Nunca dejarán de ser las otras. Y eso les duele. La miré con afecto. Mí alma se sentía más cercana a la suya que a la de Afiya. El grito de rebeldía de la puta resonaba hermoso y heroico ante mi espíritu de poeta domado. Pero nunca me casaría con ella.
—Sólo te pido una cosa. La noche antes de tu boda, ven a verme. Que mis brazos aplaquen tus ímpetus y mis labios, tu deseo.
Se lo concedí. Era su pequeño triunfo ante la novia que me desposaría legalmente. Esa es la única victoria que concubinas y amantes pueden gozar frente a la legítima. Esta, mujer ante la ley y los hombres, aquellas, hembras deseadas por las ansias del varón. Así ha sido desde siempre, y quién sabe, si para siempre.
Mi destreza en las leyes avanzaba bajo la afectuosa dirección del maestro Jawdar, que me mostraba las normas que rigen el espíritu humano y la lógica de las normas ancestrales. Pero aún me fascinaba más la historia de su vida que los altos conocimientos jurídicos que atesoraba. Nadie que no haya vivido intensamente puede llegar a saber mucho, decían los antiguos. Y es cierto. La experiencia graba a fuego enseñanzas que jamás se olvidan. De las muchas conversaciones que mantuvimos, aún recuerdo con nitidez la tarde en la que Jawdar continuó con el relato de la vida de Alawán, el segundo marido de su madre.
—La naturaleza —se sinceró Jawdar— me dotó de una inteligencia viva para las letras. Pronto comencé a destacar en los estudios. Aunque algunos maestros, sabedores del enorme pecado de mi familia, me marginaban de la corte de sus elegidos, a la mayoría no parecía importarle demasiado. Lo consideraban simples rumores, o quizá sintieran piedad hacia un niño tan desgraciado. El caso es que fui superando mi nivel de conocimiento y, al inicio de mi adolescencia, logré acceder a un puesto en la madraza de la Mezquita Aljama.
Sentí el agudo aguijonazo de la humillación. El imán Banna me había rechazado en público por mi soberbia y estulticia. Nunca podría olvidarlo. Yo no había logrado entrar en la escuela de leyes de la Aljama en la que Jawdar fue un discípulo destacado. ¿Debía contárselo? Pero mi maestro, desconocedor de tantos episodios negros de mi vida, continuó con su relato en tono monocorde. Sus palabras fueron tregua a mis remordimientos.
—Fui considerado como un estudiante prodigio. Pronto superé al resto de los alumnos e incluso a algunos profesores. Continué mis estudios con los doctores del derecho hasta conseguir mi primera notaría. Llegué a ser el
muwattiq
más joven de Granada. Comencé a ganar dinero, y con las primeras monedas me propuse redimir a mi madre de la vida de pecado a la que la sometía Alawán. «Madre, toma este dinero. Todas las semanas te traeré más. Te compraré una casa hermosa. Repudia a Alawán y deja que se pudra en soledad». «No hables así de mi marido, hijo» —me respondió airada—. «¿Cómo lo defiendes? Desde hace años sé lo que te obliga a hacer». Pareció sorprenderse ante mi osadía. Guardó un largo silencio, sin querer responderme. «No tienes que hacerlo más, madre —le insistí—. Ganaré el suficiente dinero para que puedas llevar una vida honrada». «¿Quién dice, hijo mío, que no soy libre? ¿Crees que no soy honrada, acaso?». «Pero madre, que yo sé lo que te obliga a hacer». Entonces suspiró. Había llegado para ella la hora de sincerarse con su propio hijo. «Alawán, mi marido, jamás me obligó a nada. El era pobre cuando decidió compartir su pobreza con nosotros. Era un hombre débil y hosco, pero abrió generoso su humilde hogar a una viuda y sus hijos sin pedir nada a cambio, sólo compañía y cariño. Puso su escaso capital en mis manos, para que se lo administrara. Pronto comprendí que volveríamos a sumirnos en la más absoluta de las miserias. Por entonces, un vecino rico me requería con piropos cuando iba al mercado. Hablé una noche abiertamente con Alawán. Si permitía que concediera mis favores al vecino, podríamos ganar las monedas que tanta falta nos hacían. Mi marido se negó escandalizado, hasta que su propia debilidad fue consciente de que no teníamos otra salida. Accedió al encuentro con la condición de que fuera en nuestra propia casa, cuando él estuviera presente, para que las apariencias mostraran que el vecino acudía a una simple visita. Y así lo hicimos. Siempre cuidamos las formas y la discreción, aunque supusimos que tarde o temprano se terminaría sabiendo. La discreción es la virtud más difícil de encontrar entre los habitantes de este reino. Pero prefería el descrédito a que pasarais necesidad. Aún recuerdo el primer día que os pude dar unas monedas. Corristeis felices al zoco a comprar golosinas. Ese día supe que mi esfuerzo había merecido la pena. Con mi trabajo he podido sacar la familia adelante. Hoy eres notario, y vienes a ofrecerme tu dinero. No lo quiero, disfrútalo tú. Yo tengo mi vida con Alawán, ya viejo y enfermo. Lo cuidaré hasta su muerte, con todo mi cariño. Fue bueno conmigo y correcto con vosotros. No intentes redimirme. Me siento orgullosa de lo que hice, y tú no debes avergonzarte. El dinero jamás pagará lo que una madre es capaz de hacer por sus hijos». Me dio un beso con cariño. «Déjame ahora, voy a llevarle un vaso de té a Alawán. Parece que despierta».
Observé a Jawdar. Los ojos le brillaban de emoción.
—Las lágrimas me afloraron en aquel momento —continuó mi maestro—. Aún la respeté más. La amaba sobre todas las cosas del mundo y me sentí sucio con el dinero que le había ofrecido. Había profanado su orgullo y dignidad. «Jawdar —mi madre se giró para mirarme—, te quiero. Ojalá puedas algún día sentirte tan orgulloso de mí, como yo lo estoy de ti en estos momentos». No pude evitarlo. Corrí hasta ella para abrazarla con fuerza, intensamente. Todo el cariño que le había escatimado por los temores y las vergüenzas afloró de lo hondo de mi alma. Supe que ese instante había sido el más feliz de su vida. Probablemente, también de la mía. Al salir de su casa, apenas unas calles más abajo, un mendigo pedía limosna. Le entregué todo el dinero que llevaba. El pobre hombre, extrañado por una dádiva tan generosa, me sonrió agradecido. ¿Comprendes ahora por qué doy mi dinero a los pobres?
No pude hacerle ningún comentario, sabedor que acababa de recibir otra sabia lección de mi maestro el notario. La madre de Jawdar lo entregó todo por sus hijos y su marido. ¿Qué estaba yo dispuesto a hacer por mi futura mujer? Sabía que podría ofrecerle hijos, afecto y las comodidades propias de una vida holgada. Pero, ¿y amor?
Me despedí de Jawdar avergonzado de mi propia miseria. No renunciaría a mis noches de vino y rosas, tampoco al abrazo de la concubina ardiente. La entrega a mi futura esposa no sería total, me limitaría a representar el papel que otros habían escrito para mí. Y sufrí por ella. Afiya se merecía un mejor marido que el miserable hijo del alamín de los perfumeros.
A
L MALIK
, EL SOBERANO
Desde mi reposo, puedo percibir la creciente agitación que se apodera de Fez como si se tratara del lento despertar de una fiera somnolienta. Los preparativos para la guerra son de dominio público, y todos tienen su propia opinión. Los sirvientes me traen noticias diversas y confusas que ni les valoro ni les comento. Tengo mayor información que todos ellos. No en vano he asistido hoy en palacio a la recepción de despedida que el sultán ha organizado para los poderosos de su corte. Ha querido dejar todo ordenado y ha garantizado la seguridad en la retaguardia. Después hemos orado en la mezquita real, donde el imán ha rogado a Alá por el éxito de nuestros ejércitos. Sus palabras me han parecido atinadas y justas.