Las ejecuciones se realizaban con disciplina militar. Se mataba y se destruía sin pasión ni heroísmo, con indiferencia inhumana. Para nuestros generales se trataba de simples operaciones tácticas para garantizar el retroceso en caso de contraataque enemigo. A los que había considerado como bravos leones, comencé a percibirlos como hienas. Hemos carecido de grandeza alguna con los derrotados. Según me dicen, así es la lógica de la guerra. El sultán, algo alejado de nosotros, miraba al cielo sin querer ver las cosas terribles que sus hombres cometían en tierra. Era como un ser divino que quisiera mantenerse puro a pesar del dolor que causaban los suyos.
Para los estrategas del ejército, la batalla continuaba. Tan sólo cuando hubimos ocupado las guarniciones de Tremecén, y nuestros soldados se hubieron posicionado a varias leguas al este de la capital, consideramos ganada la campaña militar. Fue entonces cuando explotó el júbilo. Primero lo celebramos con un gran desfile a través de sus principales calles y plazas. Después procedimos a las ejecuciones sumarias de cuantos altos funcionarios pudimos apresar. De tanto segar cabezas y vidas, nuestros verdugos pidieron ser relevados. Al flaquearles las fuerzas, precisaban de dos o tres tajos para decapitar a los ajusticiados. Y hasta para los más veteranos, era cosa de mucha pena ver tan sangrientos trabajos.
Cuando el monarca tuvo la certeza de que la ciudad estaba completamente tomada, autorizó el saqueo. Así pagaría la soldada adeudada. El alma de nuestra tropa se transmutó entonces. Asistí, atónito, a uno de los prodigios de la alquimia de la guerra. La orden de saco los transformó en fieras sanguinarias. Un monstruo terrible emergió de sus entrañas. Gritaron y destrozaron. Robaron cuantos objetos de valor encontraron. Las mujeres eran, tras el oro, el botín más deseado. Hubo quien violó a más de media docena, sin respetar ni a viejas ni a niñas. Vislumbré la violencia primitiva que explota tras la victoria militar y la muerte del enemigo. Aunque el Corán expresamente prohíbe maltratar a los prisioneros, nadie respetó su mandato. Las leyes divinas se desvanecieron frente a la brutalidad ciega. Algunas mujeres, paralizadas por el terror, se dejaban hacer, resignadas a su suerte. Otras se resistían, chillaban y gritaban. Eran las que más placer proporcionaban a nuestros hombres. Mientras uno la sostenía, el otro la forzaba a empellones enfurecidos, desgarrando carnes y honores, en medio de los gritos inútiles de las desgraciadas. Al fin y al cabo, era la ley de la guerra. Sus maridos, padres y hermanos no supieron defenderlas. Nosotros fuimos más fieros y los derrotamos, los matamos, los descuartizamos. Nos tocaba usar lo que suyo había sido. Así reforzábamos nuestra sensación de poder.
Les oía hablar entre ellos mientras arrastraban a las mujeres para forzarlas.
—Me gusta todavía más cuando las violamos delante de sus maridos. Hemos castrado a un marica zayyadí. Le metimos sus partes en la boca mientras gozábamos a su mujer —soltó una carcajada—. ¡Cómo lloraba!
—No existe sensación de poder parecida.
—No, es lo mejor.
Ahora las mujeres de los dominados eran nuestras. Debían someterse al deseo del macho ganador. Ni los chacales ni los buitres de los desiertos devoran con tanta saña los despojos de la carroña.
—Te gusta, ¿verdad, zorra? ¿A que tu marido no te lo hacía así?
Todo era brutal en aquella orgía descontrolada de rapiña y violación. Los soldados tenían prohibido el saqueo en mezquitas y edificios oficiales, que serían intervenidos por el propio monarca. No pude sustraerme a la loca euforia del saqueo. Aunque mis sirvientes ya amontonaban las riquezas que me corresponderían, quise pasear por las calles de Tremecén. Hombres que entraban y salían de las viviendas acarreando tesoros, desgraciadas que chillaban inútilmente su desesperanza. Los soldados formaban montones con el botín que obtenían. Se organizaban en grupos. Mientras uno de ellos custodiaba sus riquezas, el resto se dedicaba a expoliar todo aquello que considerara de cierto valor.
La ciega locura de los saqueadores convertía en enemigos a cualquiera que se acercara a uno de aquellos botines.
—¡Alto! —me gritó un energúmeno sacando su espada—. ¿Adonde vas? ¡Todo esto es nuestro!
Como quiera que no me di por aludido y continué andando por esa calle, el hombre se acercó amenazante.
—Si das un paso más, te mato. No consentiré que nadie nos robe lo que es nuestro.
Retrocedí. Aquel demente me ensartaría con su espada. Los instintos más sórdidos se habían desatado, libres de reglas y leyes. No eran personas, eran alimañas hambrientas embriagadas de sangre y concupiscencia.
Comencé a marearme. Quería salir de aquel aquelarre brutal. Los ojos de mis soldados mandingas brillaban de ambición y lascivia, contenidos todavía por la disciplina de mis órdenes. Me senté en el brocal de una fuente a descansar. El agua fresca sobre mi rostro me reanimó. Cerré los ojos y me recosté sobre un zócalo de azulejos. Quería estar lejos de allí. El sol tibio acariciaba mi rostro, y olvidé que me encontraba en el centro mismo del infierno. Al abrirlos, comprobé que mis servidores no estaban. Alarmado me temí lo peor. A buen seguro, habían salido de caza.
—¡Mom! ¡Bunti! ¿Dónde estáis?
Mis llamadas no tuvieron respuesta. No quise moverme. Extraviarme sin protección podría resultar fatal. Un alarido, procedente de una casa vecina, cortó el aire. Corrí hacia ella, temeroso de que mis hombres fuesen los causantes de aquel pavoroso grito infantil.
La realidad supera a veces a las peores pesadillas. Una madre, desnuda y violada, abrazaba a su hija. No tenía más de quince años, y su rostro era el espejo mismo del espanto. Pero eso no fue lo peor. Mom, un gigante de ébano, fuerte como un búfalo, y leal como un perro, sostenía a un niño que chillaba con estridencia desesperada. Tenía los calzones bajados, reliados en sus tobillos. Mom movía su cintura de atrás hacia delante, acompasadamente, mientras sus ojos de cordero brillaban de salvaje placer.
—¡No! —le grité aterrorizado al descubrir lo que estaba pasando—. ¡No hagas eso!
Fue tarde. Mom ya se había vaciado en las entrañas de aquella pobre criatura. La sangre del brutal desgarro corría por sus nalgas. Consumada la violación, Mom arrojó al niño al suelo. Cayó inconsciente, en medio de un charco rojo y marrón. Nunca pude figurarme algo tan terrible. El mismísimo Satán se espantaría ante aquel crimen nefando.
Enloquecidos, Mom y Bunti se dirigieron hacia la niña. Les grité, pero no me escucharon. Eran fieras enceladas que rugían ante la carne joven. Golpearon a la madre hasta tirarla al suelo, y levantaron a la niña. Tenía que evitarlo. Y no se me ocurrió cosa mejor que coger un palo y comenzar a golpear las espaldas de mis criados. Poco a poco les hice volver en sí. Cuando se percataron de que era su amo el que les requería, se volvieron dóciles de repente. Se cubrieron sus vergüenzas y bajaron la cabeza. Mis órdenes recluyeron a la bestia. Volvieron a ocultarse en sus madrigueras atávicas.
—¡Rápido! —les ordené—. Tenemos que llevar al niño ante un médico. Quizá podamos, todavía, salvar su vida.
La madre y la hija lloraban abrazadas. Comprendí que si las dejaba allí, no tardarían en ser violadas de nuevo.
Me acerqué a ellas, tranquilizándolas con mi voz.
—¿Cómo te llamas? —le pregunté a la muchacha una vez que mis criados habían salido de la habitación.
—Layla —me respondió sumisa y aterrorizada.
Al oír ese nombre, rompí a llorar. Por la tensión acumulada de la batalla, por la barbarie de los saqueos, por mí mismo. Porque Layla fue el nombre de una mujer que amé. En los ojos de la muchacha volví a reencontrar aquella mirada de jazmín que me enloqueció hasta la demencia.
—Rápido —le dije a ambas—. Seguidme, os protegeré. Tenemos que salvar al niño.
A
L KHABIR
, EL CONOCEDOR
Conocí a la primera Layla en aquellos tiempos en los que ascendía en la sociedad granadina espoleado por mi trabajo en la Alhambra. Su aparición supuso una complicación añadida a una vida desordenada e insensata. El encarcelamiento de Osmán me había arrojado de nuevo a los brazos de la noche. Pero aún tenía fuerzas suficientes para aunar trabajo y poesía vespertina. Tenía mi vanidad inflada. Destacaba en leyes, caligrafía y poesía, y era reclamado tanto por los salones de los poderosos como por los tugurios de los bohemios. Y entonces apareció ella. Layla era la mujer de Hakim, un importante general que había triunfado en mil batallas. En todas, menos en la que libró por el corazón de su mujer.
—El general Hakim está aquí, quiere verte —me interrumpió mi ayudante en la chancillería.
Me sorprendió su visita. Aunque yo no lo conocía personalmente, sus hazañas le concedían gran notoriedad.
—Que pase de inmediato —le respondí, conocedor de su influencia en la corte.
Me incorporé y alisé mi ropa. ¿Cómo sería el general más bravo de Granada? Era alto. Tendría unos cincuenta años, pero seguía siendo apuesto y altivo. Entró acompañado de una joven, que me presentó como su mujer. Era extraño que un hombre de su rango se hiciera acompañar de su esposa en una dependencia oficial, pero el asunto que traía entre manos así lo requería.
—Mi mujer tiene un problema con su herencia. Ibn al-Jatib me ha recomendado que vengamos a consultarte, que nadie como tú para enderezar los entuertos jurídicos.
Me sentí halagado. Les pedí que me explicaran el caso. Primero habló el general, después su esposa. Y su voz, sus ojos, obraron el sortilegio. La deseé con la furia de un ciclón. Me convertí en su esclavo ante su sola presencia de reina. Jamás antes me había pasado, jamás después me volvió a ocurrir. Mil veces había leído poemas arrebatados de amor, de hombres rendidos ante una mujer por una mirada, por una sonrisa, por un gesto. Siempre los había considerado simples artilugios poéticos para forzar lo extremo del amor. Supuse que esos excesos fulgurantes sólo podían acontecer en los reinos de las musas. Pero no, también atacaban a los hombres, y yo había sido su víctima. Tuve que realizar un gran esfuerzo para entender el pleito hereditario que me planteaban. La barquita de mi corazón navegaba en el mar de su sonrisa. Al despedirse, quise marcharme con ella, perdido para siempre en el azul de sus ojos grandes. Me garanticé el volver a verla pronto.
—Indagaré las posibilidades que tenemos dentro de nuestras leyes. Regresad la semana que viene.
No pude olvidarla ni por un instante. Ansiaba volver a verla. Le compuse varias poesías, que recité con pasión.
—¿A quién cantas, Es Saheli? —me preguntaban mis amigos.
—Canto para los hombres. Todos tienen un amor.
—Pero tú hablas de una amada.
—¿Qué enamorado no la tiene?
—Desde que te casaste estás muy raro, poeta.
A nadie confié mi secreto, ni siquiera en los momentos dulces en los que el vino prodiga confidencias.
Trabajé duro. Ismail I consolidaba su gobierno y el número de asuntos que debían ser despachados crecía en consonancia. El reino volvía a funcionar, y el pueblo estaba contento. La bonanza barrió las murmuraciones que lo habían acusado de traidor y usurpador. El pueblo bien alimentado y seguro siempre termina consintiendo las felonías de los poderosos. Y es que el nuevo sultán había traído suerte a Granada. Las lluvias, tan escasas durante el reinado de Nasr, volvieron a regar de alegría cristalina los campos y cultivos. En nuestras latitudes, el agua significaba buenas cosechas, y las buenas cosechas, riqueza. El oro se movió por alhóndigas y zocos. Los granadinos pronto olvidaron las injusticias dinásticas con las que Ismail había accedido al trono.
Nuestro renacer irritó a los castellanos. Temían el empuje de un hombre fuerte en la Alhambra. Decidieron dar un escarmiento a su Estado vasallo y enviaron un ejército para asediar a la ciudad. En toda Granada se extendió la alarma. Nunca los castellanos habían llegado tan cerca con sus tropas.
—Este maldito sultán merece un castigo —me confesó mi padre un atardecer—. Si los meriníes apoyaron a Ismail, los castellanos están de tras de un nuevo partido que aspira al trono de Granada.
Sus palabras me asustaron. ¿Es que acaso olvidaba que yo era un alto funcionario? Si en palacio alguien se enteraba de la conversación, encarcelarían a mi padre por traidor, y a mí por cómplice. Guardé silencio por un rato, como si no lo hubiera escuchado. Después, cambié de tema.
—Padre, todavía no he logrado descubrir quién acusó a Osmán.
—Malditos bastardos. Azahara no cesa de llorar. Pasa los días sin comer, y los huesos amenazan con rajarle la piel. ¿Y quién protesta ante la injusticia? Nadie. Los antiguos amigos giran la cabeza cuando ven que me acerco. No quieren contaminarse ante los ojos de los demás. Mis clientes me miran con recelo. Temo perderlos. Y los muchos que fueron favorecidos por sus favores parecen haberlo olvidado. Nadie tiene compasión con el que cae en desgracia. Pero yo no lo abandonaré. Seguiré luchando por él.
—Yo también, padre. No estarás solo. Pero, por favor, no te metas en líos. Granada está en peligro, y debemos unirnos en su defensa.
—Estoy hundido, hijo. Temo hacer una tontería cualquier día.
—Aguanta. Demostraremos que Osmán es inocente, y todo volverá a ser como antes.
Se marchó algo más entonado. Fui yo entonces el que caí en el desconsuelo. ¿Cómo podría ayudarle? El proceso contra el antiguo visir era considerado como un alto secreto, y un mutismo absoluto rodeaba la investigación. Me atormentaba por la inutilidad de mis esfuerzos. Mi posición privilegiada no me servía para ayudar a mi familia. El poder es siempre más aparente que real. Desde las alturas de una chancillería, nada podía hacer por llevar un poco de alegría a un padre que se consumía en su dolor y desesperanza. Me entristecía ver cómo envejecía por días, abandonado por todos.
Y en medio de aquellos días de angustia, ella apareció como brisa fresca tras la lluvia. Layla regresó con Hakim para solucionar los problemas de su herencia. Su visión me aturdió. Hice un gran esfuerzo por no quedarme extasiado ante la belleza de su rostro. Sus ojos sin fondo me hablaron del paraíso. Expuse mi criterio jurídico y les proporcioné unos documentos que facilitarían su caso. El general se mostró muy satisfecho con mi trabajo.
—No sé cómo podemos agradecértelo, Es Saheli.
—No es nada. Puede contar conmigo para lo que desee.