—No me gustan los mercaderes ricos —respondió Muni, el escribiente—. Sólo los avaros llegan a atesorar un capital.
—Al-Kuwayk no es avaro —lo defendí—. Es un rico generoso. Me recibió en El Cairo cuando yo era un paria expatriado. Prestó el dinero que nuestro señor precisaba para su retorno. Ganó su fortuna con su inteligencia al comerciar.
—Puede ser. O quizá no, eso sólo el buen Alá lo sabe. Espero que cumpla con la limosna. Ya sabes las palabras que dedicó Said, el mensajero de Alá, a los avaros: «El hombre a quien Alá ha dado hacienda y no pague el
zakat
, recibirá una terrible recompensa el día de la Resurrección. Una enorme serpiente con ojos brillantes rodeará su cuello para clavarle sus dientes afilados y venenosos, mientras el avaro repetirá mil veces inútilmente: «Tengo propiedades, tengo un tesoro». Qué horrible imagen, qué triste final».
—Al-Kuwayk nos dará una gran limosna, seguro. Su generosidad no tiene límite. No murmurad más, que Dios castiga a los hombres con lengua de víbora.
Dormí mal aquella noche, a la espera de las primeras luces que me guiaran hasta el campamento de la caravana recién llegada. Una extraña e inquietante premonición sobrevoló sobre mis sueños. Todavía era noche cerrada cuando salí a las afueras de Tombuctú.
—¡Es Saheli, espéranos!
Era uno de los capitanes de mayor confianza del general Sosso. ¿Qué haría allí a aquellas horas tan tempranas e inciertas?
—El emperador está inquieto por una visita que, al parecer, acaba de arribar. Nos ha pedido que indaguemos quién es el notable que entrará esta mañana en la ciudad.
—Te han dicho que compruebes si se trata de al-Kuwayk, el mercader egipcio, ¿verdad?
—Sí, ¿cómo lo sabes?
—Pues porque nuestro emperador y este modesto alarife llevamos un tiempo aguardándolo.
—Si se confirma que es él, tengo orden de escoltarlo con toda pompa hasta su presencia.
—Todos nos volcaremos con él. Es nuestro amigo.
Era al-Kuwayk. Lo reconocí nada más incorporarse. Acababa de finalizar el primer
salat
del día y su silueta, más gruesa de lo que recordaba, lo denunció. Corrí a abrazarlo.
—¡Al-Kuwayk! ¡Bienvenido!
Se sobresaltó. No esperaba una irrupción tan repentina de afecto y bienvenida.
—¡Es Saheli!
El abrazo fue cálido y prolongado. Nos aturdimos por preguntas recíprocas que apenas alcanzábamos a responder. La salud, la familia, las incidencias del viaje, todo lo quisimos conocer en el mismo instante del encuentro. Resultó tarea del todo imposible para dos habladores compulsivos.
—Vamos a beber un té.
—Gracias. Y después marcharemos para saludar al emperador. Nos envía su guardia personal para agasajarte.
Al-Kuwayk había viajado acompañado por uno de sus hijos, Faruk, que estaba adentrándose en el mundo del comercio. Apenas si lo conocía de vista. Me pareció tan inteligente y amable como el padre, características bien difíciles de heredar, como es conocido. Normalmente, la sombra de los grandes hombres aplasta la imagen de sus hijos, que apenas logran despegarse de la figura del coloso al que en todo momento comparan. Suelen acomplejarse, subsumirse hasta desaparecer. Faruk brillaba, sin embargo, con luz propia. Me saludó con afecto y cortesía.
—Todavía se recitan tus poesías en El Cairo. Sobre todo las de amor.
Le agradecí el cumplido. También yo recordaba el cariño y la generosidad con la que me atendieron durante mi tiempo cairota.
—Esta noche dormiréis en mi casa —les invité—, aunque el mismo emperador os reclame a su palacio.
—Muchas gracias —me respondió al-Kuwayk—. No cambiaría tu casa por ningún palacio, Es Saheli. Ni siquiera por el del mismísimo califa de Bagdad en sus buenos tiempos.
Se acicaló para visitar al monarca. Mientras se preparaban para acompañarnos, la guarnición real se incrementó. Más de cincuenta soldados de la guardia imperial acompañarían al invitado egipcio por las calles de Tombuctú. Venían engalanados con sus mejores ropajes y armas. Sin duda alguna, Kanku Mussa quería honrarlo con los honores máximos. La gente se arremolinaba al paso de la comitiva. Todos deseaban ver al recién llegado. Los bulos no tardaron en circular por los corrillos de la ciudad. Que si el visitante era un príncipe mameluco que deseaba obtener el apoyo de los negros para conquistar el califato, que si era un importantísimo mercader que venía a negociar la caravana más rica de todos los tiempos, que si esto, que si lo otro. Todas las ideas se encarnaron en las lenguas fáciles de Tombuctú. Todas, menos la causa verdadera, la más simple: Al-Kuwayk venía a cobrar el préstamo que le había concedido al emperador cuando no le quedaba ni para comer. Una visita cordial y esperada, eso sí, pero la visita de un acreedor al fin y al cabo. El pueblo jamás habría creído lo vacías que habían llegado a estar las arcas imperiales iras el derroche de la peregrinación a La Meca. «¿Agotado el oro del emperador? —afirmaría la inmensa mayoría—. ¡Eso es imposible!». La confianza de los súbditos de Kanku Mussa en su señor era ilimitada. Era la imagen del rey león en la tierra. ¿Cómo iba a mantener deudas con vulgares mercaderes?
Kanku Mussa recibió al egipcio con pompa grande y solemne, sentado en su trono de ébano, marfil y piel de leopardo. Al-Kuwayk le hizo ricos presentes, que fueron correspondidos con suma magnanimidad. Nuestro monarca le informó de los avances mercantiles del reino, y le prometió un puesto de oro en el mercado de Tombuctú. Aquella dádiva alegró sobremanera a mi amigo egipcio, sabedor de las riquezas que podrían proporcionarle los negocios desde el Sudán occidental. El emperador parecía de buen humor, y toda atención para con el egipcio le parecía escasa y menuda.
—¿A que no sabes cuál ha sido la aportación más valiosa de nuestro amigo Es Saheli?
—Su poesía, supongo —respondió al-Kuwayk—. Es única en el mundo entero.
—No, Su arquitectura. Es el alarife real y ha creado el estilo más hermoso. Sus mezquitas son los mejores versos en barro que jamás nadie escribió para el buen Alá.
—¿Es Saheli arquitecto? ¿Pero dónde aprendiste, amigo?
Decidí contarle la verdad.
—Dios pone en el interior de cada uno la semilla de su talento. Después, el destino permite que germine. Granada inspiró mi poesía, Egipto me descubrió la grandeza de la edificación. Aquí comprendí el espíritu de la tierra.
La recepción se prolongó por un buen rato, hasta que el emperador se despidió con afecto de su invitado.
—Me tendrás que disculpar, tengo otros asuntos que atender. Mañana organizaremos un gran banquete en tu honor.
Nos despedimos y salimos del palacio, seguidos por la abigarrada guardia. Al-Kuwayk sacaba pecho en su protagonismo. La gente venida desde las aldeas cercanas al mercado se agolpaba a su paso. El egipcio sonreía ufano y orgulloso, encantado de encontrarse en el mítico país de los negros, hasta donde tan pocos hombres blancos solían llegar.
—Es Saheli, quiero ver tu mezquita.
—Pensaba enseñártela, al-Kuwayk.
Nada más girar la primera esquina, la descubrió dominando el ciclo de Tombuctú. Abrió los ojos, con asombro, y aceleró el paso. Todos lo seguimos sobre las arenas de las calles. El egipcio casi rompió a correr. Deseaba llegar cuanto antes a aquella obra que tanto asombro parecía haberle causado. Para nuestra sorpresa, llegó hasta los pies del alminar, se tumbó y besó su suelo. Levantó sus ojos al cielo para exclamar:
—Gracias, Alá, por haberme permitido llegar hasta donde el desierto engendró la belleza.
Estábamos consternados. Yo mismo no sabía si estaba ante un arrebato de pasión, o si mi amigo calculaba un entusiasmo fingido. Pero pronto salí de dudas. Al-Kuwayk se incorporó, y, con lágrimas en los ojos, vino hasta mí para abrazarme mientras decía:
—Has engendrado algo hermoso, Es Saheli. Alá está en tus construcciones y en tus versos.
Aturdido ante el halago, no supe qué responderle. Mi amigo continuó con sus excesos.
—Es el espejo del noble desierto. Emociona en su novedad y simpleza. Tiene algo de los colosos de mi tierra, y de lo simple de las laboriosas termitas. Es barro y es luz.
—Recuerdos de mi Andalucía —musité.
—Sólo quien ha visto mundo puede advertir el alma de cada recodo. Vislumbra sus contornos en contraposición con los distintos que ya vio. Tú, como hombre de muchos caminos, supiste leer lo genuino de estas sabanas del Níger.
Volvió a abrazarme.
—Es la obra de un caminante que ya se encontró. Enhorabuena. Yo aún estoy en el camino. Tengo dinero, pero sigo errando en busca de algo que me aliente. Tú lo has encontrado, Es Saheli. Muy pocos lo consiguen. Ahora, quiero entrar.
Oró en el interior de la mezquita, cobijado por las hileras de pilares y columnatas que lo abrazaban con sus geometrías de penumbras. Después se sentó en una sombra del patio.
—Dejadme, deseo estar aquí, en silencio.
Salimos. El egipcio se quedó en el patio, acompañado por su hijo Faruk. La guardia permaneció en la afueras de la mezquita, impidiendo el paso de cualquier curioso. Algunos fieles protestaron cuando se les negó la entrada.
—¿Es que no podemos rezar en nuestra mezquita?
—Alá está en todas partes —les respondían los soldados—. Reza ahora en otro sitio, y dentro de un rato también podrás hacerlo en esta mezquita de todos.
Fue entonces cuando apareció al-Mamir. ¿Cuándo partiría para siempre? Tenía una extraña habilidad para llegar justo en las situaciones delicadas. No tardó en hacerse notar.
—Alá es grande, y su casa no puede ser cerrada para halagar la vanidad de los hombres.
—No está cerrada. Un viajero, que viene desde muy lejos, nos ha pedido un favor. Es un invitado del emperador, y deseaba estar solo en la mezquita. Se lo hemos concedido.
—Es Saheli cree que la mezquita es suya —dijo para quien lo quisiera oír—. Se equivoca. Es de Alá y de todos los que lo amamos. Os invito a entrar siempre que deseéis. Es hora de oración, que ningún frívolo impida cumplir con vuestros preceptos.
Resulta curioso lo voluble del alma humana. Y si esa ligereza es cierta para los designios de una persona, aún lo es más para la masa de ellas. Los mismos que antes vitoreaban al paso de al-Kuwayk comenzaron a protestar, jaleados por las prédicas de al-Mamir. El grupo forcejeó con los guardias que le impedía la entrada.
—¡Queremos que nos abráis las puertas!
Cuando regresé, ya eran muchos los que vociferaban. Decidí intervenir. Lo último que deseaba es que hubiese un enfrentamiento. Ordené que los dejaran pasar.
—No era una prohibición, al-Mamir —le grité—. Era una simple cortesía.
Pero ya no me oía. Feliz por su triunfo, se adentraba también en la mezquita. El lance le había conferido aroma de santidad, mientras que yo me adornaba de capricho frívolo. En el fondo, tenía razón, por más que me escociera reconocerlo. Aprendí otra lección. Nunca se puede ser generoso con lo que es de todos, pues alguien siempre te lo podrá echar en cara. Sólo de lo propio se debe obsequiar.
Al-Kuwayk, ajeno a lo sucedido, seguía sentado en la arena, recostado sobre la pared y apoyado en uno de los grandes cuencos de cerámica que se esparcían por toda la superficie del patio. La llegada de los fieles apenas lo inmutó. Tenía la vista perdida en el minarete. Su silueta se recortaba serena en el firmamento azul del cielo.
—Me ha pasado algo extraño —se sinceró al-Kuwayk cuando regresábamos—. Mi vida ha sido un viaje, siempre en busca de riquezas y aventuras. Llegaba a un nuevo lugar, negociaba y regresaba a mi hogar cargado de recuerdos y plusvalías. Mi caminar no tenía meta.
—En muchas ocasiones he tenido sensaciones muy similares.
—Pero ahora, en tu mezquita, me pareció haber encontrado lo que buscaba. La paz. Y me ha parecido que la llave que abre la puerta de su reino está aquí, en Tombuctú.
Nada más dijo. Se encerró en su silencio. Apenas si respondía con monosílabos amables a las preguntas que se le dirigían. Comió muy frugalmente, y se retiró a los aposentos que le habíamos preparado. Mawa, como anfitriona, no cesaba de dar órdenes a nuestros sirvientes y esclavos. Quería que la cena que ofreceríamos en honor del egipcio fuese todo un éxito.
—Tu amigo es un poco raro, ¿no? —preguntó mi mujer—. Apenas habla.
—Cuando lo conocí, era un parlanchín. Algo parece haberle pasado en la mezquita.
—¿Qué puede ser?
—Eso sólo Alá lo sabe.
A
N NAFI
, EL QUE CONCEDE BENEFICIO
A media tarde se presentó en mi casa el visir del Tesoro. No lo esperábamos. Lo hice pasar y le ofrecí un té.
—¿Y al-Kuwayk? —preguntó.
—Descansa. Acumula el cansancio de sus muchas jornadas de desierto.
—Normal. Hasta el final del viaje no se descubre el agotamiento que se acumula.
Shonghy guardó silencio. Después, dijo con voz de ensueño:
—¿Recuerdas el final de nuestra peregrinación?
—Sí. Jamás olvidaré la vez primera que descubrí el Níger, algo que me pareció increíble. Un río en medio del desierto. Fue como un espejismo. Todavía hoy lo miro y pienso que es un milagro.
—Lo es. Como lo fue que tu amigo al-Kuwayk nos prestara el dinero que precisábamos para regresar a nuestro reino.
—Lo fue. Los cincuenta mil dinares de oro cayeron del cielo sobre nosotros.
—Pero ahora tenemos que devolverlos.
—Sí. Al-Kuwayk ya nos dijo que viajaría en persona para cobrarse su deuda.
El visir agachó la cabeza, mientras apuraba su té. No me gustó su gesto. Me temí lo peor.
—¿No podemos devolvérselo? —pregunté con angustia.
Carraspeó. Antes de que pronunciara palabra alguna ya sabía su veredicto. No teníamos dinero en ese momento. Quise pensar que mi premonición estaría equivocada, pero sus primeras palabras confirmaron mis intuiciones más pesimistas.
—El reino es suficientemente rico para devolver cinco veces el préstamo.
Respiré con alivio.
—Entonces, ¿cuál es el problema?
—Aunque el reino prospera, y el Tesoro real ingresa de forma creciente, los gastos también se han incrementado. Las guerras constantes en el Senegal y contra los tuaregs y los bandidos hassaniyas nos desangran.
No sabría cómo encajaría al-Kuwayk nuestra demora en el pago. El egipcio era mi amigo y se desvivió por ayudarnos. No podíamos dejarlo en la estacada en aquellos momentos. El visir continuó con sus aprietos y penas.