El arquitecto de Tombuctú (49 page)

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Authors: Manuel Pimentel Siles

Tags: #Histórico

BOOK: El arquitecto de Tombuctú
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—Eres sabio, secretario.

El hombre abandonó el despacho donde me atendía. ¿Por qué correr?, me había preguntado. Pues bien fácil, habría podido responderle. Pues para huir de mí, de mi irresponsabilidad, de mi miedo, de las consecuencias de mis palabras, de la inconsistencia de mis devaneos, del fruto de mi debilidad. Tenía que correr y correr para que la sombra de mis propios actos no me alcanzara jamás. Huía de mi propia historia para lograr encontrar una que me trascendiera.

Al-Atir me recibió espléndido, siempre generoso.

—Los sultanes mamelucos son severos —me dijo a lo largo de nuestra conversación—, pero gracias a su fuerza logramos detener a los cruzados y a los mongoles. Hoy El Cairo brilla gracias a ellos.

No me sentí cómodo con esa conversación. El sultán me parecía cruel y arbitrario, y temía que mis recelos se traslucieran de mis palabras.

—Los mamelucos fueron providenciales, Al-Atir.

—Así fue, Es Saheli. Me alegra que sepas ponderar los pesos de la historia. Son fuertes y generosos. Acogieron en El Cairo a la familia del último califa abbasí de Bagdad, expulsado tras su conquista por los generales de Genghis Khan. Las hordas mongolas no tuvieron piedad, y, como muestra de su crueldad, enrollaron al último califa en una alfombra y lo pisotearon con sus caballos hasta dejarlo convertido en un amasijo sanguinolento de huesos triturados y carne desgarrada. Con los cráneos de los vencidos, construyeron una pavorosa pirámide a las puertas mismas de la ciudad que espantó durante mucho tiempo a sus visitantes.

Guardé silencio, meditando lo voluble del azar. Los califas de Bagdad despreciaron por mucho tiempo a los mamelucos, a los que consideraron poco más que toscos mercenarios turcos. Sin embargo, fueron el único refugio que los acogió cuando Genghis Khan les quitó su imperio.

La fortuna reparte su suerte como de costumbre:

por la mañana velorio, y desposorio al anochecer.

—¿Cómo? Repite de nuevo esos versos, Es Saheli.

La Fortuna reparte su suerte como de costumbre:

por la mañana velorio, y desposorio al anochecer.

—¿En quién pensabas? —me preguntó.

—En los califas de Bagdad. Un día, en el cielo, y el otro, en el infierno.

—Pues es aplicable también a los que nos aventuramos en la política. Un día, en la gloria de la corte, y al día siguiente, camino de la decapitación.

—Sí, ya me enteré de lo del visir Mustafá.

—Mustafá fue el último de una larguísima lista de cortesanos ejecutados. A veces con razón, por corruptos, traidores y déspotas. Pero otras, víctimas de un rumor acrecentado por la insidia de los enemigos, o por juegos inicuos de poder manejados por los arribistas. Te levantas visir, y por la noche te acuestas para siempre en un féretro, con la cabeza separada del cuerpo.

—Te irá bien, Al-Atir. Eres honesto, inteligente y sensato.

—Atributos todos ellos peligrosos para la cabeza que los atesora… En fin, Alá proveerá. ¿En qué puedo ayudarte? Sé que deseas partir de viaje.

Le expliqué mi deseo de viajar, de conocer, de experimentar. Le prometí regresar a El Cairo con mi zurrón repleto de nuevas ideas, nuevas formas, para cantar los sentimientos de siempre. Quería conocer Damasco, después Bagdad. Y quién sabe, quizá me animara a peregrinar a La Meca para purificar mi espíritu siempre atormentado. Por supuesto que no le insinué que también huía de mí mismo.

—Puedes contar con mi salvoconducto y mi apoyo, Es Saheli. Ahora mismo lo redactaremos. Te recomendaré a al-Umari, chanciller de los mamelucos en Damasco, y hombre sabio donde los haya.

En efecto, la fama del historiador al-Umari se extendía por todo el islam. Acababa de conseguir mi salvoconducto de forma rápida, algo extraño en aquella ciudad sin tiempos que —quizá precisamente por ello— había aprendido a medirlo.

—¿Quién te acompañará? —me preguntó el secretario mientras redactaba el documento.

—Mi amigo Jawdar.

—¿Nadie más?

Me acordé de Nasir. ¿Qué hacía? ¿Lo abandonaba a su suerte? ¿Lo ayudaba?

—También iré con mi sirviente Mohamed.

—Pues muy bien, aquí tienes el documento. Es Saheli, Jawdar y Mohamed. Los tres podréis atravesar fronteras y visitar ciudades allá donde el poder mameluco y el de sus amigos se extienda.

—Veo que llevas a un sirviente, Es Saheli —me comentó Al-Atir, una vez que hubo sellado con su firma el documento—. Eres sabio. Nizam al-Mulk, un visir de Bagdad del siglo XI, escribió con cínica sabiduría que un esclavo obediente es mejor que trescientos hijos, porque los últimos sólo desean la muerte de su padre, y el primero, larga vida a su señor. Tus acompañantes velarán por ti.

—Muchas gracias.

Jawdar y Nasir se mostraron entusiasmados ante la idea de partir. Preparamos algo de equipaje para el viaje. Reuní todo el dinero que había conseguido ganar con mis escrituras y versos. No era mucho, pero pensé que sería suficiente para llegar hasta Damasco. Allí podría trabajar para ganar algunas monedas con mis conocimientos de caligrafía. Redacté un mensaje para al-Kuwayk. Le contaba que partía para Damasco y que pensaba regresar pasado un tiempo.

No sé cómo agradecerte todo lo que has hecho por mí.

Un abrazo de tu amigo, Es Saheli.

Abandonamos El Cairo una mañana ventosa y desapacible. Los más madrugadores ya deambulaban de acá para allá. Nadie reparó en nosotros cuando atravesamos la puerta de la muralla. Fue en el muelle del río donde a punto estuvimos de terminar nuestro viaje.

—Tu cara me suena —le dijo uno de los soldados a Nasir—. ¿Cómo te llamas?

—Mohamed, señor.

—¿Eres copto?

—Soy buen musulmán, señor.

—Es mi criado —me vi forzado a intervenir, temeroso de que la tensión lo delatase—. ¿Ocurre algo?

—Algunos coptos están armando jaleo, y es nuestro deber controlarlos.

—Mire, aquí traigo nuestra documentación. Salimos para Alejandría.

El soldado, analfabeto, no supo leer ni nombres ni firma. Pero por la importancia de los sellos, entendió que no debía entretener a tan importantes protegidos.

—Podéis pasar, tenéis una buena recomendación.

Respiramos tranquilos cuando nuestros pasos abandonaron El Cairo. Nos dirigiríamos a Alejandría y, desde allí, embarcaríamos hacia Damasco. El camino nos reclamaba de nuevo, a nosotros, humildes caminantes, con sus brisas de libertad.

Nuestro viaje hasta Damasco transcurrió sin incidentes reseñables. Durante cuatro días navegamos con viento a favor. El capitán era un griego charlatán y metomentodo que gozaba con ahondar en la vida de los demás. Advertí a mis compañeros.

—Tened cuidado con ese. Os interrogará sibilinamente hasta saciar su curiosidad.

Descansé cuando fondeamos en el puerto de Acco, el San Juan de Acre de los cruzados. Sus murallas y torreones me parecieron negros y sombríos. Nos dirigimos hacia el interior acompañando a una caravana de comerciantes. Jawdar y Nasir se mostraban felices, interesados por cada nuevo paisaje que vislumbrábamos. Apenas dos semanas después de nuestra salida de El Cairo, entrábamos en la antigua capital omeya. Jawdar estaba excitado por lo nuevo del camino, y Nasir feliz por haberse alejado del peligro. Damasco. Su solo nombre imponía respeto y admiración. Aunque algo decadente, la ciudad aún mostraba soberbia la grandeza del pasado poder califal.

Entramos por la puerta de Bab Kisam, flanqueada por una pequeña capilla cristiana. Nasir se sorprendió al descubrirla, y se acercó a charlar con las personas que se encontraban en su interior. En breve regresó con nosotros. Parecía entusiasmado.

—Los cristianos no están aquí perseguidos. Existe una importante colonia, que vive en paz con sus hermanos musulmanes, como en los buenos tiempos de El Cairo. Me han contado que san Pablo huyó de Damasco por la puerta que acabamos de atravesar. Lo considero un buen augurio, es una puerta santa.

Contratamos a un guía para que nos llevase hasta el palacio del gobernador mameluco. Tras adentrarnos por un laberinto de callejuelas, llegamos hasta una calle ancha, algo extraño en las ciudades musulmanas.

—Es la Vía Recta —nos aclaró nuestro guía.

Después me enteraría de que era el decumano de la antigua ciudad romana, siempre fiel al modelo de las dos grandes vías perpendiculares. Al final de la Vía Recta se encontraba el palacio de al-Umari, el historiador y el chanciller de los mamelucos en Damasco, que nos recibió con todos los honores en cuanto le presentaron nuestra carta de recomendación.

—¿Cuánto tiempo permaneceréis aquí?

—No lo sabemos. Unos días. Después continuaremos nuestro viaje. Queremos peregrinar a La Meca.

Al-Umari me escudriñó detenidamente. No debió verme aspecto de peregrino cuando me preguntó.

—¿Y desde dónde comenzaréis la peregrinación?

Tenía razón en su advertencia. Todavía no llevaba la ropa del peregrino, ni mi actitud, comportamiento ni prioridades apuntaban hacia la ruta de pobreza y sacrificio que suponía la peregrinación.

—Bueno, en cuanto abandone Damasco comenzaré de verdad. Antes quiero conocer a algunos poetas de los que tengo referencia.

—Organizaré una velada poética en tu honor.

Así lo hizo. A los pocos días de nuestra llegada, invitó a su palacio a poetas y gentes de conocimiento. Recitamos y debatimos hasta altas horas de la madrugada. Nadie parecía tener prisa en regresar a sus hogares. Recordé nuestras prolongadas veladas granadinas, regadas de vino y exaltadas por el anacardo. En casa de al-Umari sólo consumimos buen té, enfrascados en una conversación placentera. Disfruté de la inteligencia damasquina, y la encontré menos bulliciosa que la de El Cairo, pero con más fundamento y hondura. Algunos conocían mis poemas, lo que me llenó de orgullo, y me facilitó el éxito en las divanías sirias.

Aproveché mis primeros días para conocer la ciudad. Visitamos la gran mezquita de los Omeyas, la dinastía que tomó el poder del islam después de los cuatro primeros grandes califas
rashidún
, los bien dirigidos. En 660, el poder pasó desde Medina a Damasco. La dinastía omeya fue fundada por Abi Sufian. Damasco florecería hasta que en 750 la nueva dinastía abbasí destronase a los omeyas y trasladara su capital a Bagdad. La vieja señora damasquina seguiría solemne y digna, adornada por su perfume de sabiduría y belleza.

Discutí con entusiasmo con al-Umari, hombre inteligente y de una cultura tan vasta como profunda.

—Todo está en el pasado —me argumentaba—. Quien sabe leer en la historia, encontrará respuestas a las incógnitas del futuro.

—Pero no se puede vivir con la vista atrás por siempre, es más hermoso disfrutar con cada amanecer que añorar el crepúsculo pasado. Vivir el día es más importante que rememorar lo acontecido.

—¡Los artistas andaluces, siempre tan vitalistas! Predicáis el disfrutar el momento, pero el hoy no existe. Siempre se nos escapará de las manos; no es más que la intersección entre el ayer y el mañana.

—Pues esa intersección es lo único real. El pasado ya se fue, y el futuro está por llegar.

—Es Saheli, nunca serás historiador.

—Tampoco filósofo. Mis sentimientos y mi piel me arrojan más luz que los discernimientos de la mente.

—La historia es importante, la filosofía grande.

—La poesía es pequeña, pero hermosa. Es la esencia de las letras, la sublime expresión de los sentimientos. En frascos pequeños se vende el mejor perfume; en versos contados, el destilado de la belleza.

Disfruté de unos días de tranquilidad. Participaba en tertulias de café y departí con sabios y eruditos. Atendí a las cosas del conocimiento en todo momento, pero descuidé las necesidades de mis vísceras. Y a medida que pasaban los días de abstinencia, el rugido de la bestia interior se hacía más feroz y lastimero. El cuerpo me exigía su tributo.

Llevaba casi un mes en Damasco, y todavía no sentía la llamada del camino. Y, mucho menos, de la peregrinación a La Meca. Aquella ciudad me seducía y pensaba prolongar mi estancia allí. Podría comenzar a trabajar y ganarme reputación y sueldo. Quizá debiera encontrar mujer, también. Hacía tiempo que no las cataba, y el recuerdo de Kolh se había apaciguado. ¿Cómo amarían las mujeres de Damasco? No podía irme de la ciudad sin haberlo comprobado.

Al regreso de una velada en un palacete apartado, sentí el vértigo del vacío. Necesitaba mancharme con la inmundicia de las pasiones. Mi ser reclamaba su festín de carne y exceso. ¿Qué hacer? Me disculpé para quedarme a solas, con el pretexto de un paseo placentero. Me convertí en un hombre desquiciado que salía de caza, sin conocer el cazadero. Como en todas las grandes ciudades del islam, el vicio se ocultaba en casas y tugurios, bien apartados de las muestras públicas de piedad. La hipocresía fue uno de los pecados más denostados por Mahoma, pero más practicados por sus creyentes. Si buscaba, encontraría. Aquella noche, paseando por la Damasco embriagadora, sentí la llamada del vino. Hacía mucho, mucho tiempo que no lo probaba. También la lascivia del deseo. Deambulaba sin rumbo, deseando que mis pasos me acercaran a la ocasión de gozar. Atrás quedaba el deseo de penitencia y purificación de camino. Necesitaba de hembra. Fea, guapa, alta, baja. Daba igual. Mis deseos sólo la precisaban con sus atributos enteros.

Caminé por un buen rato. La calidad del caserío se deterioraba a medida que mis pasos me acercaban al extravío de mi virtud. A la vuelta de un callejón maloliente me encontré con un descampado cuyo final no adivinaba bajo el manto de la noche. Estaba perdido. Debía volver sobre mis pasos.

—¿Eres extranjero, verdad?

Aquella voz ajada me sobresaltó. Me giré hacía el oscuro portal desde donde procedía. Allí se encontraba, sentado sobre el suelo, un anciano andrajoso. Una extraña dignidad adornaba su pobreza. Le respondí.

—Sí, ¿por qué lo sabes?

—Por la ropa, y por mis muchos años. Ningún sirio se adentra por este barrio pestilente. Lo que buscas no lo encontrarás aquí.

—No busco nada, sólo paseo.

—Todos responden lo mismo. Tus palabras confirman mi intuición. Eres extranjero y estás perdido.

Aquel viejo estaba loco. No podía darle conversación. Decidí continuar sin despedirme. Debía volver a los barrios conocidos. Desde allí me orientaría para mi regreso. Nunca debí haberme dejado llevar por aquel vértigo irracional del deseo. El viejo volvió a gritarme a mis espaldas.

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