—No sabemos cuántos
kantars
de oro derrocharía en El Cairo. Muchos, muchísimos. Pero el caso es que siguió regando con riquezas todos aquellos lugares por los que transitó hasta llegar aquí, a La Meca. Parece que su oro no tiene fin.
—Sabemos que ya ha donado treinta mil dinares de oro como limosna, además de una gran cuantía para el mantenimiento de las mezquitas de la ciudad santa.
Sentí una viva curiosidad por conocer al monarca del fabuloso reino de los negros. Todos hablaban de él, aunque nadie lo había tratado. Su caravana se asentaba a las afueras, y los guardianes impedían que los curiosos se acercasen. Pero ese Kanku Mussa invisible en cuerpo, era omnipresente en las conversaciones. Algunos que en público alababan su magnificencia y devoción, por lo bajo se mofaban de su ingenuidad. «Los negros, ya sabes» —repetían con orgullo racista—, «que no entienden de dineros ni de negocios». La figura del extraño monarca llegó a inspirarme ternura. Si no sale pronto de esta tierra de bandidos —pensé para mis adentros— lo dejarán sin una moneda para comprar pan. Y, entonces, nadie se acordará de él. Los mismos que ahora lo agasajan lo apartarán como a un perro sarnoso.
Gracias a las recomendaciones de Al-Atir y al-Umari pude conocerlo. El gran cadí de La Meca, al enterarse de la importancia de mis mentores, me invitó a su casa. Y allí coincidí con el gran Kanku Mussa. Me impresionó. Su corpulencia, su sonrisa, su vestimenta, su carisma. Irradiaba un poder que atraía. Era el centro de la reunión. Emanaba una seguridad primitiva, animal, que se adornaba con una gran calidez humana. Kanku Mussa abrazaba a muchos y a todos sonreía, feliz en su protagonismo. También a mí me cupo el honor de saludarlo.
—Es Saheli —me presentaron—, es un famoso poeta andaluz. Viene recomendado por Al-Atir de El Cairo y al-Umari de Damasco.
Y entonces, aquel exótico rey me miró como si fuese un insecto extraño y único que revoloteara luminoso ante sus narices.
—Un poeta andaluz… Dicen que sois los mejores.
—Gracias, señor, por vuestra amabilidad.
—No tengo poeta andaluz en mi corte. ¡Visir Shonghy!
El visir llegó apurado por la premura.
—¿Tenemos algún poeta andaluz en la corte?
—No, señor.
—¿Y cómo no se os ha ocurrido contratar a alguno? ¡Ya os he dicho que quiero a los mejores en mi palacio! ¿Cómo podremos brillar sin un poeta andaluz?
—Perdón, señor. No hemos encontrado todavía ninguno digno de vuestro mecenazgo.
—¡Pues ya lo tenéis delante!
Todo en él era excesivo, grandilocuente, desmesurado. Pero sincero, inesperado y directo. Estupefacto ante los acontecimientos, no pude sospechar la sorpresa que el huracán negro todavía me deparaba. Se giró hacia mí, me sonrió, y me echó el brazo sobre el hombro mientras me preguntaba.
—¿Quieres venir a nuestro país? Tenemos oro, mujeres, caza y ganado. Pero no nos basta. Estamos recién llegados a la fe, y queremos sabiduría y refinamiento. Acogemos a los mejores artistas, sabios y maestros y les pagamos bien. Muy bien. De nada te faltará. Si quieres un palacio, lo tendrás. Si precisas de esclavos, se te proveerán. Tendrás tantas mujeres que no alcanzarás a conocerlas a todas, ni tendrás ímpetu suficiente para satisfacerlas.
Estaba tan asombrado, que era incapaz de responderle. Y mi silencio fue interpretado por el monarca como asentimiento tácito. Todos los asistentes habían abandonado sus conversaciones para centrar su atención en las extravagantes palabras del rey.
—¿Qué me respondes, Es Saheli?
—Señor, yo…
—Pide lo que quieras por esa boca. Te lo concederé.
Seguía sin poder articular palabra. Era la primera vez que un rey me hablaba directamente y que me abrazaba. Todos parecían comprender mi aturdimiento.
—¿No me contestas? A lo mejor, soy yo el que me he equivocado ofreciéndote cosas de este mundo. ¡No estoy acostumbrado a tratar con poetas! ¡Seguro que prefieres la mística y la contemplación! Pues debes saber que el infinito de los desiertos estrellados son el mejor templo para contemplar la belleza del Altísimo.
—Señor —me atreví por fin a responder—. Estoy aturdido ante tanta generosidad. No sé qué decir.
Intentaba ganar tiempo. No me atrevía a desairarlo delante de todos, pero tampoco podía seguirle la corriente. Lo último que haría en vida sería perderme en el África con un emperador loco y engreído.
—Pues piénsalo rápido. Tengo una corazonada. Brillarás en el Níger como nunca lo hiciste ni en el Guadalquivir ni en el Nilo. El destino te llama, no desdeñes su signo.
El monarca siguió abrazando y sonriendo a otros. Yo quedé anonadado, de pie sobre una esquina de la gran sala. Entre el tumulto de gente que lo rodeaba, destacaba su voz potente y desmesurada, que ante todo se asombraba y que todo lo prometía.
Este monarca es un puro disparate —pensé mientras sacudía la cabeza—. ¿Cómo alguien podría ir con él? Parecía que todo había sido un sueño, un sueño loco y absurdo de una noche indigesta. ¿Cómo se había atrevido a pedirme que abandonara todo para seguirle al fin del mundo? Y, entonces, algo extraño me ocurrió. Todavía, a día de hoy, mientras escribo mi
Rihla
, no logro comprender el laberinto de mi pensamiento. «El destino te llama, no desdeñes su signo», me dijo. ¿Y si tenía razón? ¿Y si mi porvenir, mi felicidad y la obra de mi vida me esperaban más allá de los desiertos? Se dispararon en mi mente todas las advertencias de la prudencia. ¿Estás loco? ¿Vas a seguir a un emperador negro a un reino desconocido? ¿Y tu carrera de poeta? ¿Qué carrera? —me respondió una voz interior—. ¿La del que se tiene que exiliar de todos lados? ¿La del que busca sin encontrar? ¿La del poeta de la superficialidad? No te desprecies —insistía mi lado cuerdo—. Gozas de cierto nombre, has conocido mundo, puedes volver a El Cairo y labrarte un futuro. ¿Un futuro? ¿Qué es para mí un futuro? No quiero asentarme en un lugar en el que todos los caminos están pisados, quiero abrir nuevas sendas en parajes virginales, donde todo sea nuevo, donde pueda crear. Cerré los ojos. ¡Dios! ¿Qué debía hacer? ¿Negarme como la cordura y la prudencia aconsejaban, o lanzarme a la aventura con la que el destino me tentaba?
Me llegaban las voces del emperador, que loaba ante quien quisiera oírle las riquezas de su nación. Un grupo de cortesanos lo seguían, obedeciendo fielmente sus órdenes. ¿Qué pretendía? ¿Que me convirtiera en otro de sus perritos falderos?
Cerré los ojos. Y entonces ocurrió. Vi la luz. Supe la respuesta a mis angustias. Todo estaba escrito. El emperador tenía razón, el destino me había mostrado su signo. Estábamos en un lugar santo, y acababa de finalizar mi peregrinación. Atrás habían quedado mis tabúes y ataduras. Podía ahora comenzar una vida nueva. Una feliz euforia alborotó mi pecho. Recordé la sonrisa final de Ibn Arabí. También al gato que ronroneaba en su portal. Y supe que debía aceptar la propuesta. Debía marchar al Níger desconocido y construir mi futuro desde allí. Alá así lo quería, y yo seguiría el camino que me marcaba. Con decisión me acerqué hasta él.
—Señor —le dije agachando la cabeza en señal de respeto—. Me voy con vos.
—¡Ah, Es Saheli, qué alegría me das!
Me abrazó mientras exteriorizaba a voz en grito su satisfacción.
—¡Recordaréis su nombre! ¡Será grande entre los grandes!
Los presentes sonrieron. Los unos asentían mi respuesta, mientras que otros, incluso, la aplaudieron. Falsos. «Si el monarca negro está loco —pensaban en sus adentros—, más demente aún debe ser este poeta insensato que lo sigue». ¡Pobres! ¡Qué lejos estaban de entender los designios del Único Grande y Poderoso!
A
L MUHSI
, EL QUE LLEVA LAS CUENTAS
Estuvimos dos días más en La Meca. Me despedí de mis compañeros de peregrinación para incorporarme al campamento del emperador. Aún recuerdo la cara de asombro que pusieron cuando les conté mi decisión.
—Pero, ¿estás seguro?
—Nunca se sabe si un camino es seguro hasta que se recorre —les respondí.
—Ese emperador está loco. Regala su dinero sin medida.
—Es rico y generoso. Quiere hacer una corte culta.
—¡Tú sabrás lo que haces!
—Sé lo que hago. Sigo mi destino.
Jawdar aceptó, como siempre, de buen grado, la nueva ruta de nuestra vida.
—Don… donde tú vayas, Es Saheli, yo te se… seguiré —me respondió sin titubear cuando le consulté mi decisión.
—¿No lo ves una locura, Jawdar?
—Tú me di… dijiste que cada uno tenía su ca… camino. Nosotros debemos se… seguir el nuestro.
Mi amigo solía llevar razón. Sus argumentos eran sencillos, pero contundentes. Nuestro destino nos había marcado la senda del Níger.
Cuando abandonamos La Meca, para dirigirnos de nuevo hacia El Cairo, Jawdar y yo nos incorporamos como uno más al séquito del estrafalario emperador Kanku Mussa. El rey me introdujo en su círculo más cercano. Estaba orgulloso de lucir un poeta andaluz en su corte, y a todos me mostraba como la pieza más valiosa de su colección. Yo me prestaba a ello, sorprendido por las costumbres —a veces primitivas, a veces sofisticadas— de aquellos nobles mandingas.
Durante el camino, hice amistad con el visir del Tesoro, Shonghy. Se mostraba cada vez más esquivo y huraño con los demás. Cuando adquirí suficiente confianza con él, me explicó el motivo de sus tormentos.
—A ningún otro se lo puedo contar, Es Saheli. Tenemos un gran problema. No nos quedan dinares. Los hemos gastado todos.
No me lo pude creer. El emperador del oro y el despilfarro no podía haberse arruinado. Sin embargo, así era. Fui testigo del sufrimiento del visir cada vez que un mercader se le acercaba para reclamarle el pago de las adquisiciones del emperador y de sus más allegados. Shonghy retrasaba los pagos con excusas cada vez más inverosímiles. Sin embargo, y ante los ojos de todos los fieles, la fiesta continuaba. El emperador hacía donaciones y dádivas de tal valor que serían recordadas por generaciones. Su aparente riqueza se haría legendaria. Si los faraones se hicieron inmortales por lo colosal de sus pirámides, Kanku Mussa lo conseguiría con sus descomunales estipendios.
—Cada vez tenemos menos dinero. Si esto continúa así, tendremos problemas para pagar. Apenas nos quedan esclavos que vender.
Tenía razón. Nuestra comitiva se aligeraba de manera proporcional a nuestros gastos.
—Todos pensábamos —me sinceré una noche con Shonghy— que el emperador poseía riquezas sin fin.
—Es muy rico. Pero en este viaje hemos gastado fortunas inconmensurables. En el Mali tenemos oro de sobra, pero está a muchas jornadas de viaje. ¿Qué haremos mientras?
El emperador no se daba por enterado. El visir me contó la historia de su desolación. Los primeros problemas se presentaron en La Meca, en el día del Sacrificio. Kanku Mussa ordenó entonces sacrificar, a su costa, diez becerros y cien corderos para dar de comer a todos los peregrinos pobres. Pero los comerciantes de ganado les pidieron el pago por anticipado. «Es la costumbre —se justificaron—, porque los peregrinos vienen y se marchan. Si no pagan en el momento, no tenemos garantías de que cobraremos después». Yo no tenía dinero para pagarles —Shonghy continuó su relato con cara de angustia—, y el emperador me urgía el ganado. No sabía qué hacer. Al final, tuve que contarle el problema a Kanku Mussa. No se creyó nuestra falta de dinero. Montó en cólera contra aquellos desconfiados mercaderes. «¡Son unos bastardos sin piedad ni fe! ¡No le importan ni los creyentes ni los peregrinos, sólo adoran el oro que acumulan».
Paseaba de aquí para allá, con la rabia contenida de una fiera enjaulada. No llegaba a comprender cómo unos simples comerciantes le podían negar el crédito a él, el emperador del oro y de los esclavos. «Tan solo con los beneficios de un día de nuestro mercado de oro, podría comprar todo el ganado de los beduinos del Hiyaz. ¿Cómo osan desconfiar de mis riquezas? ». «No desconfían de sus riquezas, señor —Shonghy intentó serenarlo—. Saben de su fortuna y generosidad. Trabajan con peregrinos, que vienen y van. No aceptan promesas, sólo dinares contantes y sonantes». «¡Está bien, está bien! ¡Pagadles a esos malnacidos el dinero que nos piden! ¡Y tiradle otro tanto como propina al suelo! ¡Veréis cómo se arrastran ante vuestra dignidad!». No le supe responder. El emperador no se daba por enterado de nuestra ruina. Mi silencio, prolongado y espeso, no refrenó su exceso. «¡Alá quiere nuestra limosna! ¡Somos buenos musulmanes y somos ricos! ¡Que todos los peregrinos necesitados sepan de nuestra generosidad con ellos!».
—Ponte en mi lugar, Es Saheli —me dijo el visir—. ¿Qué hacer en aquella situación? Me costaba decirle que estaba arruinado. Por eso me mantuve en silencio hasta que el mismo emperador fue consciente de que algo no marchaba bien. «¿Qué ocurre? ¿Por qué no corres a cumplir con mis deseos?». «Siempre os he obedecido fielmente, señor. Y seguiré haciéndolo. Pero eso que me pedís me resulta del todo imposible». Kanku Mussa no salía de su asombro. «¿Por qué es imposible pagar a esos ovejeros?».
Shonghy tomó aire ante de seguir con su relato:
—Agaché la cabeza, como midiendo las palabras que iba a pronunciar. Tragué saliva, y elevando los ojos hacia el cielo, pronuncié por vez primera ante mi señor aquello que me atormentaba desde días atrás. «No tenemos dinero, señor». El monarca, perplejo, tardó en reaccionar. «¿Cómo que no tenemos dinero? ¿Y el oro que trajimos sobre nuestros camellos? ¿Y los bastones dorados de nuestros esclavos?». «Todo lo hemos gastado, señor». «¿Todo? Es imposible, teníamos dinares para comprar el Egipto entero».
»Me esmeré en mis siguientes palabras. «Y casi lo compramos, señor. Gastamos de más. Entre las compras y las limosnas, las arcas se nos han vaciado». «¿Y por qué no me lo has dicho antes, visir? Hubiera tomado medidas». «Lo he intentado, señor» —le respondí nervioso.
Me figuré la escena. No debió resultar cómoda para el pobre visir.
—Kanku Mussa me dio la espalda, visiblemente enojado. A grandes zancadas recorrió la habitación entera, con las manos atrás y la mirada en el suelo. Jamás lo había visto tan enfurecido. «¡Esto es una auténtica humillación! Van a pensar que estamos arruinados —gritaba—. Vinimos para causar una buena impresión como nación próspera, y al final resulta que no tenemos dinero ni para comprar unos corderos. Queríamos que nos conocieran como fieles musulmanes, y ahora resulta que ni siquiera podremos cumplir con nuestra limosna para el sacrificio».