El ascenso de Endymion (92 page)

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Authors: Dan Simmons

Tags: #ciencia ficción

BOOK: El ascenso de Endymion
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—¡Lenar Hoyt! —repitió Aenea, y cientos de cabezas se volvieron hacia ella. Vi sombras moviéndose en los flancos de la nave, guardias suizos entrando en acción—. Lenar Hoyt, soy Aenea, hija de Brawne Lamya, quien viajó contigo a Hyperion para enfrentarse con el Alcaudón. Soy la hija del cíbrido John Keats, a quien tus amos del Núcleo mataron dos veces.

El papa estaba petrificado, un dedo huesudo alzado en la bendición. La señaló, temblando como presa de una parálisis cerebral. Con la otra mano se aferró las vestiduras por encima del pecho. Movió la cabeza, sacudiendo la mitra.

—¡Tú! —exclamó con voz débil y aflautada—. ¡La Abominación!

—Tú eres la abominación —gritó Aenea. Ahora estaba corriendo, apartando a la gente de ropa oscura que se levantaba de los bancos para cogerla. La ayudé a librarse de dos hombres y ella siguió corriendo. Brinqué sobre alguien que nos embestía y la alcancé, mirando a los guardias suizos que empujaban a la multitud, apuntando las picas energéticas pero sin decidirse a disparar en medio de tantos dignatarios del Vaticano y Mercantilus. Sabía que no vacilarían si Aenea llegaba a diez metros del papa—. Tú eres la abominación —repitió, corriendo a toda velocidad, esquivando manos y brazos—. Tú eres el Judas de la Iglesia Católica, Lenar Hoyt, y has vendido su historia sagrada a...

Un hombre robusto con uniforme de Pax desenvainó una espada ceremonial y lanzó una estocada a la cabeza de mi amada. Aenea la esquivó. Frené el brazo del almirante, se lo rompí, arrojé la espada y lo tumbé en medio de sus subalternos. El coronel Kassad había dicho que después de aprender el idioma de los vivos había sentido el dolor que infligía a los demás. Lo experimenté ahora, sintiendo los nervios y músculos desgarrados, el hueso astillado del antebrazo y el choque de mi cuerpo cuando el almirante cayó sobre sus hombres. Pero cuando me miré, mi brazo estaba firme y el único precio era el dolor. No me importaba el dolor.

Un cordón de sacerdotes, monjes y obispos se interpuso entre Aenea y el papa. Vi que el pontífice se aferraba el pecho con más fuerza y caía, pero varios diáconos lo cogieron y lo llevaron al dosel del trono del Bernini. Varios guardias suizos cerraron el paso a Aenea con sus picas y sus cuerpos. Otros se nos acercaron por detrás, apartando rudamente a los curiosos. Agentes de seguridad de Pax con armadura negra y cinturones de vuelo revolotearon a diez metros de altura. Puntos láser bailaron sobre la cara y el pecho de Aenea.

Me interpuse entre ella y los inminentes disparos. El punto rojo de un láser me cegó el ojo derecho al apuntarme. Abrí los brazos y lancé un grito desafiante.

—¡No! ¡Cogedles con vida! —gritó un corpulento cardenal con un vozarrón que parecía la voz de Dios.

Un guardia suizo se lanzó contra Aenea para aturdirla con su pica. Ella se echó al suelo, patinó, le cogió las rodillas y lo empujó hacia mí. Le pateé la cabeza y me volví para arrebatarle la pica a otro guardia, lanzándolo contra la multitud y amenazando con el arma a los cinco guardias que nos atacaban por detrás. Se alejaron.

Un agente volador me disparó dos dardos en el hombro izquierdo. Supuse que eran tranquilizantes, pero me los arranqué y los arrojé contra el agente sin sentir nada. Dos guardias —un hombre y una mujer fornidos— me cogieron los brazos. Los hice brincar hasta que sus cabezas chocaron y los arrojé al piso.

—¡Aenea!

Se levantó, se deshizo de un guardia, dos hombres de armadura negra le cerraron el paso. La congregación gritaba. El gran órgano de la catedral chillaba como una mujer en medio del parto. Un agente de seguridad disparó a Aenea a cinco metros. Aenea giró. Una mujer de armadura negra la tumbó de un garrotazo, la montó a horcajadas y le echó los brazos hacia atrás.

Usé el antebrazo para arrojar por el aire a esa zorra. Un guardia me pegó con la pica en el estómago. Un agente de seguridad me lanzó un paralizante. Se supone que los paralizantes son instantáneos, pero tuve tiempo de agarrar la garganta del guardia más próximo antes que me disparasen por segunda y tercera vez. Mi cuerpo cayó con un espasmo y me oriné en los pantalones cuando cesaron todas las funciones voluntarias. Mi última sensación consciente fue el goteo de mi orina en las baldosas de la Basílica de San Pedro.

Apenas reparé en las doce figuras que aterrizaron en mi espalda, me sujetaron los brazos, me arrastraron. No oí ni sentí mi cabezazo contra la baldosa ni el corte que me abrió en la frente.

En los últimos segundos de conciencia, vi pies negros, botas de combate, la gorra de un guardia suizo, más pies. Supe que Aenea había caído a mi izquierda pero no pude mover la cabeza para verla por última vez.

Y así concluye mi historia.

Estuve consciente pero sometido a bloqueos neuronales durante mi «juicio», una presentación de diez minutos ante los jueces del Santo Oficio. Me condenaron a muerte. Ningún ser humano mancharía su alma con mi ejecución; me trasladarían a una caja de gato de Schrödinger en órbita del mundo laberíntico de Armaghast, que estaba en cuarentena. Las inmutables leyes de la física y el azar cuántico ejecutarían la sentencia. En cuanto finalizó el juicio, me enviaron al sistema de Armaghast en una nave-antorcha robot de propulsión Hawking y alta gravedad, con una deuda temporal de dos meses.

No sabía dónde estaba Aenea ni qué había sido de ella, pero ya era dos meses demasiado tarde para ayudarla cuando desperté, mientras terminaban de cerrar el casco energético de mi prisión.

Y durante muchos días, tal vez meses, enloquecí. Y durante muchos más días, ciertamente más meses, he usado la pizarra que me dejaron en esta celda ovoide para contar esta historia. Deben haber sabido que la pizarra sería un castigo adicional mientras esperaba mi muerte, escribiendo mi historia en pocas páginas de micropergamino reciclado como la serpiente devorando su cola, sabiendo que nadie tendrá acceso al relato guardado en el chip de memoria. Dije al principio que tú, mi imposible lector, leías esto por malas razones. Dije al principio que si leías esto para descubrir el destino de Aenea, o el mío, te equivocabas de documento. Yo no estaba con ella cuando su destino la alcanzó, y el mío está más cerca de su final que cuando escribí estas palabras iniciales.

Yo no estaba con ella.

Yo no estaba con ella.

Oh, Jesús, Dios de Moisés, Alá, querido Buda, Zeus, Muir, Elvis, Cristo, si alguno de vosotros existe o alguna vez existió o conserva una pizca de poder en sus manos grises y muertas, por favor, quiero morir ya. Ya. Que la partícula sea detectada y que el gas sea liberado. Ya.

Yo no estaba con ella.

31

He mentido.

Al principio de esta narración dije que no estaba con Aenea cuando la alcanzó su destino, implicando que ignoraba cuál era ese destino, y lo repetí hace un tiempo cuando escribí lo que creí sería la última entrega de esa narración.

Pero mentí por omisión, como diría un sacerdote de la Iglesia.

Mentí porque no quería hablar de ello, describirlo, revivirlo, creerlo. Pero ahora sé que debo hacer todas estas cosas. Lo he revivido cada hora de mi encarcelamiento en esta caja de Schrödinger. Lo he creído desde el momento en que compartí la experiencia con mi querida amiga, mi querida Aenea.

Conocía el destino de mi querida niña desde antes de que me alejaran del sistema de Pacem. Habiéndolo creído y revivido, debo comentarlo y describirlo, en aras de la verdad de esta narración.

Todo esto me llegó mientras estaba drogado y aturdido, sujeto a un tanque de alta gravedad a bordo de la lanzadera robot, una hora después de mi juicio inquisitorial de diez minutos en un asteroide de Pax, a diez minutos-luz de Pacem. En cuanto oí, sentí y vi estas cosas supe que eran reales, que estaban ocurriendo en el momento en que las compartí, y que sólo mi intimidad con Aenea y mi lento aprendizaje del idioma de los vivos me había permitido esa maravillosa comunión. Cuando la comunión terminó, me puse a gritar en el tanque, arrancando mis umbilicales de soporte vital y golpeando el tabique con la cabeza y los puños, hasta que el tanque lleno de agua se mancho con mi sangre. Traté de arrancarme la máscara osmótica que me cubría la cara como un parásito que me sorbiera el aliento; no pude arrancarla. Durante tres horas grité y protesté, golpeándome hasta caer en un estado de semiconciencia, reviviendo mil veces los momentos compartidos con Aenea, y entonces la nave robot me inyectó somníferos, el tanque de alta gravedad se vació, y caí en fuga criogénica mientras la nave-antorcha alcanzaba el punto de traslación para saltar al sistema de Armaghast.

Desperté en la caja de Schrödinger. La nave robot me había puesto en el satélite energético y lo había lanzado sin intervención humana. Durante unos instantes estuve desorientado, creyendo que los momentos compartidos con Aenea habían sido una pesadilla. Luego la realidad de esos momentos regresó y me puse a gritar de nuevo. Creo que no recobré la cordura durante meses.

He aquí lo que me llevó a la locura.

También se llevaron a Aenea sangrante e inconsciente de la Basílica de San Pedro, pero a diferencia de mí ella despertó al día siguiente y no estaba drogada ni aturdida. Recobró la conciencia, y yo compartí ese despertar con mayor claridad que cualquier recuerdo mío, tan nítido y real como un segundo conjunto de impresiones sensoriales, en una vasta habitación de piedra, de treinta metros de anchura y cincuenta de altura. En el techo había un cristal reluciente que parecía una claraboya, aunque Aenea sospechó que era una ilusión y que la habitación estaba en las honduras de un edificio más vasto.

Los enfermeros me habían limpiado para mi juicio de diez minutos mientras yo estaba inconsciente, pero nadie tocó las heridas de Aenea. Tenía el costado izquierdo de la cara lleno de magulladuras. Le habían arrancado la ropa y estaba desnuda, con los labios hinchados, el ojo izquierdo abotargado y entrecerrado, la visión del ojo derecho enturbiada por una contusión. Tenía cortes y cardenales en el pecho, los muslos, el antebrazo y el vientre. Algunos de estos cortes se habían cerrado, pero otros eran profundos y requerían suturas que nadie hizo. Aún sangraban.

Estaba sujeta a lo que parecía un esqueleto de hierro oxidado que colgaba de cadenas del vasto techo y que le permitía apoyar su peso pero la mantenía casi de pie, los brazos contra las vigas, un asterisco casi vertical de frío metal que le apretaba cruelmente las muñecas y los tobillos. Sus pies colgaban a diez centímetros del áspero suelo. Podía mover la cabeza. La habitación redonda estaba vacía salvo por un par de objetos. Había un cesto grande a la derecha, forrado de plástico. También a la derecha había una bandeja de metal oxidado con varios instrumentos: mondadientes y pinzas, cuchillas circulares, escalpelos, sierras de cirugía, un largo fórceps, alambre de púas, tijeras largas, tijeras dentadas, botellas de líquido oscuro, tubos de pasta, agujas, hilo grueso y un martillo. Aún más perturbadora era la rejilla redonda de dos metros y medio de diámetro que había debajo de ella, por la cual veía diminutas llamas azules ardiendo como luces de piloto. Había un tenue olor a gas.

Aenea tiró de las amarras, sintió la palpitación de sus muñecas y tobillos magullados, apoyó la cabeza en la viga de hierro. Tenía el pelo pegajoso y sentía una hinchazón en la coronilla y otra en la base del cráneo. Sentía náusea y procuró no vomitarse encima.

Al cabo de unos minutos, se abrió una puerta oculta en la pared de piedra y Rhadamanth Nemes entró y caminó hasta un lugar de la derecha. Una segunda Rhadamanth Nemes entró y se puso a la izquierda. Otras dos entraron y se pusieron atrás. No hablaron, y Aenea no les habló.

Pocos minutos después apareció el cardenal John Domenico Mustafa. Su imagen holográfica de tamaño natural titiló hasta cobrar solidez frente a Aenea. La ilusión de su presencia física era perfecta excepto por el hecho de que el cardenal estaba sentado en una silla que no estaba representada en el holograma, dando la ilusión de que flotaba en el aire. Mustafa parecía más joven y saludable que en T'ien Shan. Segundos después apareció el holo de un cardenal más corpulento con túnica roja, y luego el holo de un sacerdote delgado y tuberculoso. Un momento después, un hombre alto y apuesto vestido de gris entró por la puerta de la mazmorra y se acercó a los holos. Mustafa y el otro cardenal siguieron sentados en sillas invisibles mientras el holo del monseñor y del hombre de gris permanecían detrás de las sillas como sirvientes.

—M. Aenea —dijo el gran inquisidor—, permíteme presentar a su eminencia el cardenal Lourdusamy, secretario del Estado Vaticano, a su asistente el monseñor Lucas Oddi y a nuestro estimado consejero Albedo.

—¿Dónde estoy? —preguntó Aenea. Tuvo que repetir la frase, a causa de sus labios hinchados y su mandíbula magullada.

El gran inquisidor sonrió.

—Responderemos todas tus preguntas por el momento, querida. Y luego tú responderás las nuestras. Lo garantizo. Para responder tu primera pregunta, estás en la sala de entrevistas más profunda del Castel Sant'Angelo, en el margen derecho del Nuevo Tíber, cerca del Ponte Sant'Angelo, a poca distancia del Vaticano, en el mundo de Pacem.

—¿Dónde está Raul?

—¿Raul? —dijo el gran inquisidor—. Ah, te refieres a tu inservible guardaespaldas. Creo que acaba de concluir su propia reunión con el Santo Oficio y está a bordo de una nave, disponiéndose a salir de nuestro bonito sistema. ¿Él es importante para ti, querida? Podríamos hacer arreglos para que regrese al Castel Sant'Angelo.

—Él no es importante —murmuró Aenea, y después de mi primer segundo de dolor y angustia, sentí lo que ella pensaba por debajo: preocupación por mí, terror por mí, esperanza de que no me amenazaran a mí como recurso para doblegarla.

—Como desees —dijo el cardenal Mustafa—. Es a ti a quien deseamos entrevistar hoy. ¿Cómo te sientes?

Aenea no respondió.

—Bien —dijo el gran inquisidor—, no esperarás atacar al Santo Padre en la Basílica de San Pedro y salir impune.

Aenea murmuró algo.

—¿Qué has dicho, querida? No pudimos entender. —Mustafa tenía una sonrisa de sapo satisfecho.

—Yo... no... ataqué... al... papa.

Mustafa abrió las manos.

—Si insistes, M. Aenea... pero tus intenciones no parecían amistosas. ¿Qué tenías en mente al correr por el pasillo central hacia el Santo Padre?

—Advertirle —dijo Aenea. Mientras hablaba con el gran inquisidor, evaluaba sus lesiones: magulladuras graves pero nada roto, un corte en el muslo que necesitaba suturas, al igual que el corte en el pecho. Pero tenía algún problema. ¿Hemorragia interna? No lo creía. Le habían inyectado algo.

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