El arquitecto de Tombuctú (63 page)

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Authors: Manuel Pimentel Siles

Tags: #Histórico

BOOK: El arquitecto de Tombuctú
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—Gracias. Eres el arquitecto, ¿verdad?

—Sí. ¿Le gusta la mezquita?

—Que me guste a mí no tiene mayor trascendencia. Lo importante es que sea del agrado de Alá.

—He orado mucho para que así sea —le respondí.

—Pues lo has conseguido. Yo he vivido muchos años en descampado, pues no me hallaba entre los hombres. En la soledad de la naturaleza se encuentra mejor a Dios. No lo conseguía en las construcciones de los hombres. Ni siquiera en las mezquitas de La Meca o El Cairo.

—¿Las conoce?

—Sí. Pero no encontré a Alá en ellas. Aquí, sin embargo, lo he sentido. El barro me hablaba de la tierra, las formas de tu construcción de su aliento. Es humilde en sus materiales, pero grande como casa de Dios.

—Eso es exactamente lo que pretendía.

—Te voy a pedir un favor. Dile al emperador que ha venido a visitarlo un viejo conocido.

—¿Cómo te llamas?

—Soy Amín.

Abrí los ojos con gran sorpresa. Debía haberlo sospechado. Sólo un santo podía irradiar aquella bondad y sabiduría.

—Pues le aseguro que Kanku Mussa estará feliz de volverlo a encontrar.

No hizo falta que fuese en busca del emperador. Él se acercó hasta mí a la salida.

—¡Enhorabuena, Es Saheli!

Me abrazó, fiel a su estilo cálido y cercano.

—Has conseguido la mezquita de mis sueños.

Emocionado, haciendo un esfuerzo para que las lágrimas no regaran mis mejillas, logré responderle.

—Gracias señor. Pues tengo aún otra buena noticia que daros. Mirad allí.

Kanku Mussa descubrió al anciano famélico y desarrapado. Lo reconoció al instante.

—¡Amín! ¡Tú, aquí!

Y corrió a postrarse a sus pies. Los presentes se escandalizaron cuando vieron a su monarca reclinado ante un viejo pobre. ¿Quién sería?

El maestro y su discípulo se fundieron en un gran abrazo. Con gran emoción, Kanku Mussa gritó a los asistentes.

—¡Es un santo! ¡Gracias a él me convertí al islam!

Todos los presentes se giraron para observarlo. El anciano se dirigió en voz baja al emperador.

—Un día me prometiste que, si algún día eras rey, mandarías construir una mezquita rica y hermosa.

—Sí, te lo prometí. Pero temí que nunca llegaras a verla.

—Quiero que sepas, que has construido la mejor de las mezquitas que conozco. Alá está más cerca dentro de sus muros.

—Me haces el más feliz de los hombres, maestro.

—Ahora sigue atendiendo a tus súbditos. Yo me quedaré aquí en la esquina, orando.

El gentío salió tras el emperador.

—Es Saheli —se dirigió a mí Kanku Mussa—. Enhorabuena. Sabré recompensarte. Vente con nosotros a almorzar. Después regresaré para hablar con mi maestro.

—Señor, nada me gustaría más. Pero debo pedir su dispensa. Mi mujer está de parto.

—Pues corre a tu casa, no existe inauguración más importante que la de un nuevo hijo.

Lo encontré sobre los brazos de su madre. Mawa sonreía feliz mientras lo miraba con ternura.

—Nuestro hijo.

—Nuestro hijo, amor.

—Cógelo.

—Me da miedo. Se puede caer.

—Cógelo, no seas tonto.

Nunca había experimentado nada igual. Tenía a mi hijo entre los brazos. Minúsculo, ya llenaba nuestras vidas. Hizo una mueca con la boca, movió sus piernecillas y me hizo el hombre más feliz del planeta.

—Qué bien lo haces. Serás un buen padre.

—¿Sabes qué te digo? Que me gusta más la obra de nuestro hijo que la de la propia mezquita. Lo has hecho perfecto.

—Lo he hecho con amor. Como tú.

Pasé un buen rato con ella y con mi hijo. Le ponía mi dedo entre sus manitas, para sentir cómo se aferraba a él. ¡Cuantas sensaciones me embargaron en aquellos momentos! A media tarde, la comadrona me urgió a salir.

—Señor, tenemos que hacer una cura. Cosas de mujeres, ya sabe.

Aproveché mi salida para acercarme hasta la mezquita. Quería ver cómo había quedado tras la muchedumbre que había albergado en su inauguración. Caminé con la cara bien alta. Amaba a mi hijo. Amaba la mezquita. ¿A quién quería más?, me pregunté inconsciente. Pues al hijo recién nacido, me respondí. Era la obra perfecta.

El bullicio había abandonado la mezquita. La miré con cariño. Allí estaba erguida, llamando a la oración con su humildad y sus nuevas formas. Con el material de siempre, el barro, la había engendrado única, distinta. Abrí el portón de entrada. Un aire fresco me llegó desde el interior de su penumbra. Recordé la emoción del monarca al orar, la sorpresa al encontrarse con Amín. ¿Por qué habría asistido el maestro sufí a la inauguración? Era un asceta, llevaba años apartado del mundo y sus glorias. ¿Por qué, entonces, se confundía con tantos en un acto multitudinario?

Mis ojos se habituaron pronto a las sombras de la mezquita. Caminé en silencio entre sus pasillos. No tardé en descubrirlo. ¿Qué era aquel bulto que se distinguía sobre la misma esquina donde había conocido a Amín? Me acerqué nervioso. Era una persona tendida. No se movía. Me temí lo peor, y lo peor se confirmó. El cuerpo estaba rígido y frío. Era Amín. Estaba muerto. Levanté su cara, en un intento inútil de que el aire volviera a ser aspirado por sus pulmones. Sonreía. Su rostro irradiaba felicidad. Pero estaba muerto. Y comprendí. Aquel hombre santo había llegado para morir. Y lo hizo feliz, cuando pudo comprobar que el muchacho al que convirtió había sabido cumplir su promesa. Había construido la mezquita donde pudo orar hasta encontrarse de frente con el gran Alá. Besé con respeto su frente y corrí en busca del emperador.

Amín fue enterrado en el pequeño patio lateral de la mezquita, en una ceremonia emotiva e íntima. El gran Kanku Mussa lloró como un niño mientras repetía sin cesar:

—En verdad que era santo. Este hombre venerable vino a morir a mi mezquita. Cuando la vio, supo que podía marcharse de este mundo.

Más tarde, lo oímos hablar para sus adentros.

—He cumplido mi promesa, he cumplido mi promesa.

Cuando ya salíamos, el monarca se me acercó.

—Es Saheli, estoy en deuda contigo. ¿Qué quieres?

—Construir más. Aún debo hacerlo mejor.

—Pues prepárate para viajar. Quiero comenzar una gran mezquita y un palacio en Tombuctú.

Quedé solo en aquel patio de arena. Apenas unos trozos de tinajas rotas marcaban el lugar donde acabábamos de enterrar al santo. El islam no gusta de epitafios ni ricas sepulturas. Humildes somos al nacer, sin pompa hemos de abandonar el mundo. Por un buen rato permanecí sentado. Miraba las cerámicas y pensaba en las cosas buenas que Alá creó para los hombres. Y de entre todas ellas, la más hermosa. La capacidad de soñar. Era poeta y soñé ser arquitecto. Gracias a Dios, lo había conseguido. Comenzaba a trascender. Me levanté. Ese día había sido padre, estaba deseando volver a estar con Mawa y la criatura. Ellos sí que me habían garantizado la continuidad de mi memoria.

XCIII

A
L GHANI
, EL QUE ESTÁ LIBRE DE NECESIDAD

Construí la mezquita de Tombuctú con idéntica pasión, pero con mayor conocimiento. Volví a usar el barro, pero apuré aún más la osadía de mis formas.

—¿Cómo te sale algo tan bello?

—Pues de la misma forma de la oración. Desde adentro. Desde muy adentro.

La mezquita de Djinguereiber fue tomando forma con rapidez. La hice más alta, más amplia, más hermosa. Pero conservé el espíritu simple de la tierra. Por eso, y que Alá perdone mi soberbia, conseguí una obra única. Después hice otras mezquitas y palacios, entre ellos el de Má-Dugu, la casa del rey, pero de ninguna construcción me siento tan orgulloso como de la mezquita de Djinguereiber. Alá me inspiró. Yo, pobre mortal, jamás hubiera podido solo, con mi simple intuición, realizar esa obra perfecta.

Mi hijo Abu Isaq ya caminaba y pronunciaba sus primeras palabras cuando finalicé la obra. La rosa de las mezquitas, Djinguereiber, estaba presta para su inauguración. A la espera de que sus puertas se abrieran para orar, eran muchos los que se acercaban para disfrutarla. Su aroma los atraía como la flor a la mariposa.

—Es de verdad, cosa bella —los oía afirmar.

La sola visión de Djinguereiber hacía más por la propagación del islam que cientos de sermones.

—Qué grande debe de ser la fe que se predica en templos como este.

Yo estaba feliz, ocupado en ultimar los últimos detalles. Me gustaba llevarme conmigo a mi hijo Abu Isaq, al que dejaba a la sombra mientras yo me dedicaba a comprobar la marcha de los trabajos.

—Pa… pá…

Sus palabras me emocionaban.

—Ya habla, ¿habéis visto qué listo es?

No podía evitarlo. Ante el primero que pasara me mostraba orgulloso de mi retoño. Lo miraba con hondo cariño. Su piel oscura no era tan negra como la de la madre. Mi raza la había aclarado. «Pero mis nietos ya serán por siempre negros», pensaba para mis adentros. «Mejor que sea así. De este modo no llamarán la atención en esta África que los verá crecer».

—Estoy embarazada. Vamos a ser padres por segunda vez.

La vida marchaba fluida y placentera. Besé a Mawa. Deseaba ese segundo hijo. Ya tenía una familia por la que luchar, y un lugar en el que asentar mi vida para el resto.

—Vamos a construir nuestra casa en Tombuctú. Ninguna ciudad mejor que esta.

—Lo que tú digas, cariño. Aquí estaremos más tranquilos que en Niani.

—Vamos a hacer de Tombuctú la ciudad más hermosa.

Jawdar y su mujer se trasladaron para el gran acontecimiento. Se alojaron en una dependencia de mi casa.

—¿Cómo te va el matrimonio, Jawdar?

—Mu… muy bien —y se tocaba la panza mientras sonreía.

Como ya ocurriera en Gao, la inauguración de la mezquita fue un gran acontecimiento.

Tuvieron que quedarse cientos de fieles en el patio exterior y en los alrededores. El interior estaba completamente abarrotado. Predicó al-Mamir. Su sermón fue vehemente, como siempre. Pero advertí un deje de tristeza en sus ojos. En esta ocasión ya no atacó a la mezquita. Por el contrario, le dedicó grandes alabanzas.

—La humildad nos hace grandes. Esta mezquita de barro y amor es la más querida por Alá el Omnisciente.

No podía creer que las palabras que escuchaba fueran sinceras. Pero así se lo parecieron a los fieles que asentían a cada una de sus frases.

Tras la oración, vinieron las felicitaciones. Quedé abrumado de tantas y tan elogiosas. No las recojo en esta
Rihla
para no pecar de inmodestia.

Aquella mañana me sentí el hombre más importante del mundo. Era poeta, arquitecto, tenía una familia a la que amaba, el monarca confiaba en mí, ganaba más oro del que me era posible gastar. ¿Qué más podía pedirle a la vida?

Aquella noche el emperador organizó una cena. Me sentí su protagonista.

—Tombuctú será la perla del desierto —habló Kanku Mussa—, y la gran mezquita su corazón. Recordaremos este año de 1328 como el del nacimiento de una obra inmortal.

Aplaudimos con ganas. Las principales familias de la región se encontraban allí representadas, integradas con naturalidad en el imperio del Mali.

—Y ahora —continuó el emperador—, quiero daros una noticia. Nuestro fiel al-Mamir, que tanto ha luchado por propagar la fe verdadera por estas latitudes, iniciará en breves fechas su retorno al Mediterráneo.

Me enderecé. No esperaba esa nueva. ¿Qué habría ocurrido?

—Siempre cumplo mi palabra. Cuando conocí a al-Mamir en Ghadamés, a mi regreso de la peregrinación a La Meca, me pidió que le ayudara a armar un ejército para luchar contra el infiel. Me comprometí con él, pero antes le rogué que nos acompañara hasta estas tierras en las que era precisa su doctrina y su conocimiento del Corán.

Así fue. Yo fui testigo.

—Pues la hora ha llegado. Le he recompensado generosamente sus servicios, y ahora desea marchar.

—Sí —intervino al-Mamir—. En unas semanas regresaré a Ghadamés e impulsaré la guerra santa.

Los ojos le brillaban como a un loco. Que se fuera, deseé. Que se fuera para siempre.

Cuando nos retirábamos, el emperador me llamó a su lado.

—Al-Mamir terminó aquí su mandato. El tuyo, todavía no. Te quedan muchos palacios y mezquitas por construir.

—Sí, señor.

—¿Lo echarás de menos? —me preguntó con malicia.

—No —me sinceré—. Es demasiado rigorista para mí.

—Para mí también —me guiñó un ojo—. Afortunadamente, el corazón cae fuera del dominio del alfaquí.

Aquella noche tardé en dormirme.

—¿Qué te ocurre? —me preguntó Mawa—. ¿Estas preocupado?

—No —le mentí—. Son las emociones.

No eran las emociones. Era la duda la que me corroía. Al-Mamir regresaba a su hogar. ¿Podría hacerlo yo algún día? Mi casa y mi futuro estaban en Tombuctú. ¿Por qué añoraba entonces tanto Granada? Mire a Mawa, que dormía a mi lado. La amaba. ¿Acaso sería capaz de abandonarla?

Las primeras luces del alba me sorprendieron con los ojos todavía abiertos. ¿Sería capaz de abandonarla?

XCIV

A
L ‘AFUW
, EL QUE PERDONA

Al poco tiempo, una visita inesperada rompió la tranquilidad de la corte de Kanku Mussa. Primero fue una noticia confusa, que llegó de boca de un nómada peul.

—Se acerca una caravana del norte. Viene alguien desde Egipto para entrevistarse con el emperador.

Anochecía cuando me confirmaron que una gran caravana había acampado en las cercanías de Tombuctú, y que un maduro mercader egipcio la capitaneaba. «Seguro que se trata de al-Kuwayk», pensé al instante. Tenía que ser él. Algún día tenía que aparecer por el país de los negros para recobrar el préstamo que hizo a nuestro emperador en sus horas bajas de El Cairo. Muchos lo habían olvidado. Yo no.

—¿Cómo es el egipcio?

Nadie me supo responder. Así eran las cosas en aquella parte del África. El rumor nacía y se extendía con la velocidad del viento, pero con la dudosa certeza del espejismo. Todos hablaban como si lo hubieran visto, sin que en verdad los ojos de nadie se hubieran posado sobre él. Decidí salir al amanecer a su encuentro. Si era al-Kuwayk, sería yo el que lo recibiera.

—Es muy rico —comenté a mis amigos en la tertulia que mantuvimos aquella noche—. Comercia con especias que trae desde la remota Asia. Las vende en Italia y Grecia. Habla los principales idiomas del mundo conocido, y ha hollado casi todas las rutas de los mercaderes.

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