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Authors: Mari Jungstedt

El arte del asesino (34 page)

BOOK: El arte del asesino
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Así que es eso, pensó Johan. Su visita a la casa de Erik Mattson y el que lo siguiera después. David sólo quería proteger a su padre. Por eso había secuestrado a Elin. Así de sencillo…

—Por supuesto, te prometo que no volveré a hacerlo. Naturalmente, mi hija es mucho más importante para mí. No lo haré más si me devuelves a Elin.

—¿Elin? ¿Se llama Elin? No sabía cómo llamarla.

Sonrió. Johan vio en sus ojos la enajenación mental. David parecía estar drogado. Era imposible mirarle a los ojos; la mirada se deslizaba alrededor como un huevo en la sartén. Habida cuenta de su musculatura, no era descartable que se metiera anabolizantes.

—¿Dónde está? —quiso saber Johan.

Se controló para que no trasluciera su desesperación. Debía conservar la calma.

Cuando David iba a responder, lo interrumpió un grito procedente del tejado de los servicios:

—¡Policía! ¡Arriba las manos! ¡No te muevas…!

David miró aturdido en derredor. Johan estaba como paralizado, sin poder pensar nada congruente. Aquello no podía estar sucediendo de verdad.

La detención de David Mattson fue sencilla. Cuatro policías lo redujeron antes de que comprendiese lo que sucedía. Lo esposaron y lo condujeron a un furgón policial. Johan presenció mudo la escena.

Descubrió por el rabillo del ojo que se acercaba Knutas. Se volvió hacia él.

—¿Cómo os enterasteis?

—Nos llamó Emma.

—¿Dónde está mi hija?

—En estos momentos estamos registrando el cámping. Hay muchos edificios donde puede estar. Tranquilo, verás como está aquí, en algún sitio.

Capítulo 93

El interrogatorio de David Mattson se realizó acto seguido. La impresionante corpulencia del sospechoso parecía aún mayor en la estrecha sala donde fue interrogado. Se sentó delante de Knutas, quien se hizo cargo personalmente del interrogatorio. Karin, que asistía en calidad de testigo, se mantuvo en un segundo plano.

Ahora se encontraba frente a frente con el asesino al que llevaba persiguiendo más de un mes. Tenía una sensación de irrealidad. Así que aquél era su aspecto. El asesino que atacó a sus víctimas por la espalda con una cuerda de piano, que colgó a un hombre en una Puerta de la muralla de Visby y luego cargó con el cuerpo de otro hasta la tumba de la primera víctima… El que, en un golpe de audacia, robó un cuadro en Waldemarsudde. La pregunta que eclipsaba todas las demás era: ¿por qué? ¿Por qué había cometido aquellos horrendos asesinatos? ¿Qué había detrás de todo aquello? ¿Había matado también a su padre? Knutas quería una explicación, pero primero necesitaba obtener respuesta a la pregunta más urgente: ¿dónde estaba la pequeña Elin?

Mientras conectaba la grabadora y ordenaba sus papeles, observó a David Mattson. Llevaba pantalones vaqueros y un jersey, y estaba sentado con las piernas abiertas y las manos cruzadas. Así pues, aquel era el rostro del asesino, un chico de veintitrés años que vivía con su novia en un barrio del norte de Estocolmo y estudiaba en la universidad.

Su nombre no aparecía en ninguno de los registros de la policía.

Knutas y Karin hicieron todo lo posible para que confesara dónde estaba Elin, pero todo parecía inútil. David estaba cerrado en su razonamiento. Pensaba que Johan fue quien informó a la policía de su cita, con lo cual había incumplido su promesa. Por eso se negaba a revelar lo que había hecho con la hija del «chivato». No hubo modo de convencerlo, por más que la policía trató de explicarle que Johan era inocente, que había sido Emma quien les había contado dónde iba a tener lugar el encuentro.

Por otra parte, pronto se comprendió que David ignoraba la muerte de su padre. En mitad del interrogatorio llegó también el informe preliminar del forense, donde se decía que todo apuntaba a que Erik Mattson había muerto de una sobredosis de cocaína.

Wittberg convocó a Karin y Knutas, quienes suspendieron el interrogatorio por un minuto, y les comunicó escuetamente el resultado.

—Hay algo que debemos contarte, David —manifestó Karin cuando volvieron a la sala donde tenía lugar el interrogatorio.

David Mattson apenas alzó la mirada. Ceñudo, se contemplaba fijamente las rodillas con las manos cruzadas. Había respondido con monosílabos a las preguntas y no dejó de pedir agua fresca sin cesar. Karin ya había llenado varias veces la jarra que tenía encima de la mesa.

—Tu padre ha muerto.

David alzó la cabeza lentamente.

—Mientes.

—Por desgracia, no es así. Lo han encontrado esta mañana en su piso. Yacía muerto en la cama y, según el informe del forense, murió de una sobredosis de cocaína. También hemos encontrado
El dandi moribundo
colgado encima de la cama, como también tus huellas dactilares en la tela.

David Mattson se la quedó mirando fijamente un rato, sin comprender. El silencio se podía cortar en la sala. Knutas se preguntó si había sido sensato contarle lo de la muerte de su padre, antes de conseguir sacarle qué había hecho con Elin.

—¿Cuándo fue la última vez que viste a Erik? —le preguntó Karin.

—El sábado por la noche —respondió en voz baja—. Cené allí. Le hice un regalo. Hablamos largo y tendido. Después, mi padre se enfadó y me fui de allí…

Se le ahogó la voz. Su rostro cambió por completo. La máscara dura y distante se quebró en un instante y, sin decir palabra, el corpulento David se derrumbó sobre la mesa.

Capítulo 94

A Johan lo trasladaron sin tardanza al hospital de Visby, donde le administraron calmantes a la espera de que pudiera hablar con el psicólogo. La enfermera había abandonado un momento la habitación tras decir que volvería enseguida. Johan yacía en la cama, tratando de reponerse. Se sentía vacío y aturdido, como si no estuviera allí de verdad. Cuando volvió a abrirse la puerta, creyó que era la enfermera, pero lo que apareció en el vano fue el rostro de Emma.

—Hola —saludó, tratando de esbozar una sonrisa. Su cara estaba entumecida e hinchada, y tenía la sensación de que nada estaba en su sitio. Tenía los ojos en la barbilla y la nariz en la sien izquierda. Le faltaba la boca. No había sino un hueco seco.

Emma no respondió a su saludo. Permaneció cerca de la cama y lo miró con animadversión.

—No me dijiste nada de esa foto en la redacción —barbotó—. Estuviste espiando a alguien que tú pensabas que era el asesino, sólo porque te parecía divertido, sin pensar lo más mínimo en nosotras, en mí y en Elin, en nuestra seguridad. Y ahora ha desaparecido la niña, mi Elin. Mi querida Elin ha desaparecido por tu culpa. Por tu maldita culpa. Si no te hubieras dedicado a hacer lo que has hecho, no habría ocurrido esto.

Johan, conmocionado por la inesperada diatriba de Emma, intentó protestar.

—Mira, Emma… —dijo débilmente.

—Cállate.

Ahora se había acercado. Inclinada sobre él, lo miraba fijamente a los ojos.

—Entró en mi casa, en mi hogar, y cuando me estaba duchando, anduvo por allí. Agarró a mi hija y desapareció. Ahora sólo nos queda esperar que la policía consiga hacerle confesar dónde está la niña, qué ha hecho con ella, y que Elin no esté muerta, que siga con vida.

—Ya, pero…

—Sólo tiene ocho meses, Johan. ¡Ocho meses! —Se quitó el anillo de compromiso y se lo arrojó al cuerpo—. ¡Esto no te lo perdonaré jamás! —le gritó.

Luego salió no sin dar un portazo con todas sus fuerzas.

Johan se quedó en la cama destrozado, incapaz de entender ni siquiera una mínima parte de lo que acababa de vivir.

Aquello era demasiado, un desastre total.

Capítulo 95

La búsqueda de Elin se prolongó sin interrupción por las inmediaciones del camping. Las patrullas caninas registraron todos los rincones de las instalaciones del camping: la cafetería, la tienda, el edificio de recepción y los compartimentos de las duchas y servicios. La niña no aparecía por ninguna parte, y el temor a que la hubiese matado para luego deshacerse del cuerpo, cada vez era mayor. Encontraron el coche de David Mattson, pero no había en él ninguna pista clara.

Kihlgård, que se encontraba en el lugar junto con Wittberg, contrariado, empezaba a desesperarse. Si hubiesen ocultado a Elin en el camping, tendrían que haberla encontrado a aquellas alturas.

Mientras estaba de pie mirando los apartamentos del complejo residencial que se alzaba a lo lejos, tuvo una idea. Si David Mattson confiaba en que iban a llegar a un acuerdo, podría haber dejado a la niña rehén algo alejada de allí, haberle indicado la dirección a Johan y luego desaparecer con el coche que dejara aparcado junto a la caseta de los servicios.

—¡Acompáñame! —le gritó a Wittberg.

Su colega corrió tras él.

—¿Adónde vamos?

—Acabo de tener una corazonada —le explicó Kihlgård—. A ver, esos pisos de allá, ¿no son en multipropiedad?

—Sí —jadeó Wittberg.

—¿Vive alguien en ellos en invierno?

—Supongo… Contratarán las semanas que quieran disponer de ellos, e imagino que habrá quienes quieran vivir aquí todo el año.

Ascendieron por la cuesta que subía hasta el complejo residencial, maravillosamente ubicado junto al mar.

—¿Crees que puede haberla escondido ahí? —preguntó Wittberg.

—¿Por qué no? Si entró en Waldemarsudde, también habrá podido entrar ahí.

No vieron nada extraño en los alrededores del complejo y enseguida se unieron a ellos otros policías, que se ocuparon de la búsqueda.

Wittberg se volvió hacia Kihlgård.

—Ven, vamos a mirar por allí.

—¿Dónde?

—Hay unas casas de verano en la cima. También puede haber buscado refugio ahí.

—Parece que está muy lejos —comentó Kihlgård indeciso—. ¿Y si fuésemos en coche?

—Tardaremos más en ir a buscar el coche que en seguir hasta el sitio donde están esas casas. Vamos, vamos ya…

Wittberg empezó a correr cuesta arriba.

—Despacio —jadeó Kihlgård, a quien le costaba seguir el paso de su joven colega.

En lo alto de la cuesta había un camino estrecho que conducía a una zona boscosa. Las casas estaban diseminadas entre los árboles. Casas sencillas, de madera y con un pequeño terreno alrededor. El lugar estaba desierto. Fueron cada uno por un lado y empezaron a buscar huellas de la presencia de otra persona aquel mismo día. Al poco rato, Wittberg gritó:

—Aquí, Martin, ¡creo que he encontrado algo!

En la orilla, próxima al camino, se alzaba una casita amarilla. En la nieve se veían las roderas recientes de un coche. Se dirigieron corriendo a la casa. Ante ella, Kihlgård gritó:

—¡Mira, la puerta está forzada!

—Sí, joder —reconoció Wittberg excitado—. Pero ¿qué es eso?

Durante un segundo aterrador, creyeron que la mancha roja que brillaba en la nieve era sangre, pero al acercarse vieron que se trataba de un patuco.

Habían acertado. Wittberg, delante, tiró de la puerta. La entrada de la casa estaba oscura, era estrecha y dentro no se oía ningún ruido. Más tarde, cuando Wittberg narró a sus colegas lo sucedido, describió la experiencia como una pesadilla. Contó que apenas se atrevían a respirar por miedo a lo que pudieran encontrar; que recorrieron con la mirada las alfombras de jarapa, el sencillo mobiliario, los cuadros toscamente pintados, el reloj de pared parado a las cinco menos cuarto y las macetas con flores de plástico en las ventanas. Describió la sensación de frío, el ligero olor a moho y a raticida. Y que Wittberg fue quien entró primero en un pequeño dormitorio con dos camas estrechas, una a cada lado.

En una esquina, sobre una de las camas, había un cuco de un coche de bebé, de color azul marino y pegado a la pared.

Se volvió despacio y miró a su colega de más edad. Kihlgård lo miró muy tranquilo y le hizo un gesto de asentimiento con la cabeza para que siguiera adelante.

Wittberg nunca se había sentido tan pequeño y tan insignificante como entonces. Cerró los ojos por un momento; no recordaba haber sido nunca testigo de un silencio semejante.

Jamás olvidaría el instante en que se inclinó sobre el cuco. Era como si la visión de lo que allí le aguardaba fuese a cambiar su vida para siempre.

Allí estaba. Debajo de una mantita, con un gorro rojo de punto en la cabeza. Tenía los ojos cerrados, una cara que reflejaba paz. Las manitas sobresalían por encima de la manta. Wittberg se inclinó aún más para escuchar el que en aquel momento era el sonido más hermoso que podía imaginarse: la respiración acompasada de Elin.

Capítulo 96

El sol primaveral, por fin, había empezado a debilitar el duro zarpazo del invierno sobre la isla, y los carámbanos goteaban desde los tejados. En su paseo matinal camino de la comisaría, Knutas sintió incluso cómo aquel sol le calentaba la espalda. Los pájaros trinaban, infundiendo esperanzas renovadas en la vida. Buena falta hacía, la verdad.

Como de costumbre, entró antes que nadie en la Brigada de Homicidios y se sentó ante su escritorio con una taza de café. Ante sí había un portafolio con el material de la investigación. En la parte superior aparecía la carpeta con las copias de las anotaciones que el joven asesino había escrito a diario, donde describía cómo había planeado los asesinatos.

David Mattson vivía con su novia y un gato en un piso en una de las barriadas del norte de Estocolmo. Estudiaba economía en la universidad, pero no iba bien en los estudios. El último semestre faltó a clase más veces de las que asistió. Ella se quedó profundamente conmocionada cuando supo que su novio David era el autor del asesinato de los dos galeristas. Según ella, su novio era la persona más cariñosa y buena que uno podía encontrar.

Todo empezó un día del otoño pasado, cuando David oyó por casualidad una conversación entre sus abuelos. El tema era la adopción de Erik. Para David aquello fue como un jarro de agua fría. Quienes durante toda su vida había pensado que eran sus abuelos, no lo eran. No los de verdad. Los auténticos estarían en algún lugar, pero nunca se dieron a conocer. Cuando supo la verdad, fue sencillo enterarse del resto.

A David le pareció una infamia que Hugo Malmberg hubiera dado a su hijo en adopción el mismo día de su nacimiento. El hecho de que, además, fuese rico y pudiera despilfarrar su dinero, mientras que Erik tenía serias dificultades para pagar sus cuentas, no hizo sino incrementar su odio.

Empezó a espiar a Hugo Malmberg. Lo siguió hasta la galería, cuando daba vueltas por el centro y cuando iba al gimnasio. Enseguida comprendió que su abuelo era homosexual.

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