Authors: Erich Fromm
Además de esos ejercicios, hay que aprender a concentrarse en todo lo que uno hace, sea escuchar música, leer un libro, hablar con una persona, contemplar un paisaje. En ese momento, la actividad debe ser lo único que cuenta, aquello a lo que uno se entrega por completo. Si uno está concentrado, poco importa
qué
está haciendo; las cosas importantes, tanto como las insignificantes, toman una nueva dimensión de la realidad, porque están llenas de la propia atención. Aprender a concentrarse requiere evitar, en la medida de lo posible, las conversaciones triviales, esto es, la conversación que no es genuina. Si dos personas hablan acerca del crecimiento de un árbol que ambas conocen, del gusto del pan que acaban de comer juntas, o de una experiencia común en el trabajo, tal conversación puede ser pertinente, siempre y cuando experimenten lo que hablan y no se refieran a ese tema de una manera abstracta; por otro lado, una conversación puede referirse a cuestiones religiosas o políticas y ser, no obstante, trivial; ello ocurre cuando las dos personas hablan en clisés, cuando no sienten lo que dicen. Debo agregar aquí que, así como importa evitar la conversación trivial, importa también evitar las malas compañías. Por malas compañías no entiendo sólo la gente viciosa y destructiva, cuya órbita es venenosa y deprimente. Me refiero también a la compañía de zombies, de seres cuya alma está muerta, aunque su cuerpo siga vivo; a individuos cuyos pensamientos y conversación son triviales; que parlotean en lugar de hablar, y que afirman opiniones que son clisés en lugar de pensar. Pero no siempre es posible evitar tales compañías, ni tampoco es necesario. Si uno no reacciona en la forma esperada —es decir, con clisés y trivialidades— sino directa y humanamente, descubrirá con frecuencia que esa gente modifica su conducta, muchas veces con la ayuda de la sorpresa producida por el choque de lo inesperado.
Concentrarse en la relación con otros significa fundamentalmente poder escuchar. La mayoría de la gente oye a los demás, y aun da consejos, sin escuchar realmente. No toman en serio las palabras de la otra persona, y tampoco les importan demasiado sus propias respuestas. Resultado de ello: la conversación los cansa. Encuéntranse bajo la ilusión de que se sentirían aún más cansados si escucharan con concentración. Pero lo cierto es lo contrario. Cualquier actividad, realizada en forma concentrada, tiene un efecto estimulante (aunque luego aparezca un cansancio natural y benéfico); cualquier actividad no concentrada, en cambio, causa somnolencia, y al mismo tiempo hace difícil conciliar el sueño al final del día.
Estar concentrado significa vivir plenamente en el presente, en el aquí y el ahora, y no pensar en la tarea siguiente mientras estoy realizando otra. Es innecesario decir que la concentración debe ser sobre todo practicada por personas que se aman mutuamente. Deben aprender a estar el uno cerca del otro, sin escapar de las múltiples formas acostumbradas. El comienzo de la práctica de la concentración es difícil; se tiene la impresión de que jamás se logrará la finalidad buscada. Ello implica, evidentemente, la necesidad de tener paciencia. Si uno no sabe que todo tiene su momento, y quiere forzar las cosas, entonces es indudable que nunca logrará concentrarse —tampoco en el arte de amar—. Para tener una idea de lo que es la paciencia, basta con observar a un niño que aprende a caminar. Se cae, vuelve a caer, una y otra vez, y sin embargo sigue ensayando, mejorando, hasta que un día camina sin caerse. ¡Qué no podría lograr la persona adulta si tuviera la paciencia del niño y su concentración en los fines que son importantes para él!
Es imposible aprender a concentrarse sin hacerse
sensible a uno mismo
. ¿Qué significa eso? ¿Que hay que pensar continuamente en uno mismo, «analizarse», o qué? Si habláramos de ser sensible a una máquina, no habría dificultad para explicar lo que eso significa. Cualquiera que, por ejemplo, maneja un auto, es sensible a él. Advierte hasta un pequeño ruido inusual, o un insignificante cambio de la aceleración del motor. De la misma forma, el conductor es sensible a las irregularidades en la superficie del camino, a los movimientos de los coches que van detrás y delante de él. Sin embargo, no piensa en todos esos factores; su mente se encuentra en estado de serenidad vigilante, abierta a todos los cambios relacionados con la situación en la que está concentrado: manejar el coche sin peligro.
Si consideramos la situación de ser sensible a otro ser humano, encontramos el ejemplo más obvio en la sensibilidad y correspondencia de una madre para con su hijo. Ella nota ciertos cambios corporales, exigencias y angustias, antes de que el niño los manifieste abiertamente. Se despierta porque su hijo llora, si bien otro sonido más fuerte no hubiera interrumpido su sueño. Todo eso significa que es sensible a las manifestaciones de la vida del niño; no está ansiosa ni preocupada, sino en un estado de equilibrio alerta, receptivo de cualquier comunicación significativa proveniente del niño. Similarmente, cabe ser sensible con respecto a uno mismo. Tener conciencia, por ejemplo, de una sensación de cansancio o depresión, y en lugar de entregarse a ella y aumentarla por medio de pensamientos deprimentes que siempre están a mano, preguntarse «¿qué ocurre?» «¿Por qué estoy deprimido?» Lo mismo sucede al observar que uno está irritado o enojado, o con tendencia a los ensueños u otras actividades escapistas. En cada uno de esos casos, lo que importa es tener conciencia de ellos y no racionalizarlos en las mil formas en que es factible hacerlo; además estar atentos a nuestra voz interior, que nos dice —por lo general inmediatamente— por qué estamos angustiados, deprimidos, irritados.
La persona media es sensible a sus procesos corporales; advierte los cambios y los más insignificantes dolores; ese tipo de sensibilidad corporal es relativamente fácil de experimentar, porque la mayoría de las personas tienen una imagen de lo que es sentirse bien. Una sensibilidad semejante para con los procesos mentales es más difícil, porque muchísima gente no ha conocido nunca a alguien que funcione óptimamente. Toman el funcionamiento psíquico de sus padres y parientes, o del grupo social en el que han nacido, como norma, y, mientras no difieren de ésta, se sienten normales y no tienen interés en observar nada. Hay mucha gente, por ejemplo, que jamás ha conocido a una persona amante, o a una persona con integridad, valor o concentración. Es notorio que, para ser sensible con respecto a uno mismo, hay que tener una imagen del funcionamiento humano completo y sano. Pero, ¿cómo es posible adquirir experiencia si no se la ha tenido en la propia infancia o en la vida adulta? Por cierto que no existe ninguna respuesta sencilla a tal pregunta; pero ésta señala un factor muy crítico de nuestro sistema educativo.
Si bien impartimos conocimiento, estamos descuidando la enseñanza más importante para el desarrollo humano: la que sólo puede impartirse por la simple presencia de una persona madura y amante. En épocas anteriores de nuestra cultura, o en la China y la India, el hombre más valorado era el que poseía cualidades espirituales sobresalientes. Ni siquiera el maestro era única, o primariamente, una fuente de información, sino que su función consistía en transmitir ciertas actitudes humanas. En la sociedad capitalista contemporánea —así como en el comunismo ruso— los hombres propuestos para la admiración y la emulación son cualquier cosa menos arquetipos de cualidades espirituales significativas. Los que el público admira esencialmente son los que dan al hombre corriente una sensación de satisfacción substitutiva. Estrellas cinematográficas, animadores radiales, periodistas, importantes figuras del comercio o el gobierno, tales son los modelos de emulación. A menudo su principal calificación para esa función es que han logrado aparecer en letras de molde. Sin embargo, la situación no parece totalmente irremediable. Si se contempla el hecho de que un hombre como Albert Schweitzer se haya hecho famoso en los Estados Unidos, si se tienen en cuenta las múltiples posibilidades de familiarizar a nuestra juventud con personalidades históricas y contemporáneas que demuestran lo que los seres humanos pueden lograr como tales, y no como anfitriones (en el sentido más amplio de la palabra), si se piensa en las grandes obras de la literatura y el arte de todas las épocas, parece que existe la posibilidad de crear una visión de un buen funcionamiento humano, y por lo tanto una sensibilidad al mal funcionamiento. Si no lográramos mantener viva una visión de la vida madura, entonces indudablemente nos veríamos frente a la probabilidad de que nuestra tradición cultural se derrumbe. Esa tradición no se basa fundamentalmente en la transmisión de cierto tipo de conocimiento, sino en la de ciertas clases de rasgos humanos. Si la generación siguiente deja de ver esos rasgos, se derrumbará una cultura de cinco mil años, aunque su conocimiento se transmita y se siga desarrollando.
Hasta aquí me he referido a las condiciones para la práctica de
cualquier
arte. Examinaré ahora las cualidades de particular importancia para la capacidad de amar. De acuerdo con lo dicho sobre la naturaleza del amor, la condición fundamental para el logro del amor es la
superación
del propio
narcisismo
. En la orientación narcisista se experimenta como real sólo lo que existe en nuestro interior, mientras que los fenómenos del mundo exterior carecen de realidad de por sí y se experimentan sólo desde el punto de vista de su utilidad o peligro para uno mismo. El polo opuesto del narcisismo es la objetividad; es la capacidad de ver a la gente y las cosas
tal como son
, objetivamente, y poder separar esa imagen
objetiva
de la imagen formada por los propios deseos y temores. En todas las formas de psicosis hay una incapacidad extrema para ser objetivo. Para el insano, la única realidad que existe es la que está dentro de él, la de sus temores y deseos. Ve el mundo exterior como símbolos de su mundo interior, como su creación. Y todos procedemos de idéntica manera cuando soñamos. En el sueño producimos hechos, ponemos dramas en escena, que constituyen la expresión de nuestros anhelos y temores (aunque algunas veces también de nuestras intuiciones y juicios), y, mientras dormimos, estamos convencidos de que el producto de nuestros sueños es tan real como la realidad que percibimos en el estado de vigilia.
El insano o el soñador carecen
completamente
de una visión objetiva del mundo exterior; pero todos nosotros somos más o menos insanos, o estamos más o menos dormidos; todos nosotros tenemos una visión no objetiva del mundo, que está deformada por nuestra orientación narcisista. ¿Es necesario dar ejemplos? Cualquiera puede encontrarlos fácilmente observándose a sí mismo, a sus vecinos y leyendo los diarios; varían únicamente en el grado de deformación narcisista de la realidad. Una mujer, por ejemplo, llama al médico, diciendo que quiere visitarlo en su consultorio esa tarde. El médico responde que no tiene tiempo ese día, pero que puede atenderla al día siguiente. La respuesta de la mujer es: «Pero, doctor, vivo sólo a cinco minutos de su consultorio». No puede entender la explicación del médico de que a
él
no le ahorra tiempo que la distancia sea tan corta. Ella experimenta la situación narcisísticamente: puesto que
ella
ahorra tiempo,
él
ahorra tiempo; para ella, la única realidad es ella misma.
Menos extremas —tal vez menos evidentes— son las deformaciones tan comunes en las relaciones interpersonales. ¿Cuántos padres experimentan las reacciones del hijo en función de la obediencia, de que los complazca, les haga hacer un buen papel, y así siguiendo, en lugar de percibir o interesarse por lo que el niño siente para y por sí mismo? ¿Cuántos esposos ven a sus mujeres como dominadoras porque su propia relación con sus madres les hace interpretar cualquier demanda como una limitación de su libertad? ¿Cuántas esposas piensan que sus maridos son ineficaces o estúpidos porque no responden a la fantasía del espléndido caballero que construyeron en su infancia?
En lo que a las naciones extranjeras atañe, la falta de objetividad es más que notoria. De un día para el otro, una nación pasa a ser considerada totalmente depravada y perversa, al tiempo que la propia nación representa todo lo que es bueno y noble. Toda acción del enemigo se juzga según una norma, y toda acción propia según otra. Hasta las buenas obras. realizadas por el enemigo se consideran signos de una perversidad particular con las que se propone engañar a nuestro país y al mundo, en tanto que nuestras malas acciones son necesarias y encuentran justificación en las nobles finalidades que sirven. Es indudable que si examinamos la relación entre las naciones, tanto como entre los individuos, llegamos a la conclusión de que la objetividad es la excepción, y lo corriente una deformación narcisista en mayor o menor grado.
La facultad de pensar objetivamente es la
razón
; la actitud emocional que corresponde a la razón es la humildad. Ser objetivo, utilizar la propia razón, sólo es posible si se ha alcanzado una actitud de humildad, si se ha emergido de los sueños de omnisciencia y omnipotencia de la infancia.
En los términos de este análisis de la práctica del arte de amar, ello significa: puesto que el amor depende de la ausencia relativa del narcisismo, requiere el desarrollo de humildad, objetividad y razón. Toda la vida debe estar dedicada a esa finalidad. La humildad y la objetividad son indivisibles, tal como lo es el amor. No puedo ser verdaderamente objetivo con respecto a mi familia si no puedo serlo con un extraño, y viceversa. Si quiero aprender el arte de amar, debo esforzarme por ser objetivo en todas las situaciones y hacerme sensible a la situación frente a la que no soy objetivo. Debo tratar de ver la diferencia entre
mi
imagen de una persona y de su conducta, tal como resulta de la deformación narcisista, y la realidad de esa persona tal como existe independientemente de mis intereses, necesidades y temores. La adquisición de la capacidad de ser objetivo y de la razón, representa la mitad del camino hacia el dominio del arte de amar, pero debe abarcar a todos los que están en contacto conmigo. Si alguien quisiera reservar su objetividad para la persona amada, y cree que no necesita de ella en su relación con el resto del mundo, pronto descubrirá que fracasa en ambos sentidos.
La capacidad de amar depende de la propia capacidad para superar el narcisismo y la fijación incestuosa a la madre y al clan; depende de nuestra capacidad de crecer, de desarrollar una orientación productiva en nuestra relación con el mundo y con nosotros mismos. Tal proceso de emergencia, de nacimiento, de despertar, necesita de una cualidad como condición necesaria:
fe
. La práctica del arte de amar requiere la práctica de la fe.