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Authors: Paul Watzlawick

El arte de amargarse la vida (5 page)

BOOK: El arte de amargarse la vida
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Pero esto no es todo, ni mucho menos. La llegada a la meta más augusta trae consigo el peligro que es el común denominador de las citas aludidas al principio, esto es, el desasosiego. El experto de la vida desdichada tiene conocimiento de este peligro, tanto da que tenga o no tenga conciencia clara de ello. La meta todavía no alcanzada —así parece haberlo dispuesto el creador de este mundo— es más apetecible, romántica, trasfigurada como nunca puede serlo la que ya se ha alcanzado. No pretendamos vender gato por liebre: en la luna de miel se acaba la miel antes de lo previsto; al llegar a la ciudad lejana y exótica, el taxista ya está al acecho para tomarnos el pelo; superar con éxito el examen decisivo es mucho menos impresionante que la invasión complementaria e inesperada de complicaciones y quebraderos de cabeza; y hablar de la serenidad del crepúsculo de la vida después de la jubilación, como se sabe, no es para tanto.

¡Pamplinas!, dirán los más impetuosos, quien se conforma con unos ideales tan delicados y anémicos bien merece que al fin reciba un desengaño. ¿Acaso no se da el amor apasionado que al desahogarse se supera a sí mismo? ¿No se da la ira sagrada que empuja al acto embriagador de la venganza por la injusticia y que instaura de nuevo la justicia en este mundo? ¿Quién puede aquí hablar todavía del «desasosiego» de la llegada?

Lo malo es que, aun con esto, son muy pocos los que consiguen «llegar». Y si alguien no lo cree, que lea lo que un personaje tan privilegiado como George Orwell dice sobre el tema «la venganza es amarga». Se trata de unas reflexiones de una honradez tan profunda y de una sabiduría tan reconciliadora, que propiamente no deberían figurar en un arte de amargarse la vida. Espero que el lector me perdone si a pesar de ello las menciono, es que vienen muy a propósito de lo que tratamos.

En 1945, Orwell, en calidad de corresponsal de guerra, visitó, entre otras cosas, un campamento para criminales de guerra. Allí fue testigo de cómo un joven judío de Viena daba una descomunal patada al pie magullado, hinchado y deforme de un preso que había ocupado un cargo importante en el departamento político de la SS. «Sin duda (el agredido) había tenido campos de concentración bajo su mando y había ordenado torturar y ahorcar. En pocas palabras, él representaba todo aquello que habíamos combatido durante cinco años...

»Es absurdo reprochar a un judío alemán o austríaco que devuelva a los nazis el mal sufrido. Sabe el cielo las cuentas que este joven quería ajustar; es muy probable que toda su familia fuese asesinada; y, al fin y al cabo, hasta un fuerte puntapié a un preso es algo insignificante comparado con los horrores cometidos por el régimen de Hitler. Pero esta escena y muchas otras que vi en Alemania pusieron de manifiesto ante mis ojos que toda esta idea de represalias y castigos es una imaginación pueril. Propiamente no existe esto que llamamos represalia o venganza. La venganza es algo que uno quisiera realizar cuando y porque uno se siente impotente: tan pronto como se elimina esta sensación de impotencia, desaparece también el deseo de venganza.

»¿Quién no habría saltado de alegría en 1940 sólo de pensar que podría ver a oficiales de la SS pisoteados y humillados? Pero cuando ello se ha convertido en posible, su puesta en práctica adquiere un aspecto patético y repugnante.»

Y luego, en el mismo ensayo, Orwell cuenta que, pocas horas después de la toma de Stuttgart, entró en la ciudad con un corresponsal belga. El belga —¿quién podría echárselo en la cara?— repudiaba a los alemanes con más aspereza que los ingleses o americanos.

«...Tuvimos que pasar por un puente estrecho de peatones que los alemanes por lo visto habían defendido encarnizadamente. Un soldado caído estaba al pie de la escalera del puente tendido boca arriba. Su rostro tenía un color amarillento de cera...

»El belga apartó la vista cuando pasamos a su lado. Casi al final del puente, me confesó que éste era el primer muerto que había visto en su vida. Tendría unos treinta y cinco años y había hecho propaganda de guerra cuatro años a través de la radio.»

Esta única experiencia de «llegada» fue decisiva para el belga. Su actitud frente a los boches cambió de raíz:

«...Cuando se despidió, dio a los alemanes de la casa donde estuvimos alojados el resto del café que habíamos traído. Seguramente, una semana antes se hubiera escandalizado de pensar que iba a regalar café a un boche. Pero sus sentimientos cambiaron del todo —así me lo dijo— a la vista de aquel
pauvre mort
al pie de la pasarela: de repente tomó conciencia de la gravedad de la guerra. Si, por casualidad, hubiésemos tomado otro camino para entrar en la ciudad, a lo mejor se habría ahorrado esta experiencia de ver a un único muerto de los —quizás— veinte millones que esta guerra tuvo por resultado.»

Pero volvamos a nuestro tema. Si ni siquiera la venganza es dulce, mucho menos lo será la llegada a la supuesta meta feliz. Por este motivo: cuidado con la llegada. (Nota marginal: ¿Por qué cree usted que Thomas More dio a la isla lejana de la felicidad el nombre de Utopía, que significa «en ninguna parte»?)

SI ME AMASES DE VERAS, COMERÍAS AJO DE BUEN AGRADO

L'enfer, c'est les autres
(el infierno lo son los otros). Éstas son las palabras del acto final de la obra de teatro de Sartre, A puerta cerrada. Si usted, querido lector, tiene la impresión de que hasta ahora no se ha tocado ni de soslayo este tema, de que hasta ahora principalmente nos hemos ocupado de la desdicha, por decirlo así, por cuenta propia, tiene usted propiamente razón. Es hora de que nos fijemos en el infierno barroco de las relaciones entre los hombres.

Intentemos abordar el tema con un cierto rigor metódico. Ya hace 70 años que Bertrand Russell apuntó que las afirmaciones sobre objetos tenían que distinguirse cuidadosamente de las afirmaciones sobre relaciones. «Esta manzana es roja» es una afirmación sobre una propiedad de esta manzana. «Esta manzana es mayor que aquélla» es una afirmación que se refiere a la relación entre dos manzanas y por lo tanto no tiene que ver únicamente con una o con la otra. La propiedad de ser mayor no es una propiedad de ninguna de las dos manzanas, y sería absurdo atribuirla a una de las dos.

Más tarde, el antropólogo e investigador de la comunicación, Gregory Bateson, aprovechó esta distinción importante y la desarrolló más. Comprobó que toda comunicación contiene siempre los dos tipos de afirmaciones, esto es, tiene un plano objetivo y otro de relación. De este modo, este científico nos ayuda a comprender mejor el camino más rápido de llegar a tener problemas con un compañero —el que sea, pero cuanto más propio mejor—. Supongamos que una mujer pregunta a su marido: «Este caldo está hecho según una receta que no había probado nunca, ¿te gusta?» Si le gusta, puede responder simplemente «sí», y ella se alegrará. Pero si no le gusta, y además no le importa causar un desengaño a su mujer, puede responder simplemente «no». Pero la situación (estadísticamente más frecuente) es problemática cuando encuentra la sopa horrible, pero no quiere desilusionar a su mujer. En el mencionado plano objetivo (es decir, el que se refiere al objeto «sopa»), la respuesta tendría que ser «no». En el plano de relación tendría que responder «sí», pues no quiere ofenderla. Su respuesta no puede ser «sí» y «no». Así que intentará alguna forma de salir de apuros, diciendo, por ejemplo: «Tiene un gusto interesante», con la esperanza de que su mujer entienda correctamente lo que quiere decir. Las probabilidades son escasas. Más bien se recomienda seguir el ejemplo de un marido conocido mío que al regresar del viaje de novios, para el primer desayuno en su nuevo hogar, encontró que su mujer había puesto sobre la mesa una caja de las grandes de corn flakes, suponiendo con la mejor intención (en el plano de relación), pero erróneamente (en el plano objetivo), que a él le encantaría comerlo. Él no quiso disgustarla y se propuso tragar el producto en nombre de Dios y al terminar la caja pedir a su mujer que no comprara más. Pero, como esposa eficiente, antes de que la primera caja estuviese vacía, ella ya tenía la segunda a punto. Hoy, dieciséis años más tarde, él ya ha perdido la esperanza de poder decir a su mujer con los debidos miramientos que odia los corn flakes. Es fácil imaginarse cómo reaccionaría ella. En este sentido hay lenguas que se prestan más a la ambigüedad, por ejemplo, el inglés o el italiano. «
Would you like to take me to my plane tomorrow morning?
» (¿Quién va por placer al aeropuerto a las 6 de la mañana?); o «Ti dispiacerebhe far la cena stasera?» (Es evidente que no siento un arrebato de entusiasmo si, al llegar a casa después del trabajo, todavía tengo que meterme a cocinar); son ejemplos clásicos. Ya sé, la respuesta «correcta» debería referirse por separado a los dos planos de comunicación y decir, por ejemplo: «No, ir al aeropuerto en sí no me atrae en absoluto; pero por complacerte lo haré con gusto.» A estas horas, usted seguramente ya sospecha la importancia que tiene este modelo de comunicación para nuestro propósito. Pues, incluso en el caso de que uno consiga responder en la forma indicada (¿y quién se expresa de un modo tan amanerado?), el otro puede convertir la situación declarando que sólo querrá aceptar el favor, si el primero está dispuesto a llevarle al aeropuerto, también con gusto. Y por muchos rodeos que éste dé al asunto, no se saldrá del embrollo de plano objetivo y de relación. Al final de este debate infructuoso estarán rabiando uno contra el otro. Como usted ve, la receta es relativamente sencilla una vez se ha captado la diferencia entre estos dos planos de comunicación y uno está en condiciones de enmarañarlos, no por equivocación, sino adrede. Uno de los ejemplos más edificantes que conozco es la confusión, que sirve de título del capítulo, entre ajo y amor.

La razón de que estas confusiones resulten fáciles incluso a los principiantes, está en la dificultad que conllevan las afirmaciones en el plano de la relación. Sobre objetos —incluido el ajo— es relativamente fácil hablar, pero ¿sobre el amor? Pruébelo usted sólo una vez con seriedad. Tan cierto como un chiste pierde toda su gracia si se explica, también el discursar sobre las formas de relación humana aparentemente más normales lleva casi inevitablemente a problemas de siempre mayor tamaño. Como hora más adecuada para tales «coloquios» se recomienda ya entrada la noche. A las tres de la madrugada, aquel tema, a primera vista tan simple, se ha desfigurado hasta convertirse en irreconocible y los dos interlocutores ya han agotado su paciencia. Luego, es imposible que concilien el sueño.

Como perfeccionamiento de esta técnica se ofrece una especie determinada de preguntas y una categoría especial de exigencias. Un ejemplo deslumbrante de lo primero sería: «¿Por qué estás enfadado conmigo?», cuando el interpelado no tiene la menor idea de estar enfadado con el preguntador ni con nadie. Pero la pregunta supone que el preguntador está mejor informado que el preguntado sobre lo que este último trama en su cabeza y que la respuesta «pero, si no estoy enfadado contigo» es simplemente mentira. Esta técnica también se conoce con los nombres de «leer los pensamientos» o «clarividencia» y es tan eficaz porque permite discutir sobre el humor que tiene uno y sus efectos hasta el día del juicio final, y porque decirle a uno que tiene unos pensamientos negativos pone rápidamente al rojo vivo a la mayoría de los mortales.

El otro truco consiste en hacer reproches al otro con tanta violencia como ambigüedad. Si éste pretende no saber qué quiere usted decir, entonces puede usted cerrar el caso herméticamente dando esta pista adicional: «Si no fueses como eres, no tendrías necesidad de preguntarme. El hecho de que ni siquiera sepas de qué te hablo, muestra a las claras qué mentalidad tienes.» Ya que hablamos de mentalidad: en el trato con los llamados enfermos mentales, ya hace tiempo que se aplica este método con gran éxito. En los casos contadísimos en los que el afectado se atreve a exigir sin ambages que le den información clara sobre en qué consiste su locura a juicio de los otros, la pregunta se puede tergiversar como un nuevo argumento a favor de su demencia: «Si no estuvieses loco, sabrías qué queremos decir.» La genialidad de una respuesta como ésta causa asombro al laico y admiración al especialista: el mismo intento de poner las cosas en claro, en un santiamén, se interpreta en sentido contrario. Es decir, el otro es tenido por loco, si calla y admite la afirmación de relación: «nosotros somos normales, tú eres loco»; y también es tenido por loco, si pregunta. Después de esta incursión fracasada al entorno humano, a uno no le queda más que arrancarse los cabellos de pura rabia o sumirse de nuevo en el silencio. Pero así no hace más que confirmar que está loco de remate y que los otros tenían razón. Lewis Carrol ya describió muy bien este mecanismo en Alicia a través del espejo. La reina negra y la reina blanca acusan a Alicia de querer negar algo y lo atribuyen a su estado mental:

«Pero esto no querrá decir...», empezó Alicia; la reina negra la interrumpió:

«Aquí está precisamente lo triste. Tendría que querer decir. De lo contrario, ¿para qué crees que un niño tiene que ser bueno, si no significa nada? Hasta un chiste significa algo. Una niña es algo más que un chiste, al menos así lo espero. Esto no lo podrías discutir, ni que utilizaras las dos manos para ello.»

«Para discutir, no utilizo las manos», objetó Alicia.

«Nadie lo afirma», dijo la reina negra: «sólo he dicho que no lo podrías, si las utilizaras».

«Está en un estado», dijo la reina blanca, «de tener ganas de discutir algo, pero no sabe exactamente qué».

«Un carácter malicioso, perverso», observó la reina negra. Y a continuación se hizo un silencio largo, embarazoso
[1]
.

En los establecimientos que se consideran competentes para el tratamiento de estos estados, se da oportunidad de aplicar esta técnica con éxito. Se propone a elección del llamado paciente que decida según su criterio, si quiere o no tomar parte en sesiones de grupo. Si dice: «gracias, no», se le pide con aire altruista y serio que dé sus razones. Lo que diga es bastante indiferente, pues en todo caso será una manifestación de su resistencia y, por tanto, patológico. En definitiva, la participación en la terapia de grupos es la única alternativa viable, pero debe guardarse mucho de dar a entender que no tuvo más remedio que aceptar, pues ver de este modo su propia situación significaría una nueva resistencia y falta de juicio. Así pues, tiene que querer participar «espontáneamente», y, a su vez, con su participación, admite estar enfermo y necesitado de terapia. En los grandes sistemas sociales con carácter de manicomios, este método es conocido bajo el nombre irrespetuoso y reaccionario de «lavado de cerebro». Estas indicaciones ya se salen del marco modesto de nuestro tratado, por ello, volvamos al tema.

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