Una vez que concluí la historia, todos guardaron un prolongado silencio. Las llamas de las candelas bailaban antes sus ojos meditabundos. La historia les había asombrado, y trataban de extraer consecuencias.
—Has vuelto a sorprendernos con tu sabiduría, Es Saheli —fue el propio Abu l-Hasán quien rompió el silencio—. Todos debemos aprender la lección. Dejaremos que los propios avaros engorden su codicia. Les firmaremos pagarés por el importe que nos soliciten, pero les pagaremos después según un precio justo que estimaremos en secreto y anotaremos para cada transacción. Así el pueblo no sufrirá con la carestía. Tendremos alimentos ahora, pagaremos su precio justo después, y castigaremos la avaricia desmedida de los que nos quieren vender sus mercancías muy por encima de su valor real.
Han quedado admirados con mi relato. Algunos, todavía lo siguen rumiando en la oscuridad de sus tiendas. Mi reputación asciende esta noche a la altura misma de las estrellas que alegran el firmamento. Pero sé que debo contener mi soberbia. No somos más que siervos de Alá, y quiero ser humilde en estos momentos de reconocimiento y halago. Con mis años ya aprendí que el éxito es más peligroso que el fracaso. Y esa es una enseñanza del Corán sabio en el que creo y milito.
A
L ‘ALIM
, EL CONOCEDOR DE TODO
Tumbado en mi tienda cierro los ojos y me recuerdo cuando era joven e insensato. Me considero creyente, a pesar de mi distanciamiento de los imanes orgullosos desde el enojoso desprecio de Banna. Respeto a muchos alfaquíes, personas buenas y sabias. Pero tuve mala suerte. El destino puso en mi camino a muchos imanes intransigentes, convencidos de poseer la verdad absoluta. Con uno de ellos, Yusuf, topé durante mi juventud granadina. Para mayor engreimiento, se decía descendiente de una noble tribu árabe. Otras muchas familias andaluzas se jactaban de sus orígenes cercanos al Profeta. Siempre pensé que eran ínfulas heráldicas. Como mi familia tenía posición y apellido, Yusuf me consideró uno de los suyos. Me visitaba con frecuencia. Sus palabras me parecían pretenciosas y vacías, pero le seguía la corriente, asintiendo de vez en cuando sin contestarle. Al fin y al cabo, Yusuf no venía a dialogar, sino a escucharse a sí mismo.
—Los andaluces nos precisan, a nosotros, que somos los portadores de la noble sangre árabe. Les trajimos la religión y la cultura, pero siguen siendo holgazanes y cobardes. Sólo salen de su indolencia para cantar, bailar y beber vino, a pesar de la prohibición del Profeta, y aún mantienen en las sierras y desiertos esa primitiva lengua aljamiada que tanto se parece a la que hablan los cristianos del norte.
—Somos andalusíes, Yusuf, no árabes. Alá nos hizo nacer en esta tierra, a la que debemos amar y respetar.
Pero aún peor que las ínfulas por la supuesta nobleza de su linaje era la dureza de sus palabras.
—¡Yo respetaré a los de esta tierra cuando cumplan los preceptos del Corán! ¡Yo los amaré cuando sigan al Mensajero de Alá!
Esos imanes fundamentalistas, incapaces de amar, representan lo peor del islam. Son lobos feroces que pastorean a las ovejas de la religión de la modestia y la generosidad.
—¡Ojala, algún día, Granada viva bajo la ley islámica, y no bajo las leyes caprichosas de emires corruptos!
Yo callaba para no polemizar con aquel imán enfurecido que cada viernes vertía fatuas terribles desde el mimbar de su mezquita. Temblaba al imaginarme qué ocurriría si la gente como Yusuf tuviera el poder. Sería terrible. Aplicarían una
sharía
antigua y nos asfixiarían con preceptos y normas de los beduinos del pasado. ¿Qué sería de mí? Me lapidarían por frecuentar cortesanas, por recitar a Ibn Quzmán, por beber vino hasta desvanecerme, por amar a la poesía sobre todo lo demás y por creer que la alegría de los sentidos es alimento del alma. Yusuf me infundía más temor que los propios cristianos o que los meriníes. Por eso, procuraba mantenerme alejado de él.
—¿Por qué no vienes los viernes a mi mezquita, Abu Isaq? Me encantaría que pudieras unirte a nuestras plegarias.
—Gracias, Yusuf. Algún día iré, pero no quiero abandonar la mezquita de mi barrio.
La inestable convivencia de las distintas interpretaciones del islam era motivo frecuente de controversia en el seno de la nación musulmana. Pero yo no me apasionaba en esos debates, que consideraba estériles y metafísicos. Prosperaba en mi notaría, tenía amigos con los que divertirme y aún faltaban meses para mi boda. La había retrasado todo lo posible, y me casaría con veintitrés años, muy tarde según las costumbres granadinas. ¿Qué más podía pedirle a la vida?
Los fanáticos como Yusuf ganaban poder en la corte y en la sociedad. Me daba miedo oírles, siempre enfadados y severos. Yusuf se sentía árabe, y hostigaba de forma permanente el carácter andaluz. A veces traía a imanes norteafricanos para predicar en su mezquita. Recuerdo que un día se presentó en mi notaría acompañado de un alfaquí de Fez, para alentarnos con un improvisado sermón.
—Al Ándalus lleva la antorcha del saber, pero también la mecha de su propia destrucción. Las heridas creadas por vuestras disputas internas propiciaron las fisuras por las que penetraron los nazarenos. Los andaluces sois buenos artistas, pero malos guerreros, más dados al placer y a las costumbres disolutas que al rigor que nuestra fe exige. Nos llamáis para protegeros, pero no termináis de confiar en nosotros. Ya ocurrió antes con los almorávides y con los almohades. Derramaron su sangre por los andaluces, y nadie se lo agradeció. Ahora nos requerís a nosotros, los benimerines, cada vez que el enemigo aprieta. Ahora será Alfonso XI niño el que os atosigue, como ayer lo fue Fernando IV, el Emplazado.
Esas palabras me hirieron, pero tenían razón. Los acontecimientos se sucedían y los granadinos carecíamos de fuerza para detener la ambición de los reinos del norte. La muerte de Fernando IV de Castilla había conmocionado a Granada, de natural supersticiosa y crédula. Había fallecido unos meses antes, en 1312. Las semanas anteriores a su muerte, se extendió por la Alhambra un extraño rumor. Se decía que el rey cristiano había sido emplazado a un juicio de Dios. La historia, por curiosa, merece ser reseñada. Los unos pensarán que es un mero bulo, pero a otros más avisados les ayudará a temer a Dios, que en materia de justicia no entiende de credos. Fernando IV odiaba a los hermanos Carvajal. Los acusaba de conspirar y decidió asesinarlos. Le encargó el crimen a su favorito, Alfonso de Benavides. Pero, a veces, los hechos acontecen de forma inversa a lo planeado por los malvados. Cuando los hermanos Carvajal fueron atacados a traición, supieron defenderse y dieron muerte a varios de los asaltantes, entre ellos al mismísimo Benavides. El monarca, enfurecido, mandó prender a los hermanos. Unos días después, fueron hallados y detenidos en la feria de Medina del Campo, allá por Valladolid. El castigo fue terrible. Los encerraron en una jaula en el castillo de Martos, cerca de la ciudad de Jaén. Pocos días después los despeñaron por un precipicio. Los hermanos Carvajal eran inocentes, pues mataron en defensa propia. No tuvieron un juicio justo. Mientras eran conducidos a la muerte, emplazaron al rey ante un juicio de Dios: que el monarca muriera un mes después que ellos, si eran considerados inocentes al subir a los cielos. La maldición del emplazamiento se cumplió. El rey Fernando IV falleció entre dolores atroces al mes justo de la ejecución de los Carvajal. El hecho ocasionó un gran temor en la corte castellana y también en la granadina. Por eso a este rey se le conoció con el apodo del Emplazado, que Alá lo mantenga en los infiernos. Su hijo Alfonso XI subió al trono con tan sólo un año de edad. El destino nos regaló un tiempo de paz. Los castellanos tuvieron que poner orden en su propia casa antes de pensar en la nuestra.
Por aquel tiempo, Abdalá volvió a aparecer en mi vida. No lo había vuelto a ver desde la embarazosa visita a los baños del Nubio. Tras la amenaza de Sayyid había intentado olvidarlo entre los brazos generosos de Mariam.
Todo se complico aquella noche de fiesta en una cueva del Albaicín. Abdalá se presentó ante nosotros, inesperadamente. Al verlo entrar, supe de su desamparo y desgracia. Traía la cara hinchada. Unas grandes bolsas en los ojos afeaban su rostro lampiño y femenino. Su mirada imploraba ayuda. Supe, desde el primer instante, que venía buscándome y que acarreaba problemas. Su inesperada aparición nos sumió en el silencio. Todos lo miraron, sorprendidos. Intenté aparentar normalidad para destensar el ambiente.
—Bienvenido, Abdalá —y me levanté para saludarlo—. ¿Quieres beber con nosotros?
Abdalá aceptó, y, por vez primera, sonrió. Algunos de los presentes lo saludaron efusivos, y otros retomaron sus conversaciones interrumpidas. Al rato, pude acercarme sin temor de levantar demasiadas suspicacias.
—Abdalá, ¿cómo sabías que estábamos aquí?
—Te sorprenderías si supieras todo lo que sé de ti. En la intimidad de los baños y los masajes, muchos clientes murmuran lo que en público no se atreven a decir.
Apuré mi copa. No me gustaba que mi doble vida estuviera en el mentidero de los rumores.
—Supongo que no has venido tan sólo a beber. ¿Qué es lo que deseas, Abdalá?
—He sido un imprudente al venir hasta aquí, lo sé, pero estaba desesperado. No sabía dónde ir, ni a quién pedir ayuda. Por eso acudí a ti. Eres mi único amigo.
—¿Qué te ocurre?
—Mi vida es una auténtica desgracia. Sayyid se obsesionó conmigo. Ya pudiste comprobar lo irascible de sus celos en los baños del Nubio. No permitía que nadie se me acercara, haciéndome ricos regalos para que no precisara ofrecerme a otros hombres. Al principio le seguí el juego. Era un buen cliente, que me pagaba bien, no me hacía trabajar demasiado y me evitaba el manosear y ser manoseado por cuerpos desconocidos. Pero su obsesión se transformó en mi cárcel. No podía salir, ni hablar con nadie. Cada vez me asqueaba más, y su conversación me parecía vana y engreída. Así que decidí cortar. Se lo dije directamente. Cuando escuchó que ya no le quería, que me había enamorado de otro, montó en cólera. Me abofeteó y me exigió que le dijera quién era su rival. Yo callaba, y mi silencio espoleó a la bestia que lo habita. Me gritó y quiso golpearme, pero logre escapar de la habitación. Me refugié en los brazos del Nubio. Al verlo, Sayyid salió perjurando de los baños, y yo, asustado pero feliz, pensé que todo había terminado. Mi vida podría volver a la normalidad. «Cuídalo —me advirtió el Nubio—. Es uno de nuestros mejores clientes, y nuestro protector en palacio». Quise dar el asunto por zanjado: «Creo que a partir de hoy ya no será cliente mío». Pero mis palabras no le convencieron. El Nubio me sonrió antes de contestarme. «No te creas. Esto es tan sólo el primer episodio de una pelea de novios. Llévalo con prudencia». Me quedé francamente preocupado. Me asustaban los violentos celos de Sayyid. Además, sabía que el Nubio antepondría el negocio y las relaciones a mi protección. Yo no le interesaba. Me entregaría a Sayyid para mantener su apoyo.
Abdalá rompió a sollozar. Salimos al exterior de la cueva, para que nadie pudiera descubrir las lágrimas que surcaban su rostro. Su historia me preocupaba más a medida que avanzaba. Las iras del poderoso Sayyid podían tener consecuencias inesperadas para Abdalá… y para mí. Su sola presencia me inculpaba en el desenlace de la tragedia que se barruntaba. Pero no debía sacar conclusiones hasta escuchar la historia completa.
—Tranquilo, Abdalá. Todo eso ocurrió hace unos días. ¿Por qué has venido hoy?
—Esta tarde, Sayyid volvió a los baños. Aparentaba estar tranquilo, y pidió que nos quedáramos a solas. El Nubio me guiñó. Esperaba que la pelea de novios se hubiera arreglado y que su mejor cliente siguiera dejando buenos beneficios para el establecimiento. Sayyid fue al grano. «Dime con quién me has estado poniendo los cuernos». Le conté la verdad. Que con nadie, que me había inventado la historia porque estaba enfadado con él y quería cortar nuestra relación. «No es cierto —me respondió con odio inyectado en la mirada—. Me dejas por otro, y eso no puedo consentirlo». Sin gritos, me golpeó. Su frialdad para el castigo aún me asustó más. Siguió interrogándome y pegándome, mientras que yo le repetía la verdad. Incluso, en mi desesperación, le pedí que volviéramos a estar juntos, que todo seguiría como antes. Y fue, entonces, cuando el monstruo vomitó su rencor. «No quiero volver contigo, maricón. Sólo quiero vengarme. Aún no sabes con quién tratabas. Me dirás quién es, y conocerá la furia de mi venganza». Sacó una daga y me amenazó con ella. Pensaba matarme, una vez que hubiera descubierto a mi amante fantasma. Me agarró y me sacudió con fuerza. Impelido por el terror, le golpeé con la rodilla en medio de su entrepierna, aplicando toda mi fuerza. Se retorció de dolor, y pude zafarme de sus brazos. Corrí hacia la puerta, pero estaba cerrada por fuera. Alguien me había dejado encerrado. Tenía que conseguir que me abrieran. En los breves segundos que Sayyid precisó para reanimarse y recuperar el resuello que mi patada le había robado, forcejeé inútilmente contra la cerradura. Grité como un desesperado, pero nadie respondió a mis súplicas. Supe que el Nubio me había entregado a su mejor cliente. Estaba encerrado, solo, y a expensas de aquel demente que ya se acercaba con el cuchillo. Debía huir, porque Sayyid me iba a matar. «Maricón. Hoy comprobarás que no te puedes reír de mí con tanta facilidad. Ni tú ni tu amigo Es Saheli, que es el cerdo con el que me has traicionado».
—¿Cómo? —le interrumpí alarmado—. ¡No puede ser! ¿Qué es lo que te dijo exactamente?
—Lo siento. Lo siento mucho de veras. Pero esas fueron sus palabras. Yo lo negué, y mi negativa aún lo encolerizó más. «Demuestras tu culpabilidad al encubrirlo. Se ve que lo amas. Me vengaré de él, pero antes te mataré a ti. Dentro de unos instantes te pudrirás en los infiernos». Se arrojó sobre mí, buscando herirme con su arma. Milagrosamente, pude esquivarla, y, sin dudarlo, me arrojé por la ventana. Estábamos en un primer piso y me hice daño al caer. Gracias a Dios no me rompí ningún hueso. Corrí como un desesperado hacia la puerta del jardín, mientras que los gritos de Sayyid alarmaban al Nubio. Logré escabullirme en el mismo instante que el negro corría hacia la puerta, con intención de capturarme y entregarme a la venganza de su mejor cliente. Monté en un caballo que estaba en la puerta y galopé hacia la ciudad. Abandoné mi cabalgadura cuando me creí seguro, y me perdí en las callejuelas sin rumbo y sin saber hacia dónde dirigirme. Jamás podría volver a los baños y mi familia no me recibiría. Sólo me quedabas tú. Sé que te meto en un nido de escorpiones, pero no se me ocurrió otra solución.