Nadie le contestó. Por prudencia o, sencillamente, porque no habían podido interpretarlos.
—¿No decís nada? —insistió el monarca.
Y entonces ocurrió lo peor que pudiera sucederme. Fue al-Mamir quien tomó la palabra. Lo hizo erguido y con voz solemne, para pavonearse en su dignidad.
—Con permiso, señor, creo que su rango de príncipe de los creyentes del África se merece algo más que una humilde construcción de barro.
Sus palabras parecieron impactar en los generales, que asintieron con prudencia. Sin duda, habían considerado mi diseño demasiado pobre.
—Esperaba —continuó ufano al-Mamir, seguro de mi derrota—, una gran mezquita de altos y espigados minaretes, con fábrica de piedra tallada y adornos de columnas y capiteles. Soñaba un edificio inspirado en la mezquita de La Meca. Merecemos ser su espejo en el Níger. ¿Y con qué me encuentro? Pues con un oscuro caserón de barro de paredes inclinadas.
—¡Es la expresión de la tierra! —le respondí—. Es la oración que eleva su alma. No quiero hacer algo pretencioso, sino espiritual, que comulgue con el espíritu del Mali.
—¿Y eso se consigue con el gran termitero que nos propones como mezquita?
—El espíritu de las termitas es el de los hombres dóciles y sacrificados que construyen grandes obras con su esfuerzo y sacrificio. Ni la lluvia ni los vientos pueden con ellos. No debemos despreciar lo que el buen Alá regaló a la naturaleza.
El ulema no cejaba en su esfuerzo de desacreditar mi proyecto.
—¡Debemos construir una gran mezquita con los materiales más nobles y ricos!
Los generales asintieron abiertamente. Se sentían la cabeza de un gran imperio y deseaban que sus construcciones fueran ostentosas y ricas, que causaran admiración a los visitantes, e intimidaran a los díscolos.
Pero yo no estaba dispuesto a perder esa batalla. Bien sabía que el caminante debe luchar por alcanzar su meta.
—Lo simple es más espiritual que lo ostentoso. La arquitectura debe representar los valores de cada tierra, confundirse con su alma. Por eso, he trabajado mucho hasta encontrar estas formas. Son propias, distintas a las del resto del mundo. Nos dan personalidad y prestancia. Si nos limitamos a copiar las mezquitas de La Meca, seremos uno más de tantos que la imitan. Yo quiero que mi monarca sea único, y que ilumine con un nuevo estilo.
—Y yo quiero que el rey tenga el boato y la distinción que le corresponde —me rebatió al-Mamir—. Es el monarca de un gran imperio, y no el jefe de una tribu de pastores.
Por un rato seguimos con nuestros argumentos, cada vez más exaltados. Me horrorizaba lo pretencioso de la idea de al-Mamir, pero veía cómo había seducido a los generales. Kanku Mussa tenía la última palabra y todavía no la había pronunciado. Cuando terminé con mis últimas razones, lo miré con ojos sumisos.
—Señor —le dije—, haremos lo que deseéis.
Todos guardamos un profundo silencio, a la espera de su sentencia. Me sentía derrotado por la soberbia de al-Mamir, que había jugado a halagar la vanidad del monarca, mientras yo me había enredado en razones artísticas y espirituales.
—Recuerdo que cuando era joven —el emperador se levantó para dirigirnos la palabra— soñaba con grandes hazañas guerreras. Rezaba a los espíritus de mis antepasados para que me concedieran la fuerza del león y la astucia de la hiena. Para fortalecerme, pasaba semanas de ayuno en el desierto, durmiendo al raso y desafiando a las fieras y a la intemperie. Una de esas noches, sentí cerca a los leones. Rugían a mi alrededor, excitados por el olor de una presa fácil. Aterrado, intenté huir del lugar. Marchaba rápido y nervioso, pero tropezaba con frecuencia y caía al suelo. Cada vez los sentía más cerca, acechando con ojos de fuego. En cualquier momento podían saltar sobre mí. Primero las leonas, para degollarme. Después ya llegaría el viejo macho para comenzar el festín. Mi lanza sería inútil frente a la potencia de las bestias. Cuando atacasen, sería hombre muerto. Rompí a correr, a sabiendas que es lo peor que se puede hacer frente a las fieras. En cualquier momento, recibiría el zarpazo fatal. Y fue entonces, desasistido de esperanza, cuando me pareció advertir el resplandor de una pequeña candela. Hacia ella me dirigí. A mis espaldas, escuché el terrible rugido de las fieras. Comenzaban su cacería. Desesperado, corrí con toda la celeridad que mis piernas jóvenes me concedían. Hasta la lanza perdí en mi precipitación. Pude oír, con horror, las ramas que rompían los leones al perseguirme. Era hombre muerto.
Escuchábamos fascinados la historia del emperador. Nunca antes la había contado. ¿Adonde quería llevarnos con su relato?
—Milagrosamente, conseguí llegar hasta donde la candela. Un hombre se encontraba sentado junto a ella. Pareció no alarmarse ante mi repentina y escandalosa aparición. «¡Socorro —le grité—, me persiguen los leones!». El hombre ni se levantó. Atizó el fuego mientras me decía: «El miedo hace más oscura a la noche, y más fiero al león. Tranquilo, siéntate aquí, nada te pasará». Jadeando, con el miedo todavía mordiéndome las entrañas me detuve junto a él. Intenté escuchar a las fieras, pero sus rugidos se habían desvanecido. El murmullo de la brisa sobre los árboles y los cantos alucinados de los pájaros eran de nuevo los señores de la noche. Parecía que el peligro había pasado. «Muchas gracias —le dije al hombre—. Su fuego me ha salvado». «Mejor agradéceselo a Alá —me respondió—, sólo Él es grande». Fue la primera vez que escuché el nombre de Alá. «¿Cómo te llamas?». «Soy Amín, siervo del Señor». Amín procedía de la lejana Cirenaica. Llevaba años deambulando por las soledades del desierto, en permanente contemplación. Me quedé varios días con él, compartiendo su vida simple de asceta. Comíamos poco y dormíamos menos aún. Pero la oración y la bondad le conferían a Amín una energía sobria y luminosa. Meditaba y oraba, oraba y meditaba. «Qué hermoso es el Alá que encuentro alrededor», me decía. «Pues yo miro y no lo veo», le respondía, inmerso todavía en mis creencias animistas y politeístas. Decidí quedarme unas semanas con él. Descubrí las bellezas de nuestra fe. Me había adentrado en aquellos vastos despoblados para endurecer mi cuerpo y mi vigor, y me encontré con Alá y su amor. Me convertí al islam, mi
ashahada
, profesión de fe, fue emotiva y breve. Orando en dirección a La Meca, recité en alto tres veces la declaración de fe:
Lâ ilâha Illâ llâh, Muhammadum rasûlullâh
. Amín actuó como testigo. Al final me abrazó emocionado. «Ya eres musulmán, para toda tu vida. Alá te acompañará por siempre. Ahora debes marchar —me dijo a la mañana siguiente—. Eres hombre de acción y no un eremita, como yo. Vete y lleva el islam adonde quieras que camines». «Cuando sea poderoso, vendré para construirte una gran mezquita», le respondí agradecido. «No quiero mezquitas ni grandezas —me respondió sincero—. Un hadiz del profeta afirma que Alá alza a quien se muestra humilde. Yo quiero ser humilde entre los humildes. No quiero ni maderas ni piedras nobles. Viviré con lo que la tierra me da. Y si algún día construyes una mezquita, haz que sea lugar de oración recogida, no espacio para la vanidad ni la ostentación». Y se giró para volver a orar. Asombrado por su santidad retorné a la aldea. Cuando regresé con mi familia, era un hombre nuevo. Todo tenía sentido tras el aprendizaje con Amín. Comencé a ayudar al islam y a hablar de sus glorias. Con los años, como sabéis, llegué a ser rey. He procurado ser valiente y justo. Pero ya en el poder, he pecado de soberbia. Me he deslizado hacia la jactancia y el derroche. No es lo que Amín me enseñó en mis principios. Ahora que me ha llegado la hora de construir la mezquita de mis sueños…
Todos esperábamos su respuesta. ¿Cómo sería la mezquita de sus sueños?
—… debe ser del gusto sencillo de Amín y de los hombres santos como él. Debo regresar al origen de la fe y al espíritu humilde de la tierra.
¡Había ganado! ¡Lo sabía! Los generales escuchaban a su señor con reverencia, prestos a interpretar sus deseos y a ejecutarlos. Kanku Mussa avanzó unos pasos y se dirigió a mí.
—Es Saheli. Quiero que construyas tu mezquita de barro. Que nazca como si de un suspiro de mi propia tierra se tratara. Que verla y orar sea la misma cosa. Que recoja al corazón en la penumbra de la devoción. Que sea sobria y hermosa.
—Lo intentaré, señor. Si Alá quiere, la tendrás.
—Es Saheli, una cosa más. Para mí muy importante.
—Lo que digas, señor.
—Quiero una mezquita en la que mi maestro Amín pudiera rezar con fe y recogimiento. Que supiera que aprendí de sus enseñanzas.
—Si Alá lo quiere, lo conseguiré.
Y dicho esto, el monarca se retiró. Al-Mamir se fue de inmediato, derrotado, mientras los generales me rodeaban para felicitarme. Yo estaba feliz. Construiría la mezquita de los sueños de Kanku Mussa y de su maestro Amín. Había aprendido otra lección. Para conseguir su sueño, el caminante no debe dejarse llevar simplemente por el corazón. Debe luchar con firmeza por lo que desea y no desmoronarse ante la dificultad. Siempre se encontrará enemigos de sus ideales que deberá sortear. Yo soñé, luché y obtuve mi oportunidad. Ahora debía demostrar que tenía talento para el envite.
El visir del tesoro me pidió que le pasara un presupuesto de los gastos, tanto en materiales como en mano de obra. Ya lo llevaba hecho. Al visir no le pareció un importe excesivo.
—Lo pagaremos —me guiñó un ojo cómplice— con el nuevo impuesto de capitación que hemos creado, a imagen del que llamáis
alfitra
.
Y todavía nos queda el de la aduana de nuestro comercio, por si fuese menester.
Cuando regresé a casa, Mawa me aguardaba ansiosa.
—¿Cómo te fue?
La abracé. La besé. La deseé. La amé. Sólo después, húmedo de ella, le respondí.
—El emperador desea que le construya nuestra mezquita, la que tú me inspiraste.
Me volvió a besar, feliz.
—La de las termitas sabias, la del lenguaje de la tierra. Supiste interpretarla, Es Saheli. Tuviste el don del que te habló el mago.
—Gracias a Alá pude leer la escritura de la naturaleza, que en cada país se expresa de forma distinta y precisa.
—Sí. Y yo también tengo otra cosa hermosa para ti.
—Ah, ¿si? ¿Cuál?
—Te daré un hijo. Tu simiente agarró en mis entrañas. Yo también seré arquitecta de algo hermoso. Nuestro primer hijo.
Ni las estrellas altas del firmamento, ni las remotas montañas de los desiertos del África toda pudieron esa noche cobijar la felicidad de un andaluz que veía cómo sus sueños se hacían realidad. Dicen que, una sola vez en la vida, el buen Alá roza con su manto de felicidad a los mortales. Yo lo creo. Lo sentí aquella noche gozosa en la que supe que sería padre. Padre del hijo más hermoso, padre también de la mezquita que hubiera entusiasmado a Amín. Todo había merecido la pena, y mi camino desembocaba a los prados de la luz. Abderramán III, el califa cordobés que llegó a ser uno de los hombres más poderosos del mundo, contaba que tan sólo llegó a experimentar la felicidad en tres o cuatro instantes de su vida. No sé si exageraba. Desde luego, aquel fue el día más gozoso de la mía.
—¡Ah!, una cosa más.
—¿Más?
—La boda de Jawdar se celebrará en quince días.
—Nos esforzaremos en que todo salga bien.
—Saldrá bien. Alá está con nosotros.
A
L MU’ID
, EL QUE TIENE PODER PARA CREAR DE NUEVO
Y es cierto que Alá estuvo con nosotros. Fueron días felices. Mawa, con mi hijo en el vientre, se pasaba el día entero ayudando a su prima Tomba a organizar la boda. Llegaba eufórica a casa, y me contaba los pormenores de los preparativos. Yo hacía como si le prestara atención, asintiendo a cuanto me decía. Durante esas dos semanas ultimé los planos y cerré algunos pormenores de la construcción con los visires. Incluso me entrevisté de nuevo con el emperador, al que mostré los detalles de la construcción.
—Estoy seguro, Es Saheli, de que tu mezquita le encantaría a Amín.
La boda fue espléndida.
—Nuestra familia —dijo en voz alta el padre de Tomba— está feliz de emparentar con los andaluces.
Jawdar disfrutó como un niño.
—¿Tam… también podré yo te… tener un hijo?
—Seguro que sí. Se llamará Jawdar, como tú.
Y recordé a mi maestro Jawdar, el notario.
—Y como su abuelo.
Mi amigo levantó la cabeza.
—Ya sé por qué no me di… dijo que era mi pa… padre.
—No pienses más en eso, Jawdar.
—Me en… engendró fuera de su primer ma… matrimonio.
—Tu padre te quería mucho, Jawdar.
—Ya lo sé, tam… también yo a él.
—Hizo todo lo que pudo porque fueras feliz.
—Me hi… hizo feliz.
Las fiestas duraron tres días. No faltó de nada, y llegaron parientes desde zonas muy alejadas del imperio. Mawa saludaba a unos y otros.
—Espero mi primer hijo. Para dentro de ocho meses —repetía a todo el que la quisiera escuchar.
Cuando finalizó la boda, le planteé a Mawa que debía marchar a Gao para comenzar la obra de la mezquita.
—Me voy contigo.
—No podré ofrecerte las mismas comodidades que en Niani.
—El mejor sitio para una mujer es junto a su marido. Ya nos adaptaremos.
Nos mudamos a Gao, llenos de ilusión por la nueva vida que comenzábamos. Las autoridades de la ciudad me recibieron con los brazos abiertos. Querían que la mezquita se levantara cuanto antes. A ello me dispuse con la pasión del enamorado.
Lo primero fue replantearla sobre el terreno. Lo hice cuando ya llevaba unos días en Gao. Antes, había encargado los sencillos materiales que precisaría, apenas ladrillos de adobe, barro y paja, así como vigas de fuerte madera para la techumbre. Seleccioné a un experimentado alarife como jefe de obra. El apalabró salarios y condiciones con los hombres de su cuadrilla.
Hacía calor aquella mañana en la que nos afanábamos con cuerdas para trazar los ejes sobre la tierra que sustentaría mi primera mezquita. Trazábamos las líneas con cal. Como era preceptivo, la orienté hacia La Meca. Aunque, en un principio, Mahoma ordenó que el muro
qibla
de las mezquitas debería orientarse hacia Jerusalén, pronto las giró hacia La Meca, el santuario de Abraham. «Vuelve tu rostro hacia la Mezquita sagrada, donde quiera que estéis…» nos dijo. Y hacia los lugares santos del
Hiyaz
la orienté. Excavé unos cimientos profundos y le otorgué la solidez que conceden las piedras grandes. Después vinieron semanas y semanas de trabajo, levantando muros. Encofrábamos las paredes con tablones de madera, y mezclábamos el barro y la paja directamente en su interior, compactándolo con grandes mazos. Los remates y ajustes finos los hacíamos con ladrillos de adobe. Las vigas de madera que soportarían la techumbre descansarían sobre hileras de pilastras. Cerraba los ojos y soñaba cómo quedarían sus penumbras una vez que hubiéramos concluido. En una esquina comenzamos a levantar el alminar piramidal. Los vecinos no dejaban de interesarse con preguntas.