—¡No… no le hagáis nada! —escuché vagamente los gritos de Jawdar que se acercaba corriendo.
Alguno de ellos me propinó una fuerte patada en el costado. Creí que mis días terminaban ahí, y me dispuse para el martirio. Pero el castigo que recibí fue aún más duro que el de los golpes, que sólo rompen huesos y músculos. Su desprecio me partió el alma.
—¡Dejadlo! —dijo con voz autoritaria quien lideraba el grupo—. Lo conozco. Es el loco de Es Saheli. Estará borracho como de costumbre. ¡Vámonos!
Y allí me dejaron tendido, a solas con mi locura y mi querido Jawdar, mirando las estrellas que tintineaban caprichosas, disueltas entre mis lágrimas. Loco. Me conocían por «el loco». Era ya loco para los demás. Es Saheli, el loco. Jawdar me puso la mano sobre el hombro, y así pasamos los dos la noche entera, sin movernos.
A
L HASIB
, EL SUFICIENTE PARA TODO
Descubrimos el mar desde los altos del camino, y su lámina inmensa no fue espejo suficiente para reflejar mi desgracia. Ni la rica vega de Motril, con la desmesura verde de sus frutales, ni el blanco caserío de la ciudad de Salobreña, encaramada sobre una roca huérfana batida por el mar, lograron alegrar mi ánimo. Jawdar abrió sus ojos con sorpresa.
—Jawdar, ¿no conocías el mar?
—No…, no.
—¿Te gusta? —y pude esbozar una sonrisa por vez primera.
—Es…, es precioso.
—Vamos a sentarnos sobre esas rocas.
Y una vez que tuvo los ojos llenos de mar, bajamos hasta su orilla. Almuñécar era otro pueblo blanco alzado junto al mar. Su puerto era muy activo por aquella época. Los baúles, cajas, orzas, ánforas, garrafas, sacos y barriles se dispersaban por toda la superficie de los muelles, donde personas de todas las razas y lenguas gesticulaban y voceaban. Sólo un milagro de Alá podía conseguir que entre ellos se entendieran, con tal bullicio y algarabía. El trajín del comercio y las faenas náuticas me reconfortaron casi tanto como la alegría y el asombro que demostraba Jawdar. Miraba extasiado los barcos, con sus velámenes recogidos y sus aparejos grasientos.
—¿Có… como pueden flotar estos bar… barcos tan grandes?
—Porque el agua, que quiere ocupar el hueco de su casco, los empuja para arriba.
—Ten… tengo hambre.
Yo también la tenía. Llevábamos casi tres días de viaje, y, salvo algunas frutas, nada sólido habíamos comido. Las cortinas de estupor loco que habían velado mi razón durante los últimos días en Granada ya se descorrían. La brisa del mar refrescaba el cuerpo y tonificaba mis delirios. Mi mente, después del tiempo de ayuno y ejercicio, comenzó a percibir tímidos reflejos de inteligencia. Fue entonces cuando supe, en toda su profundidad, mi verdadera situación. Tenía poco dinero y no sabía hacia dónde dirigirme. Te condenamos al exilio, me dijeron, como si tan fácil resultara eso de abandonar tu vida y los restos de tu hacienda. La última noche que pasé en Granada fue trágica. Por eso no quise despedirme al alba. Omar se quedaba sin hermano. Mi madre se ahogaba en lágrimas. Mi padre tuvo que sujetarla, pero no pudo evitar el escándalo. Sus gritos hubieron de oírse en Granada toda.
—¡Mi hijo, que no se lleven a mi hijo, la alegría de mi vejez!
Mi padre me abrazó con fuerza.
—Intentaremos que puedas volver pronto, hijo. Mañana debes partir. Mucha suerte.
No debía mirar al pasado. Dolía mucho. Con las monedas que aún llevaba encima, compramos algo de comida. Ya repuestos, teníamos una tarea por delante. Sacar pasaje en algún barco que se dirigiera hacia el África. Sólo me faltaban dos detalles por resolver. Cómo pagaría el embarque y hacia dónde nos llevaría nuestra singladura. Me daba igual el puerto. Todas las rutas finalizaban recalando en El Cairo. La duda tuvo pronta respuesta.
—Dentro de cinco días llegará un barco de Málaga con destino a Gasasa, cerca de Melilla —me contestó un oficial—. Hace escala en Almería. Suele admitir algún pasaje.
Gasasa me pareció un lugar tan bueno o malo como cualquier otro. Hacia allá marcharíamos.
—¿Eres Es Saheli? —la voz amenazante de una pareja de guardias me sobresaltó.
—Sí, yo soy. ¿Qué ocurre? —respondí con voz temerosa.
—Hemos recibido noticia de tu condena. Debes partir cuanto antes.
—Sí —agaché la cabeza—. Sé que debo partir cuanto antes.
—Ya conoces la ley. Quien no cumple a tiempo su condena es carne de verdugo. Así que espabílate, o tendremos que prenderte.
—Quiero salir en el barco que llega desde Málaga.
—Uhm…, falta casi una semana. Es mucho tiempo…, pero se te concede. Con una advertencia. No juegues con nosotros. Si no te embarcas en ese barco, te apresaremos.
—¿Por… por qué son tan malos contigo? —me intentó consolar Jawdar.
—Cosas del destino, supongo. Venga, Jawdar, anímate. Apenas si traje algunas monedas conmigo. Necesitaremos dinero para embarcar. Tenemos que trabajar para conseguirlo.
—Yo…, yo cargaré barcos.
Lo miré con admiración. Había sido más rápido que yo. Nos alistamos a una cuadrilla de cargadores, y comenzamos una madrugada a portar sacos de azúcar sobre nuestras espaldas. Tan pesados eran que la alquimia del cansancio los transmutó en plomo. La fortaleza de Jawdar le permitía seguir el ritmo que mantenía el resto de los porteadores, pero para mí resultaba del todo imposible. No tenía suficiente vigor para el esfuerzo tremendo que debía desarrollar. Sudaba y me retrasaba de los demás. Pero, sacando fuerzas de donde no las tenía, arrastraba mis pies bajo el peso insufrible de aquellos sacos. Aquel suplicio duró hasta que caí con estrépito ante las mismas narices del capataz. El saco se abrió con el impacto, y el azúcar desparramado endulzó la tierra del muelle. Algunos se rieron de mi torpeza. Al manijero no le hizo la misma gracia.
—¿Qué haces? ¿No ves que vas a desgraciar toda la carga?
—Perdone, yo…
—¡Vete! ¡No sigas!
Avergonzado, cabizbajo, me alejé del barco. Jawdar siguió trabajando allí, necesitábamos ese dinero. Yo no podía permitirme estar sin empleo. Me dejé caer sobre un gran ovillo de cuerdas y cabos. Me había convertido en un auténtico inútil, ni para cargador de barcos servía. Desde brillante poeta, notario cortesano, había caído hasta… ¡Notario! ¿Cómo no se me había ocurrido antes? ¿Como no había reparado en mi verdadera utilidad? Me podía ofrecer como escribiente, o como ayudante del alamín del puerto. Me levanté animado, y me dirigí presuroso hasta donde los comerciantes se afanaban en cerrar sus tratos. Cerca de ellos estaría el soportal del notario. No me equivoqué.
—Lo siento —me respondió aquel jurista delgado y bondadoso—. No puedo aceptarte como ayudante. Sé de tu valía, Es Saheli, pero la justicia te ha exiliado, y eso te impide ejercer cualquier trabajo oficial.
Me hundí. Si no podía ayudar al notario, ni tampoco cargar sacos, ¿qué otra cosa podía hacer?
—Necesito trabajo. Si no consigo el dinero, no podré embarcar.
—Me hago cargo de tu situación, de veras. Y sufro por ti. Pero comprometerías mi propia carrera si te acepto.
No respondí. El mundo se cerraba para mí. Hundido, me giré para alejarme.
—¡Espera! Quizás exista una solución.
Regrese sobre mis pasos sin esperanza alguna.
—Puedes montar un puesto de escribiente libre. No tendrás ninguna fuerza legal, pero los marineros y muchos comerciantes tienen que redactar cartas, misivas o contratos, y precisan de alguien que escriba bien. No abundan los buenos calígrafos por aquí, todos emigran a Granada.
La cara se me iluminó. Era una buena idea, pero…
—Necesitaré papel, cálamo y tinta.
—No te preocupes. Yo te los daré. La justicia no puede impedir que ejerza mi obligación de caridad con el necesitado.
Entró en su notaría, y al punto trajo el material que precisaba.
—Toma, aquí tienes las herramientas de tu nuevo oficio. ¡Mucha suerte!
A
S DARR
, EL QUE PUEDE CAUSAR PÉRDIDA
He podido sobrevivir al Sáhara. Ninguno de mis compañeros lo consiguió, sus huesos blanquean la arena bajo el reflejo del sol. Tampoco Layla pudo superar la terrible prueba que Alá nos envió. El día que se me acabó la tinta, matamos al último de los camellos y rompimos a caminar hacia el sur. Era una huida desesperada. Como única mercancía cargué mi
Rihla
y un puñal. Nada más. Sin agua, la comida sobraba. El cansancio, la sed, la extrema fatiga, nos desorientaron. Comenzamos a andar en círculo, según supe después. El desierto reclamaba la vida que era suya. Pronto se la entregaríamos, tal y como había hecho el resto de los componentes de la caravana.
—Layla, amárrate con esta cuerda a mi cintura.
La muerte nos visitó por tandas. Quedábamos tres, Muntika, Layla y yo. La muchacha desfallecía, demacrada y con la mirada perdida. Conocía bien esa expresión. Era la de la muerte. Muntika era un esperpento, adornado con sus joyas ridículas e inútiles.
—Seré rico cuando lleguemos a Tombuctú —repetía.
Marchábamos temprano por la mañana, cuando el viento comenzó a batir con fuerza. Las arenas, enfurecidas, lijaban piedras y rocas. Nos enroscamos en el suelo, para protegernos. Esa mañana creí morir. No fue hasta el atardecer cuando la tormenta de arena amainó. Me costó incorporarme, medio sepultado como estaba. Tiré de la cuerda.
—¡Layla!
No contestó.
—¡Layla!
Nada. El ulular del viento por única respuesta.
La soga con la que se ataba a mí se hundía en la arena. Excavé con las manos para llegar hasta ella. Pronto descubrí sus ropas. Estaba muerta, con los ojos abiertos de espanto y la boca llena de arena.
—No, Layla, no.
La pobre ya no sufriría más el tormento de la sed. El dolor me traspasó por completo. No pude llorarla porque me faltaron lágrimas para hacerlo.
Un bulto comenzó a moverse un poco más allá. Era Muntika, que se incorporaba. Me disponía a enterrar a Layla, la muchacha desafortunada, cuando me gritó.
—¡Espera!
Lo vi acercarse, adornado con sus alhajas.
—¡Espera!
Se agachó sobre Layla.
—¿Qué haces?
—Cogerle sus zarcillos. Son de oro, y ya no le sirven para nada.
—¿Estás loco? ¡No la toques!
Muntika sacó su cuchillo. Su rostro era el de un loco enfurecido dispuesto a matar.
—Voy a ser rico. Quiero sus joyas.
Cogió uno de sus pendientes y le pegó un tirón que desgarró la oreja de la desgraciada. No lo pude soportar. Me arrojé sobre él, y los dos rodamos por el suelo.
Apenas teníamos fuerzas para pelear, pero Muntika guardaba suficiente energía para clavarme su puñal en el corazón. Debía evitarlo. Uno de los dos moriría en aquel combate absurdo y salvaje. Logré morderle la muñeca hasta que soltó el cuchillo. Rodamos sobre él, y quedó enterrado. Mejor. Estábamos tan agotados que ni siquiera atesorábamos fuerza para golpearnos. De repente, Muntika se incorporó y logró alejarse de mí.
—Te dejo. Me voy. Tengo oro y joyas para comprar camellos. Incluso un palacio.
Y en su demencia, comenzó a alejarse. Lo hizo hacia el norte, desde donde veníamos y donde nada encontraría más que el vacío y la muerte. No le advertí de su error. Alguien encontrará algún día un esqueleto ataviado de ricas joyas. Espero que sepa entender la alegoría de la riqueza absurda.
La caravana entera había fenecido. Sólo quedaba yo. Pronto también moriría. Cubrí con arena el cuerpo de Layla y me postré ante Alá. Después, continué mi camino. El desierto me secaba la boca y la mente. En nada pensaba, salvo en caminar y caminar, sabiendo que los hombres no podían estar ya lejos. Me desplomaba y me levantaba. Sabía que si me dejaba caer, nadie nunca más me incorporaría. Debía andar y andar. Hasta que de repente me pareció ver unos bultos negros, todo me era confuso, y no supe si de animales, de personas o de rocas se trataba. Pero hacia ellos me encaminé, como el fantasma que ya era. Caí, sin fuerzas para levantarme. Con la cara sobre la arena esperé la muerte. No la temía. Y, entonces, se produjo el milagro. Las voces se me acercaron, unos brazos fuertes me incorporaron y un agua milagrosa mojó mis labios y mi lengua. ¡Estaba salvado! Me desmayé. No pude resistir más. Y aquellos nómadas negros me cargaron hasta su poblado y me dejaron reponerme en una de sus cabañas. Las mujeres se turnaron para mojar mis labios y sofocar mis fiebres. Durante tres días me debatí entre la vida y la muerte, pero el buen Alá tuvo a bien dejarme en el reino de los vivos. Cuando me incorporé, todos rieron felices y me abrazaron. No entendía su lengua, ni ellos la mía. Me repongo ahora en su poblado, arrullado por el juego de los niños y las risas de las mujeres. Bebo en abundancia, tumbado a la sombra, y doy gracias a Alá. He podido conseguir algo de tinta y papel de un imán que marchaba hacia Chinguetti. Le conté mi historia y maldijo a Gazel y su tribu.
—Arderá en los infiernos. No respeta las leyes del desierto.
Estaré unos días más entre ellos, hasta que me encuentre con fuerzas suficientes y pueda marchar hacia Walata, la ciudad de las caravanas. Desde allí será fácil sumarme a cualquiera de los muchos comerciantes que se dirigen a Tombuctú. Espero que cuando llegue, Jawdar viva todavía. No sería capaz de soportar más muerte.
A
L GHAFIR
, EL TODO PERDONADOR
Con mi nuevo oficio de escribiente callejero en el puerto de Almuñécar, comenzaron a entrar en mi bolsa los primeros dinares. Ningún marinero pudo sospechar que aquel hombre que les redactaba desde simples cartas de amor a contratos de embarque, había sido notario principal de Granada y secretario de la chancillería de la Alhambra. Tampoco nadie que viera al bueno de Jawdar cargar buques con la fuerza de un toro se creería que era el hijo secreto del
muttawiq
de la Alcaicería. Pero no protestábamos, así lo quiso el destino. Nos limitábamos a trabajar con ahínco para reunir el dinero que precisaríamos para el exilio. El caudal resultaba necesario hasta para que se nos abrieran las puertas del destierro. Tanto esfuerzo para cumplir una condena. Pero ese era el camino que Alá había dispuesto para nosotros.
—Te quedan menos de cuatro días de plazo, Es Saheli.
El guardia se me dirigió malencarado. Le gustaba maltratarme delante de mi paupérrima clientela de marinos enamorados y comerciantes ansiosos.