Read El arte del asesino Online
Authors: Mari Jungstedt
De cara al exterior, seguía actuando como de costumbre, intentaba parecer impasible. Monika no sabía nada de sus planes, aquello iba a ser una auténtica sorpresa. Y no es que le preocupara. Hacía mucho que su matrimonio había muerto. Sabía lo que quería. Ninguna otra cosa significaba nada ya.
Su determinación lo tranquilizó lo suficiente como para que pudiera sentarse en uno de los taburetes de la moderna barra de la cocina y disfrutar de su
espresso macchiato
doble. Abrió el periódico, buscó la página siete y contempló satisfecho el anuncio. Aparecía arriba a la derecha y se veía bien. Iría mucha gente.
Antes de iniciar su paseo hasta la ciudad, fue hasta la playa. Cada día amanecía más temprano. Ya entonces, a mediados de febrero, se notaba en el aire que se acercaba la primavera. Los cantos rodados eran típicos de las playas de Gotland, y las piedras sobresalían del agua por doquiera. Las aves marinas volaban bajo sobre la superficie del mar, entre chillidos y graznidos. Las olas ondeaban aquí y allá. El aire era frío y le hacía llorar. El horizonte gris parecía cargado de promesas. Sobre todo, si pensaba en lo que haría al terminar la tarde.
La idea lo animó y se encaminó con paso rápido hacia el centro de la cuidad, que distaba apenas un kilómetro.
Dentro de la zona amurallada, el viento se calmó un poco. Las estrechas calles aparecían vacías y silenciosas. Un sábado a esa hora tan temprana, apenas se veía un alma. Arriba, en la Plaza Mayor, el centro de la cuidad, observó la primera señal de vida: una furgoneta de reparto entregaba el pan en el supermercado ICA Torgkassen. La puerta trasera por donde se recibían los pedidos estaba abierta y se oía ruido dentro.
Conforme se acercaba a la galería se le formó un nudo en el estómago. El lunes iba a abandonar el lugar al que había dedicado toda su vida profesional. Se había dejado allí el alma, y eran incalculables las horas de trabajo que había pasado allí.
Permaneció un rato en la calle contemplando la fachada. Los modernos ventanales se abrían a la plaza y a las ruinas de la iglesia de Sankta Karin, del siglo xiii. El edificio, construido en la Edad Media, conservaba en su interior una bóveda y pasadizos subterráneos de la época. Respetando ese marco histórico, había decorado la galería con un estilo moderno y sobrio, con colores claros y algunos pequeños detalles que le daban un toque original. Los visitantes solían elogiar la admirable combinación de elementos antiguos y modernos.
Abrió la puerta del local, entró en la oficina y colgó el abrigo. Aquel no sólo era un fin de semana decisivo desde un punto de vista personal, sino que, además, coincidía con la inauguración de la primera exposición de la temporada, que para él sería también la última. Al menos aquí, en Visby. La venta de la galería superó todos los trámites legales y el nuevo propietario había firmado el contrato. Todo estaba listo. En Gotland, la única persona enterada de la venta era él.
Observó la sala. Los cuadros estaban colgados donde debían. Enderezó uno que había quedado algo torcido. Las invitaciones se habían enviado con varias semanas de antelación, y el interés despertado hacía suponer que acudiría mucha gente.
Pronto llegaría la empresa de
catering
con los canapés. Examinó por última vez la colocación de los cuadros y su iluminación, aspecto en el que era particularmente puntilloso. Las pinturas, dispuestas con sumo cuidado, resultaban llamativas, explosivas, con colores intensos. Expresionistas y abstractas, rebosantes de energía y de vitalidad. Algunas eran atroces y violentas, tan negras que ponían los pelos de punta. Mattis Kalvalis, el artista, era un joven lituano desconocido en Suecia hasta entonces. Con anterioridad, sólo había expuesto en los países bálticos. A Egon Wallin le gustaba apostar a ciegas por nuevos valores, por artistas jóvenes que tenían todo el futuro por delante.
Se acercó a la ventana para colocar allí el retrato en blanco y negro de Mattis Kalvalis.
Cuando alzó la vista y miró fuera, a la calle, vio a un hombre algo alejado que lo observaba fijamente. Vestía una cazadora negra, acolchada y ancha, y se tocaba con un gorro de punto calado hasta las orejas. Lo más sorprendente es que llevaba unas enormes gafas de sol negras en pleno invierno. Un día en que ni siquiera lucía el sol.
La pareció extraño que permaneciese allí de pie, inmóvil. Tal vez estuviera esperando a alguien.
El galerista continuó con sus tareas. La radio local emitía peticiones del oyente, y en aquel momento sonaba una canción de Lill-Babs, o Barbro Svensson, como a él le gustaba llamarla. Esbozó una sonrisa al modificar la posición de uno de los cuadros de contenido más violentos, con un tema casi pornográfico. Menudo contraste con la melodía de la radio:
¿Sigues enamorado de mí, Klas-Göran?
Cuando se volvió y miró de nuevo a la calle, se sobresaltó. El hombre al que había visto a lo lejos se había mudado de sitio. Ahora se encontraba delante del ventanal, con la nariz casi pegada al cristal. El desconocido lo miró fijamente a los ojos, pero no hizo ningún gesto de saludo.
Egon se echó instintivamente hacia atrás y, angustiado, empezó a buscar algo en lo que entretenerse. Hizo como si estuviese colocando las copas de vino que habían dejado preparadas la tarde anterior. Los platos para los canapés los facultaría la empresa de
catering.
La canción de Klas-Göran había terminado, y ahora era Magnus Uggla quien entonaba una vociferante canción de los años ochenta.
Vio por el rabillo del ojo que el hombre misterioso seguía en el mismo sitio. Una sensación de desagrado se fue apoderando de él. ¿Sería algún paciente del psiquiátrico de Sankt Olof? No iba a perder los nervios por aquel idiota. Pronto se irá, pensó. Si no me ve, se cansará. La puerta estaba cerrada, de eso estaba seguro. La galería no abriría hasta la una, puesto que aquel día se inauguraba la exposición.
Subió la escalera que conducía a la oficina del piso superior, entró y cerró la puerta. Se sentó y tomó unos papeles, pero no consiguió quitarse de encima la preocupación. Tenía que hacer algo. Abordar al hombre de la calle. Enterarse de lo que quería.
Enojado porque lo hubieran molestado, se incorporó y bajó a toda prisa la escalera…, sólo para descubrir que el tipo se había largado.
Con un suspiro de alivio, volvió a sus ocupaciones.
Lo despertó el viento huracanado. Vibraban los cristales de las ventanas y una rama golpeaba contra la pared de la casa. Se oía el estruendo del mar y la agitación de las copas de los árboles. El edredón se había caído al suelo y tenía frío. Los pocos radiadores que había no eran suficientes para calentar la casa. Aquella era una vivienda de verano y no solían alquilarla en invierno, pero él logró convencer a la dueña para que hiciera una excepción. Le dijo que estaba realizando un estudio sobre los problemas que afectaban al sector azucarero de la isla. El informe era para el ministerio de Agricultura, pero él no trabajaba en el ministerio, sino que se trataba de un encargo y por eso no podía pagarse una habitación en un hotel. La dueña no comprendió muy bien qué relación tenía una cosa con otra, pero renunció a hacer más preguntas. De hecho, el alquiler no suponía para ella ningún trabajo añadido, así que sólo tenía que entregarle las llaves.
Se levantó de la cama y se puso el jersey y los pantalones.
Tenía que salir, a pesar del mal tiempo, porque la casa disponía de cocina y baño, pero el agua estaba cortada.
El viento soplaba con tal fuerza que le costó trabajo abrir la puerta y cuando salió ésta se cerró con un portazo. Dobló la esquina de la casa y se colocó lo más cerca posible del muro trasero, que daba al bosque y estaba algo más resguardado. Se abrió la bragueta y dejó que el chorrillo mojara la pared.
Volvió a la cocina, se comió un par de plátanos y mezcló un complejo vitamínico, que se tomó de pie delante del fregadero. Desde que urdió el plan dos meses antes, tuvo la certeza, el convencimiento, de que no había ninguna otra salida. Estaba dominado por el odio, y adoptó una actitud mordaz y sus pensamientos se aguzaron. Había realizado todos los preparativos con decisión y constancia, comprobando minuciosamente cada paso. Lo preparó todo en secreto. El hecho de que nadie supiera nada de lo que estaba planeando, lo excitaba aún más. Tenía el control, una ventaja que le ayudaría a conseguir sus propósitos. Había analizado a fondo los detalles una y otra vez, hasta que no quedó un solo error, ni una trampa. Había llegado ineluctablemente la hora de actuar. Se trataba de un plan meticuloso y bien calculado, aunque su ejecución no estaba exenta de dificultades.
Se inclinó hacia delante y miró por la ventana. El único contratiempo era el maldito viento. La tormenta se lo ponía más difícil, y en el peor de los casos, incluso podía dar al traste con sus planes. Con todo, también suponía ciertas ventajas. Cuanto peor fuera el tiempo, menos gente habría en la calle y menor sería el riesgo de que lo descubrieran.
Le picaba la garganta. ¿Se habría resfriado? Se llevó una mano a la frente y ¡por todos los diablos! Tenía fiebre, sin la menor duda. ¡Maldita sea! Buscó una caja de Alvedon y se tomó un par de pastillas con agua de una garrafa que había sobre el fogón. El resfriado llegaba en el momento más inoportuno, justo cuando iba a necesitar toda la fuerza de sus músculos.
Ya tenía preparada la mochila con las herramientas. Comprobó por última vez que todo estaba allí. Cerró la cremallera y se colocó ante el espejo. Con mano experta, se pintó la cara, se colocó las lentillas y se fijó la peluca. También eso lo había practicado muchas veces, a fin de que el disfraz le quedara perfecto. Cuando estuvo listo, contempló un momento su transformación.
La cara que vería la próxima vez que se mirara al espejo sería la de un asesino. Se preguntaba si se le notaría.
Mattis Kalvalis estaba nervioso, y durante la última hora había salido fuera a fumar cada diez minutos.
—
What if nobody comes?
—preguntaba cada dos por tres con su cerrado acento báltico.
Tenía la cara más pálida que de costumbre, y su cuerpo larguirucho se movía inquieto entre los cuadros. Egon Wallin le había enseñado varias veces el anuncio publicado en el periódico, mientras le daba unas palmaditas en el hombro.
—Everything will be just fine, trust me.
El agente que lo acompañaba desde Lituania no fue de mucha ayuda. Se pasó la mayor parte del tiempo fuera de la galería, fumando y hablando por el móvil, indiferente, al parecer, a las cortantes rachas de viento.
La inauguración parecía que iba a ser un éxito de público. Cuando Egon abrió la puerta de la galería, la cola de gente que esperaba fuera soportando el frío era larga.
Había muchas caras conocidas que le sonreían amablemente, con los ojos brillantes de expectación. Entre el público que entraba, el trataba de localizar a una persona en concreto. Ya la encontraría. Sería una dura prueba hacer como si no ocurriese nada.
Advirtió satisfecho la presencia del reportero de la sección de cultura de la emisora de radio local, y poco después comprobó que otro reportero de la prensa local ya estaba entrevistando al artista. Era evidente que la campaña en los medios de comunicación, mediante comunicados de prensa y llamadas oportunas, había surtido efecto.
La galería se llenó pronto de visitantes. De hecho, el local, con sus trescientos metros cuadrados repartidos en dos pisos, era demasiado grande para una isla como Gotland. El edificio había pertenecido a la familia durante varias generaciones, y Egon Wallin trató de conservar en lo posible su aspecto original. Le gustaba que el arte dispusiera de un espacio amplio, donde se pudiese apreciar en todo su esplendor. Aquella galería hacía justicia a las pinturas, su expresionismo colorista y ultramoderno contrastaba con las rugosas paredes. Los visitantes iban de un cuadro a otro mientras paladeaban con afectación el vino espumoso. Se oía música suave en las salas; el artista había insistido en que los cuadros debían exponerse al público con la música de fondo de un grupo de rock lituano que sonaba como una mezcla de Frank Zappa y Kraftwerk, el grupo alemán de música electrónica.
No sin esfuerzo, Egon había conseguido convencerlo de que era mejor bajar un poco el volumen.
Mattis Kalvalis parecía ya bastante más relajado. Se paseaba entre la gente, hablaba en voz alta, se reía y gesticulaba tanto con las manos que derramaba el vino de la copa. Sus movimientos eran crispados e histéricos, y de vez en cuando le daba un acceso de risa que lo hacía casi doblarse.
Por un momento, Egon temió que el pintor se hubiera drogado, pero desechó inmediatamente la idea. Seguro que se trataba de los nervios contenidos hasta entonces.
—Muy bonito, Egon. Bien hecho, de verdad —oyó que decía alguien a su espalda.
Habría reconocido aquella voz ronca y aduladora desde lejos.
Se volvió y se encontró frente a frente con Sixten Dahl, uno de los galeristas más conocidos de Estocolmo. Vestía abrigo negro de cuero y pantalones y botas del mismo material, lucia unas gafas oscuras con la montura de color naranja y llevaba la barba muy corta y bien arreglada. Parecía una mala imitación de George Michael, la estrella del pop. Sixten Dahl era el propietario de una maravillosa galería de arte en la esquina de las calles Karlavägen y Sturegatan, en el barrio de Östermalm, la zona más lujosa de Estocolmo.
—Me alegro de que te guste. Es un placer verte por aquí —respondió con afectado entusiasmo.
Se había ocupado personalmente de que su competidor en Estocolmo recibiera una invitación, sólo para provocarlo. El propio Sixten Dahl trató de echarle el guante a Mattis Kalvalis, pero Egon le ganó la partida.
Ambos habían participado en Vilna en un encuentro de galeristas de los países bálticos, y entonces fue cuando se fijaron en la original obra pictórica de aquel joven artista. En una de las comidas, Egon Wallin se encontró sentado al lado de Mattis Kalvalis. Congeniaron inmediatamente y, para sorpresa de todos, Kalvalis prefirió exponer en la galería de Egon Wallin, en lugar de hacerlo en Estocolmo, en la de Sixten Dahl.
En el mundillo del arte, aquello causó cierta extrañeza. Si bien Egon Wallin era un galerista de prestigio, parecía insólito que el artista lo hubiera elegido a él. Sixten Dahl tenía tan buena reputación como la de Egon, y Estocolmo era mucho más populosa.