El arquitecto de Tombuctú (24 page)

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Authors: Manuel Pimentel Siles

Tags: #Histórico

BOOK: El arquitecto de Tombuctú
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¡Qué solemnidad de fastos! Abu l-Hasán, sentado majestuoso en su trono, rodeado de sus generales y visires, ha recibido el compromiso de fidelidad de los jefes de las tribus vecinas, antiguas clientes de los zayyadíes. Tengo la suficiente experiencia en las cosas de la política y de la vida como para saber que esos juramentos eternos duran lo que tarda en evaporarse el rocío de la mañana. Pero así es la vida. Después, el rey ha felicitado uno a uno a sus generales, otorgándoles condecoraciones y reconocimientos. Jamás podré olvidar lo acontecido, pues nunca brillé como lo hice hoy.

—Embajador y poeta Es Saheli —el monarca pronunció mi nombre en voz alta para que toda la sala pudiera escuchar sus palabras—. La corona te está muy agradecida. Quiero recompensarte de forma muy especial por tu valentía y clarividencia. Mis oficiales ya han puesto tu nombre a una montaña de oro, que te será entregada sin dilación. También quiero hacer un rico presente a tu emperador, al que considero aliado y amigo. Nuestras caravanas podrán enriquecer nuestros reinos sin temor a la rapiña de las alimañas zayyadíes, aplastadas ya para siempre.

Continuó por un largo rato desgranando parabienes y alabanzas, que halagaron sobremanera a mi humana vanidad. Debía corresponderle de alguna manera. ¿Qué otra mejor que mis versos? Me crecí. Cuando hubo concluido, pedí su venia. Deseaba responderle con una sorpresa, una genialidad improvisada. Me concedió la palabra, una gracia muy poco habitual en las recepciones mayores.

—Señor, le he servido como un súbdito más. He sido testigo de sus proezas y hazañas. Es grande entre los grandes. Quisiera agradecerle su generosidad como un poeta puede hacerlo. No con discursos, al alcance de cualquier buen orador. No. Lo haré con versos que salen del corazón.

La sala entera guardó un expectante silencio. Todos esperaban la paloma blanca de mi poesía.

¡Tremecén!

¡Qué taberna! Tú le rasgaste el cortinaje

que la celaba del peligro de las miradas.

Cuando allá llegaste con tu cabello negro como el carbón,

la iluminaste con la palidez de tu rostro de claro de luna.

Y corriste el velo del semblante de una vieja matrona

que estaba oculta en las entrañas de los tiempos.

La épica de mis versos sobrevolaba los espacios fértiles de las emociones. Era como sembrar en terreno muelle y estercolado. La simiente siempre agarra. Y la flor del sentimiento se engalanaba en los ánimos y semblantes. Eran soldados, acababan de ganar una guerra y precisaban del poeta para trascender la gesta en la memoria de los hombres.

Declamé con furia mis versos finales, dirigiéndome solemne hacia el monarca feliz.

¡Oh, hijo de la excelencia y de las grandes virtudes,

de las espadas, de la samhari, del venablo y del yelmo!

Frecuentarás el agua del Tigris y el Éufrates,

con los que rivalizarás en dulzura por tu abundante gracia.

Y devolverás al mundo el esplendor de su pasado reino

y el brillo de su poder cambiante.

Un silencio hondo cerró mi último verso. ¡El Tigris, el Éufrates, toda la Babilonia, al alcance de sus espadas invencibles! Nadie se movió. Saboreaban el placer de la inmortalidad. Sus caballos cabalgarían hasta la gloria y la brisa de mis poemas anticiparía su furia y valor. El monarca se acercó hasta mí y me abrazó largamente. El silencio se rompió entonces, y todos exteriorizaron su admiración. Había conquistado para siempre sus corazones. Si ellos habían clavado su estandarte en la torre más alta de Tremecén, yo los había hecho sucumbir ante el magisterio de mis versos. Me convertí en el centro de la recepción. Brillé por instantes, más que el propio sultán. No le importó, era la hora de la poesía. Parecía que no hubiera nadie más, todo giraba sobre mí. Los hombres se acercaban para abrazarme y felicitarme. Me pedían que les pasara los versos por escrito, querían repetirlos al amor de los fuegos de campamento, para que pasaran de padres a hijos. Me dejé adular. Sé que no volverán a verme, pero el aliento de mis palabras flotará por siempre en sus recuerdos.

—Señor —le dije al monarca antes de finalizar la recepción—, mi embajada ha finalizado. Debo ahora regresar.

Me miró con cariño y sorpresa. Quizás había albergado la ilusión de que siguiera cantando toda su gloriosa campaña militar, hasta el final, como uno más de sus mejores generales.

—Piénsalo, Es Saheli. ¿No continúas con nosotros?

—Nada me gustaría más, señor, que cantar las gestas que se avecinan. Pero me debo a mi señor Kanku Mussa, que espera ansioso el resultado de la embajada.

El sultán me observó. Parecía desairado. Guardé un respetuoso silencio. Se mostraba indeciso. ¿Pondría objeciones a mi partida? No podía irme sin la dispensa real.

—Lo siento, lo siento mucho. Me hubiera gustado que tus versos narraran mi total victoria.

Aún no me había otorgado la autorización. Sabía de lo voluble del poder, y temí que me obligara a acompañarlo. El sultán agitó su cabeza. Carraspeó, antes de sentenciar.

—Comprendo que te debes a tu señor. Tu embajada ha finalizado con éxito. Tienes razón, debes regresar. Es tu deber. Puedes partir cuando quieras. Mi agradecimiento te acompañará de por vida. Que Alá ilumine tu camino.

Respiré con alivio. Abu l-Hasán es, en verdad, un gran rey. Me abrazó, considerándome un igual.

—No olvidare tus versos, poeta.

Tampoco yo podría olvidarlo nunca. Pero el camino siempre llama a la despedida.

Me he retirado temprano a los aposentos que me han cedido en palacio. Quiero descansar esta noche. Mañana abandonaré Tremecén para regresar a Fez. Que Abu l-Hasán siga con su guerra, si así lo tiene a bien. Ya he ordenado a mis hombres que deben prepararse para la partida. Me angustio. Pronto tendré que comunicarles que los abandono. Serán ellos los que porten la buena nueva al emperador. ¿Sentirán que los traiciono? Probablemente. ¿Pero qué otra cosa puedo hacer para alcanzar Granada, la meta de mi camino? Que piensen lo que quieran. Incluso Abu l-Hasán, al que tanto admiro. Cuando se entere de mi deserción estará lejos, en el este, empeñado en sus luchas y guerras. Quizá me comprenda. Yo los apoyé a todos, llega la hora de pensar en mí.

Me llevaré conmigo a Layla, la muchacha que salvé de la violación.

—Te seguiré adonde vayas, Es Saheli. De por siempre.

Así me respondió cuando le pregunté si deseaba acompañarme. Aún no la he poseído, pero su alma me pertenece. He procurado, desde el fatídico día del saqueo y la violación, que nada le faltara a su familia. Su madre cuida al hijo, que ya se recupera. Sanará de las heridas del cuerpo, pero jamás de las del alma. Siento lástima por su inocencia perdida para siempre. Les he dejado oro, y la garantía de su vivienda. Nada les faltará. Con mi generosidad redimo el bestialismo de mis sirvientes negros, ahora sumisos como corderos.

Son ya tres las personas que apadriné en mi vida. A Jawdar, que dejé feliz en Tombuctú, y ahora a Layla. La historia de Nasir, el copto, ya la narraré en otro momento. Haré feliz a Layla en Granada. Y no sólo en compensación por el mal que le hicimos a su familia. No. La deseo, y quiero amarla. Ya tengo mujer para mi retorno a Granada. Suspiro. De nuevo, el nombre de Layla me acompañará bajo el cielo granadino.

XXX

A
L MUBDI
, EL ORIGINADOR

Tras las celebraciones por la victoria de la Vega, la normalidad volvió a asentarse en Granada, lo que equivalía a conspiraciones y conjuras, la maldición del reino. La aparente unión frente al enemigo común fue efímera y falsa.

—Ven a pasear conmigo.

Ibn al-Yayyab era un hombre de buen carácter, que jamás se alteraba ni criticaba a nadie. Para muchos, era un experto en el arte de la supervivencia política, para mí fue un maestro y un amigo. Por el tono de su voz, supe que algo importante quería contarme.

Salimos de la Alhambra en dirección al Generalife, el nuevo palacio de verano que el monarca había ordenado construir a las puertas mismas de la alcazaba roja. Los alarifes se esforzaban por acabar sus pabellones y adornos. A nuestro paso éramos saludados por los jardineros que componían sus retablos de flores y plantas.

—Este camino es una auténtica delicia —comentó Ibn al-Yayyab—. Bajo la armadura guerrera de nuestro monarca existe un alma artística. Nuestros nombres se perderán en la historia, pero esta maravilla nos trascenderá. Y nada motiva más al poderoso que el deseo de trascendencia, Abu Isaq.

Le seguía en silencio. Aquel hombre destilaba sabiduría en cada una de sus palabras. Y, por si fuera poco, era el cortesano que atesoraba mayor información de las cosas de palacio.

—El juicio de Osmán se está celebrando en estos momentos a puerta cerrada.

—¿Sabes algo más?

—El pobre no tiene nada que hacer. Será condenado.

—Quizá pueda demostrar que no es culpable y quede libre.

—No lo creo. ¿Crees en su inocencia?

—Sólo Alá conoce las faltas de cada hombre y las luces de su corazón.

—No me has respondido. ¿Crees en su inocencia?

—No lo sé —respondí prudente.

—Se cuenta que un hombre vino al Profeta y le preguntó: «¡Oh, enviado de Dios! Yo tengo tres vicios ocultos: la embriaguez, la fornicación y la mentira. ¿Cuál de ellos debo dejar en primer lugar?». El Profeta le respondió: «Deja la mentira». El hombre, aficionado a los goces de la alcoba y del vino, se marchó satisfecho. De los tres vicios le había sido retirado el más fácil de cumplir. No mentiría más, pero quedaría liberado para el resto de sus debilidades. Pero las cosas no se cumplieron tan felices como se las prometía. Cuando después quiso fornicar, reflexionó y se dijo: «He de volver a ver al Enviado de Dios y me preguntará si he fornicado. Si le digo que sí, me infligirá la pena legal, y si le digo que no, le mentiré y faltaré a mi promesa. Dejaré pues la fornicación». Más tarde le ocurrió otro tanto con la bebida. Y cuando volvió a ver al Enviado de Dios, le dijo: «¡Oh, Enviado de Dios, gracias a tu consejo he abandonado los tres!». Y es que la mentira es la fuente de todos los males. Quien no miente, no peca. Quien miente en lo pequeño, abre las puertas de su alma para pecar en grande.

—Qué verdad dices —le respondí, preguntándome adonde quería llegar Ibn al-Yayyab con su disertación.

—Dime la verdad. Piensas que Osmán es inocente y crees que se comete una gran injusticia con él. ¿No es así?

No podía seguir engañándolo. Me apliqué las palabras del Profeta.

—Sí. Osmán no es de los que mete la mano en las arcas ajenas.

—Lo sé. Pero sé que será declarado culpable, y que el castigo será ejemplar. O destierro o ejecución. Y, en todo caso, la corona le expropiará todos sus bienes y los de su familia.

—¿No podemos hacer algo para evitarlo?

—Nada impedirá que los hechos se desarrollen tal y como están diseñados. Osmán fue traicionado y las pruebas que lo inculpan minuciosamente fabricadas.

—¿Quién lo hizo?

—He hecho discretas indagaciones. Tú lo conoces.

—¿Yo? ¿Quién es?

—Sayyid, su antiguo secretario.

No respondí. Necesitaba rumiar aquella información, la peor que podía recibir. Descubrí unos romeros secos que afeaban el paseo del Generalife. Mis temores no habían sido infundados. Sayyid había maquinado su traición en la oscuridad. Había reunido material comprometedor para su antiguo jefe, y lo había manipulado en su contra. ¿Por qué lo habría hecho? Con su delación secreta, ponía el cuello de Osmán bajo el sable del verdugo. Los jueces tomarían muy en cuenta sus declaraciones amañadas. Al monarca le interesaba un escarmiento para los anteriores gobiernos y Osmán se convertirá en el chivo expiatorio. Sayyid, el miserable, se lo había servido en bandeja.

—Debes tener cuidado, Es Saheli —me advirtió Ibn al-Yayyab—. Se rumorea que Sayyid no te quiere nada bien. Ha dejado caer en varios cenáculos que es extraño que un protegido del visir corrupto trabaje en un puesto tan destacado de la chancillería.

—¡Cerdo repugnante!

—Y eso que es pariente tuyo…

Ibn al-Yayyab cambió sutilmente de tema. Nada más quiso decirme del asunto. Los cipreses del camino de regreso a la Alhambra me parecieron cuchillos que se clavaban en el vientre de mi esperanza. El destino se divertía esculpiendo afiladas espinas al rosal más hermoso y regalando fragancia al veneno más mortífero. Todo busca equilibrio. La felicidad siente el vértigo de la altura solitaria y llama a las desgracias, que acuden solícitas y traicioneras. Así, cuando en aquellos momentos la vida parecía sonreírme, la maldición me visitaba con nombre propio: Sayyid, el pervertido, el acosador de mi amigo Abdalá. Un hombre miserable que merecía morir. Por vez primera pensé en la venganza. Deseaba matarlo. Lo emboscaría por la noche, y le aplicaría yo mismo el hierro vengador. No. No funcionaría. Taimado como una serpiente, y astuto como un zorro, el invertido no se dejaría sorprender con facilidad. A buen seguro, dispondría de escolta. Sacudí mi cabeza. ¿De verdad podría asesinarlo? Por supuesto que no. Jamás había derramado la sangre de nadie. Deseaba su muerte, pero yo no sería capaz de ejecutarlo. Mi valor no daba para verdugo. Con la vara que llevaba entre manos, golpeé enérgico el muro de sillería que delimitaba el paseo. El mimbre silbó como los áspides del Nilo antes de atacar.

Ibn al-Yayyab interrumpió mis cavilaciones. Oportuno como la lluvia de mayo, supo de la violencia que me incendiaba.

—No hagas locuras, Es Saheli. Un día le preguntaron al Profeta: «¿Puede un creyente ser cobarde?». Respondió: «Sí». Volvieron a preguntarle: «¿Y puede un creyente ser embustero?». Respondió: «¡No!». Ya me has dicho lo que en verdad pensabas, no eres un embustero, estas en paz con Alá. Puedes ahora ser cobarde. No se le ocurra embarcarte en una heroicidad inútil que te podría arrastrar al yugo del verdugo.

Dejé caer el mimbre. Ibn al Yayyab saludó al último de los jardineros antes de despedirse con un abrazo. Esa noche no pude dormir. ¿Qué podría hacer para salvar a Osmán? Nada. Subí a la azotea, para observar a las estrellas que me acompañaron desde mi infancia. Allá arriba brillaban, frías y serenas. Nada les importaba mi desgracia, esmeradas en ornar el universo. Si nada éramos, ¿por qué Alá consentiría tanta maldad? Y entonces deseé arrimarme al calor de mi lucero más querido, Layla. Sentí el mordisco de los celos. Seguro que estaba en brazos de su marido Hakim. La había perdido, nada había sabido de ella desde el día en que la visité. ¿Cómo podría conseguir otra cita? Intentarlo sería un suicidio. Una vez más, estaba condenado a intentar olvidar a la mujer que amaba. Layla era una locura. Obnubilaba mi razón, y me empujaba al riesgo extremo. Unas nubes taparon las estrellas. El cielo se oscureció sin su alegría. Jamás volvería a abrazarla.

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